lunes, 4 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 3 y 4

3

LOS ESCRIBAS DEL TEMPLO DE TOT


Tírsit, eton!
Tírsit, donde te has metido!
Los gritos de Totmés resonaban entre las columnas de la sala hipóstila, ya solitaria al atardecer.
La sala hipóstila del templo de Tot de Tierra Adentro era de dimensiones sorprendentemente reducidas en una templo por lo demás tan vasto. Tenía sólo seis columnas de piedra blanca que sostenían un techo de gres. Los muros estaban decorados con bajorrelieves que representaban escenas del ciclo mítico de Tot, el dios de las letras y de la sabiduría. En la parte alta de la pared que miraba al patio anterior se habían practicado unas lucernas que alumbraban tenuemente toda la estancia.
Totmés, después de comprobar que su hermana no se escondía detrás de las gruesas columnas de la sala, pasó al vestíbulo que precedía al santuario, comunicado con la sala hipóstila por una gran arcada sin puertas. El santuario, como de costumbre, estaba cerrado. El muro alrededor de la alta puerta estaba decorado de arriba a abajo con pinturas y jeroglíficos de vivísimos colores.
“Rediez, es más juguetona que un cachorro! Cada tarde me hace la misma jugada,” masculló el muchacho mientras atravesaba el vestíbulo en dirección a la puerta, siempre abierta, que daba al aula de las capillas.
Las exiguas dimensiones de la sala hipóstila se explicaban porque tenía que ceder espacio a un aula de capillas y a un patio interior. El aula de capillas ocupaba parte de los sectores de mediodía y de poniente del rectángulo del templo. A lo largo de sus muros se abrían siete capillas laterales que habían sido destinnadas al culto de diversas divinidades del panteón egipcio. Al otro lado de la sala hipóstila se abría un patio interior que se extendía hasta los muros que cerraban el edificio por el sur y por el oeste.
- Tírsit!
Totmés escudriñó detrás de los fardos de lana y de lino en rama que llenaban las capillas laterales.
-Tírsit, que oscurece y tenemos que ir a ordeñar las cabras!
Una pieza de estameña le cayó encima como una red. Mientras se revolvía para librarse de ella sintió los brazos de su hermana que lo estrechaban vigorosamente. Se fingió inmovilizado y se proclamó vencido. Entonces pudo desembarazarse de la pieza de tejido y vio junto a sus ojos el rostro acalorado de Tírsit que lo miraba risueña.
- Has paso por mi lado y ni me has visto ni me has olido!
- Todo esto apesta a lana y a esparto, ¿cómo quieres que te huela? Vamos, que llegaremos tarde a cenar.
Totmés cogió de la mano a su hermana y la arrastró hacia la sala hipóstila y el patio principal. Este patio, embaldosado con losas de gres, estaba rodeado por un muro de ladrillos, no muy alto para poder recibir luz abundante. Por la parte de la fachada del templo, el patio se cerraba con un pórtico de diez columnas de granito con capiteles papiriformes.
Salieron por una puerta con batientes de madera y cerrojos de bronce y bajaron brincando por una amplia escalinata tallada en la roca viva. Del arranque de la escalinata salía un sendero que rodeaba por debajo la plataforma del templo y desembocaba en unas planicies, no visibles desde arriba, donde se hallaban los rediles de las cabras. Más abajo había una noria movida por un asno ciego; sus arcaduces vertían agua en la alberca, que desaguaba en una gran balsa que lamía los fundamentos rocosos del templo. Un pozo en un ángulo del patio interior permitía sacar agua sin necesidad de salir al exterior.
Ordeñaron las cabras que les pareció que tenían las ubres más repletas, y agarrando uno por cada lado el asa de la jarra regresaron a la explanada cuando ya oscurecía y se encaminaron directamente a la Casa de Vida.
Totmés tenía trece años cumplidos. Era alto y esbelto como un junco de los canales. Sus cabellos negros rozaban los hombros. El rostro era ancho, con ojos redondos y grises. El cuello se asentaba en un busto de atleta, con brazos musculosos y manos de dedos largos como un arpista. Unas piernas robustas terminaban en unos pies inexplicablemente delicados en alguien que caminaba casi siempre descalzo.
Tírsit era también alta y esbelta, aunque no cenceña. Sus cabellos, por más que oscuros, irrradiaban a la luz del día irisaciones de panocha y descendían por la espalda agavillados por una cinta verde. Ojos de verde esmeralda. Rostro menudo, frente suavemente prolongada, nariz de diseño abreviado, boca recta que dejaba entrever los dientes graciosamente encabalgados. Sus formas, todavía infantiles, se dibujaban firmemente bajo una túnica corta sin mangas, de lana azul claro. La leve turgencia del pecho, apenas perceptible, no permitía otorgarle, de acuerdo con los cánones egipcios, más allá de doce años. Iba también descalza.
Entraron en la gran cocina canturreando una copla fayúmica y dejaron la jarra encima del obrador de los quesos. En el otro extremo de la espaciosa sala, de paredes enjabelgadas y envigado de madera de pino melis, las dos sirvientas etíopes acababan de poner la mesa. Cuatro candiles de aceite, recién despabilados, titilaban en las cuatro esquinas de la sala, dejando entre ellos espacios de sombra. Un ancho vasar de madera rodeaba la estancia a media altura, repleto de jarras, cubos, cántaros, vasos, platos, botellas y toda clase de pucheros de bronce, todo nuevo y resplandeciente.
Al cabo de poco se oyó el chirrido de una puerta y entraron Nimlot y Menat-Neter, llevando él un cesto de fruta y ella un pan de trigo redondo. Besaron a sus hijos y se sentaron en cojines alrededor de la mesa. Las criadas sirvieron la cena: pescado frito con garbanzos estofados y leche cuajada con miel. Nimlot cortaba el pan, que consumían en abundancia. Los mayores bebían cerveza de la propia molienda, los jóvenes agua del pozo.

La Casa de Vida, como le decían privadamente con denominación arcaica y en desuso, era un robusto edificio de dos plantas y terraza situado al norte de la fábrica del templo a nivel inferior. Comunicaba con el patio interior del templo a través de una galería cubierta a la altura del segundo piso de la casa. El edificio, todo de piedra, era contemporáneo del conjunto, pero había sido completamente restaurado para convertirlo en una residencia elegante y cómoda. La planta baja estaba ocupada por la inmensa cocina y por las despensas y depósitos de herramientas. En el segundo piso estaban las estancias nobles, amuebladas con gusto exquisito, y los dormitorios.
El templo de Tot de Tierra Adentro era una vasta edificación de la época ptolemaica reformada en tiempos del emperador Antonino Pío. Se alzaba sobre una plataforma rocosa en la entrada de una de las hoyas enjutas y pedregosas que se adentraban en las montañas líbicas, más allá de la linde de las tierra cultivadas y a media hora de camino de Shmún, la Hermópolis de los griegos. Lo alcanzaba uno de los numerosos canales de la región del Nilo Medio.
El templo era, en aquellos momentos, un local de culto oficialmente desafectado. Su uso reconocido era el de almacén de lana, lino y tejidos confeccionados. El padre de Nimlot, de la orden sacerdotal de tercera categoría, es decir, estolista, había sido un comerciante de ropa conocido en todo el valle del Nilo hasta más arriba de Elefantina. Cuando llegó la orden de clausura de los templos, el sacerdote solicitó autorización para transformar el templo de Tot, del que su padre había sido sacerdote principal, en depósito de sus mercancías. Por tratarse de un ciudadano rico e influyente, consiguió que el fisco imperial le alquilara el edificio con todo su ejido. Entonces hizo descender todas las estatuas. Algunas las fajó cuidadosamente con papiros y las depositó en un sótano del mismo templo, con unos rótulos que rezaban: “Propiedad del emperador”. Las demás las distribuyó a título de obras de arte entre sus amigos y clientes río arriba y río abajo, sin olvidar los funcionarios estatales y locales. En el archivo del templo se guardaba una detallada lista de los destinatarios de lo que, a juicio del sacerdote-mercader, no era más que un préstamo transitorio. Después reconstruyó el edificio de la Casa de Vida, decrépito al cabo de doscientos años de abandono, y lo convirtió en su residencia foránea. Cuando murió el anciano mercader, su hijo Nimlot heredó el negocio y se instaló definitivamente en el templo con el pretexto de velar de cerca por sus intereses, pero en realidad para evitar la demolición del santuario por los monjes pacomianos del Convento Dorado de Hermópolis, siempre al acecho.
Despachada la cena, Nimlot tomó uno de los candiles y precedió a toda la familia hacia el templo; las sirvientas etíopes, que eran adoradoras de los dioses, les acompañaron. Aprovechaban la soledad de las horas nocturnas, cuando el templo-almacén estaba cerrado, para celebrar el ritual vespertino. Llegados al vestíbulo del santuario, Nimlot abrió el cerrojo con la llave que llevaba siempre colgada del cuello y abrió las puertas de par en par. En el aula brillaba quedamente el rescoldo de un fuego alimentado perpetuamente con maderas de combustión lenta. Nimlot penetró en el santuario, mientras los demás permanecían junto al dintel. Entonces, Menat-Neter entregó a Tírsit un rollo de papiros y le acercó el candil. La muchacha leyó, con pausa y entonación, un pasaje del Libro de las Alabanzas de Isis en lengua egipcia:
“Tú, conjuntamente con Tot, inventaste la escritura. Parte de esta escritura fue sagrada, destinada a los iniciados, parte fue de uso público. Tú instituiste el derecho, a fin de cada uno de nosotros, así como la muerte nos iguala por naturaleza, supiera vivir bajo la ley de la igualdad. Tú dictaste leyes, tenidas desde el comienzo por preceptos sagrados. Desde aquel momento las ciudades vivieron en paz , regidas ya no por el dictado de la fuerza, sino por una ley sin violencia. Tú hiciste que los hijos honrasen a sus padres, considerándolos ya no sólo padres, sino dioses. Mayor es el don cuando una diosa transforma en ley lo que la naturaleza dio por necesidad. Tú mostraste predilección por habitar en Egipto”.
Terminada la lectura, Nimlot, murmurando las antiguas plegarias rituales, se aproximó a la diminuta estatua del dios (siempre a punto de ser escondida entre los fardos de lana) y pasó por sus labios los amuletos de costumbre. Mientras se retiraba caminando de espaldas, todos entonaron el Himno Nocturno de Osiris en lengua egipcia antigua. Nimlot volvió a cerrar las puertas, y se retiraron en silencio a la Casa de Vida. Las sirvientas bajaron a la cocina para cenar y quitar la mesa. Nimlot y Menat-Neter abrazaron a sus hijos y todos se retiraron a sus habitaciones.
A Totmés le costaba arrancar el sueño. Sentía en su mano derecha la cálida mano de Tírsit, que dormía ya apaciblemente envuelta en su sábana de lino. Totmés aguardó hasta percibir el aliento prolongado que indicaba que la niña entraba en el sueño profundo, y entonces soltó su mano y se incorporó ligeramente sobre la almohada para mirar a través del ventanal oblongo la masa indefinida de los contrafuertes de las montañas líbicas tenuemente iluminadas por la luna en creciente.
Pensativo, con los ojos abiertos, Totmés deshilvanaba el hilo de las angustias que sentía acechar bajo las apariencias sosegadas de la Casa de Vida. No era que temiese la violencia de los cristianos, a pesar de que representaba una amenaza permanente sobre el templo y sobre su familia. Desde la infancia se había acostumbrado a la inseguridad de su situación y a vivir en el templo como en una fortaleza asediada. Lo que le desazonaba no era el destino del templo de Tot, sino su propio futuro y el de su hermana. Tenía clara conciencia de pertenecer a una franja marginal de la sociedad egipcia; los adoradores de los dioses eran a la sazón un residuo endeble y decadente de las antiguas grandezas, rodeado por una población ya casi totalmente cristianizada. Su fidelidad a las tradiciones religiosas del antiguo Egipto los había expulsado de la convivencia con sus conciudadanos. Él y su hermana no habían podido acudir a la escuela con los demás chicos y chicas de Hermópolis. Era una escuela municipal, pero los maestros eran todos cristianos y los alumnos también. Hubieran sido arrinconados y escarnecidos. No tenían más amigos que los devotos que esporádicamente visitaban el templo con el pretexto de comprar ropa. Vivían aislados. ¿Hasta cuando? ¿Podrían seguir viviendo en el templo de Tot cuando sus padres hubieran desaparecido? Y si no, ¿a dónde irían?
Ahora aprendían afanosamente la lengua y la escritura de los faraones. ¿De qué les iba a servir este excelso conocimiento en un mundo indiferente u hostil a las riquezas del antiguo Egipto? A Totmés no le apetecía en absoluto la perspectiva de refugiarse, como tantos adoradores de los dioses, en la isla de Filas, en medio de los blemios semibárbaros. Él deseaba ardientemente vivir en su país, la amada tierra negra de Egipto. ¿Cómo se las arreglarían, él y Tírsit, para vivir como ciudadanos egipcios normales? ¿Dónde hallarían esposo y esposa, cuando todos los jóvenes de su edad en Hermópolis eran cristianos y enemigos declarados de la religión antigua?
Tírsit gimió en medio de su sueño. Totmés la estrechó en sus brazos y la niña se tranquilizó, mientras Totmés, con los ojos entornados de fatiga, pugnaba por no percatarse de que los riscos de las montañas líbicas comenzaban a reflejar la primera rojez del día.

A media mañana de aquel día del mes de Parmute, el abril de los romanos, Tírsit y Totmés se sentaban a la sombra de los sicomoros que crecían a reparo del muro de poniente de la Casa de Vida. Tenían sobre las rodillas sendas tablas de escriba y se aplicaban febrilmente a los ejercicios de lengua egipcia antigua prescritos por Pinedjem. Sabían que aquella tarde llegaría Turi, “el barquero de los dioses”, con el pliego de papiros con las nuevas lecciones y los nuevos ejercicios, y que partiría al día siguiente con el cuaderno de sus trabajos para llevarlos a Pinedjem. que los corregiría y los devolvería con sus observaciones. Hacía ya casi cinco meses que estudiaban la lengua del antiguo Egipto bajo la dirección remota del sacerdote del templo de Isis de Tkou. Una vez al mes, Turi hacía el periplo de ida y vuelta transportando, escondidos entre las mercancías estibadas en la sentina, los preciosos folios gramaticales.
En lo tocante al arte de la escritura jeroglífica, el aprendizaje no les había costado grandes esfuerzos. De hecho, tanto Nimlot como Menat-Neter sabían dibujar a la perfección los misteriosos signos de la escritura sagrada. Muchos escribas y pintores de los talleres de las ciudades del Nilo copiaban los signos como simples dibujos decorativos, aunque no conocían su significado. Tírsit y Totmés habían heredado de sus padres una excelente caligrafía, pero ellos, además, entendían ya el significado de muchos textos. Cuando llegaron al templo de Tot los primeros folios con las lecciones de Pinedjem, los jóvenes se entregaron con entusiasmo a la tarea del aprendizaje y de la memorización.
Y fue entonces cuando estalló con toda su fuerza la poderosa inteligencia de Tírsit. Era ya sabido que aquella muchacha tenía una cabeza fuera de lo corriente. Su memoria era prodigiosa; bastaba que leyera una sola vez una página, en griego o en egipcio, para repetirla a renglón seguido sin apenas errores. Su padre la utilizaba como registro de entradas y salidas: gritaba un nombre y un número, y todo quedaba grabado en aquella mente insondable. Ahora era la primera en entender las complejidades de la gramática del antiguo egipcio consignadas en los papiros enviados por Pinedjem. Lo estudiaba, lo memorizaba y luego, con infinita paciencia, lo iba explicando a su hermano, que era asaz inteligente, pero que ni de lejos disponía de la potencia mental de su hermana. El muchacho no se sentía humillado por aquella notoria inferioridad, antes al contrario, estaba orgulloso de la genialidad de su hermana menor y se sometía dócilmente a sus lecciones. Lo cierto es que al cabo de cinco meses de tarea incansable, ambos aprendices podían ya enhebrar frases sencillas y comenzaban a interpretar, con el auxilio del vocabulario que les enviaba Pinedjem, pasajes del Libro de los muertos y del cuento del Náufrago. A pesar de que la enseñanza del escriba remoto concernía exclusivamente la lengua escrita, los jóvenes habían inventado un sistema fonético basado en su propia lengua egipcia y en las fórmulas mágicas empleadas por Menat-Neter, y se dirigían mutuamente frases en una pretendida lengua de los faraones, dejando a sus padres boquiabiertos y al mismo tiempo orgullosos. Muchos devotos de la comarca, tanto egipcios como griegos, habían sabido de aquella insólita escolaridad, y buscaban pretextos para acudir al templo de Tot y conocer a los nuevos escribas de los dioses. Les pedían interpretar viejos papiros, tiras de tejido con franjas de escritura e inscripciones sobre madera. En otras ocasiones no querían más que oírlos hablar en su fantástica lengua faraónica. No hay que olvidar que la enseñanza de la lengua jeroglífica, debido a su carácter sagrado y mágico, había sido prohibida por los edictos imperiales. Para disimular, los visitantes compraban piezas de tela del almacén de Nimlot, que les cobraba a regañadientes, pues le repugnaba hacer negocio con la sabiduría de sus hijos.
Al anochecer llegó Turi acompañado por dos barqueros, también devotos de los dioses. Hacía rato que Totmés y Tírsit, de pie sobre la grada más alta de la escalinata del templo, oteaban el camino de la ciudad para verlos y salir a recibirlos. Cuando los tres hombres aparecieron tras el último recodo de la calzada y enfilaron la avenida de acceso al templo, Tírsit corrió escaleras abajo y cuando los alcanzó se arrojó en brazos de Turi llenándole el rostro de besos, mientras Totmés saludaba amistosamente a los dos acompañantes y estrechaba fuertemente la mano del barquero. Turi trajinaba un pesado zurrón cargado de sal, aceite y agujas de coser, encargos de Menat-Neter; entre las mercancías había escondido la bolsa de tela con los folios de la gramática. Los otros dos caminantes traían alforjas vacías, pues tenían encargo de comprar lana cardada.
Los recién llegados fueron conducidos a la estancia de la Casa de Vida destinada a los huéspedes, pero antes los estudiantes aligeraron a Turi de su preciosa carga y corrieron a su habitación para abrir la bolsa de los papiros y dar una voraz ojeada a las nuevas lecciones y a los nuevos ejercicios. Costó Dios y ayuda hacerlos bajar para la cena, y aún entonces, totalmente ajenos a lo que los rodeaba, no dejaron de discutir sobre la forma pasiva de los verbos y de ensayar la fonética de las nuevas palabras. Sus padres y los barqueros los escuchaban respetuosos y deslumbrados.
Al amanecer del día siguiente, Turi y sus compañeros partieron hacia el puerto de Hermópolis, donde habían amarrado el barco. Turi tenía encargos para río abajo, hasta el Fayum, y proyectaba luego remontar la corriente hasta Tkou para entregar a Pinedjem los ejercicios de los pequeños escribas. Aquellas hojas llenas de signos ininteligibles eran para Turi tesoros de sabiduría viva y divina. Turi se sentía entonces de verdad barquero de los dioses.



4

LA MUERTE DE HIPATIA


- Es la mejor cerveza que jamás he bebido.
Alexandros depositó la copa sobre la mesita que lo separaba de Pinedjem y volvió la mirada hacia las aguas del Nilo, grisáceas y calmosas en aquel atardecer de invierno. Estaban ambos sentados en escabeles de madera a la entrada del templo, arropados en mantos de lana, pues el mes de Koyak estaba avanzado y en el valle del Nilo comenzaba a refrescar.
Alexandros, gramático de Carre, en la Mesopotamia romana, y fiel de la antigua religión, había emprendido un viaje que lo había llevado hasta Filas, y ahora, al regreso, disfrutaba de la hospitalidad de Pinedjem en el templo de Isis de Tkou. Llevaban ya horas conversando y bebiendo a las puertas del templo.
Pinedjem se había interesado por la situación de los fieles de la antigua religión en Carre.
- Carre, la Harrán de los sirios- explicó Alexandros –es un enclave de la antigua religión en la Siria romana. No hay apenas un cristiano. Los imperiales no fuerzan la conversión de la población al cristianismo, porque Carre es un puesto fronterizo con Persia, y temen que, en caso de guerra, los carrianos podrían aliarse con los persas. Muchos retores y muchos filósofos helénicos han buscado refugio en Carre, donde enseñan con toda libertad. Vosotros mismos, si algún día os hallaseis en peligro, seríais bien recibidos en Carre.
- Por el momento no tenemos necesidad de pensar en el exilio- respondió Pinedjem, -pero todo puede llegar. Tomaré en cuenta vuestro ofrecimiento.
Alexandros quiso luego conocer detalles de la formación de Pinedjem como escriba y se mostró muy sorprendido cuando supo que había estudiado en Alejandría y había sido discípulo de Hipatia.
- ¿Fuisteis testigo de su muerte?
Pinedjem se demoró en contestar. Al cabo murmuró:
- Si. ¿Quieres saber cómo fue?
- De todo corazón, si no os abruma volverlo a recordar.
Pinedjem sorbió un trago de cerveza, meditó unos instantes e inició la narración que había repetido tantas veces.


-Era el primer miércoles del mes de Parmute, la segunda semana de la cuaresma de los cristianos. Hipatia había ido a pasar el día en Canopo, a muy poca distancia de Alejandría, donde Timoteo, un discípulo suyo cristiano, cultivaba un jardín botánico según los criterios científicos de Aristóteles y de Dioscórides. Hipatia tenía una curiosidad inagotable. No le bastaba con las matemáticas y la astronomía. Se interesaba por la medicina, la historia, la botánica, la numismática...
- ¿Y por la lengua egipcia?
Pinedjem se echó a reir.
- No, en este punto era del todo griega. Jamás se interesó por este tema. A mi me había preguntado cuatro cosas insustanciales. Le sorprendía, y nada más. Pues bien, a primera hora de la tarde emprendió el camino de retorno a la ciudad por la Vía Canópica, muy concurrida a todas horas. Llevaba una cesta con hierbas aromáticas y medicinales con las que pretendía enriquecer su apoteca. . Cuando llegó a la entrada de la séptima calle transversal, tomó una desviación que conducía al Portus Magnus. En este barrio portuario, en el entorno de la iglesia de San Miguel, el antiguo Cesareion, tenía una de sus escuelas, en la casa de un patricio de la ciudad, Eudoro, de una familia de grandes comerciantes de madera que se había mantenido fiel a la antigua religión. Yo frecuentaba el local como alumno asiduo. Hipatia impartía lecciones de matemáticas, astronomía y filosofía. Leíamos los diálogos de Platón y los comentábamos sin las contaminaciones que últimamente habéis puesto de moda los discípulos de Plotino.
- Gracias.
- De nada. Éramos unos quince oyentes. Aquella tarde la aguardábamos apaciblemente bebiendo agua, pues no nos dejaba beber vino antes de las lecciones.
- ¿Después si?
- Después era ella la primera en destapar el barrilete. Era una mujer de una vitalidad extraordinaria.
- Dicen que era muy bella...
- A su manera. Parecía una estatua de Praxíteles.
- ¿De Praxíteles precisamente? ¿Cómo lo sabéis tan bien? ¿La habíais visto desnuda?
- No era difícil verla desnuda. Cuando íbamos a bañarnos a las playas del lago Mareotis, se desvestía como todos nosotros y se lanzaba al agua nadando como un pez. Bien mirado, eran estas costumbres masculinas lo que había levantado contra ella la ira de los rigoristas cristianos. Vestía la túnica corta, como un hombre, pues decía que era más cómoda. Montaba a caballo y sabía manejar un carro. Corría el rumor de que había hecho una carrera con el prefecto Orestes y que Hipatia había ganado.
- ¿Orestes era amigo suyo? ¿No era cristiano?
- Si, pero pertenecía a una corriente de cristianos que, inspirados, entre otros, por el obispo Sinesio de Cirene, que había sido discípulo de Hipatia, promovían la convivencia con las religiones ancestrales, incluida la judía.
- ¿Orestes no estaba al corriente de la trama que se había urdido contra Hipatia?
- No, de ninguna manera. Hubiera intervenido. Admiraba a Hipatia.
- Bien, proseguid.
- Al dar la vuelta por la esquina de la calle séptima y desembocar en la plaza de la iglesia de San Miguel, topó con una partida de unos treinta hombres que le cerraban el paso. Pertenecían a la cofradía cristiana de pescadores e iban acaudillados por Pedro, el lector de la iglesia de San Miguel.
- ¿Cómo conocéis tantos detalles?
- Por un testigo presencial, uno de los nuestros, que tenía una zapatería al otro lado de la plaza. Hipatia intentó desviarse hacia el taller del zapatero, pero los cristianos la rodearon por completo. Entonces comenzaron a tirar de su ropa y a agarrarla por los cabellos, mientras gritaban: “idólatra, marimacho!”. Seguidamente le arrancaron la túnica y la dejaron medio desnuda. Dicen que clamaba ¡amigos, amigos!, pero nadie acudió a socorrerla.
- ¿Y el zapatero?
- El zapatero era un hombre muy viejo, y en el taller no había nadie más que su nieto, un rapaz de nueve años. Lo mandó corriendo a casa de Eudoro para avisar a los alumnos, y él mismo escapó a todo correr a advertir al prefecto. Demasiado tarde. Pedro y sus secuaces habían arrojado a Hipatia al suelo y la pisoteaban salvajemente aullando como bestias. La mujer, dicen, ya sólo con las prendas de ropa interior, había dejado de gritar e intentaba esconder el rostro contra las losas de la calzada. Entonces, alguien, no se sabe exactamente quien, tomó una de las gruesas tejas de las ruinas del Cesareion y, agarrándola con las dos manos como una maza, la estrelló sobre la cabeza de Hipatia, aplastándola; debió de morir instantáneamente. Los demás se arrojaron como fieras sobre el cuerpo caído y empezaron a descuartizarlo a golpes de teja, redondeando la tarea con sus cuchillos de pescador. Entretanto, el muchacho de la zapatería nos había informado de lo que estaba ocurriendo. Con admirable serenidad, Eudoro nos dividió en tres grupos. Él y otro iban a acudir al palacio del prefecto Orestes. Otros dos tenían que ir al barrio judío en busca de ayuda, pues era bien sabido que los judíos no perdían ocasión alguna de batirse con los cristianos. El resto teníamos que correr al Cesareion. Cuando llegamos a la plaza ya no quedaba nadie. Pudimos ver, al pie del ábside de la iglesia de San Miguel, una gran mancha de sangre y algunos harapos ensangrentados que recogimos cuidadosamente. Los asesinos habían marchado en dirección al Emporium enarbolando como trofeos trozos del cuerpo de la desgraciada Hipatia. Una multitud de cristianos vociferantes se les fue añadiendo. Eudoro, que había tomado la calle del Hipódromo para atravesar el mercado, se topó con la turba cristiana y tuvo que dar un rodeo por el muelle hasta el Heptastadion. Nosotros, barruntando que los asesinos se encaminaban a las ruinas del Serapeum para culminar allí su profanación, nos desviamos por la calle del Teatro Viejo para ir a encontrarlos cuando desembocasen en la plaza del Museo.
- Pero, ¿qué podíais hacer? Erais cuatro gatos.
- Si, y los otros eran ya miles de energúmenos vociferantes. Lo único que pretendíamos en aquel momento era rescatar los restos de nuestra desgraciada maestra.
- ¿Y los judíos?
- Los judíos habían reunido a toda prisa una tropa de cien hombres armados con palos, pero fueron detenidos por un destacamento de soldados que regresaban de ejercitarse en el hipódromo. Más tarde, los judíos vinieron a excusarse y nos entregaron dos anillos de oro para contribuir a los gastos de la sepultura.
¿A cuenta de qué, esta solicitud de los judíos por Hipataia?
- Algunos de sus escribas habían sido discípulos de ella y de su padre. Los respetaban muchísimo.
- Ibais hacia la plaza del Museo...
- Si, y cuando llegamos no había todavía un alma. Decidimos esperar allí. Entonces divisamos un destacamento de la guardia del prefecto que tomaba posiciones en las calles que llevan al palacio de Adriano, sede de la prefectura. Eran pocos, apenas dos docenas de hombres. Alejandría ha tenido siempre una guarnición muy pequeña, porque la ciudad no estaba amenazada por ninguna parte como lo están las ciudades de las fronteras orientales. Con la guardia municipal no se podía contar en absoluto, pues estaba plenamente bajo la obediencia del patriarca Cirilo. El centurión nos vio y nos hizo señal de que nos alejáramos. Comprendimos que su misión consistía únicamente en evitar que la turba se desviase hacia el palacio de la prefectura. Entonces cambiamos de táctica. Aquéllos de nosotros que éramos forasteros, y por lo tanto difícilmente identificables, íbamos a mezclarnos con la multitud para averiguar cuales eran sus intenciones. Yo y tres compañeros del Alto Nilo nos escondimos bajo los pórticos de la plaza, y cuando llegó la siniestra procesión nos mezclamos con la gente sin ser descubiertos. Al frente de la caterva venía el lector Pedro enarbolando una pierna ensangrentada. Le seguía la masa apretada de la turba, de la cual sobresalían los miembros descuartizados de Hipatia llevados como estandartes por los socios de la cofradía de San Miguel: otra pierna, los brazos, la cabeza clavada en una pértiga, despojos humanos irreconocibles... El gentío escupía sobre los restos, aullando sin parar: ¡Idólatra, marimacho! Yo estaba horrorizado y mareado, hasta el punto que tuve que apartarme hacia una calle lateral para vomitar y tratar de serenarme. Era necesario conservar la sangre fría para intentar recuperar los restos de nuestra venerada maestra. Entre la multitud estaban también los informadores del prefecto, que averiguaron al punto cuales eran los objetivos de los capitostes del alboroto: quemar los despojos de Hipatia ante las ruinas del Serapeum, donde ella había enseñado al lado de su padre. Poco más podían hacer los agentes del prefecto. En aquellos momentos los alborotadores arrastraban una multitud de cincuenta mil personas, hombres, mujeres y niños. La táctica del prefecto consistió en proteger los edificios públicos y las residencias de los ciudadanos no cristianos más notorios. La maquinación, sin embargo, estaba tan bien preparada que en ningún momento se produjeron ataques contra personas o bienes. El objetivo era solamente Hipatia. El grupo principal de los nuestros, informados por los agentes, se desplazaron rápidamente a la explanada del Serapeum. Las ruinas del imponente edificio eran todavía visibles, en particular una columna que se alzaba solitaria en medio de los escombros carbonizados. Allí encontraron, con sorpresa, una gran pira preparada en medio del descampado. Todo, pues, había sido perfectamente planeado. Se acercaron a los esbirros que rodeaban la pira y negociaron con ellos. Mediante unas cuantas monedas de plata se comprometieron a recoger los restos o las cenizas de Hipatia y entregarlas a sus discípulos. No podíamos hacer nada más. Disimuladamente, Horemheb, un sacerdote del templo de Isis de Narmutis, arrojó a los maderos un amuleto de Isis: el cuerpo de Hipatia sería quemado con fuego sagrado.
Los que nos habíamos mezclado con la turba, una vez dilucidadas las intenciones de los cabecillas, nos desviamos por la calle del Puerto de Mareotis y corrimos hacia la explanada del Serapeum bordeando la muralla de Mediodía. Las calles estaban desiertas como si fuese de noche. Llegados al Serapeum, encontramos a los nuestros y nos apostamos tras la columna de Pompeyo para esperar los acontecimientos. Cien pasos más allá pudimos columbrar un destacamento de caballería en posición de asalto.
La turba cristiana llegó por la segunda calle longitudinal. Ya casi no se oían gritos. Anochecía. Los faroleros, indiferentes al alboroto, habían comenzado a encender los fuegos de noche. Muchos de los sediciosos llevaban antorchas. Los encargados de la hoguera la encendieron. Se levantó una inmensa llamarada que lanzaba una luz misteriosa sobre el trágico espacio del Serapeum en ruinas. Los cofrades de San Miguel se reunieron en torno a la fogata y de golpe arrojaron a las brasas los miembros despedazados de Hipatia. En la plaza el silencio era absoluto. Se oía el chisporreteo de la carne que quemaba, y un olor acre se extendió por todo el recinto. La gente comenzó a dispersarse. Cuando ya sólo quedaban algunos centenares de personas, los soldados avanzaron y los dispersaron violentamente, pero sin emplear armas. Entonces, los encargados de la hoguera apagaron las brasas con arena sacada de las ruinas, amontonaron los restos de la mujer sobre un basamento de columna y nos los consignaron sin decir palabra. Los soldados nos proporcionaron un saco de pienso vacío en el cual introdujimos las cenizas y los restos chamuscados de nuestra venerada maestra. Entonces regresamos a la casa de Eudoro pasando por el palacio de Adriano. Al día siguiente llevamos los restos al templo de Narmutis, a levante de Alejandría. Allí había, y hay todavía, una comunidad de sacerdotes de Isis. Recibieron los restos con gran reverencia y decidieron colocarlos en una urna al lado del altar de Isis, como si fuese una diosa.
- Se ha especulado mucho acerca de la complicidad del patriarca Cirilo en el asesinato de Hipatia. Un cronista cristiano reciente le hace responsable.
- Todo el mundo lo decía, pero no se pudo probar nada con certeza. De hecho, la ciudad quedó horrorizada. Jamás se había visto en Alejandría una atrocidad como aquella. Los patricios cristianos manifestaron su disgusto al prefecto. Una cosa es derribar templos, decían, y otra descuartizar personas. El prefecto abrió un procedimiento informativo, interrogó a los cofrades de San Miguel, arrestó al lector Pedro, pero no se sacó nada en claro. Los asesinos no fueron nunca oficialmente identificados. Pero todos sabían que el patriarca Cirilo había decidido librarse de Hipatia, que representaba la fuerza de la antigua cultura en Alejandría. Los mismos cristianos de Siria y de Bizancio, poco amigos de los alejandrinos, hicieron circular el rumor de la implicación del patriarca. Pero se interfirió la alta política y al cabo el emperador resolvió echar tierra sobre el asunto.
- ¿Seguisteis en Alejandría?
- No. Los terribles acontecimientos que había presenciado me trastornaron. Los escribas del Alto Nilo que estábamos en Alejandría decidimos abandonar la ciudad y regresar a nuestros templos del valle del Nilo. Aquí teníamos monjes andrajosos y despeinados que derribaban edificios, pero por lo menos no descuartizaban a nadie.
Había oscurecido. Pinedjem y Alexandros recogieron la mesa y los vasos y de adentraron en la oscuridad del templo. El Nilo se deslizaba hacia el norte, indiferente.

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