viernes, 29 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 12-15

12


EL NOVIAZGO




Totmés y Tírsit regresaban, enlazadas las manos, del muelle de Hermópolis, a donde habían ido a despedir a Turi, que emprendía el viaje hacia el templo de Isis de Tkou para entregar a Pinedjem los ejercicios gramaticales de los dos aprendices de escriba. Era el mes de Paone, el junio de los romanos, y el río iba muy bajo, de manera que el canal del templo de Tot, mal entretenido, no era navegable.
Era primera hora de la tarde. Hacía un calor bochornoso bajo un sol aturdidor, y el viento del Nilo todavía no se había entablado. Llegados a la entrada de la garganta de los Chacales decidieron desviarse hacia el pozo de los Pastores para descansar bajo la sombra precaria de los sicomoros que crecían al reparo de un peñasco alto como un templo. En el pozo encontraron una caravana de libios que acababa de llegar del Pequeño Oasis transportando sal y bloques de alabastro. Conversaron con ellos. Les agradaba escuchar la áspera habla de los habitantes del desierto, en la cual discernían remotas familiaridades con la lengua de los faraones más antiguos. Los caravaneros, cuando supieron quienes eran aquellos rapaces, les obsequiaron con un saquito de sal y una barrita de alabastro, instruyéndolos acerca de cómo tenían que esculpirlo.
A todo esto había comenzado a soplar el viento del Nilo, y los dos hermanos decidieron regresar al templo de Tot por las Colinas Brillantes, así llamadas por la abundancia de mica en sus rocas graníticas, en lugar de ir por la calzada que rodeaba las peñas. Era un sendero tortuosos y perdedor que bordeaba las crestas de las estribaciones de las montañas líbicas que avanzaban sobre el Valle del Nilo. Lo habían recorrido muchas veces para ir a buscar hierbas para Menat-Neter, que era experta en herbicultura. El sendero se encaramaba por la peña rocosa por un alcorce apenas perceptible y, alcanzada una repisa, se desplomaba sobre el valle encajonado a la entrada del cual se hallaba el templo de Tot de Tierra Adentro. Llegados al rellano donde el sendero comenzaba a bajar entre aulagas resecas se sentaron sobre un pedrusco que sobresalía como una cornisa sobre el valle, que un poco más abajo comenzaba a verdear y a reflejar el agua de los canales y de los regatos. Al sentarse adoptaban espontáneamente la posición de los escribas, que les era ya tan cómoda como sentarse sobre un cojín de plumas. Sentados frente a frente, con las rodillas a tocar, bebieron agua de la calabaza que habían llenado en el pozo y contemplaron en silencio el paisaje que se extendía a sus pies.
Pasados los congostos de Antinópolis, el Nilo, a la altura de Hermópolis, se ensanchaba y se desparramaba por multitud de pequeños valles, cerca de los cuales se levantaban aldeas y embarcaderos. Durante la inundación, todo el paraje era un inmenso lago de color fangoso que lamía los muelles de los pueblos sabiamente edificados sobre los brazos de las montañas líbicas que bajaban hasta la orilla del río. Después del reflujo de las aguas, el valle era un jardín lozano. Junto a las corrientes de agua, las huertas tejían una ancha terraza de verdes densos y oscuros. Venían después los campos de trigo y de cebada, que se adentraban audazmente por los valles del desierto. Más arriba, rozando las arenas, liñas de frutales, fuera del alcance de la crecida, arrancaban del pedregal un último tributo de fertilidad. En algunas colinas oreadas por el aire de la ribera brillaban las hojas plateadas de los olivos, jamás regados y siempre verdes.
Tírsit y Totmés contemplaban en silencio aquel pequeño mundo risueño que había sido su hogar desde la infancia. Amaban el Nilo, aquel río sosegado y generoso, que sin desfallecer nutría a la gente de su país, aquel Egipto que, aun siendo suyo, veían cada vez más forastero, entregado a fuerzas ajenas y destructoras.
- Hoy hemos enviado a Pinedjem los últimos ejercicios- comentó Tírsit-. ¿Es que se ha terminado la gramática?
- Creo que si- respondió Totmés-. Los pseudoparticipios era lo último que teníamos que estudiar. Ahora todo consistirá en repasar y leer textos.
- Repasaremos y leeremos muchos textos, Totmés. Hasta escribiremos nuevas páginas. ¿Y después qué?
Totmés apartó la vista del espectáculo luminoso que tenía a sus pies y miró a su hermana con gesto inquieto.
- ¿Qué quieres decir, Tírsit, con "después"?
- Si, después ¿qué?
Totmés permaneció taciturno. Dejó de mirar el valle florido y volvió la vista hacia el otro Egipto, el de las montañas abruptas y hurañas. Había llegado lo inevitable. Las cuitas que lo desazonaban en las largas noches llenas de angustia y de insomnio se habían abierto camino en el espíritu de su hermana. Ya no sufriría solo, aunque sufriría más. Lentamente, como si las palabras fueran sillares arrancados de la cantera, murmuró:
- Para nosotros no hay después, Tírsit. Somos los últimos.
- Si, esto ya lo sé, Totmés. Lo hemos oído decir muchas veces. Cuando muera Pinedjem, tú y yo seremos los últimos escribas de la lengua sagrada de los egipcios. Es casi seguro que no podremos enseñarla a nadie más. Vivimos aislados, desterrados en el corazón de nuestro propio país. No tenemos ni amigos ni amigas de nuestra edad. Todos los que nos rodean son gente mayor, y algún día desaparecerán sobre la barca de Osiris.
- No tienes que temer por esto, Tírsit. Padre nos ha dicho muchas veces que nunca nos faltarán los medios de subsistencia.
- No es esto lo que me inquieta, hermano. Además, siempre nos quedaría el refugio del templo de Filas. Es tu vida y mi vida lo que me da que pensar. Ya no somos unos niños, aunque nos agrade jugar a serlo. ¿Qué nos aguarda después de las próximas crecidas del Nilo?
- El templo, nuestros padres, nuestros amigos de la antigua religión…
- Todo esto se lo llevará el tiempo cuando nosotros seremos todavía jóvenes. Pero, ¿y tú, Totmés? ¿No tendrás que abandonar tu vieja familia para fundar otra nueva, como todos los hombres?
Totmés agarró un canto y lo lanzó violentamente por el despeñadero. La piedra bajo rodando y se detuvo en los primeros surcos de un campo de cebada. Después con la cabeza inclinada, murmuró:
- Nada será bastante fuerte para dejar el templo y separarme de ti.
- Pero tendrás que casarte, Totmés. Es un deber que nos impone nuestra religión: casarse, tener hijos y educarlos en el amor de los dioses.
- ¿Y con quien quieres que me case? Vivimos como fieras asediadas en nuestro templo siempre amenazado, que es nuestra cárcel. No conozco ninguna chica, y aunque la conociera, ¿cómo consentiría casarse con un idólatra expulsado de la compañía de la gente normal? Además, ¿por qué hablas sólo de mí? Según las costumbres de nuestro país, tú también tendrás que casarte pronto.
Tírsit sonrió. Había recobrado su habitual sosiego. Miró fijamente a su hermano que, taciturno, se empeñaba en abrir un hoyo con un canto achatado. Le puso la mano en la cabeza y lo despeinó, mientras decía como si recitase un texto sagrado:
- Yo no podría amar nunca a otro hombre, Totmés; sólo te amo a ti.
Totmés levantó los ojos y repuso lentamente:
- Yo no podría amar nunca a otra mujer, Tírsit; sólo te amo a ti.
Se miraron a los ojos largo tiempo, sin descubrir nada nuevo, viendo en el fondo de sus miradas lo que siempre habían visto. Tírsit prosiguió:
- Los primeros recuerdos de mi vida están ligados a ti. Me veo en tus brazos, protegida y amada.
- Eras la pequeña cosa que yo tenía que proteger y amar.
- Nunca me he apartado de ti. No podría soportarlo.
- Sin ti a mi lado yo no sería el mismo. No puedo imaginármelo, pues nunca, ni un solo día, he estado lejos de ti.
- Nunca podría dormirme sin sentir tu mano en mi mano.
- Nunca me dormiría sin sentirte dormida a mi lado, tranquila y confiada.
- Te amo, hermano mío.
- Te amo, hermana.
- Tú eres para mí Osiris.
- Tú eres para mí Isis.
Tírsit tomó las manos de Totmés y las apretó entre las suyas, mientras decía, con voz segura y decidida:
- Isis y Osiris eran hermanos y esposos.
Totmés dijo con firmeza:
- Seas tú mi esposa, Tírsit. Desde ahora y por siempre.
- Seas tú mi esposo, Totmés. Desde ahora y por siempre.
Sentados como dos escribas frente a frente, los dos hermanos se miraron de hito en hito con las manos enlazadas. Poco a poco, inclinando las cabezas, juntaron sus labios en un beso.
El sol, que había estado inundando el valle con su luz deslumbrante, comenzó a declinar. Las hazas de cultivos volvieron a la intensidad de los verdes fértiles; los trigos y las cebadas se dejaron cimbrear por los golpes de viento que subían del Nilo; en las terrazas de tierra rescatada al desierto, los frutales y los olivos se preparaban para la mutación vespertina de los colores. Al otro lado del Nilo, las lejanas montañas de la serranía arábiga se iban sumergiendo en el azul de un anochecer dilatado. Al pie de las balaustradas rocosas de los montes líbicos comenzaban a aparecer acogedores nidos de sombra.
Cuando el sol dejó súbitamente de bañarlos con su luz, Tírsit y Totmés separaron sus labios y, sin decir palabra, se levantaron y emprendieron, con las manos enlazadas, el camino de descenso hacia la hondonada del templo de Tot.

Menat-Neter y Nimlot estaban sentados sobre una alfombra en una de las capillas que circundaban la nave del santuario, iluminada por la llama mortecina de los candiles de aceite del ritual vespertino que acababan de celebrar. Tírsit y Totmés estaban de pie delante de ellos, envueltos en sus mantos de ceremonia. Menat-Neter respiraba pausadamente, haciendo esfuerzos por ocultar su emoción. Nimlot, silencioso, miraba a sus hijos, que permanecían inmóviles en la penumbra del templo desierto. Al fin, el sacerdote dijo con voz solemne, como si recitara los versos de un ritual:
- Éste es un gran día para el templo de Tot de Hermópolis. Totmés y Tírsit, hermanos de padre y madre, han llamado a las puertas del santuario para dar a conocer que, de acuerdo con los antiguos usos de la gente egipcia, han decidido ser esposo y esposa, sin dejar de ser hermano y hermana. Como sacerdote del templo de Tot, acepto y legitimo los esponsales. Menat-Neter y yo, como madre y padre, sentimos un profundo gozo y un gran consuelo por vuestra decisión. Muchas veces hemos rogado a Isis y a Osiris, como hermanos y esposos, que inspirasen en vuestros corazones los sentimientos que llevan a la unión sagrada del hombre y de la mujer. Seréis esposo y esposa, como habéis sido hermano y hermana.
Menat-Neter, dominando su emoción, añadió:
- Entretanto seguís siendo Totmés y Tírsit, hermano y hermana. Vuestra vida seguirá como siempre hasta que el sacerdote escriba Pinedjem, en el templo de Isis, os proclame esposo y esposa ante la comunidad de los adoradores.

La nueva del noviazgo de Tírsit y Totmés suscitó escasa sorpresa y mucha satisfacción en la cada vez más reducida sociedad de los devotos de la antigua religión en el Valle del Nilo. Los dos hermanos eran unos de los últimos retoños de las familias de raigambre egipcia fieles a las antiguas tradiciones. La mayoría de los devotos habían acabado por bautizar a sus hijos para evitarles la exclusión social que suponía la profesión de la antigua religión egipcia. Todos reconocían que Totmés y Tírsit no habrían hallado pareja adecuada entre la gente de su estamento en el Valle del Nilo y que, en estas circunstancias, el recurso a las prácticas del antiguo derecho faraónico, que admitía el matrimonio entre hermanos, estaba plenamente justificado.
El matrimonio tuvo que mantenerse en la clandestinidad. El derecho romano de la época del principado había tolerado las bodas entre hermanos, pero las leyes cristianas las habían excluido por completo.

Tírsit y Totmés contrajeron matrimonio en el templo de Isis con una ceremonia espléndida pero íntima. No se trataba de un ritual de boda, que nunca había existido en la religión egipcia, pues el matrimonio tenía un estatuto puramente civil. Pero los adoradores quisieron aprovechar la ocasión de la fiesta para reunirse en el templo de Isis y celebrar una velada nocturna con todo el esplendor de los tiempos antiguos. Pinedjem anunció, además, que en el transcurso del acto investiría a Tírsit y Totmés con sus atributos de escribas, pues habían finalizado con éxito sus estudios de la antigua lengua de los faraones.
El viaje de Hermópolis a Tkou fue una fiesta por obra del entusiasmo de Turi, que transformó el Rois en una auténtica barca de Isis, llena de flores, de guirnaldas de frutas y de luces que ardían todas las noches de navegación. Cuando en los puertos le preguntaban a qué se debía aquel derroche, respondía con vehemencia que si no se habían enterado de que el emperador Marciano cumplía su cincuenta aniversario y que si no pensaban celebrarlo. Todos respondían que si, que querían celebrarlo, y le traían fruta fresca para colgar de los palos y aceite para las lámparas.
En la popa del barco Turi había levantado una tienda de piel de camello para alojar a la familia del templo de Tot. En el fondo de la cubierta, bajo el puente, en el rincón donde el barquero tenía oculta su pequeña capilla de Isis, había aparejado una pequeña pero lujosa cámara nupcial que Tírsit y Totmés tenían que ocupar al regresar de la ceremonia del templo de Isis.
A medida que se iban aproximando a Tkou, se les iban agregando barcas de amigos y conocidos; no faltaron los remeros que habían acudido en auxilio de los dos hermanos en Teodosiópolis. Turi proveyó a todos de lámparas de aceite, de modo que la última noche, cuando se acercaban al muelle del templo de Isis, la comitiva de embarcaciones era una catarata de luz sobre el río de aguas oscuras.
En el templo de Isis sólo permanecieron la familia de Nimlot, Turi con sus remeros y algunos devotos de la cercana villa de Anteópolis. Los tiempos no eran propicios para celebraciones multitudinarias.
Al día siguiente al oscurecer comenzó la ceremonia de la recepción de los nuevos escribas y la plegaria por los esposos. En medio de la sala hipóstila, adornada con tapices rojos y profusamente iluminada, se había preparado una larga mesa al estilo antiguo, a ras del suelo y con cojines todo alrededor. Sobre los blancos manteles de lana fina lucían los vivos colores de las frutas frescas, de los pastelillos de harina de trigo y los jarros de vino y cerveza, manjares y bebida, todos ellos, rituales. Un citarista y un flautista interpretaban sin parar las monótonas tonadas de las celebraciones isíacas.
Pinedjem ocupó su lugar en la cabecera de la mesa, con Tírsit a un lado y Totmés en el otro. Comieron y bebieron distendidamente, disfrutando del placer de una compañía que todos temían no fuera la última. El vino y la cerveza consiguieron alegrar los rostros. Los comentarios giraban alrededor de la esplendidez de la barca de Turi y de sus acompañantes. Se había podido organizar una auténtica procesión fluvial de Isis sin que nadie se diera cuenta. De los nuevos esposos y de su futuro no se hablaba mucho, pues todos eran conscientes de las incertidumbres del futuro. Si se comentaba en cambio, con orgullo, el dominio de la lengua sagrada que habían alcanzado los dos hermanos. De vez en cuando, los comensales callaban y escuchaban respetuosamente a los tres escribas hablando entre ellos la lengua de los faraones.
Terminada la cena ritual, se inició la procesión hacia el santuario. Precedían dos remeros con antorchas, seguidos por las dos sirvientas etíopes, que llevaban cestas con fruta y pastelillos. Venían después Totmés, del brazo de su madre, y Tírsit, del brazo de su padre. Seguía Pinedjem, con vestidura de lino blanco de gran fiesta y un largo manto que se arrastraba por el suelo. Cerraban la comitiva Turi con el resto de los invitados y los remeros, algunos con antorchas.
Llegados ante la puerta clausurada de la capilla interior, Pinedjem leyó el decreto en virtud del cual, sustituyéndose a la autoridad civil, registraba el matrimonio de Totmés y Tírsit, hijos de Nimlot y Menat-Neter, sometiéndolo al régimen patrimonial de los hermanos de sangre. El decreto sería depositado en el archivo del templo de Isis, y una copia sería enviada al templo de Filas. Al mismo tiempo, se los admitía en la orden de los escribas y se les hacía entrega de las insignias de su profesión, el cálamo y el tintero. Un unánime clamor de alegría resonó por las naves del santuario. Todos se abalanzaron sobre los nuevos esposos y escribas para felicitarlos. Turi los agavilló en un solo abrazo y tuvieron que tirar de él, pues les hubiera resquebrajado las costillas. Todos gritaban o lloraban, menos Tírsit y Totmés, que eran los únicos que sabían que para ellos nada había cambiado y que nada cambiaría.
Apaciguado el alboroto, Pinedjem tomó la llave que llevaba colgada del cuello y abrió la puerta del santuario. En el interior titilaba la tenue llama de la lamparilla de presencia. Pinedjem, Nimlot y Menat-Neter entraron en la capilla llevando en sus manos frutas y pastelillos que depositaron al pie del altar. Después se volvieron hacia la puerta, desde la cual Tírsit y Totmés (que por no ser sacerdotes no podían entrar en la capilla) se alternaron en la recitación de varias estrofas del Libro del Hades. Terminadas las recitaciones, los sacerdotes abrazaron la pequeña estatua de Isis, llenaron de aceite la lámpara, salieron andando de espaldas y cerraron la puerta de la capilla. Entonces regresaron todos a la sal hipóstila, en la que se había preparado un refrigerio sin las limitaciones rituales, que les mantuvo alegres y felices hasta la madrugada.





13

LA HUIDA


Un anochecer del mes de Tout, el septiembre de los romanos, del año 453, pocas semanas después de la fiesta del templo de Isis, Turi cenaba con la familia del templo de Tot. Habían ya retirado la vajilla y bebían cerveza mientras rompían avellanas, unos con los dientes y otros con un canto rodado. Turi se había mostrado insólitamente taciturno y se le veía cariacontecido. Todos se percataron de ello, pero nadie lo interpeló, seguros como estaban de que en un momento u otro estallaría, pues no era hombre que rumiase sus quebraderos de cabeza. Al fin lo soltó todo:
- Ya sabéis que el Dux Maximino murió hace un par de meses. Mientras él vivió, los blemios respetaron el tratado que habían firmado con el imperio por vuestra mediación. Pero ahora algunas tribus de los blemios del norte han reanudado las hostilidades. Arguyen que el tratado era válido sólo en vida de Maximino, y que no tenían confianza ni en su sucesor ni en el prefecto de Egipto. Han atacado un destacamento en el camino de Leucos Limen y un monasterio cerca de Panópolis.
- Los monjes chenutianos de Panópolis han reemprendido la destrucción de templos- obsevó Nimlot-. Si el nuevo Dux no los detiene, volveremos a la situación anterior. Los blemios se sienten engañados. Ignoro, por otra parte, lo que está sucediendo en Filas. ¿Sabes alguna cosa, Turi?
- En Filas hay otra vez guarnición romana y están rehaciendo las murallas. Circulan rumores de que el obispo Daniel de Síene quiere edificar una iglesia cristiana en la isla. De momento, sin embargo, no ha habido ninguna interferencia en el culto del templo. Es en el Valle del Nilo donde se producen los conflictos. Las incursiones de los monjes contra nuestros templos han sacado de quicio a las tribus más belicosas de los blemios, que son las del desierto arábigo.
- ¿Crees que esta nueva crisis puede afectarnos aquí, en Hermópolis?
- Me temo que si. Los comerciantes de tejidos de Licópolis y de Panópolis están azuzando a los monjes de Chenute contra este templo de Tot. Arguyen que bajo el pretexto de almacenar tejidos se mantiene un lugar de culto.
- No les falta razón del todo- observó Nimlot plácidamente.
- Si, pero éste no es el caso. A los comerciantes les importan un comino los diablos y los ángeles. Lo que les escuece es que el templo de Tot tiene el monopolio del comercio entre los nubios, que es un buen mordisco.
- Puede que hayamos exagerado- intervino Menat-Neter-. En los últimos años hemos vendido más nosotros que todos los demás juntos. Ellos tienen que luchar contra la competencia de los tejidos del Delta, que son más baratos. Nosotros, en Nubia, no tenemos ninguna competencia.
- Ya lo sé, querida sacerdotisa- respondió Nimlot-, pero sabes muy bien que nos convenía arrinconar capital de cara a un futuro que veíamos y vemos cada vez más oscuro. Pase lo que pase, ahora tenemos asegurados los medios de vida para nosotros, para nuestros hijos y para las sirvientas etíopes. Tenemos oro depositado en Panópolis, en Filas, en Alejandría y en Sidón de Fenicia. Puede que seamos perseguidos, pero no seremos pobres, y si somos ricos nos respetarán.
- Si, si- refunfuñó Turi-, pero no os fiéis de los monjes pacomianos. El brillo del oro les impresiona poco. Y los comerciantes no paran de excitarlos.
- En cualquier caso- resumió Menat-Neter- habrá que redoblar la vigilancia.
- La mejor vigilancia es la información- sentenció Nimlot-. Tú, Turi, mantienes buenas relaciones con el abba Gregorios del monasterio meleciano de Santa María de las Viñas. Es probable que esté bien informado de lo que ocurre en casa de sus competidores.
- Los melecianos están en pésimas relaciones con los católicos- objetó Turi-. Los melecianos no levantarían un dedo contra nosotros. Y menos todavía desde el incidente con los estudiantes- añadió sonriendo-. Creo que si pudieran adorar a más de un Dios adorarían a Tírsit y a Totmés. No paran de hablar de ellos.
- Aprovechémoslo- insistió Nimlot-. En todo caso, prepara algunos cestos de fruta y algunas piezas de lana y déjate caer por allí.

Tírsit y Totmés, sentados en sus camas apoyados en sus almohadas y con las manos enlazadas como solían, contemplaban el cielo estrellado a través de la ventana de su habitación. El sueño había huido de sus ojos. Ahora ya no era sólo Totmés quien velaba desazonado. Los dos hermanos compartían la inquietud por el futuro de la familia y por su propio destino. Eran escribas de los dioses, eran esposos y hermanos, pero, aparte de esto, no sabían cual era su lugar en el mundo. A su alrededor todo huía. Al cabo también ellos tendrían que huir. Pero ¿a dónde? La perspectiva de pasar el resto de su existencia con lo nubios semi-bárbaros de Filas les repugnaba. ¿Alejandría? La ciudad, aun siendo una de las grandes sedes del cristianismo, ofrecía a los adoradores el refugio del anonimato, pero ellos no eran griegos, eran egipcios de pura cepa; saltarían de la sartén a las brasas. En el templo de Tot eran felices, muy felices. Pero aquello se acababa, a pesar del optimismo artificioso de su padre.
Al alborear se durmieron, con las manos fuertemente enlazadas.

Pinedjem leyó con calma la carta de Nimlot que Turi le había entregado. Después, depositando la pieza de lana sobre las losas de la sala hipóstila, donde ahora vivía prácticamente recluido, dijo:
- La semana pasada recibí un mensaje del obispo Dionisio de Panópolis, que me prevenía de una inminente acción del prefecto contra el templo de Tot de Tierra Adentro. Parece que se ha incoado una investigación sobre los dos escribas, acusados de practicar la magia diabólica. Si así fuera, Totmés y Tírsit estarían en un grave peligro. Podrían ser arrebatados del templo y encerrados en un hospicio de Panópolis, del que no saldrían hasta que se convirtieran al cristianismo.
- ¿Y si los llevásemos a Filas?
- En su caso no es un lugar definitivamente seguro. Además, los sacerdotes de Filas no quieren más conflictos. Les basta con los blemios y los nubios.
- ¿Y Alejandría?
- Tendrían que vivir ocultos. El conflicto dogmático que estalló en el Concilio de Calcedonia en 451 ha dividido a los cristianos de Egipto en dos bandos irreconciliables, los imperiales y los monofisitas. Alejandría y las demás ciudades de Egipto están llenas de informadores del emperador. Aunque se ocupen de otro asunto, los espías no dejarían de detectar la presencia de dos fugitivos de la justicia.
- Entonces, ¿qué?
- Hay un solo lugar seguro en el Imperio para dos escribas de la lengua sagrada de los egipcios: Carre, en Mesopotamia. Allí podrán vivir en paz, estudiar retórica y filosofía y podrán seguir cultivando el egipcio con toda libertad.
- Pero Carre ¿no es una ciudad del Imperio?
- Si, pero se halla muy cerca de la frontera con Persia. Carre es la única ciudad del Imperio donde no ha penetrado el cristianismo. Toda la población es fiel de la antigua religión.
- ¿Y el emperador lo tolera?
- Si, porque teme que si fuerza la conversión, en caso de guerra los carrenses se pongan de parte de los persas, como ya sucedió en tiempos pasados. Carre ha pasado a ser el refugio de muchos maestros fieles a la antigua religión expulsados de sus cátedras por los cristianos. Es un centro de cultura muy importante, una encrucijada de tres lenguas: el griego, el siríaco y el persa, bajo la protección de Yetzgerd II, rey de los persas.
- Y ahora, el egipcio!
- Puede que si, si todo va bien.
- ¿Nimlot y Menat-Neter los podrán seguir a Carre?
- Seguramente que si, pero tendrán que aguardar un poco para no despertar sospechas. La familia entera sería rápidamente detectada por los informadores imperiales.
- ¿Tenemos amigos en Carre para acoger a los dos hermanos?
- Si. Alexandros, un retor de Carre, vino a visitarme hace un par de años y me ofreció acoger exiliados nuestros. Tengo la referencia de un colega suyo de Sidón de Fenicia. ¿Podrías ponerte en contacto con él?
- Nada más fácil. Nimlot tiene un corresponsal en Sidón. En quince días puede estar advertido.
- Que este agente se encargue de enviar un mensaje a Alexandros en Carre para que él mismo baje a Sidón para recoger a los dos hermanos. Pero todo esto costará mucho dinero…
- No os preocupéis. Nimlot lo tiene todo previsto. En Sidón tiene depositada una parte importante de su capital.
- Esto facilita las cosas. Mira, aquí te escribo los nombres y las referencias de nuestros amigos de Carre. ¿Cuándo te parece que deberían partir nuestros escribas?
Turi reflexionó un momento y al cabo respondió:
- En esta época hay muchos barcos que hacen la derrota de Siria, pero tenemos que mandarlos con gente muy segura. A mediados de octubre zarpará de Alejandría un galeón que admitirá pasaje para Cesarea y Sidón. Conozco a uno de los contramaestres. Reservaré para Tírsit y Totmés una cámara bajo el castillo de popa. Viajarán con dos estibadores míos.
- Por lo tanto, conviene que salgan pronto para Alejandría.
- Si, todo lo más dentro de quince días.
- En Alejandría se podrán alojar en la casa de Eudoros, mi antiguo compañero de estudios. Su hijo los acogerá de todo corazón. Es uno de los estudiosos más significados de la nueva escuela filosófica de Alejandría.
Pinedjem y Turi siguieron bebiendo en silencio la espesa cerveza del templo de Tkou. Era, dijo Pinedjem, el último barril. Los campos de cebada habían quedado en barbecho.


Tírsit y Totmés contemplaban hechizados el impresionante espectáculo de la ciudad de Alejandría desde la bocana del puerto de Mareotis. Las torres y los campanarios de la ciudad resplandecían bajo el sol de la tarde, sobresaliendo por encima de la montaña de casas que se atarugaban detrás de unas murallas medio derruidas con las almenas descabezadas. Lo que pasaba, explicó Turi, es que desde hacía muchísimo tiempo Alejandría no había sido amenazada por ninguna parte, de manera que las murallas les estorbaban y las utilizaban como canteras para construir palacios e iglesias. La gran enemiga de Alejandría, siguió explicando, era la ciudad de Constantinopla, con sus comerciantes, sus políticos y sus obispos. En aquella lucha sin espadas ni lanzas, Alejandría había hallado la inesperada alianza de Roma, también ella preocupada por el poder de los bizantinos.
Turi atracó el Rois en el puerto fluvial y confió la vigilancia del barco a dos estibadores tebanos conocidos suyos.
- Tomad los zurrones y vamos. Ya no regresaremos al barco.
Los bagajes de los dos hermanos eran muy exiguos. "En Sidón os proveerán de todo lo necesario para llegar a la frontera de Persia", había dicho Nimlot. Además de un poco de ropa, llevaban, envueltos en paños de lana, sus instrumentos de escriba y una escogida colección de manuscritos. "Nada que pueda excitar la curiosidad de los aduaneros o de los agentes in rebus que merodean por los puertos", había indicado Turi. A fin de cuentas, pues, habían tenido que dejarlo casi todo. Eran fugitivos, y en sus mezquinos zurrones, y sobre todo en sus cabezas, transportaban los últimos tesoros vivientes de la cultura egipcia. Eran conscientes de ello, con una lucidez que agobiaba su endeble personalidad de adolescentes criados en la soledad del desierto.
Jamás habían visto una ciudad tan grande y tan atareada. Siguieron a Turi, que les guiaba sin vacilar por las concurridas calles de Alejandría. Las avenidas eran anchas y bien enlosadas; algunas tenían porches a ambos lados. Había plazas con árboles y jardines. Tomaron una de las grandes calles transversales que arrancaban del puerto de Mareotis, bordearon un hipódromo y entonces Turi les mostró a la izquierda las ruinas del Serapeum. Llegados al palacio de Adriano, giraron a la derecha por una de las calles longitudinales, pasaron junto al Museo y la Biblioteca y por otra calle transversal desembocaron en la explanada del Cesareum, cerca de la cual, a la orilla del mar, vivía Eudoros. "Aquí mataron a Hipatia", dijo Turi sencillamente. Así, aturdidos y emocionados, llegaron a la mansión de Eudoros, un edificio elegante y espacioso, todo de piedra, en la perspectiva del Portus Magnus.
Les aguardaban. Un mayordomo atento y silencioso les acompañó inmediatamente a las habitaciones que les habían sido destinadas en la segunda planta, sobre el patio porticado. A pesar de la sobriedad de la decoración, Turi y los dos hermanos la encontraron lujosas. Tenían que alojarse en ellas una semana, el tiempo que tardaría en aparejar el barco de Fenicia.
Al atardecer bajaron a cenar con Eudoros y su familia, que los acogieron con extraordinarias muestras de afecto. Estaban conmocionados por lo que sucedía. Sabían que aquellos dos adolescentes transportaban en sus frágiles personas los últimos residuos de la sabiduría del antiguo Egipto, aquella sabiduría que ellos, los griegos de Egipto habían siempre menospreciado y que ahora, en el punto de su extinción, descubrían en toda su dimensión humana. Cuando el galeón zarpase del puerto de Alejandría hacia Siria, la cultura del antiguo Egipto pasaría a ser mera arqueología.
En estas circunstancias, las veladas en el palacio de Eudoro fueron amables y espléndidas, por más que teñidas de tristeza y melancolía. Planeaba sobre todos el amargo recuerdo del triste fin de Hipatia y la angustia de un futuro inseguro y tenebroso.
Turi y Eudoros se desvivieron para entretener a los dos escribas y proporcionarles una estancia agradable y provechosa, procurando tenerles siempre ocupados a fin de que no pensaran demasiado en que se trataba de sus últimos días en la tierra de Egipto. Por la mañana asistían a las lecciones de la escuela de filosofía que tenía su sede en la casa de Eudoros. Los participantes, adoradores y cristianos cultos, los acogieron con afecto y admiración, y los agobiaron de preguntas acerca de la escritura jeroglífica, que Tírsit y Totmés, ligados por la disciplina del arcano, no atinaban a responder con claridad. Dos jóvenes hermanos, Asclepíades y Heraiskos, hijos de Horapolón de Fenebitis, no los dejaban ni al sol ni a la sombra. Tenían nociones más bien extravagantes acerca de la escritura faraónica. Curiosamente, rechazaron con displicencia la idea de que los jeroglíficos pudieran ser signos fonéticos, adheridos firmemente a la concepción corriente entre los griegos, que los consideraban representaciones simbólicas. Tírsit t Totmés, atentos y divertidos, les dejaron cocerse en su propia pertinacia. Nadie les había enviado a instruir a los alejandrinos.
Por la tarde recorrían los monumentos de la ciudad acompañados por Turi y por algunos de los estudiantes de la escuela.
Una noche, mientras cenaban en casa de Eudoros, compareció un marinero, que con fuerte acento chipriota anunció que el galeón para Sidón zarparía al día siguiente por la tarde. Eudoros, su esposa y sus hijos, un chico y una chica, se desvivieron por distraer a Tírsit y Totmés en su última noche en tierra de Egipto. Mandaron aviso a algunos estudiantes de la escuela, hicieron venir músicos y prepararon una velada solemne y entretenida en el patio porticado de su espléndida residencia. Nada pudo evitar, sin embargo, que los ojos de Tírsit fueran una fuente de lágrimas y que Totmés permaneciera silencioso agarrado a la mano de su hermana. Turi, por su parte, intentó ahogar su dolor con frecuentes recursos a la cratera de vino mezclado colocada en medio del claustro.
A día siguiente, Tírsit y Totmés recogieron sus pertenencias, las metieron en los zurrones y salieron de la acogedora casa de Eudoros hacia el puerto nuevo de Alejandría, acompañados por Turi y, a cierta distancia, por dos estibadores, que tenían consigna de evitar ser relacionados con los dos hermanos. La familia de Eudoros les hubieran cubierto de regalos, pero las instrucciones eran en este sentido estrictas. En Sidón les proveerían de todo.
El barco que tenía que llevarles a Siria era un galeón griego de tres palos, alto y desgarbado, pero muy seguro, según aseveró Turi. Les destinaron una pequeña cámara bajo el puente, amueblada con una alfombra, cuatro almohadones y dos pieles de oso del Taurus, lujo siríaco que sorprendió a los austeros escribas del Valle del Nilo. Los dos estibadores se acomodaron en la sentina con los marineros. Turi, haciendo de tripas corazón, abrazó sin lágrimas a los dos hermanos y los dejó en cubierta envueltos en su gruesos capotes de lana del Fayum.
El sol se ponía por la parte de Libia cuando el barco, aprovechando el viento del Valle, salía del puerto de Alejandría en dirección a Chipre. Clavado en el muelle, Turi vio como la embarcación rodeaba el faro y salía a mar abierto con todas las velas desplegadas. Con un suspiro, el barquero de los dioses tomó la gran calle transversal en dirección al puerto de Mareotis donde le aguardaba su barco, que ya nunca más transportaría a sus adorados escribas ni tampoco papiros de escritura jeroglífica.



14

EL ÚLTIMO PONIENTE

Isidoro de Licópolis volvió a llenar las copas de los hombres y de las mujeres que permanecían silenciosos alrededor de la gran mesa del comedor de su casal, rebosante de oro y piedras preciosas. La mitad del mueble desaparecía bajo una espesa alfombra de monedas de oro, cuidadosamente alineadas en montones de diez piezas. La otra mitad estaba cubierta de estuches de madera y de cuero llenos a rebosar de piedras preciosas: esmeraldas, zafiros, turquesas, perlas. En el suelo, junto a la mesa, había tres cajones de madera con vajilla de cristal, de plata y de vidrio pintado.
Aquel tesoro representaba el resto de la fortuna de la familia del templo de Tot de Tierra Adentro. Durante los dos últimos meses, Nimlot había procedido a la liquidación de todo su fondo comercial y de todos sus bienes en Egipto, convirtiéndolo en moneda y piedras preciosas. Una parte importante del capital había sido depositada en Sidón de Fenicia, confiada al corresponsal de Nimlot, quien se haría cargo de hacerlo llegar en envíos sucesivos y seguros a Carre, donde residían Tírsit y Totmés desde hacía dos meses. El resto se había transportado a escondidas a la hacienda de Isidoro de Licópolis, donde se encontraban ahora reunidos para proceder a la distribución definitiva.
El templo de Tot se cerraba. El gobernador de Antinópolis, airado por la fuga de los dos escribas diabólicos y azuzado por los monjes pacomianos, había urgido la comparecencia de Nimlot y Menat-Neter ante su tribunal en el término de una semana. Las acusaciones eran graves: transgresión del rescripto que autorizaba el uso del edificio del templo de Tot de Tierra Adentro exclusivamente como almacén comercial; los acusados habían restablecido en él el culto pagano. Desobediencia de la orden de entregar a sus hijos al tribunal. Fraude fiscal, al no declarar las grandes partidas de tejidos vendidas a los nubios. La condena previsible era confiscación de todos los bienes y exilio en el Gran Oasis.
Durante varias semanas habían alimentado todavía la esperanza de reunirse con sus hijos en Carre. Pero la situación se había degradado rápidamente. Nimlot y Menat-Neter sabían que estaban permanentemente vigilados. Dos personas notables como ellos no tenían ninguna posibilidad de emprender la fuga sin ser rápidamente detectados y detenidos. No les quedaba más opción que tomar voluntariamente el camino del desierto y reunirse con sus antepasados en el País de Poniente.

-Repitámoslo para que quede bien claro- dijo Isidoro-. No constará en ningún documento, tenéis que guardarlo en vuestra memoria. Toda esta porción- e Isidoro extendió un cinturón de cuero para separar un rectángulo de piezas de oro- está destinado al pago de las tasas catastrales de los fieles de la antigua religión que cultivan sus propias tierras en la Alta Tebaida. Se les pagará cada año hasta la próxima indicción; según nuestros cálculos, el dinero tiene que bastar. Venga, ya podéis comenzar a embolsarlos.
Los hombres y las mujeres fueron empaquetando las piezas de oro, de diez en diez, en escarcelas de lana, y cuando estuvieron todas envueltas las pusieron dentro de una alforja de cuero.
- Estas otras- Isidoro indicó el resto de las piezas de oro- serán empleadas en pagar los estudios de los hijos de los adoradores en la Alta Tebaida durante los próximos diez años. Ya podéis embolsarlas.
Las empaquetaron igual que las otras y las depositaron en otra alforja.
- Las piedras preciosas las guardaréis esparcidas en vuestras casas y las pondréis a disposición de Turi, que las irá vendiendo para subvenir a las necesidades de la antigua religión en el Valle del Nilo. Ya podéis recogerlas.
Cerraron los estuches uno por uno y los pusieron en una tercera alforja.
- Las cajas de vajilla, cerradas y selladas, las entregamos a Turi para que las haga llegar al templo de Filas como un homenaje del templo de Tot. Y ahora, bebamos en honor de los dioses y por nuestras vidas.
Todos levantaron las copas y bebieron en silencio. Seguidamente, los hombres y las mujeres tomaron las alforjas y las cajas y las cargaron en tres asnos que aguardaban pacientemente atados en las anillas del muro. Entonces emprendieron el camino del muelle, donde les aguardaba Turi con su barco.

Las aulas del templo de Tot habían sido completamente vaciadas; el último fardo de lana había sido retirado quince días atrás. El mobiliario del templo y de la Casa de Vida había sido astillado y distribuido en piras estratégicamente amontonadas alrededor de los basamentos de las columnas centrales de cada estancia. Menat-Neter esparció trapos y harapos al pie de cada pira y los roció con aceite. Nimlot, en el entretanto, regresó a la Casa de Vida y con un hacha astilló la gran mesa del comedor hasta convertirla en un montón de maderos que dispuso en forma de pira en el centro de la estancia, acercándole el resto de los materiales combustibles.
Atardecía. El sacerdote y la sacerdotisa se revistieron de los ornamentos sagrados y se dispusieron a celebrar por última vez el ritual vespertino en el templo de Tot de Tierra Adentro. Prepararon el altar de Osiris al pie de la escalinata de acceso; manteles de finísimo lino, candelabros de plata, jarrones de alabastro con flores frescas. Sobre un pequeño pedestal la estatua de Osiris. Al anochecer encendieron los cirios y recitaron las plegarias introductorias. Después alzaron el altar y subieron con paso procesional hacia la entrada del templo. Allí se detuvieron y quemaron incienso en dos pebeteros que había dejado preparados. Recitando pasajes de las "Lamentaciones de Isis y de Neftis" volvieron a levantar el altar y lo llevaron lentamente a través del patio y de la sala hipóstila hasta el santuario. Depositaron el altar en el fondo de la capilla y entonces, alternándose en la recitación, leyeron pasajes del "Asclepios" sobre la extinción de la religión de Egipto:

Vendrá un tiempo en el que parecerá que los egipcios sirvieron a la divinidad en vano y todo su culto divino será despreciado. Pues toda divinidad huirá de Egipto y ascenderá al cielo, y Egipto quedará como una viuda, abandonada por los dioses.
Egipto!
Se prohibirá a los egipcios rendir culto a Dios, y aun serán condenados a la pena capital los que sean hallados rindiendo culto y venerando a Dios. En aquel día, este pueblo, el más piadoso de los pueblos, se volverá irreligioso. Ya no rebosará de templos, sino de cadáveres.

Terminada la lectura, de pie y con los brazos alzados o sentados en cuclillas recitaron plegarias e himnos durante varias horas, hasta que los cirios comenzaron a parpadear. Entonces tomaron la pequeña estatua de Isis, la abrazaron, la envolvieron en una amplia pieza de lino y la depositaron sobre la pira de leña en el centro del santuario. Después se echaron para descansar sobre una esteras en el rincón de la sala hipóstila donde solían estudiar los pequeños escribas.
Al alborear, Nimlot y Menat-Neter prepararon dos morrales con provisiones para tres días y llenaron dos calabazas de agua. Nimlot alumbró un nido de fuego contenido de una hora de plazo al pie de cada una de las piras del templo y de la Casa de Vida. Luego se revistieron con los ornamentos sacerdotales de las grandes solemnidades: Nimlot una túnica de lino blanquísima entretejida con hilos de oro, una estola de seda azul cruzada sobre el pecho, una diadema de topacios en la cabeza y un pectoral de plata con una figura de Horus de cabeza de halcón hecha con teselas de turquesa. Se ciñó en la cintura una espada con el puño en forma de cruz ansada. Menat-Neter se revistió con una túnica de un blanco deslumbrante con un ceñidor de seda azul, una diadema de esmeraldas en la cabeza y un collar de perlas engarzadas en oro. Iban ambos calzados con botas altas de las que se utilizaban para la travesía del desierto. Atadas a los morrales llevaban capas de lana con capuchón por si encontraban una tormenta de arena.
Bajaron en silencio la escalinata del templo y, dejando a la izquierda la calzada de Hermópolis, tomaron la trocha de los cazadores que se adentraba por el desfiladero que en lenta ascensión subía hasta la primera cima de las montañas líbicas, ya en pleno desierto. Llegados al cauce del torrente se dieron la vuelta para contemplar por última vez la imponente mole del templo de Tot de Tierra Adentro. Menat-Neter, apesadumbrada, no pudo retener las lágrimas y se apoyó en el hombro de su marido. Nimlot la tomó de la mano y la condujo sendero arriba, siempre a la vera del lecho pedregoso del torrente.
Era el décimo día del mes de Tobe, el enero de los romanos, del año 454. El día se levantaba claro y limpio. El cielo era de un azul bruñido, todavía no blanqueado por los calores diurnos. El sol acababa de desprenderse de las montañas arábigas y, aun rojizo, se disponía a emprender su curso ardoroso. Soplaba un vientecillo del Nilo que arrancaba suspiros a las ramas de los chaparros que pugnaban por sobrevivir en el cauce del torrente, que traía agua un par de veces al año.
Después de una hora de subida gradual por el barranco llegaron a un horcajo y, dejando el sendero, escalaron a su derecha un peñasco granítico que se levantaba como una torre sobre el alcor, desde el cual se divisaban las últimas estribaciones de las montañas líbicas que bajaban hasta las vaguadas próximas al río. Allí, de pie e inmóviles, miraron en dirección al templo de Tot de Tierra Adentro, que no era visible desde la cumbre. Al cabo de pocos minutos cortó el aire un formidable estallido, y una densa columna de humo negro se levantó de la hondonada del templo. El viento había amainado y la humareda ascendía recta y cilíndrica como el pilar de un templo. Otra explosión precedió a una tremenda llamarada que esparció nubes de chispas por todo el valle hasta Hermópolis y el Nilo. Por espacio de una hora se fueron sucediendo estallidos cada vez más débiles. Al fin, la humareda decreció y se transformó en una nube grisácea que se agarraba a los riscos, en algunos de los cuales se habían iniciado fuegos de matorrales.

Menat-Neter y Nimlot bajaron del alcor en silencio y emprendieron la ruta del desierto. Caminaron tres horas por un altiplano pedregoso sembrado de aulagas y carrasquizos. Al pie de un risco veteado de basaltos que resplandecían heridos por el sol encontraron el primer pozo de la ruta, al arrimo del cual un bosquecillo de sicomoros ofrecía una precaria sombra. Comieron un poco, llenaron las calabazas con agua del pozo y reanudaron el camino. La planicie terminaba abruptamente sobre un despeñadero desde cuya cima se divisaba el inmenso desierto de arena que se extendía hacia oriente hasta perderse de vista. Un sendero en rampa vertiginosa descendía hasta un yermo polvoriento y blancuzco, atravesado por el tenue trazo de la ruta.
No les apetecía hablar. El espectáculo del incendio del templo de Tot de Tierra Adentro los había dejado abatidos. Caminaron toda la tarde bajo un sol abrasador. Al anochecer buscaron refugio en uno de los chamizos utilizados por los caravaneros, que por lo menos les ofrecía refugio contra las fieras del desierto. No es que hubiera muchas fieras en aquel desierto; en toda la región habían sido diezmadas por los militares de la guarnición de Hermópolis, muchos de los cuales provenían de la Mauritania y solían combatir el aburrimiento dando batidas de caza en el desierto. Comieron un bocado, bebieron unos sorbos de agua -el próximo pozo quedaba a una jornada de camino-, se envolvieron y se dispusieron a dormir uno junto al otro. Seguían manteniendo un silencio contristado y buscaron confortación en el calor del contacto corporal.
El frío los despertó antes de clarear. Encendieron una pequeña fogata con matorrales y bostas y aguardaron a que la primera luz del alba hiciera visible la ruta sobre el arenal. Entonces, todavía envueltos en sus capas, reanudaron la ruta hacia poniente con la intención de no detenerse hasta el próximo pozo.
El sol emergió, un disco rojizo que se arrancaba penosamente de las sierras de levante, agrestes y grises. Los errantes doblaron las capas, se pusieron los capuchones de travesía, revisaron las medias de algodón, indispensables protectoras de los pies, y prosiguieron la marcha por la trocha rectilínea e inacabable. Llegaron al pozo a media tarde, agotados, sedientos y febricitantes. Por suerte no había nadie. Se trataba de una gran plaza de losas de granito que convergían en pendiente hacia el brocal del pozo, protegido por un tejado de pizarra de anchos aleros, sostenida por cuatro pilastras de granito. Era evidente que la estación había sido restaurada recientemente. A raíz de las negociaciones con los blemios y las demás tribus del desierto, las rutas caravaneras habían sido remozadas y puestas en servicio. Todo era nuevo y reluciente. El agua del pozo era abundante y fresca. El rodal era pedregoso, con una raquítica vegetación de carrascas.
Acurrucados a la sombra del tejado, los errantes hicieron recuento de sus provisiones y comprobaron que les alcanzarían solo hasta el día siguiente. El agua la tenían asegurada, pues la ruta ofrecía casi siempre un pozo por jornada.
La noche cayó de golpe, como suele suceder en el desierto. El frío era seco y cortante como un cuchillo. Menat-Neter y Nimlot se envolvieron en sus capas al arrimo de una roca al lado del camino y permanecieron largo rato contemplando el cielo estrellado y bebiendo largos sorbos de agua. Esta noche conversaron. La fatiga del camino y el ardor del sol habían debilitado en sus espíritus el recuerdo de la desaparición del templo de Tot de Tierra Adentro. Les parecía que se trataba de un acontecimiento de otro tiempo, un recuerdo doloroso pero ya no acuciante. El pasado se hundía para ellos en una niebla indiferenciada detenida sobre el Valle del Nilo, más allá del desierto. Por el otro lado, hacia poniente, seguía el desierto, un desierto vacío y sin futuro. Ahora existían solamente ellos dos, los sacerdotes del templo de Tot de Tierra Adentro, echados al pie de una roca, uno junto al otro, bajo las estrellas que parpadeaban en el azul oscuro de un cielo que era todavía el cielo de Egipto.
-¿Dónde están nuestros dioses, Nimlot- murmuró Menat-Neter con un hilo de voz-. Y como si hubiese escuchado su pregunta, un lobo aulló desesperadamente desde la profundidad del desierto. La mujer prosiguió:
- Estamos rodeados de silencio y de soledad. En vano los buscaríamos en los arenales del desierto o en las cumbres de las montañas. ¿Y en el valle del Nilo? Si alguna vez estuvieron allí, han huido antes que nosotros. ¿Dónde están, pues? ¿En las estrellas?
Nimlot respondió con voz serena, como si recitase una plegaria ceremonial:
- Esta bóveda espléndida henchida de estrellas y de planetas es un mecanismo muerto y helado. No busques en ella vida ni divinidad. Ni tan solo armonías musicales. Todo esto son ilusiones que hemos alimentado para intentar dar un sentido a nuestras vidas. El universo es una máquina que no tiene más vida que la que nosotros le concedemos al reflejarlo en nuestras mentes. Los dioses no están en el cielo estrellado, ni en el valle del Nilo, ni el en desierto de poniente. La divinidad se halla más allá y más adentro.
- Háblame de la divinidad más allá.
-La divinidad es un poder único sobre el cual no hay nada. Él es el verdadero Dios y padre de todo, que se halla en una pura luz que ninguna mirada puede contemplar. Siendo un espíritu invisible, no conviene pensarlo como un dios, porque es más que un dios, y nadie hay por encima de él. De modo que nadie lo domina. Es indefinible, porque nadie lo precede para poderlo definir; es inescrutable, porque nadie lo precede para poderlo escrutar; es invisible, porque nadie lo puede ver; es inexpresable, porque nadie puede abarcarlo para poderlo expresar. Esta es la luz inconmensurable, simple, santa y pura. No es nada de lo que existe. Siendo más allá del ser, es un No-Existente. ¿Cómo podría hablarte de él?
- Háblame de la divinidad más adentro.
- Nunca podrás conocer al vidente de la vista; nunca podrás conocer al conocedor del conocimiento. De una parte está todo lo que existe, de otra parte está aquello que conoce todo lo que existe. ¿Cómo podría hablarte de él?
- ¿Este No-Existente más adentro y aquel No-Existente más allá son lo mismo?
- Si, son lo mismo. Unidos a él, cuando nuestros cuerpos y nuestros espíritus sean absorbidos por el desierto, seremos disueltos en la infinitud de la No-Existencia.
Nimlot calló. Menat-Neter permaneció en silencio. El lobo no había vuelto a aullar. Los astros seguían su curso hacia poniente, manteniéndose fielmente en las órbitas que los vivientes de la Tierra les habían asignado.
Al alborear, cuando ya la cinta blancuzca de la ruta era visible, los errantes llenaron las calabazas y volvieron a ponerse en camino hacia poniente. El terreno era una sucesión de hondonadas pedregosas interrumpidas por cauces resecos, sin más vegetación que algunos matorrales agostados. No habían llegado todavía al verdadero desierto de arena, en el que todos los caminos se perdían. Al cabo de una hora de caminar vieron a la vera del camino un montón de piedras de forma alargada. De aquella manera los caravaneros y los soldados enterraban a los caminantes que hallaban muertos sobre la ruta para que no los devorasen las fieras del desierto.
Al mediodía, al arrimo de una peña pizarrosa, consumieron sus últimas provisiones, ahorrando el agua para que les alcanzase hasta el próximo pozo. Llegaron al oscurecer. Era un lugar agradable, un pequeño oasis con palmerolas y sicomoros alrededor de una balsa protegida por sillares de gres. El pozo se hallaba dentro de un cobertizo al pie de un peñasco. Había montones de paja y de madera cortada. Encendieron una fogata junto al cobertizo y, envueltos en sus capas, se prepararon para pasar la noche. Ya no habían vuelto a hablar.
Antes del alba comenzó a soplar un fuerte viento que levantaba nubes de polvo en el desierto. Decidieron aguardar. A mediodía era ya una tempestad que no dejaba ver nada a tres pasos. No les quedó otro remedio que permanecer junto al pozo. Ya no les quedaban provisiones, pero por lo menos tenían agua fresca.
Al cabo de tres días el viento amainó y el cielo volvió a aparecer azul y sereno como un inmenso cendal de fiesta. Los errantes, debilitados pero no todavía desfallecidos, llenaron las calabazas y se adentraron de nuevo por el camino de poniente. Menat-Neter marchaba fatigosamente apoyada en el brazo de Nimlot, que se esforzaba en mantener un paso firme y acompasado. El atardecer les sorprendió todavía lejos del siguiente pozo. Por suerte, la lánguida luz de la luna en creciente bastaba para rescatar la ruta. Llegaron al pozo a medianoche, y apenas tuvieron ánimos para sacar agua. Era un lugar inhóspito, sin abrigo alguno. Echados por tierra reposaron sin llegar a dormir, y al romper el alba, azuzados por el frío, volvieron a ponerse en marcha hacia poniente. El siguiente pozo quedaba a dos jornadas de camino, pero ya no se preocuparon. Sabían que antes de llegar les saldría al encuentro el Verdadero Poniente, el que habían salido a buscar, el poniente sin alba.





15

EL FIN DE UNA CIVILIZACIÓN

Turi miró con fijeza a Pinedjem y preguntó firmemente, a pesar de que ya sabía la respuesta;
- ¿Tengo que regresar, Pinedjem?
- No, Turi, no tienes que regresar.
- Adiós, sacerdote escriba del templo de Isis.
- Adiós, barquero de los dioses.
El Rois zarpó lentamente con las velas desplegadas para recoger todo el viento de levante y comenzó a remontar la corriente. De pie en la ribera, Pinedjem vio como se alejaba hasta perderse de vista tras un recodo del río. Entonces bajó hacia el camino de sirga del pequeño canal que bordeaba el templo por mediodía. Los campos del otro lado del canal, hasta hacía poco cuidadosamente cultivados, eran ahora yermos ahogados por la cizaña. El canal estaba prácticamente atascado, pues en el año anterior no había sido dragado después de la crecida. Al otro lado del templo, la antigua Casa de Vida, que había sido taller de producción de manuscritos, estaba cerrada y tabicada. Los huertos eran una selva de matorrales, frecuentada de noche por las alimañas del desierto. Pinedjem subió al templo y se encaminó a una de las capillas del santuario, que desde hacía tres meses, cuando había cerrado todas las demás dependencias, le servía de alojamiento, y desató a Nup, su perro fiel y vigilante, su único compañero en aquellos días de la última desolación. Nup, un espléndido ejemplar de perro del Fayum, le puso las patas sobre el pecho y le lamió las manos con ladridos de alegría. Pinedjem consintió, y luego se recostó sobre una gruesa alfombra de lana y bebió agua de un cántaro que guardaba al fresco dentro de una hornacina al lado de una cesta de dátiles. Nup se echó a su lado royendo una costilla de cerdo más monda que un bloque de alabastro y lanzando miradas codiciosas al saco de galletas de harina de pescado que Turi le había traído, colgado en la pared fuera de su alcance. No, el perro no tenía que pasar hambre, habían acordado Turi y Pinedjem; se trataba a la sazón de una simple cuestión de disciplina horaria.
Pinedjem cerró los ojos, fatigado. Se sentía ya muy débil. Hacía una semana que no probaba bocado, solo bebía agua. Repasó mentalmente los preparativos. En la Casa de Vida no quedaba absolutamente nada; había regalado a los operarios, al despedirlos, todo el mobiliario, los instrumentos, las resmas de papiro y las tintas. El templo estaba completamente desafectado, era un puro esqueleto de paredes desnudas. El santuario estaba vacío, con las puertas abiertas de par en par. Las inscripciones y las pinturas del atrio y de la sala hipóstila habían sido cuidadosamente rascadas y borradas hasta altura de hombre. Habían desaparecido incluso los grandes batientes de la puerta que separaba la sala hipóstila de la nave interior; Pinedjem los había donado al campesino que le había cultivado las tierras hasta el año anterior. El templo no era ya más que una carcasa de piedra y madera vacía y desolada.
¿Y el perro? ¿Qué sería del perro? Sabría regresar a su país verde y florido? ¿No lo matarían creyéndolo endemoniado? Ahora no había manera de ahuyentarlo; volvería enseguida al lado de su dueño adorado. Pinedjem formuló una plegaria a Anubis, el dios que se manifestaba en figura de perro, a fin de que protegiese aquella bestezuela que tan fielmente acompañaba sus últimos momentos. Y de este modo, mientras todo lo que restaba de la gloria del antiguo Egipto se iba extinguiendo en la frágil persona del sacerdote escriba del templo de Isis, él se entristecía y se angustiaba por el destino de su perro.
En la ciudad de Anteópolis, los últimos acontecimientos del templo de Isis eran analizados y discutidos detalladamente día tras día. Los monjes del convento de San Daniel habían establecido un puesto de vigía permanente al otro lado del río, a mediodía de la población. Los barqueros de la cofradía cristiana de pescadores se repartían la tarea de espiar lo que sucedía en el grandioso edificio del templo, claramente visible desde el río. No pasaba una hora sin que una barca o un bote se detuviese al pie de la escalinata, provocando los ladridos de Nup. Se sabía ya que el escriba había dejado de cultivar las tierras del templo y que había cerrado el taller de escritura. Sus servidores nubios habían regresado a Filas en un barco sospechosamente sobrecargado. Pinedjem estaba solo con su perro. Se lo divisaba paseando con paso vacilante por delante de los pilones del atrio y, con mayor frecuencia, echado a pleno sol en la escalinata. Era, concluían los observadores, cuestión de días.
Los derrocadores fueron advertidos. Llegaron con tres barcazas llenas de herramientas: mazas, azadas, picos, palas, cuñas, barras de hierro, sogas, betún de Judea y leña. Atracaron aguas debajo de la ciudad, en la orilla líbica, desde donde se divisaba a lo lejos, a mediodía, la imponente mole del templo enmarcada por los rocosos despeñaderos.
Los monjes vivaqueaban en sus barcas. Durante los tres días que estuvieron atracados cerca de la población no se acercaron ni una sola vez a la iglesia episcopal. Los clérigos del lugar, por su parte, fingían ignorar la presencia de los monjes; derribar templos no formaba parte de sus tareas pastorales. No ignoraban que sus fieles egipcios estaban orgullosos de aquel magnifico testimonio de su esplendoroso pasado. No comprendían porque, en lugar de destruirlo, no se lo convertía en un santuario de Santa María Virgen y Madre. ¿Tan distintas eran Isis y María?
El día dieciocho del mes de Epep del año 454, el nilómetro de Licópolis registró la primera subida del nivel de las aguas: comenzaba con fuerza la inundación, el proceso vital de la Tierra Negra, la fecundación del desierto, la marca inalterable del paso del tiempo. El mundo y Egipto habían nacido a la vez, engendrados por las aguas primordiales. El trabajo de los campos se detuvo y todo el mundo se recluyó en los pueblos y en las villas de las tierras altas, esperando el milagro que se producía año tras año.
En el templo de Isis de Tkou las aguas comenzaron a lamer el segundo escalón de la escalinata que hacía de muelle. Al tercer día la crecida se aceleró; el río ascendía con olas que chocaban contra las losas. A mediodía, en el primer pórtico del templo apareció la frágil figura de Pinedjem, vestido con una blanquísima túnica de lino y llevando colgadas del pecho sus insignias sacerdotales. Apoyándose en un bordón, bajó lentamente los peldaños de la gran escalinata, seguido por su perro. Cuando llegó junto a la corriente, se echó sobre la última losa, con los pies desnudos a tocar del agua.
Desde el centro del río, dos marineros de la cofradía de pescadores, inmóviles en su barca, lo observaban en silencio. Aguas abajo, los monjes derrocadores, envueltos en sus hábitos negros, aguardaban pacientemente sentados en sus barcas sobrecargadas.
El sol de mediodía abrasaba las losas de la escalinata, arrancándoles fulgores plateados. No soplaba ni una brizna de aire. El silencio era absoluto, roto solo por el burbujear del agua que resbalaba hacia el norte. Echado sobre la piedra con el perro a su lado, Pinedjem sintió como las cálidas aguas del Nilo besaban sus pies descalzos; ya no podía ni quería moverse. Su cuerpo, definitivamente derrotado, se entregaba a las aguas del río de Egipto. Pero su espíritu, con un vuelo de potencia arrolladora, remontó el flujo de la historia y se halló, más allá del espacio y del tiempo, sumergido en la gloria del Egipto inmarcesible. Ante sus ojos desfilaban como seres vivientes las figuras de la escritura jeroglífica con las cuales había entretejido su alma. Era una procesión inundada por la luz del sol que nace cuando se pone por occidente, del sol que guiaba la barca de Osiris en medio de la muerte y del caos. Mecido por las aguas primordiales, Pinedjem se recogía en la familia divina, llevando en su mente todo lo que restaba de la grandeza del antiguo Egipto para entregarla intacta al Lugar más allá de los lugares, al Tiempo más allá del tiempo, escriba fiel que había sabido conservar inviolado el tesoro que le había sido confiado.
Atardecía cuando, con un esfuerzo supremo, Pinedjem resbaló sobre las losas y se dejó cubrir por las aguas constantes y acogedoras. Solo su cabeza, con los ojos cerrados, emergía sobre la corriente que, infatigable, lo iba cubriendo con su abrazo maternal. Un escalón más arriba, el perro gemía, inmóvil sobre las piedras ardientes.
Al otro lado del río, centenares de ojos enfebrecidos se mantenían fijos en la escalinata del templo.
Súbitamente, un aullido agudo y penetrante resonó por el valle del Nilo, rebotando contra los acantilados de las montañas líbicas, flotando sobre las aguas del Nilo y penetrando en el desierto a través de los congostos rocosos. Los halcones interrumpieron su vuelo y bajaron a ponerse sobre los muros del templo; los chacales salieron de sus guaridas para husmear el viento que venía del valle, y hasta los leones se detuvieron sorprendidos en la ruta del desierto. Y el aullido del perro de Pinedjem proseguía largo, desesperado, inextinguible.
Al otro lado del río, las barcas de los monjes derrocadores se pusieron en movimiento hacia el templo de Isis, con las orlas rozando el agua, medio hundidas bajo el peso de los instrumentos de la evangelización.




HISTORIA Y FICCION

La narración de este libro es ficticia. El contexto, sin embargo, es rigurosamente histórico.
Egipto era una diócesis del Imperio Romano de Oriente. En el siglo V estaba dividido en seis provincias. El valle del Alto Nilo comprendía dos de ellas, designadas las Dos Tebaidas. La capital administrativa era Antinópolis, en la ribera arábiga. El centro militar era Ptolemáis, en la ribera líbica.
De 450 a 457 fue emperador de Oriente Marciano, casado con Pulqueria, hermana del emperador Teodosio II.
La iglesia cristiana de Egipto era una sola demarcación, con capital en Alejandría. Había obispos en todas las ciudades, y miles de monjes y monjas en centenares de monasterios esparcidos por todo el país. En el año 451 el concilio de Calcedonia dividió a los cristianos orientales. La mayoría de cristianos egipcios siguieron la corriente anticalcedoniana, llamada monofisita, hasta el día de hoy.
El cristianismo, a mediados del siglo V, era ya la religión mayoritaria. Sucesivos decretos de los emperadores, sobre todo de Teodosio I y Teodosio II, desde mediados del siglo IV, habían ido arrinconando la religión antigua, prohibiendo el culto, el sacerdocio y la enseñanza. A mediados del siglo V la antigua religión era ya residual en Egipto, en Siria, en Grecia y en Roma. Sin embargo, las creencias personales fueron respetadas hasta que el emperador Justiniano prohibió totalmente la religión ancestral y suprimió la libertad de conciencia.
La última inscripción jeroglífica hallada es del año 394, en Filas. Las dos últimas inscripciones demóticas son del año 452, también en Filas.
Personajes históricos, en la novela, son los emperadores mencionados, Hipatia, el dux Maximino, el prefecto augustal Probo, Ciro de Panópolis, Horapolón el Joven, el monje Chenute y el sacerdote escriba de Filas (cuyo nombre desconocemos).
Hay dos personajes transpuestos. Hermodoro de Tebas es una transposición de Olimpiodoro de Tebas, diplomático y escritor, que en el año 421 visitó a los blemios y escribió La guerra de los blemios. El otro personaje transpuesto es Dionisio de Panópolis, que es una transposición de Nono de Panópolis, autor de las famosas Dionisíacas y de un Comentario al Evangelio de Juan.
Los demás personajes son ficticios pero responden a tipos testimoniados en documentos de la época.
Los monumentos descritos en el capítulo "Un viaje por el Nilo" son todos reales.
El templo de Osiris de Akoris (capítulo I) es ficticio. El nilómetro es real. Lo que hay en la cima del alcor de Akoris es una necrópolis.
El templo de Isis de Tkou junto al Nilo (capítulo II) es real, pero se hallaba en el interior de la villa de Anteópolis. La ficción separa templo y villa.
El templo de Tot de Tierra Adentro es medio ficticio. En la necrópolis de Hermópolis (actual Tuna el Gebel) había un templo de Tot.
La descripción de la ciudad de Alejandría (capítulo 4) tiene en cuenta los resultados de las últimas excavaciones.
La capilla de Isis del capítulo 5 es ficticia, pero responde a un contexto real.
El templo de Sobek del capítulo 6 es ficticio.
La descripción de los monumentos de la isla de Filas responde a los datos arqueológicos.
El camino de Ptolomeo Filadelfo de Coptos a Berenice es real. La descripción tiene en cuenta las reseñas de los viajeros antiguos.
La descripción del país de los blemios es ficticia; no hay reseñas contemporáneas. El contexto es real.
El templo de Hator de Ankirónpolis (capítulo 6) es ficticio. El procedimiento del derrocamiento se basa en descripciones antiguas, en particular del historiador Teodoreto de Kirros.
Los sacerdotes egipcios estaba divididos en multitud de órdenes, no siempre bien identificados. En esta obra adopto una clasificación plausible en cinco grupos: 1. Sacerdotes profetas, con el Jefe de los profetas; 2. Sacerdotes escribas; 3. Sacerdotes estolistas; 4. Sacerdotes uab o pastóforos; 5. Sacerdotes ocasionales o del quinto orden. En la época romana los estamentos se habían confundido. Había sacerdotisas uab.
Un polícopon era un barco de dos palos y cuatro o seis remos, que podía transportar unos cuatrocientos sacos de cereales.
La unidad monetaria era la moneda de oro denominada solidus. Con un solidus se podía comprar un buen vestido.
En el libro se denomina "lengua egipcia" la lengua hablada por la población auctóctona durante el período romano. Actualmente se la designa con el nombre árabe "copto". Tenía varios dialectos.
La lengua blemia no ha sido interpretada.

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