martes, 26 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 11

11

EL PUEBLO DEL DESIERTO

- ¿Decidido, Nimlot?
- Los dioses han decidido por nosotros, Hermodoro. Si todo sucede según tú y el dux Maximino habéis previsto, nuestro pueblo sacará de ello grandes beneficios. Una mediación nuestra ante los blemios nos acarreará el reconocimiento de las autoridades imperiales en Egipto. Tal como están las cosas, con los monjes otra vez alborotados, este servicio al Imperio nos puede dar un respiro.
- Ya nos lo está dando. Turi dice que jamás había sido tan bien tratado por los magistrados de los puertos donde recala. Los oficiales saben perfectamente que la barca de Turi es el navío de Isis y que trabaja para los fieles de la antigua religión, pero siempre han hecho la vista gorda. Ahora, sin embargo, poco falta para que le ofrezcan el aceite de las lámparas. Por otra parte, he sabido de buena fuente que Maximino a pedido al obispo Dionisio de Panópolis que ordene a los monasterios mantener encerrados a los derrocadores.
- ¿Durará mucho esta bonanza?
- No sabría decirte. Maximino está muy achacoso. No lo mantiene en pie más que el afán de solucionar definitivamente el problema de los blemios. En los últimos años ha vivido sólo para esto. Pero en cualquier momento puede pasar a mejor vida. Y entonces…
- Dime, estoy muerto de curiosidad por saber como se las ha arreglado Maximino para estar tan bien informado de nuestras cosas. Dices que sabía todo lo de Pinedjem y mis hijos…
- Creo que hubiera podido precisar por qué punto de la gramática iban.
- Es increíble!
Hermodoro sonrió.
- Yo soy la persona menos indicada para sorprenderme. Como embajador, he dispuesto de docenas de agentes in rebus, es decir, de espías; lo sabía todo. Maximino tiene agentes desparramados por todo el Valle del Nilo. Estoy seguro que sabe cuantos fardos de lana tienes en tus depósitos.
- Y Pinedjem que confiaba en que nadie sabría que enseñaba la lengua sagrada a mis hijos…
- Pinedjem es un espíritu inocente, y es una suerte. Pero nosotros no podemos concedernos el lujo de ser candorosos. Tenemos que actuar por razones políticas. Y en estos momentos las razones políticas exigen que tú y tus hijos vayáis a visitar a los blemios en su desierto más profundo para sondear su estado de espíritu en orden a firmar un tratado con el Imperio Romano.
- Por lo que a mí respecta, puedo entenderlo, al fin y al cabo soy un sacerdote conocido en el Valle del Nilo; pero Totmés y Tírsit…
- Es algo que yo ignoraba y Maximino me lo dio a conocer. Entre los blemios, tus hijos son considerados una especie de encarnación de las divinidades egipcias de la sabiduría: Tot, Anubis, Maat… Pude verificarlo en Filas: todo el mundo me preguntaba por ellos. Maximino ha sido clarividente: una gestión tuya en presencia de tus hijos puede inclinar a los blemios a considerar la conveniencia de firmar el tratado.
- ¿Más que la amenaza del ejército?
- No lo temen, al ejército romano. Saben que en su desierto son invulnerables. La derrota de los blemios del mes de febrero pasado fue un episodio al que han dado mucha más importancia los romanos que los blemios. Una vez más se trató del resultado de una buena información.
- Muy bien, me has captado para tu oficio, embajador. ¿Cuándo convendría hacer el viaje?
- Tobe, es decir, enero, es un buen mes para andar por el desierto.
- ¿Cuánto durará la expedición?
- Entre ida y vuelta, menos de un mes.
- Bien, tenemos un mes para prepararnos. ¿Cuál será el itinerario?
- Primero pasaréis por Tkou para entrevistaros con Pinedjem.
- A los jóvenes les entusiasmará. Podrán aprovechar la ocasión para darle un buen repaso a la gramática.
- Después iréis a Coptos. Allí encontraréis ya a Razés, el pequeño blemio del que te he hablado. En Coptos, un hombre de Turi habrá reclutado una pequeña cuadrilla para la travesía del desierto. Primero tomaréis la antigua ruta de Ptolomeo Filadelfo de Coptos a Berenice, de muy buen pasar. Después os internaréis por el desierto hacia el sur; a partir de este momento os tendréis que arreglar como podáis, los guías de Coptos ya no os acompañarán.
- ¿Dónde hallaremos a los caudillos blemios?
- Creo que en torno a las Montañas Esmeraldinas. Razés os sabrá guiar hasta ellas.
- ¿Más cerveza, embajador?
- Más cerveza, embajador.

Soplaba un viento del norte frío y húmedo. El sol, cautivo de las neblinas de las montañas arábigas, difundía una luminosidad grisácea sin asomo de calor. De pie en el último grado de la escalinata del muelle del templo de Tot de Tierra Adentro, Menat-Neter alzaba los brazos para despedir y bendecir a los expedicionarios. Ella había fijado la fecha de la salida: dos días después del fin del período menstrual de Tírsit. Turi gritó la orden de soltar las amarras. El Rois, con todas las velas desplegadas, se escabulló airosamente canal abajo a la querencia del corredor del río. En la popa, Tírsit y Totmés agitaban los brazos en señal de despedida. El barco, con el bóreas a sotavento, se adentró raudamente en la corriente central del río, de aguas bajas en aquel mes de enero.
Turi había contratado una tripulación suplementaria. Hizo saber sin ambages que iban a destajo y que navegarían día y noche, a vela o a remo, para llegar cuanto antes a Tkou.
De momento atravesaron el Nilo para depositar a Hermodoro en Antinópolis. El embajador daba por finalizado su periplo nilótico y permanecería en la ciudad hasta que una galera imperial lo devolviera a Constantinopla. Turi lo despidió con indisimulada emoción; el barquero y el diplomático se habían hecho muy amigos. Uno y otro sabían que ya no volverían a verse.
Empujados por el viento de Chipre, que no amainaba, pasaron rápidamente por delante de Akhetatón y pusieron rumbo a Licópolis, a donde llegaron después de un día y medio de navegar sin parar. En Licópolis hicieron una parada corta para mercar provisiones, y prosiguieron el viaje. Entre vientos favorables y bogadas enérgicas, atemperadas por los esfuerzos culinarios de Orsíesi, amarraron en el puertecillo de Tkou tres días más tarde.
Pinedjem quiso recibir a los visitantes al pie de la escalinata del templo, con su fiel perro echado a sus pies. El reencuentro del escriba con sus jóvenes discípulos fue emotivo y melancólico. Los tres únicos depositarios de la antigua sabiduría egipcia volvían a reunirse en circunstancias arduas y ante un porvenir incierto. Tírsit y Totmés se inclinaron profundamente ante Pinedjem y le besaron la mano. El anciano escriba los abrazó largamente sin pronunciar palabra. Después saludó a todos los demás y entonces, dirigiéndose a los jóvenes, recitó en lengua antigua una frase de la Aretalogía Solemne de Isis; ellos la continuaron sin vacilación. Y todos se encaminaron a la Casa de Vida, dejando sólo dos remeros para vigilar el Rois.
Pinedjem había envejecido. Sus cabellos, ya completamente blancos, resbalaban por su espalda como un velo sacerdotal. Ya no se movía del recinto del templo. El escritorio estaba prácticamente cerrado; solo un par de viejos copistas se dedicaban a reproducir y archivar los documentos de la biblioteca, que eran enviados regularmente a Filas para que estuvieran en lugar seguro. Las estanterías de la Casa de Vida estaban casi vacías.
A pesar de la premura de la misión que los llevaba al desierto oriental, los expedicionarios habían decidido demorarse tres días en Tkou a fin de que Pinedjem pudiese dilucidar el grado de conocimiento de la lengua sagrada alcanzado por sus discípulos. Al regreso planeaban dedicar a la tarea una semana entera.
Sentados ante la larga mesa del escritorio, el maestro y los dos aprendices trabajaban la gramática y los textos desde la salida hasta la puesta del sol, ansiosos, como si el mundo fuera acabarse, conscientes uno y otros de que algo ciertamente estaba acabando.
Al oscurecer celebraban el culto osiríaco con todo el esplendor de los tiempos antiguos, con cánticos, recitaciones y ofrendas que los marineros, entusiasmados, iban a buscar cada día a los pueblos vecinos. Después de la celebración cenaban todos en la Casa de Vida con la largueza habitual del templo de Isis de Tkou. Fueron para todos tres días de goces sobrehumanos.
Transcurridos los tres días, Pinedjem se declaró ampliamente satisfecho de los progresos de los dos estudiantes; en adelante ya podrían trabajar solos, tanto sobre los textos de los reinos antiguos como sobre los de las últimas dinastías. Ciertamente, no dominaban el arte de la composición; pero, adujo Pinedjem, la lengua del antiguo Egipto no necesitaba ahora redactores, pues no había nada que redactar, sino intérpretes que preservasen de la extinción los tesoros de la sabiduría antigua.
El día segundo del mes de Tobe del año 453, de madrugada, el Rois zarpaba del puerto del templo de Isis de Tkou. Pinedjem, los dos ancianos escribas, dos servidores y el perro despidieron a los expedicionarios al pie de la escalinata. Se había entablado un nordeste que permitía al barco remontar el río con buena andadura.
- Si todo sigue igual, llegaremos a Coptos en tres días- anunció Turi, satisfecho.
Con algún intérvalo de bogada, y aprovechando la última luna menguante para navegar de noche, el Rois atracaba en el puerto de Coptos al atardecer del día 4 de Tobe. Nimlot, Tírsit y Totmés desembarcaron inmediatamente, y, acompañados por Orsíesi, se encaminaron al lugar donde, según había sido convenido, tenían que encontrar a Razés. Se trataba de la casa de un devoto que era el representante comercial de Turi en Coptos. Cuando llegaron a la puerta del almacén, Razés, ataviado con su vestimenta de ciudadano acomodado, ya los aguardaba. Los dos escribas del templo de Tot y el músico blemio se miraron en silencio. Orsíesi farfullaba las presentaciones, mientras Nimlot observaba sorprendido aquel inesperado ejemplar de las tribus del desierto. Al cabo, Razés, alzando los brazos con las palmas de las manos hacia arrriba dijo en el más puro egipcio:
- Razés de las Esmeraldinas os saluda y os da la bienvenida a las puertas del desierto.
- Tírsit y Totmés del templo de Tot de Tierra Adentro saludan a su amigo Razés y piden a los dioses prosperidad para la noble nación de los blemios- respondió Totmés en el mismo tono solemne.
Tírsit se apresuró a sacer de su zurrón el presente que traían preparado: un pectoral de oro y topacios que representaba a Isis amamantando a Horus sobre un fondo de altas montañas. Razés lo tomó en sus manos, lo miró hechizado e intentó ajustárselo sobre el pecho. Los dos hermanos lo ayudaron a sujetarlo con cordones que se anudaban en la espalda. Terminada la operación, Razés abrazó a sus nuevos amigos, besó la mano de Nimlot y se arrojó en brazos de Orsíesi, que aguardaba pacientemente su turno. Y desde aquel momento, los tres adolescentes establecieron la más firme amistad.
El corresponsal de Turi en Coptos acogió a los expedicionarios con afable hospitalidad. Había recibido de Filas precisas instrucciones y se había desvivido para preparar el viaje al desierto en las mejores condiciones posibles. Mientras cenaban les expuso el plan de la travesía.
- Iréis todos a caballo, con dos guías y dos mulas para la impedimenta. Tomaréis el camino viejo de Ptolomeo Filadelfo de Coptos a Berenice, sobre el Mar Rojo. Es más largo que la ruta directa de Edfú a las Montañas Esmeraldinas, pero está mucho mejor entretenido y vigilado. Saldréis de Coptos por la ruta del Valle de Rehenu, que es el camino de las caravanas que vienen de Leucos Limen. En el primer pozo los caminos se separan; el vuestro sigue hacia el sur. En cuatro jornadas llegaréis a Afrodito, en la encrucijada del camino de Edfú a Leucos Limen. Durante estos primeros días hallaréis agua y pastos en abundancia. En Afrodito cambiaréis los caballos por camellos, dejaréis la calzada y os internaréis en el desierto. Mis guías ya no os acompañarán; vuestro guía será entonces Razés o su gente. Entre Afrodito y las Montañas Esmeraldinas encontraréis algunos de los campamentos más importantes de los blemios. No puedo deciros nada más.
- ¿Y el regreso?- preguntó Nimlot.
- Regresaréis probablemente por el camino de Edfú. Los blemios lo conocen bien y os podrán guiar hasta las orillas del Nilo. Turi os recogerá una vez sepa donde estáis.
- Vamos con una chica de trece años muy poco acostumbrada a esta clase de travesías- observó Nimlot-. ¿Crees que podrá resistir la dureza del viaje?
- Esta dureza es una imaginación de los egipcios, que son muy comodones- intervino Razés-. Los blemios vamos por el desierto como vosotros sobre vuestro río. Tírsit lo resisitirá perfectamente; es fuerte, aunque de aspecto un poco enclenque…
- Vaya quien lo dice- refunfuñó Tírsit, ofendida-; ¿todos los musicos blemios son esmirriados como tú?
- Venga, no os peleéis antes de comenzar el viaje- cortó Totmés.- Ya os sobrará tiempo cuando nos extraviemos por las arenas del desierto.
- No nos extraviaremos- dijo Razés.- Además, no hay arenas: todo son piedras.

Los dos días siguientes los dedicaron a mercar el equipo necesario para la travesía. Los tres jóvenes irían vestidos de la misma manera: camisa de estameña, pantalones de lana con refuerzo de piel y botas. Nadie tenía que darse cuenta de que Tírsit era una chica. Nimlot conservaría su vestimenta sacerdotal, de hilo, pero más gruesa y resistente. El equipaje, hasta la estación de Afrodito, sería el ordinario de los caravaneros. No precisaban tiendas, pues había hostales cada cuatro o cinco estadios. Para las etapas del desierto ya proveerían en su momento, siguiendo las instrucciones de Razés.
- ¿Y esta especie de barra envuelta qué es?- preguntó Totmés.- ¿Una lanza?
- Ya lo verás- respondió Razés con displicencia.
El séptimo día del mes de Tobe, al amanecer, la expedición salía de Coptos por la ruta del Valle de Rehenu, perfectamente calzada en los dos primeros estadios. Los guías locales iban uno delante y otro cerrando la marcha. Nimlot sospechaba que, más que gente del país, eran militares disfrazados de guía, pero no dijo nada, dando por supuesto que Turi lo había dispuesto así. Después del vanguardista iba Razés cabalgando un nervioso corcel castaño. Lo seguían Nimlot, Tírsit y Totmés, que montaban apacibles caballos negros. Los dos mulateros caminaban a pie junto a las mulas.
Hacía un tiempo cerrado y fresco. La ruta discurría por un valle ancho y ameno, con frecuentes bancales de vegetación en los que de vez en cuando los guías permitían pastar a los caballos. Atravesaban arroyos con un hilo de agua que se extraviaba entre los pedruscos. Los guías no dejaban que las bestias se abrevasen en ellos.
- Son salobres- explicaron.- Ya encontraremos pozos.
La etapa del primer día, hasta la encrucijada de Leucos Limen, transcurrió sin incidentes. A mediodía, habiéndose levantado el tiempo, llegaron a primer pozo. Había una numerosa caravana que venía de Leucos Limen. Un grupo de mercaderes etíopes transportaba especies y tejidos de finas lanas coloreadas. Puesto que aquella mañana Tírsit se había quejado de frío, Nimlot compró para ella un chal de lana de colores vivísimos, que la chica se empeñó en vestir inmediatamente, a pesar del calor meridiano que planeaba ya sobre aquellas vaguadas enjutas. Comieron y bebieron, abrevaron a las caballerías y prosiguieron la ruta con ritmo reposado y sostenido. A media tarde llegaron al poblado caravanero que había surgido en la encrucijada de los caminos de Leucos Limen y de Berenice, un paraje con pozos y una arboleda de sicomoros. Había un hostal muy bien dispuesto, en una amplia estancia del cual se alojaron Nimlot y los tres jóvenes. Sobre una peña a corta distancia se divisaban los muros enjabelgados de una estación militar.
Al anochecer, mientras cenaban sentados o recostados sobre gruesas alfombras nubias, entraron en el patio donde se hallaban dos militares desarmados que saludaron a los huéspedes esparcidos bajo los porches y pidieron informaciones acerca de la ruta. Como quien no quiere la cosa se acercaron al grupo de los expedicionarios y preguntaron a los guías, en lengua griega, a donde iban y si tenían alguna dificultad. Nimlot, que escuchaba la conversación con una sonrisa irónica, les invitó a beber, lo que aceptaron de buen grado. Mientras bebían, los militares no quitaban el ojo de Tírsit y Totmés. Al cabo, el más joven de los dos, un mozo con una facha de italiano que hablaba sola, dejó caer con aparente indiferencia:
- ¿Qué, jovencitos, una excursión por el desierto?
Tírsit le clavó los ojos en la cara y le espetó:
- Hala, romano, no disimules, que sabes perfectamente quienes somos.
Nimlot rompió a reir, mientras el oficial se ruborizaba. Su compañero acabó uníendose al regocijo general y quiso explicarse:
- En manera alguna pretendemos meternos en vuestros asuntos, pero tenemos consigna de protegeros mientras os halléis sobre las rutas de los puertos del Mar Rojo.
- No nos estorbáis, oficial- respondió Nimlot afablemente.- Hacéis vuestro trabajo. Ahora bien, en estas circunstancias, podría darse el caso de que fuerais vosotros los que necesitaseis nuestra protección.
- No os falta razón- reconoció el otro.- No estamos muy bien informados de lo que ocurre con la gente del desierto. Los meses de después de la batalla han sido de calma absoluta, pero la situación puede dar un vuelco de un momento a otro.
- No dará ningún vuelco.
Era Razés el que había hablado. El oficial lo miró sorprendido. Por el acento había reconocido a un blemio en aquel muchacho correctamente vestido de egipcio. Al cabo, comentó:
- Ya veo que vais bien acompañados. Espero que os vaya todo bien.
Los militares se levantaron dando las gracia por la invitación.
- Hasta Afrodito- anunciaron- iréis encontrando destacamentos de la guarnición. Si necesitáis ayuda, no vaciléis en solicitarla.
Antes de la salida del sol ya volvían a estar sobre la ruta. Hacía frío. Tírsit iba regaladamente envuelta en su nuevo chal de lana, mientras que los demás se defendían como podían.
A mediodía, ya en pleno calor, llegaron a una vaguada en la que confluían dos barrancos por los que bajaban sendos arroyos de aguas claras que formaban una balsa junto al camino.
- Es agua limpia- anunciaron los guías.
- ¿Nos podemos bañar?- preguntó Totmés engrescado.
Nimlot consultó con los guías y éstos declararon que no había peligro alguno. En un abrir y cerrar de ojos, los adolescentes se habían quitado la ropa y chapoteaban en las claras aguas de la charca con gritos y risas. Los adultos se contentaron con un pediluvio. Al cabo de un rato, bien refrescados y bien bebidos, reemprendieron la ruta, que ahora comenzaba a ascender por las estribaciones de las montañas del Mar Rojo. A medida que ascendían se enriquecía la vegetación. Aparecieron bosquecillos de sicomoros y manchas de matorral. De vez en cuando atravesaban arroyos de aguas claras. Se hallaban, dijeron los guías, en el paraje más feraz de toda la ruta, que se mantenía así hasta Afrodito, a tres jornadas de camino. En verano, sin embargo, era otra cosa; no había agua y la vegetación se marchitaba casi por completo. Por esta razón, entre junio y septiembre no transitaba casi nadie.
Pernoctaron en la estación de Fonikon, muy concurrida y con buenas instalaciones.
Al día siguiente, cuando atravesaban un collado rocoso, encontraron un destacamento de soldados que regresaban de Compasi. La ruta estaba tranquila, dijeron. Encontrarían una gran caravana de venía de Berenice, puesto que hacía diez días había descargado un barco proveniente de Arabia que transportaba de todo.
Toparon con la caravana cuando todavía descendían del collado hacia un llano verdeante. Dado que el camino era poco más que un sendero, se apartaron junto a un cabezo para dejar paso a aquella interminable recua de doscientos camellos conducidos por una multitud ataviada con toda clase de vestimentas. No faltaban timbaleros que acompasaban el ritmo de la marcha. Los caravaneros iban a pie, apacibles y satisfechos. Saludaban a los jóvenes con sorpresa y bondad. Más de uno detuvo su camello y les hizo un obsequio. Cuando la caravana hubo acabado de pasar, Tírsit. Totmés y Razés hallaron a sus pies un montón de objetos dispares: collares, correas, sandalias, capuchones y pequeñas fialas de perfume.
- ¿Y ahora que hacemos con todo esto?- preguntó Tírsit.
- Guardémoslo para los amigos que encontraremos en el país de los blemios- sugirió Totmés-. Traemos obsequios para los mayores, pero no habíamos atinado en los pequeños. ¿Qué te parece, Razés?
- Excelente idea. Estas cosas, en nuestras tierras, son raras y fuera del alcance de los jóvenes. Estarán encantados.
Lo atarugaron todo en las alforjas de las mulas y prosiguieron la marcha hasta el Pozo de las Higueras, en la llanura. La hospedería de la estación disponía tan sólo de un porche para comer. Los viajeros dormían bajo las higueras, envueltos en gruesos capotes de lana que alquilaban los hosteleros. El cobijo era austero, pero la comida compensaba la rudeza del lecho; el Pozo de las Higueras era famoso por su buena mesa. Cocina del desierto, con guisos de cabrito, de ciervo, de conejo, de codorniz y de lagarto, copiosamente especiados. Los huéspedes comían en una larga mesa bajo el porche, servidos por mozos nubios.
- Ni en las fondas de Berenice eres tan bien tratado- comentaba un mercader de Schmin.
- Hemos hecho lo que hemos podido- repuso el hostelero-. La caravana que pasó esta noche nos ha dejado apurados.
- ¿Quién os suministra?- preguntó Nimlot, súbitamente interesado.
- Los blemios, naturalmente- contestó el hostelero.- Cada semana pasan por aquí a vender caza, legumbres y aceite de palma.
- Esto significa que no están muy lejos- comentó Nimlot.
- Hay campamentos a tres horas de camino hacia el sur. Bueno, esto de camino es un decir…
Entonces Razés se le dirigió en lengua blemia. El hombre lo miró sorprendido, pero le contestó en la misma lengua. Sostuvieron una larga conversación. Después Razés informó a sus compañeros: los blemios que bajaban al Pozo de las Higueras eran gente de la tribu de Jibal, vecina de la tribu de Sirit a la que pertenecía Razés. Nunca habían guerreado con el Imperio, porque vivían del comercio con los poblados de la ruta de los puertos.
- ¿Sabéis cuando volverán?- preguntó Nimlot.
- Mañana o pasado mañana. Les he enviado aviso para que traigan de todo, pues estoy en la últimas.
Después de cenar, Nimlot reunió a Razés y a los dos guías y les consultó si convenía permanecer en el Pozo de las Higueras para aguardar a los blemios. Los guías opinaron que no se perdería nada con ello, aunque aquellos blemios estaban muy egipcianizados y mantenían escasas relaciones con las demás tribus. Razés estuvo de acuerdo; se desvivía por encontrarse con su gente.
El día siguiente transcurrió en absoluta calma. Los blemios no comparecieron. El hostelero, encantado con aquellos huéspedes que no comerciaban con nada, les propuso una excursión a las ruinas de un santuario del dios Mandulis en la cima de una de las montañas de la cordillera del Mar Rojo. Los jóvenes acogieron la propuesta con entusiasmo. Nimlot prefirió permanecer en el pozo por si llegaban los blemios.
La excursión no era larga, tres horas entre ida y vuelta. El santuario, o más bien ermita, de Mandulis era una construcción de tipo tebano, con un porche, medio arruinado, de columnas con capiteles papiriformes y un naos con bóveda de piedra, mucho más reciente. En el interior, cabe el muro oriental del naos, encontraron un significativo ramillete de hierbas aromáticas. Totmés extrajo el pizarrín que llevaba siempre consigo y escribió en uno de los muros: “Tírsit y Totmés del templo de Tot de Tierra Adentro y Razés de las Esmeraldinas se encomiendan a Mandulis-Ra”. El hostelero lo observaba todo sin abrir boca, convencido ya de que aquellos huéspedes no eran unos excursionistas cualesquiera.
Al día siguiente, undécimo del mes de Tobe, el día se levantó radiante. Cuando Nimlot, todavía bostezando, se encaminaba al hostal para encargar el desayuno, vio dos camellos sin alforjas que pastaban entre los matorrales junto al camino. Bajo los porches encontró al hostelero acompañado por cuatro hombres de aspecto agreste, vestidos con blusas de gruesa lana y calzas de piel. Nimlot los observó en silencio y al cabo los saludó con solemnidad:
- Nimlot, sacerdote del templo de Tot de Tierra Adentro, saluda a sus amigos blemios y pide para ellos la bendición de la Gran Madre Isis.
Los blemios, que obviamente lo aguardaban, se inclinaron profundamente y lo saludaron en correcto egipcio. Después de una primera conversación de cumplido, el que parecía ser el jefe de la partida pidió:
- ¿Podemos ver a los pequeños escribas?
Nimlot sonrió con orgullo. Hermodoro tenía razón: el renombre de sus hijos se había extendido incluso hasta el desierto.
- Claro que si. Y también a Razés, uno de los vuestros, de las Montañas Esmeraldinas. Ahora voy a llamarlos.
Al cabo de unos minutos Nimlot regresó acompañado por los jóvenes. Los blemios se inclinaron delante de Tírsit y Totmés y besaron las fimbrias de sus blusas. Luego se volvieron hacia Razés, lo observaron largamente y se le dirigieron en su lengua. Cuando el chico les respondió lo abrazaron gozosamente. El cabecilla dijo a Nimlot:
- Gracias por devolver este hijo del desierto a la tierra de sus padres.
. Las gracias tendréis que dárselas a Hermodoro de Tebas, que es quien lo rescató.
El hostelero anunció que invitaba a todos a una colación. Durante la comida, Nimlot y los guías, flanqueados por Razés, recabaron de los blemios toda clase de informaciones acerca del estado de ánimo de las tribus del Mediodía, que eran las que habían protagonizado las últimas escaramuzas contra los imperiales. Los blemios, confiados en la condición sacerdotal de Nimlot, hicieron una detallada exposición del estado de las cosas en el mundo de los nómadas. Dada su actividad comercial, recibían informaciones de todas las partes, cosa indispensable, arguyeron, para asegurar su propia subsistencia como grupo mediador entre blemios y egipcios. Al cabo, Nimlot propuso que dos de ellos los acompañasen en su expedición hacia las montañas del Mediodía. Los blemios respondieron que le darían una respuesta antes de oscurecer. Seguidamente montaron en sus camellos y se marcharon.
- ¿Volverán? – preguntó Nimlot al hostelero.
- Podéis darlo por seguro. Han ido a consultar a sus jefes.
- Vaya trote!
- Lo hacen como si tal cosa. Pueden caminar veinte horas seguidas por el desierto sin comer ni beber, y llegan tan frescos.
A media tarde se había levantado un poco de viento de mar. Hacia el lado de mediodía se divisó una gran polvareda.
- Los blemios que regresan- anunció el hostelero.- Pero ahora son muchos más, y vienen a caballo.
Efectivamente, una cuadrilla de una docena de jinetes hizo irrupción en la vaguada del pozo. Descabalgaron, ataron los caballos a las higueras y se congregaron en círculo a cien pasos del hostal.
- Os aguardan- sugirió el hostelero.
Nimlot, acompañado por Razés, se dirigió hacia ellos calmosamente. Cuando se hubo acercado al grupo, los hombres se levantaron y lo saludaron con una profunda inclinación. El único de ellos que iba armado con un puñal en el cinto se dirigió a Nimlot en lengua egipcia:
- Nimlot, sacerdote de Tot, la familia de los Jibal te saluda y te da la bienvenida al país de los blemios.
- Que Isis, Osiris y Mandulis-Ra os bendigan- repuso Nimlot.
- Hemos sido informados de tu petición de que algunos de nuestros hombres os conduzcan al que vosotros denomináis desierto del Mediodía, que para nosotros es el desierto del Norte, a fin de encontrar a los príncipes de la nación blemia. No sabemos cuales son vuestras intenciones en esta expedición, pero confiamos en ti porque eres un sacerdote de nuestra religión. En la estación de Afrodito irán a tu encuentro gente nuestra que os guiarán por los caminos del desierto.
- Os lo agradezco muchísimo. Mis guías egipcios nos acompañan sólo hasta Afrodito. Para el resto del camino teníamos que confiar en los recuerdos inseguros de nuestro ahijado Razés.
- Explicadnos, por favor, quien este joven blemio y que hace con vosotros.
Nimlot narró con todo detalle el encuentro de Hermodoro con Razés en Etbó, como Hermodoro lo había redimido y como lo había dotado con una fuerte pensión para vivir e instruirse en Filas. El blemio escuchó atentamente y luego sostuvo con los suyos una larga discusión. Al cabo hicieron seña a Razés para que se acercase. El chico se puso en medio de ellos y fue respondiendo a sus preguntas. En un momento dado, Nimlot percibió con preocupación que la voz de Razés oscilaba entre la ira y la súplica. Al fin, el jefe de los blemios regresó cabe Nimlot y dijo:
- Este muchacho pertenece al pueblo blemio y tiene que venir con nosotros, que lo acompañaremos a su tribu.
Nimlot no pareció afectarse en absoluto.
- Lo que dices es justo. La intención de Hermodoro al emanciparlo no era otra más que devolverlo a los suyos. Lástima, sin embargo, del capital depositado para él en Filas. Los sacerdotes no querrán devolverlo a nadie más que a él, según las instrucciones de Hermodoro.
- ¿A cuanto asciende este capital?
- A doscientas piezas de oro.
El blemio dio un respingo y miró a Nimlot con incredulidad:
- ¿Doscientas…?
- Si, doscientas.
El blemio regresó a su grupo y sostuvieron una viva discusión, en la que Razés participaba cada ves más enérgicamente. Cuando pareció que habían llegado a un acuerdo, el jefe, acompañado por Razés, se acercó a Nimlot y declaró:
- Nimlot, te confiamos a Razés, de la familia de Sirit, para que te acompañe junto a su gente en las Montañas Esmeraldinas y para que, si los suyos así lo deciden, lo confíes a los sacerdotes de Filas a fin de que sea mantenido y educado y pueda regresar a su país llevando el resto de su capital.
- Ésta era la voluntad de Hermodoro y ésta será la mía- respondió Nimlot.
- Que los dioses te recompensen- concluyó el blemio.
El hostelero, que merodeaba por la arboleda, cuando comprobó que las negociaciones habían concluido, se aproximó para ofrecer a todos un refrigerio bajo los porches. Los blemios dijeron que les apremiaba partir a fin de que no se les echase la noche encima en el camino de regreso. Abrevaron a las bestias, trasegaron unos sorbos de agua, montaron en sus corceles y se lanzaron al trote hacia el desierto en medio de una gran polvareda.
Totmés y Tírsit, que lo habían observado todo desde los porches, se acercaron precipitadamente. Razés les espetó un “uf” tan estrepitoso que les hizo desternillarse de risa mientras lo abrazaban dando saltos.
- Por más blemio que sea, no quiero separarme de vosotros- exclamó Razés.- Sois mis amigos.
- Eres nuestro hermano- rectificó Totmés.
Aquella noche, en el hostal del Pozo de las Higueras se sirvió una cena de fiesta para celebrar la segunda liberación de Razés de las Esmeraldinas.
La etapa hasta Afrodito era corta y el camino muy hacedero. La expedición se puso en marcha a hora prima y sin prisas. La ruta discurría por el desierto entre escarpaduras rocosas. De vez en cuando atravesaban arroyadas abarrancadas casi siempre enjutas, que propiciaban una escuálida vegetación de aulagas y senes. Encontraron unos pastores con un rebaño de cabras desmedradas.
- No comprendo como se las arreglan para abrevarlas- comentó Nimlot.
- Ellos saben donde hallar agua- explicó Razés-, hay más de lo que parece.
A media tarde llegaron a la estación de Afrodito, en la encrucijada de la ruta de Edfú a Leucos Limen. Era un poblado con algunas casas de piedra y una veintena de tiendas de piel de camello. En el centro se alzaba la estructura abovedada del pozo, el agua del cual era accesible en una balsa muy bien construida. Palmeras datileras, sicomoros y senes medraban en el entorno, confiriendo al paraje un aspecto fresco y agradable. Medio estadio más lejos, junto a otro pozo, se divisaban los muros de un pequeño fortín.
Se instalaron en el hostal, que era grande y un poco descuidado. No sabían cuanto tiempo iban a demorarse, pues tenían que aguardar la llegada de los guías blemios para iniciar la verdadera travesía del desierto.
- Lo que hemos hecho hasta ahora es un paseo- sentenció Razés. Se alojaron todos en una pequeña estancia del primer piso, menos sucia de lo que temían. Mientras aguardaban la hora de la cena salieron a dar una vuelta por la población.
Al día siguiente, los guías de Coptos emprendieron el camino de regreso con todas las caballerías. Los cuatro expedicionarios permanecieron en Afrodito, atentos a las trochas que desde el sur confluían en la estación, por donde tenían que llegar sus nuevos guías. Pero durante aquel día no llegó nadie a Afrodito, ni del norte ni del sur.
Al día siguiente, al alborear, los despertó el relincho de un caballo.
- Son ellos! – exclamó Razés alborozado. Y, medio desnudo, agarrando su ropa, se precipitó al exterior. Los demás lo siguieron, un poco más arreglados.
Delante de la puerta del hostal encontraron una mujer y dos hombres con seis camellos y un caballo, negro y robusto. La mujer estaba ya parlamentando con Razés, que la presentó a los demás como la arrayaza; era ella la que montaba el caballo. Era alta y cenceña, con el rostro curtido por el sol y un pelo negro y abundante recogido en una trenza. Vestía un sayo de estameña de color oscuro y calzones de piel. Saludó a todos en correcta lengua egipcia y les anunció que al cabo de una hora emprenderían la ruta del desierto.
- ¿Qué tenemos que llevar?- preguntó Nimlot.
- Todo lo que quepa en las alforjas de vuestros camellos. Para provisiones y agua no tenéis que preocuparos, ya nos ocupamos nosotros.
Los expedicionarios regresaron a su habitación y comenzaron el repaso de la impedimenta. No había que olvidar, advirtió Nimlot, ni la ropa buena ni los regalos. El resto quedaría depositado en Afrodito y sería encaminado a Coptos con alguna caravana. Al cabo de media hora ya se hallaban ante la puerta del hostal con su equipo de travesía, que mereció la aprobación de la arrayaza. Nimlot arregló las cuentas con el hostalero y declaró que ya estaban dispuestos para partir. Los dos blemios ayudaron a los egipcios a montar en la silla de los camellos. Razés se las arreglaba solo. La arrayaza dio el último repaso a la comitiva, montó sobre su caballo, ensillado con una piel de oveja y emprendió la marcha.
La mujer iba delante. La seguía uno de los blemios a camello. Venían luego los expedicionarios, en un orden incierto, y cerraba la marcha el otro blemio.
Dejando a la izquierda el camino real, tomaron una trocha casi imperceptible que se adentraba por un desfiladero a pleno sur. La ruta se iba elevando hasta que atravesó un collado por encima de las peñas que cerraban la hoyada. Entonces descendieron abruptamente y marcharon por otro congosto, más desapacible que el anterior, hasta alcanzar otro collado. Y de esta manera, subiendo y bajando collados pedregosos, pasaron toda la jornada. Marchaban pausadamente, dejando que las bestias marcaran el ritmo. El sol resplandecía en un cielo sin nubes, pero no hacía calor.
A la puesta del sol llegaron a un vallejo alegrado por manchas de matorrales inesperadamente verdeantes. Se respiraba incluso una agradable humedad que no se sabía de donde venía, pues el torrente estaba completamente seco. La arrayaza dio orden de descabalgar, y se dispusieron a pasar la noche al raso, al arrimo de unos senes que ofrecerían algo de cobijo. Los dos blemios tomaron odres vacíos y se encaramaron por una pendiente rocosa, seguidos por Totmés y Razés como simples curiosos. Los hombres se metieron dentro de una caverna, seguidos por los chicos. En la penumbra fucilaban las claras aguas de un estanque. Con todo cuidado, para no enturbiar el agua, los blemios llenaron los odres y, ayudados por los chicos, los llevaron al campamento, donde dieron de beber a todos y abrevaron a los animales. La arrayaza, secundada por Tírsit, había encendido una hoguera de ramitas y estaba asando tasajos de tocino.
Mientras cenaban, la arrayaza, que se llamaba Laonara, y los otros blemios explicaron de donde venían, cuales eran sus tribus y que clase de servicio les habían solicitado los jefes de las Montañas Esmeraldinas. Los expedicionarios contaron también sus peripecias y expresaron sus esperanzas. El temor del presente y la angustia del futuro hermanaban a egipcios y blemios en aquel rincón perdido del desierto del Mar Rojo. Cuando el fuego se extinguió, cada uno se envolvió en su manto y se dispuso a pasar la noche bajo las estrellas. Hacía frío.
De madrugada, después de abrevar nuevamente a los animales y de tomar un bocado, volvieron a emprender la ruta. A la izquierda de su itinerario se iba dibujando el contorno azulado de unas montañas altas y escarpadas. La arrayaza explicó que el camino real de Coptos a Berenice pasaba por el otro lado de la cordillera, mientras que ellos se mantenían en la región que subía lentamente, de collado en collado, hasta la vertiente occidental de las Montañas Esmeraldinas, al pie de las cuales se hallaba la capital de los blemios del norte. Si todo iba bien, llegarían en cinco días.
La ruta seguía ascendiendo. Las subidas a los collados eran cada vez más largas, las bajadas cada vez más cortas. El país era rocoso, enjuto y yermo, pero los guías sabían encontrar agua cuando hacía falta. De vez en cuando, un rebaño de cabras o de camellos ponía de manifiesto que en aquella aparente desolación también era posible la vida. Así había sido desde hacía milenios.
Nimlot y los dos hermanos resistían bien las asperezas de la travesía. Razés estaba como pez en el agua, recordando sus tiempos de pastorcillo en las laderas de las Montañas Esmeraldinas, un poco más amenas, dijo, que los áridos parajes que recorrían. La arrayaza, consciente de que conducía gentes de la ribera del Nilo, moderaba las etapas y conseguía hacerlas incluso agradables.
Al atardecer llegaron a un aprisco abandonado y pudieron cobijarse para pasar la noche. Había leña seca y los guías alumbraron una gran hoguera, que les alegró las horas de la velada. Las provisiones que traían eran sobrias pero gustosas, y Laonara las administraba con generosidad. Aquella noche ofreció queso, olivas y rebanadas de pan de centeno tostado.
Al tercer día, a media mañana, atravesaron la antigua ruta de Edfú a Aristonis, una instalación medio abandonada. Se trataba de un itinerario ya muy poco transitado; los pozos estaban mal entretenidos y no había ninguna clase de cobijamiento ni de vigilancia. La utilizaban algunas veces las tribus del desierto para ir a comerciar a la ribera del Nilo.

A horcajadas en la cima de su camello, manso y ya amistoso, Tírsit dejaba vagar la mirada por el áspero paisaje del desierto. Desde que habían salido del templo de Tot de Tierra Adentro vivía en un mundo irreal en el que el pasado se había sobrepuesto al presente hasta convertir el presente en episodios desgajados y deslavazados. Este proceso de desvanecimiento de la realidad cotidiana se había iniciado dos años atrás, cuando ella y su hermano comenzaron a estudiar la lengua del Egipto faraónico. La percepción del entorno monumental y familiar del templo de Tot había ido dejando lugar a un universo imaginario en el que la historia del antiguo Egipto y de sus monumentos literarios constituía el entramado de la conciencia. El presente que captaba o adivinaba en las conversaciones de la Casa de Vida la atemorizaba y la impulsaba a refugiarse en brazos de su hermano y a sumergirse en las representaciones del pasado que inundaban su pensamiento. Este periplo por el Nilo y esta travesía por el desierto eran para ella un nuevo encuentro con el único Egipto que amaba y que le interesaba. Su padre había dicho que en este viaje participaban en unos acontecimientos que formarían parte de la historia de Egipto. Tírsit había acogido esta observación con toda naturalidad; ella hacía ya tiempo que se movía solamente entre los grandes momentos de la historia de Egipto. Ser ahora protagonista la henchía de emoción, pero no de sorpresa. ¿Acaso no eran ella y su hermano los últimos poseedores de la sabiduría del antiguo Egipto? El Egipto eterno viajaba con ellos por los pedregales del país de los blemios. Sin mengua de su simplicidad y de su candor todavía infantiles, Tírsit se sentía poseída por el espíritu del dios Tot, el forjador de la sabiduría y de las artes. La muchacha aceptaba sin afectación las muestras de veneración que le prodigaban los devotos egipcios, y ahora también los blemios. Tírsit, sonriente, juguetona y soñadora se sentía, más allá de todo, un poco divina.
Totmés cabalgaba al lado de Tírsit, pensativo y sereno, alternando ojeadas distraídas a los peñascos grises con miradas atentas a su hermana. Totmés gozaba con las experiencias de aquella cabalgada emocionante e insólita. Se encontraba recorriendo su amado país, tal como era. El pasado de Egipto le interesaba, ciertamente, y se había entregado con ardor al estudio de la lengua antigua. Pero su pensamiento se cernía sobre el Egipto de ahora y, angustiosamente, sobre el Egipto futuro. Totmés había escuchado con atención y había atesorado las conversaciones de sus padres con los visitantes del templo de Tot de Tierra adentro, y había sacado la entristecedora impresión de que la decadencia e incluso la extinción del Egipto que él representaba era inexorable. Entonces, barrenaba acerca de la inutilidad del esfuerzo suyo y de su hermana por preservar una brizna de la sabiduría antigua. Quizás no hacían otra cosa que prolongar la agonía de aquel cuerpo agotado. Ahora bien, si esto le desconcertaba, lo que le angustiaba era pensar en el destino de su hermana, ligado obviamente a su propio destino. ¿Sabría ella mantener la entereza de su espíritu a través de las incertidumbres del porvenir? Totmés se sentía fuerte y decidido para hacer frente a las dificultades que preveía, y al mismo tiempo constataba que Tírsit rechazaba mirar la realidad cara a cara y se empeñaba en refugiarse en las creaciones de su mente, de aquella inteligencia poderosa a la que tanto admiraba y que tanto le atemorizaba. El gran amor de Totmés, lo que constituía la finalidad de su vida, no era la preservación de la antigua sabiduría, a pesar de que le dedicaba todo el tiempo. Totmés amaba a su hermana, y este amor era su más profundo impulso vital. Su enamoramiento era completo, avasallador, vivía sólo para verla, para oirla, para tocarla. Estar con ella era su máxima felicidad, y fuerza era reconocer que era siempre feliz, pues los dos hermanos no se separaban ni de día ni de noche. Cuando Tírsit se dormía en sus brazos, como era su costumbre desde la infancia, Totmés se sentía el más feliz de los hombres, y daba gracias a los dioses por haberle concedido aquella compañera tan bella y tan inteligente. Totmés no se sentía en manera alguna vejado por la evidente superioridad intelectual de Tírsit; al contrario, aquella mente poderosa que siempre hallaba la respuesta adecuada lo llenaba de admiración y de encanto. Totmés pensaba que aquella muchacha tenía trazos divinos, y entonces se imaginaba a si mismo como sacerdote oficiante de aquella divinidad. Ahora, la diosa y él vagaban por el desierto sin saber exactamente lo que estaban haciendo. ¿Lo sabrían los demás dioses?
Al mediodía, caminando siempre hacia el sur, llegaron a un poblado de blemios, el primero que se hallaba viniendo del norte. Era un grupo de casas de piedra, pequeñas y bajas, rodeadas de tiendas de piel de camello. Un murete de cantos y barro, muy resquebrajado, lo rodeaba sin acabarlo de cerrar. El paraje era inesperadamente verdeante, con abundancia de palmeras datileras, acacias y sicomoros, entre los que se veían fucilar charcos de agua. Por los alrededores pacían rebaños de cabras y de camellos.
La arrayaza blemia se dirigió sin vacilar hacia una tienda mayor que las demás, desplegada bajo un palmeral. Descabalgó e hizo seña a los demás de que pusiesen pie a tierra.. Entonces salió de la tienda un hombre alto, de cabellos blancos, vestido con un sayo de lana de colores. Razés lanzó un grito y corrió a abrazarlo. El hombre, sin manifestar sorpresa alguna, lo estrechó en sus brazos mientras le acariciaba la mata de pelo. Al cabo, llevando a Razés cogido de la mano, avanzó hacia los recién llegados y los saludó:
- Bienvenidos a Rehur; estáis en el país de los blemios.
Nimlot respondió:
- Os saludamos y pedimos para vosotros las bendiciones de Isis, de Osiris y de Mandulis-Ra. ¿Este muchacho es de vuestra familia?
- La familia de Razés fue exterminada por los romanos. Yo soy el maestro profeta de su tribu, y me ocupé de su educación, Os doy las gracias por haberlo devuelto a su patria. Ahora, si os parece bien, id a la tienda de los huéspedes, descansad y luego conversaremos.
Nimlot, Tírsit y Totmés entraron en la tienda que se les indicó, espaciosa y adornada con alfombras y tapices de lana multicolor. Allí fueron recibidos por dos mujeres jóvenes que les invitaron a sentarse y les ofrecieron dátiles, galletas y leche fresca. Razés, en el entretanto, retozaba por la aldea acompañado por un enjambre de chicos y chicas embabiecados ante aquel blemio con estampa de romano.
A media tarde, el maestro profeta compareció en la tienda y tuvo una larga sentada con Nimlot y los dos hermanos. Al cabo de un rato, Razés, sudoroso y jadeante, se unió a la conversación.
El blemio hizo una descripción completa y detallada del país de los Blemios del Norte, de sus montañas, de sus valles, de sus recursos hídricos, de las comunicaciones, de la población y de las variantes lingüísticas. No abordó, sin embargo, ningún aspecto de la historia, ni antigua ni reciente.
. Esto- dijo- lo hablaréis con el príncipe que vais a encontrar al pie de las Montañas Esmeraldinas.
Nimlot y Totmés hicieron preguntas, que fueron contestadas con toda precisión. Tírsit, por su parte, se interesó por ciertos aspectos de la lengua: ¿Cómo hacían los subjuntivos? ¿Tenían conjugación prefija? ¿Tenían nombres para los peces? El blemio estaba pasmado:
- Pero…¿dónde has aprendido la lengua blemia?
- Razés me la ha ido enseñando sobre el camino -respondió la muchacha sin darle importancia.
Al anochecer, toda la población se congregó en una era central que hacía las veces de plaza y asaron dos cabritos, que sirvieron con hierbas del desierto. Después hubo cantos, danzas, rondallas y, como colofón, Razés desenvolvió la larga vara que tanto había intrigado a Tírsit y cantó dos canciones blemias. Al final, todos se pusieron en pie y Nimlot ofició un ritual nocturno en el transcurso del cual Tírsit y Totmés recitaron himnos en la lengua sagrada de los egipcios, que los blemios escucharon con los brazos alzados hacia la luna en creciente.
Un velo de misterio cubría aquella noche las vaguadas blemias de Rahur.

El día se levantó frío y luminoso. La expedición salió de madrugada. Todo el pueblo acudió a despedir a los viajeros. Laonara tuvo que limitar los presentes que la gente ofrecía, alegando que la ruta que les aguardaba era costanera, sin pozos, y que los camellos tenían que transportar agua para tres días.
El camino dejaba las trochas de los barrancos y se encaramaba por los senderos abruptos de las sierras que descendían de las Montañas Esmeraldinas al Valle del Nilo.
Tírsit y Razés cabalgaban uno al lado de otra. El chico la instruía pacientemente en la lengua blemia, en la que la escriba hacía grandes progresos. No paraban de hablar, aprovechando cualquier incidente del camino para hacer frases y discutir problemas gramaticales. Tírsit era una alumna muy exigente y pedía que se le diera razón de todo; el pobre Razés sudaba tinta para satisfacer su curiosidad, pero al cabo, recurriendo a las lecciones de egipcio y de griego recibidas en Filas, salió del trance con dignidad.
- Ningún romano ha pisado jamás esta tierra- comentó Leonara cuando, llegados a un collado, divisaron a lo lejos las neblinas del Valle del Nilo.- Y egipcios, muy pocos.
Trepando por laderas, atravesando collados y aprovechando los lechos secos de los arroyos, los expedicionarios llegaron al caer la tarde a un redil abandonado donde hicieron noche, acompañados por los aullidos de los chacales y por el silbido del viento en los peñascos.

En la madrugada siguiente, el tiempo seguía fresco y sereno. La ruta que emprendía la arrayaza era un sendero imperceptible, que, collado tras collado, iba ganando altura. Al mediodía, después de atravesar un peñascal de rocas graníticas, bajaron a una planicie que se extendía hacia el sudeste hasta perderse de vista. Debían de estar a mucha altura, pues el aire, en pleno día, era todavía fresco.
Cabalgaron por aquel desolado desierto hasta el atardecer. Cuando ya oscurecía, divisaron en un otero una hoguera, y a su lado dos tiendas de nómadas. La arrayaza hizo avanzar a uno de los hombres de la escolta, que habló con los acampados, y regresó diciendo que los nómadas ofrecían su fuego. Todos se acurrucaron alrededor de una magra hoguera de matorrales. Los recién llegados compartieron sus provisiones con los nómadas, que no tenían más pitanza que dátiles y un pedazo de queso duro como una piedra. No poseían ganado propio, y habían acudido a aquellos riscos a cazar serpientes venenosas para los hechiceros de Klina, que quedaba, dijeron, a seis horas de camino, al pie de las Montañas Esmeraldinas.
- Allá nos dirigimos - dijo la arrayaza.- Esperamos llegar al mediodía.
-¿Habéis cazado serpientes?- preguntó Totmés con curiosidad.
- Sólo cuatro- respondió uno de los nómadas.- Llegamos ayer por la noche y apenas si hemos puesto algunas trampas.
- ¿Dónde las tenéis?
- En un cesto, bien cubiertas de tierra, al lado de aquellas rocas. Si te acercas no las verás, pero oirás como silban.
Tírsit y Totmés se acercaron a la cesta de las serpientes. Razés dijo que ya había visto bastantes en su vida. Las fieras hacían un zumbido continuo, que se transformó en un agudo silbido cuando los hermanos se aproximaron.
-Vamos, vamos- exclamó Tírsit asustada, agarrándose al brazo de su hermano.- En Schmoun ya no hay fieras así.
- Es verdad, los cazadores tienen que ir muy lejos en el desierto para encontrarlas.
-¿Tú ves algo sagrado en estos animales, Totmés?
- No, yo no, ¿y tú?
- Yo tampoco.
Y fueron a acostarse al lado de Razés, que ya dormía envuelto en su capa.

Los nómadas indicaron a la arrayaza la ruta más hacedera para llegar a Klina. Se trataba de seguir por las cumbres, que eran más pasadoras que los barrancos, y, una vez alcanzados los riscos que rodean la población, bajar a pico por un sendero marcado con piedras.
La jornada fue tranquila, casi descansada. Los camellos y los caballos habían podido abrevarse en un charco que formaba el agua que se escurría por entre las rocas graníticas dentro de una cueva. Lucía el sol, pero un aire fresco moderaba el calor. A mediodía, cuando ya estaban seguros de llegar en breve a Klina, se concedieron una ración extraordinaria para agotar las últimas provisiones. Hubo también para los animales.
A media tarde alcanzaron el borde de la última sierra y se asomaron a los despeñaderos que medio rodeaban la llanura, fértil y verdeante, en la que se extendía el poblado de Klina, una ciudad de tiendas de campaña con una ciudadela en el centro, rodeada por una muralla. La arrayaza los guió sin vacilar hacia el sendero que serpenteaba en medio del roquedo, y ordenó que todos descabalgasen, pues la pendiente era muy pronunciada.
Cuando se hallaban a mitad del descenso, sobre una cornisa pizarrosa, la arrayaza invitó a los expedicionarios a quitarse los trajes de travesía y ponerse sus atavíos. A todos extrañó un poco, pues faltaba aún un buen trecho para el poblado, pero nadie rechistó, e hicieron la muda en un santiamén. Cuando prosiguieron la bajada, la comitiva parecía una procesión, Nimlot con su túnica de lino blanco inmaculado, los dos escribas con sus sayos de hilo verde y Razés con su indumentaria de ciudadano romano.
Cuando llegaron al pie del despeñadero vieron un pelotón de hombres a caballo que les salía al encuentro al galope con las espadas desenvainadas. Nimlot lanzó una mirada inquisitiva hacia la arrayaza, pero ésta le sonrió moviendo la cabeza con sosiego. Llegados a donde los expedicionarios los aguardaban inmóviles, se dividieron en dos alas y los rodearon completamente. Entonces descabalgaron y envainaros las espadas. El que los mandaba avanzó unos pasos, se detuvo delante del grupo y los escudriñó en silencio. Al cabo, alzó un brazo y gritó fuertemente en lengua blemia:
- En nombre del Príncipe de los Blemios del Norte, os doy la bienvenida a la villa de Klina de las Esmeraldinas.
Entonces, antes de que nadie atinara a detenerla, Tírsit se hizo adelante y, alzando los brazos, pronunció en pura lengua blemia:
- Que nuestra madre Isis bendiga la tierra de los blemios y a todos sus habitantes!
El jefe del pelotón quedó tan asombrado que no acertó a responder. Sus hombres prorrumpieron en gritos de alegría y de bienvenida, y rompiendo todas las formalidades se precipitaron hacia Totmés y Tírsit y les besaron los bajos de los sayos, mientras Razés, enardecido, clamaba:
- Hermanos, tenéis entre vosotros a los escribas del templo de Tot de Tierra Adentro!
Cuando se calmó el alboroto, Nimlot pidió a Laonara reemprender la marcha hacia el poblado, del que les separaba todavía media hora de camino. Una parte de la tropa montó a caballo y galopó camino adelante, mientras el resto permaneció para escoltar a los expedicionarios.
Cuando alcanzaron las primeras tiendas de la aglomeración encontraron una multitud que los aguardaba con la chiquillería al frente. Dos mujeres jóvenes con el pelo negro y suelto les ofrecieron agua en vasos de barro. Los niños y las niñas se acercaron a Totmés y Tírsit para abrazarlos y besarlos. Los dos escribas entraron en la villa de los blemios con un pequeño blemio en cada mano.
El jefe del pelotón, sin impacientarse, los fue conduciendo por entre las calles que se abrían entre las tiendas, anchas y limpias. Cuando atravesaron las puertas de la ciudadela, los vecinos los dejaron y se hallaron solos en un amplio vial empedrado que subía hacia un edificio almenado. Iban Nimlot, los tres jóvenes y la arrayaza, conducidos por el jefe del pelotón. La escolta de blemios que los había acompañado por el alfoz había desaparecido. Cuando llegaron al pie de la escalinata que subía hasta la puerta del castillo les salió al encuentro un hombre con veste militar brillante y fastuosa. El militar habló con el jefe del pelotón y con la arrayaza, y seguidamente se dirigió a Nimlot y lo saludó respetuosamente en lengua egipcia. Después saludó a los dos escribas y, poniendo las manos afectuosamente sobre los hombros de Razés, le habló en lengua blemia. Entonces les invitó a entrar en la fortaleza.
Se trataba de un edificio de modestas dimensiones, construido alrededor de un patio central porticado. El introductor los condujo a un ala del claustro en la que se abrían varias puertas bajas y les signó una hilera de habitaciones, indicándoles que al día siguiente por la mañana serían recibidos por el Príncipe de los Blemios del Norte, y que en el entretanto podían moverse libremente por toda la villa. Las comidas serían servidas en un refectorio contiguo a las habitaciones, donde encontrarían a otros huéspedes.
Los viajeros, fatigados por tantos días de camino por el desierto, renunciaron al paseo urbano y permanecieron en el castillo, alternando con otros forasteros alojados en el recinto.

Al día siguiente, Nimlot y los tres jóvenes fueron recibidos sin ceremonias por el Príncipe de los Blemios del Norte. Era un hombre de media edad, alto, robusto, con unos cabellos negrísimos que le rozaban los hombros. Iba vestido con una túnica corta de lana gris con cinturón de cuero y calzaba sandalias también de cuero. Al cuello, colgada con una gruesa cadena de plata, lucía una imponente esmeralda.
Después de los saludos rituales en lengua egipcia, el Príncipe les interrogó acerca de la travesía y de sus incidencias. Seguidamente se interesó por el arte de los dos escribas, y escuchó fascinado las explicaciones de Tírsit y Totmés.
- Si todos los egipcios fueran como vosotros!- exclamó al fin-. Cuanta sangre y cuanto sufrimiento nos hubiéramos ahorrado!
- Lamentablemente- dijo Nimlot- blemios y egipcios han sido siempre malos vecinos. Y no es porque faltaran tierras…
- Nosotros hemos sido siempre gente del desierto y nunca hemos pretendido invadir las regiones del valle. Pero tenemos necesidad del agua del Nilo, de las fuentes y de los pozos, y los egipcios nos han impedido el acceso. Por esto hemos tenido que guerrear.
- A pesar de estas discordias, egipcios y blemios hemos estado siempre en contacto. Al fin y al cabo, veneramos los mismos dioses, comenzando por la Gran Madre.
- Que su nombre sea bendito. Si, es cierto que la profesión de la misma religión nos ha acercado a los egipcios. Los reyes griegos de Egipto, que no guardaban hacia nosotros el rencor de los antiguos pobladores del valle, se avinieron a firmar tratados. Abrieron rutas a través del desierto, bien provistas de pozos. Esto ha facilitado los contactos y el comercio, y nos ha favorecido. Los romanos, al principio, siguieron la misma política. Hubo guerras, ciertamente, pero en la mayoría de casos se trataba de que un bando del imperio nos alquilaba para luchar contra el otro bando. A esto le llamaban una guerra civil.
- Bien mirado- observó Nimlot-, con los griegos y con los romanos los blemios han gozado de mayor libertad que los mismos egipcios. Nosotros somos un pueblo sometido desde hace ochocientos años.
- Esta libertad nos la hemos ganado, y nos ha costado muy cara. El Valle del Nilo rebosa de esclavos blemios cautivados por las tropas imperiales y hasta por los simples cazadores de esclavos. No todos tienen la suerte que ha tenido Razés.
- Tú, Príncipe, Razés y nosotros estamos unidos por la pertenencia a la misma familia de adoradores de los dioses de esta tierra. Nuestro común enemigo es ahora el imperio cristiano.
- Si, pero vosotros venís ahora a negociar en nombre de este imperio…
- No es exactamente así- exclamó Nimlot con vehemencia-. Las negociaciones las tendréis que hacer con los enviados del Dux en el lugar que señalaréis. Si nosotros hemos aceptado acudir al país de los blemios es para convenceros de que un tratado de paz entre los blemios y el imperio romano puede redundar en ventajas para la causa de la antigua religión en Egipto.
- El Dux Maximino también sabe esto. No ha querido arriesgarse a un fracaso y os ha enviado para sondear nuestras intenciones.
- El Dux Maximino es un hombre respetuosos con la antigua religión de los griegos, que en Egipto se asimila a la nuestra y a la vuestra.
- ¿Qué ha hecho Maximino en favor de la religión de los egipcios?
- No lo han designado para esto. El gobierno de Egipto lo lleva el prefecto augustal de Alejandría. Maximino ha sido enviado exclusivamente para negociar la paz con los blemios.
- ¿Por donde se agarra esto de la paz con los blemios?
- Ellos, en su lengua bárbara de Italia, le dicen "pax perpetua", que significa paz para siempre.
- Esto no tiene sentido. Nosotros no podemos asumir compromisos en nombre de nuestros hijos y de nuestros nietos.
- Es una manera de hablar…
- Mi manera de hablar es bien clara. Nosotros podríamos llegar a confiar en el Dux Maximino, pero no sabemos si podremos confiar en su sucesor, que probablemente será un cristiano intolerante. Entonces, podemos asumir un compromiso que será firme mientras Maximino sea Dux de las Dos Tebaidas. Después habrá que negociar un nuevo tratado con su sucesor.
- Todo esto rebasa los límites de mi misión, Príncipe. Yo he venido de parte del Dux Maximino, no del rey de los romanos.
- Ya lo comprendo, Nimlot, y te estoy muy agradecido en nombre de mi pueblo.
-Tu pueblo, Príncipe, ¿se extiende hasta el país de los Blemios del Sur?
El Príncipe sonrió:
- La pregunta es algo capciosa, Nimlot. Mira, yo sé que soy el Príncipe de todos los blemios, a condición, sin embargo, de que no me lo pregunten. Ya sabes que los problemas de los Blemios del Sur no son los mismos que los de los Blemios del Norte. Nosotros nos enfrentamos con el Imperio Romano, y ellos se enfrentan con los nubios. Y ahora el imperio ayuda a los nubios. ¿Sabes por qué?
- Pues, no…
- Porque la religión cristiana está avanzando entre los nubios. El obispo de Síene y los monjes de la Alta Tebaida envían una misión tras otra a las ciudades nubias del Nilo. Están convirtiendo a pueblos enteros. Al cabo los nubios dejarán de ser una amenaza militar para el Imperio Romano, y sólo quedaremos los blemios.
- Esto abunda en favor de una paz pactada, Príncipe.
- Volvamos a esta paz. ¿Has hablado de ello personalmente con el Dux Maximino?
- No. Quien ha hablado con él es Hermodoro de Tebas, de quien ya habrás oído hablar.
- Hermodoro! Es un gran amigo de los blemios.
- Y uno de los puntales de nuestra religión en el imperio.
- ¿Y de qué han hablado Hermodoro y Maximino?
- Ante todo, de los caminos. Con la paz, todas las rutas del desierto entre el Valle del Nilo y el Mar Rojo estarán abiertas para los blemios.
- Escucha: quienes tienen problemas para transitar por estas rutas son los romanos, no los blemios.
- Bien, pero las podréis utilizar para el comercio, y esto sin duda os favorecerá.
- Puede que tengas razón. ¿Qué más?
- El agua. Los blemios tendrán acceso al Nilo y a todas las corrientes de agua para abrevar el ganado.
- Hace miles de años que exigimos esto. El Nilo es de todos, pero primero los egipcios, luego los griegos y ahora los romanos nos han impedido el acceso.
- En el Nilo hay agua para todos, y todavía llegará mucha al mar.
- Caminos y agua. Muy bien. Pero tú, Nimlot, no te has lanzado a los caminos del desierto para hablarme de rutas y de ríos.
- Ya lo has comprendido. El capítulo principal del tratado se referiría a la libertad para los blemios de practicar su religión, tanto en sus territorios, evidentemente, como en las ciudades de la orilla del Nilo que el imperio considera que se hallan dentro de sus fronteras, y en particular Filas.
- ¿Habrá garantías absolutas para el culto de la antigua religión en Filas?
- Absolutas. Filas y su entorno serán un dominio de los sacerdotes de Isis.
- Bien. Ahora escúchame con atención. Ya sabes que cada año, desde tiempo inmemorial, en el mes de Paope, los blemios y los nubios del Alto Valle del Nilo bajan a Filas, recogen la estatua de la diosa y la llevan procesionalmente a las ciudades del sur. Al cabo de un mes la devuelven a Filas. El tratado tendrá que ofrecer garantías acerca de la preservación de esta costumbre con todos sus rituales.
- Maximino y Hermodoro hablaron expresamente de este asunto. Hermodoro ha asistido al último linatep en Filas y ha discutido las opciones con los sacerdotes de Filas.
El Príncipe se recostó en su diván y suspiró. Después de un largo silencio, dijo:
- Tú eres sacerdote de la antigua religión, Nimlot, y has demostrado ser amigo del pueblo blemio. Dime sinceramente: ¿qué piensas de todo esto?
Nimlot meditó unos momentos y al fin dijo:
- Hermodoro pensaba, y estoy de acuerdo, que el meollo de este asunto es Filas. Si los imperiales respetan sin reservas y sin subterfugios el ejercicio de nuestra religión en Filas, permitiendo el acceso tanto a los blemios y nubios como a los egipcios, darán pruebas de su buena fe, y los demás problemas se allanarán por sí mismos. Los blemios dejarán de atacar a los romanos, y si los blemios deponen las armas, la población de las riberas del Nilo no pondrá obstáculos a vuestro acceso al agua. Filas será la piedra de toque.
- Lo que dices es muy sensato. Lo tendré en cuenta cuando convoque al consejo de ancianos para tomar la decisión de enviar embajadores a Maximino.

Tírsit, Totmés y Razés habían escuchado la conversación inmóviles como estatuas. Tenían conciencia de estar asistiendo a un acontecimiento histórico, y sabían que también a ellos les correspondía un pequeño papel en la construcción de un futuro mejor para blemios y egipcios. El Príncipe, después de sus últimas palabras, se volvió afablemente hacia los jóvenes y dijo en lengua blemia:
- Esta muchacha habla perfectamente nuestra lengua…
Tírsit se apresuró a responder:
- Qué más quisiera que hablarla bien! Es una lengua muy bella, y estoy haciendo muchos esfuerzos para aprenderla.
- Quédate una temporada con nosotros y la aprenderás perfectamente. Serás Gran Huésped del principado, y podrías enseñar la lengua sagrada a alguno de nuestros escribas.
- De veras que me gustaría, pero mi hermano y yo estamos estudiando todavía la lengua antigua bajo la dirección de Pinedjem. Tenemos que regresar a Hermópolis para seguir trabajando.
- Lo comprendo, lo comprendo, pero prométeme que, más adelante, si hay ocasión, volveréis a visitarnos y nos instruiréis en la sabiduría de los antiguos egipcios.
- Te lo prometo de todo corazón, Príncipe.
Razés no pudo contenerse y exclamó:
- Príncipe, yo quiero ir con ellos a Hermópolis para aprender la lengua antigua.
El Príncipe clavó sus ojos en el muchacho y respondió con fingida severidad:
- Tú, lo que vas a hacer es regresar en seguida a Filas para aprender bien el egipcio y el griego. Después, llegado el momento, irás a Alejandría a estudiar retórica y filosofía. Nuestra nación necesita hombres cultos para dialogar con los romanos, y tú serás uno de estos hombres.
Razés, sin aliento, se refugió detrás de sus amigos, que, por su parte, abundaron en las palabras del Príncipe. Éste dio por terminada la audiencia e invitó a los huéspedes a una comida con sus consejeros y su familia.

La estancia de los huéspedes en Klina de las Esmeraldinas se prolongó todavía una semana, durante la cual pudieron tomar contacto con todos los estamentos de la villa. Todo el mundo quería conocer a los dos escribas del templo de Tot de Tierra Adentro, cuya leyenda corría por todos los pueblos y todos los campamentos de los blemios. Nimlot oficiaba diariamente los cultos matinal y vespertino en la gran tienda que servía de templo, magníficamente decorada y presidida por una estatua de Isis negra amamantando a Horus. Un día entero se empleó en la visita a la más próxima mina de esmeraldas, a cuatro horas de camino. Tírsit agotaba un frenético programa de aprendizaje del blemio, instruida por un escriba que dominaba el griego y el egipcio y del que no se separaba en todo el día. Una turba de chicos y chicas se disputaban a Totmés y a Razés para iniciarlos en los diferentes aspectos de la vida en el desierto. Y en el entretanto, la idea de la paz se iba abriendo camino.
Al cabo de una semana, ya a fines del mes de Tobe, los cuatro expedicionarios emprendieron el camino de regreso al Valle del Nilo. Los guió nuevamente Laonara, que era una de las mejores conocedoras de las rutas del desierto. Fueron a encontrar el camino de Aristonis a Edfú, poco frecuentado pero bien conocido por los blemios. En cuatro días, sin incidentes, llegaron a Edfú. Turi, advertido por los blemios, los aguardaba ya con el Rois aparejado. Nimlot, Totmés y Tírsit embarcaron hacia el norte, con idea de hacer alto en Ptolemáis para entrevistarse con el Dux Maximino y proseguir luego hacia Tkou. Razés, a regañadientes pero resignado, se embarcó en una gabarra que hacía el periplo de Síene, desde donde seguiría por tierra hasta Filas.

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