viernes, 29 de diciembre de 2006

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
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HETH
8

De San Juan de Ortega a Burgos

La ruta santiaguesa, al abordar los Montes de Oca, se fue desjuntando en diversos itinerarios al filo de las necesidades de los peregrinantes. Los que no querían o no podían atravesar el puerto con sus vastos robledales rodeaban la masa montañosa por Arlanzón e Ibeas de Juarros. En Arlanzón, in strata publica peregrinorum según un documento de Alfonso VIII, hubo varios hospitales. Poco antes de Ibeas de Juarros se levantó una importante fundación hospitalaria de canónigos regulares, Santa María de Villalbura.
Desde el Alto de la Pedraja, donde se levantaba el hospital de Valdefuentes, los peregrinos podían uncirse al itinerario anterior por Santovenia y Zalduendo, que es el recorrido de la actual carretera de Burgos.
Los que habían optado por ir a gozar de la hospitalidad de San Juan de Ortega podían alcanzar Burgos por varios itinerarios. Desde San Juan se pasaba a Barrios de Colina y de aquí, por Olmos de Atapuerca y Rubena, se llegaba a Villafría, ya en las afueras de Burgos. Otra ruta pasaba por Agés y Atapuerca, uniéndose a la anterior en Olmos de Atapuerca. Los hodiernos curadores del Camino han optado por retornar a la strata publica peregrinorum, aparejando una pista-sirga junto a la carretera nacional 120, desde el cruce de Santovenia hasta Burgos. El peregrino del Codex Callixtinus tomó el camino más recto a través de las montañas, por Cardeñuela, que es el itinerario señalizado. Nuestros caminantes siguieron esta ruta.
El día amaneció húmedo y mortecino. Ya no llovía, pero el cielo, vestido de cierzos, presagiaba cualquier cosa. Los huéspedes del refugio fueron abandonando con pesar la acogedora cocina del párroco, olorosa de café. Los caminantes, pasada revista al gremio peregrinante, declinaron compañía y se adentraron solos por el bosque hacia Agés, que dista tres kilómetros y medio de San Juan. A la media hora atravesaron la llamada Trinchera del Inglés (un hoyo en el trazado de un ferrocarril que no llegó a construirse) y siguieron por una ancha pradera que la devoción ha jalonado con algunas cruces. A la izquierda se halla la ermita de la Virgen del Rebollo. El camino desciende luego hasta Agés, pueblecito apacible que no ofrece servicio alguno al andariego. Hasta Atapuerca se sigue por la carreterita local. A la izquierda aparece el antiguo puente sobre el río Vena, construido por San Juan de Ortega.
Atapuerca tiene tienda y mesón, donde se puede comer. El pueblo se ha hecho famoso por su importante yacimiento prehistórico, excavado por estudiosos de varias universidades españolas. Los excavadores sostienen que la sierra de Atapuerca fue ocupada por hombres o por homínidos hace más de un millón de años. Han exhumado restos del denominado por ellos "Homo antecessor", y sostienen haber hallado rastros de uso de instrumentos en estratos todavía anteriores.
El camino marcado arranca de la parte alta del pueblo. Asciende por una senda pedregosa. Pronto se adentra en un polígono militar rodeado de alambradas. La instalación no suele utilizarse por esta parte; de hecho los portillones están permanentemente abiertos. Tras un cuarto de hora de cuesta, caminando entre un bosque de encinas más bien clareado, se alcanza un alto. Se sigue por un altozano desolado teniendo a la derecha la cumbre de la montaña donde campea una enorme antena telefónica, y se inicia el descenso hacia la almarcha de Cardeñuela, que se alcanza en media hora, entrando por la carretera de Villalval. En todo este recorrido hay que estar muy atento a las señales, pues el camino no es más que un sendero con piel de piedra de monte que se pierde en las praderas. Otro sendero, igual de perdedor, sigue por el monte hasta Orbaneja.
En Cardeñuela los caminantes repusieron fuerzas en un mesón en el que la amabilidad de la mesonera suplía la parvedad de la oferta. Llevaban ya tres horas de andadura y quedaban otras tres bien cumplidas hasta el centro de Burgos. Por la carreterita local, llaneante y tranquila, llegaron a Orbaneja en media hora. La carretera sigue el valle del río Pico, medianamente frondoso: álamos, chopos, olmos, acacias. En Orbaneja hay bar, junto a la carretera. A medio kilómetro del pueblo un puente sobre la autopista A-1 representa la primera toma de la fastidiosa serie de alzaduras suburbiales que jalonan los seis kilómetros que faltan hasta Burgos. Media hora después del puente se pasa a rozar de los muros de una gran instalación militar, se atraviesa la vía del ferrocarril y se alcanza Villafría por la parte antigua.
Villafría está sobre la carretera nacional I y se halla unida a Burgos por una serie ininterrumpida de polígonos industriales. A la carretera se abren media docena de restaurantes y hoteles. Nuestros caminantes, considerando las ventajas de un moderado enturbiamiento de la sensibilidad para pernear una carretera de gran tráfico, entraron en un mesón y trasegaron entre los dos una botella de clarete fresco de Rueda , acompañado de tapas en mera función de sostenimiento. Y todo de pie, acodados al mostrador, pues, como solía justificar el Caminante mayor, que hacía dos días que no latinizaba, de torrente in via bibet, propterea exaltabit caput ("bebió del torrente sin agacharse, por lo cual va con la cabeza alta").
La carretera tiene buen arcén. Media hora después de Villafría comienzan las amplias avenidas de la ciudad. Los Caminantes se detuvieron para visitar la iglesia gótica de Santa María la Real y Antigua de Gamonal, que fue catedral cuando la sede del obispado se trasladó de Oca a Burgos. Poco después, en el paraje urbano llamado Molino de Capiscol, donde hubo un hospital de peregrinos, se juntan la ruta que procede de Ibeas y la antigua proveniente de Bayona.
Al acercarse al centro de la ciudad dejaron la carretera, a la sazón ya calle de Vitoria, y por la calle Covadonga alcanzaron el camino, luego calle, de los Calzados, que desemboca al pie de la muralla, en la plaza donde se alzan las ruinas del monasterio de San Juán y la capilla de San Lesmes, es decir, de San Adelelmo. Salvaron el foso, que en realidad es el arroyo Pico o Vena, por un puentecillo medieval y entraron en la ciudad vieja por el Arco de San Juán. Pasaron por delante de las iglesias góticas de San Gil y de San Esteban para ir a reposarse unos minutos en la parte alta de la plaza de la catedral. Seguidamente abordaron una de las callejuelas que suben al castillo. A las dos de la tarde, sudurosos y polvorientos, los caminantes traspusieron el amplio portal de la cayena del Sodalicio en Burgos, en el entorno de la catedral.
Ocupaba la residencia, que tenía la categoría de albergue de paso, una vetusta casa hidalga en un callejón que asciende hacia el seminario (en el que se halla un excelente refugio de peregrinos). El edificio había decaído grandemente. Fue almacén de granos y luego pobrísima casa de vecinos. El Sodalicio la reconstruyó de arriba a abajo, haciendo aflorar sus muchas piedras nobles. Cuando hospedó a nuestros viandantes presentaba un agradable aspecto, realzado por las largas hileras de tiestos con flores que se alineaban en los anchos balcones. Tenía planta, dos pisos y buhardillas a los cuatro vientos, amén de un patio trasero acondicionado como jardín. Podía alojar cuarenta huéspedes en habitaciones individuales o dobles. Había un refectorio, un aula de gran capacidad, un aula pequeña y una biblioteca. Los caminantes fueron recibidos por la Magistra Domus, danesa de nación, la cual, apercibido que se hubo de su estado psicosomático, sugirió la secuencia ducha - almuerzo - siesta, plan que fue acatado con obediencia perinde ac cadaver por los recién llegados.

Someramente aseados, puesto que les urgían otros apremios, los recién llegados se sentaron a la mesa con otros doce caminantes, siete mujeres y cinco hombres. La regenta les felicitó por su buena estrella, pues habían recalado en el albergue justo en el día en que la dieta recuperaba la sopa castellana, proscrita en los meses cálidos. A la sopa siguió un principio de cangrejos de río en salsa de tomate picante. Para instrucción de caminantes ignaros, la Magistra pasó aviso de que los bichos se agarraban con los dedos y se chupaban sin escrúpulos estéticos. Los comensales se aplicaron al negocio con gran algazara, incrementada por incesantes tientos al vino blanco de Rueda. El postre de yemas pasó sin pena ni gloria, pues la mayoría prefirió regar la sobremesa con un postrer vaso de vino. Mientras departían animadamente, la puerta del refectorio de abrió de golpe y una pelota de goma la atravesó dirigiéndose rauda hacia la última botella de vino que quedaba sobre la mesa, volcándola. Detrás de la pelota hizo desenfadado ingreso un zagal rubicundo que inició la delicada maniobra de recuperar el proyectil de encima de los manteles empapados. Detrás del zagal entró una jovencita a la que Ramón Forteza reconoció rápidamente. Todos los comensales se pusieron de pie, al tiempo que la mocita , balbuceando una excusa, agarraba al mozalbete por un brazo y lo sacaba del refectorio aferrado a su pelota. La tertulia se disolvió sin más, y los que habían venido de camino se retiraron para descansar, quedando todos emplazados para una sesión vespertina.
Ramón Forteza estaba desvelado. La jornada desde San Juan de Ortega no había sido agobiante y la comida, a fuer de bien cocinada, muy pasadera. Después de varios intentos desistió de conciliar el sueño, se levantó, calzó unas pargas que halló dispuestas al pie de la cama y se fue a fisgonear por el caserón. En los corredores era todo silencio. De puntillas, para no despertar a los sesteantes, bajó a la primera planta y exploró el salón estudio y la cocina. En el salón descubrió un clavicordio y varios atriles, y un armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Había también estanterías abarrotadas de libros, una larga mesa de lectura y dos sillones de cuero junto a un ventanal. Pero la mayor parte de la estancia estaba ocupada por tres hileras de macizos bancos de madera con almohadillas de raso rojo, dispuestos en semicírculo en torno a una gran chimenea.
Atravesando el refectorio se dirigió a la cocina, a la sazón desierta. Era una estancia espaciosa, iluminada por dos ventanales y un balcón que daba a un patio interior. Los muros estaban azulejados con alboaires de colores sobrios, como si de una capilla se tratara. Una mesa, de patas cortas y sólida cencha, arrimada a una de las paredes, mostraba a las claras estar destinada a los niños.
Renunciando a levantar la trampilla que llevaba al sótano, probablemente bodega, el caminante retornó al zaguán y subió sigilosamente por la escalera de baldosas. A la altura del primer piso se detuvo y echó una ojeada al holgado corredor que arrancaba del descansillo, con puertas a un lado y ventanas al otro. Las puertas eran de doble hoja y de madera pintada. Ramón Forteza avanzó sigilosamente hacia el fondo del pasadizo, donde una vidriera de colores claros tamizaba la luz posmeridiana. Al pasar junto a una de las puertas advirtió que estaba entreabierta. Lanzado ya al fisgoneo, no tuvo reparo en empujar suavemente una de las hojas hasta que pudo ver el interior de la estancia, tenuemente iluminada por una ventana con cortinajes. La pieza, totalmente horra de muebles, estaba enlosada con mármol agrisado. En el centro, sobre las puras losas, yacía Blanca, tranquilamente dormida con la cabeza apoyada en un brazo. Su negra cabellera se desparramaba por el suelo brillante. Vestía una túnica blanca que la cubría hasta los pies. Ramón Forteza la contempló unos instantes y a continuación volvió a cerrar la puerta, y con redoblado sigilo regresó a su celda en el segundo piso. Allí se sentó junto a la ventana y meditó largamente.
Mediada la tarde los dos caminantes salieron a pasear por la ciudad sin empeño arqueológico alguno, pues la tenían ambos harto conocida. Por una especie de connaturalidad se acercaron a los monumentos que hacen de Burgos una etapa principal en la ruta jacobea.
Burgos pasa actualmente por ciudad antigua, pero el impulso de su crecimiento le vino de ser ciudad nueva frente a las vetustas urbes visigóticas. En el transcurso del siglo XI, el modesto poblado que desde el año 884 se aglomeraba entorno al castillo experimentó dos fuertes estirones. Por una parte, comenzó a transitar por la ciudad el flujo de peregrinos que tomaba la nueva calzada jacobea de Nájera y Montes de Oca, acondicionada por Sancho el Mayor de Navarra. Por otra parte, la rápida expansión del reino castellano transformó el lugar en una capital política y religiosa de clara orientación renovadora y europeísta. Burgos era la urbe más importante que encontraban los peregrinos entre los Pirineos y Santiago. Ciudad de consciente vocación santiaguesa, llegó a contar con una treintena de hospitales para la acogida de caminantes. De uno de ellos, el Hospital del Rey, dice el peregrino Laffi que "puede albergar a dos mil personas e imparten a los peregrinos gran caridad y les dan un trato muy bueno en la comida y en la cama".
Al atardecer, los huéspedes del albergue del Sodalicio se reunieron en el gran salón, aderezado para sesión académica. Acudieron también algunos vecinos, mujeres y hombres. Todos hallaron holgado acómodo en los bancos que rodeaban una mesa colocada delante de la chimenea. La iluminación, indirecta y difusa, confería a la estancia una atmósfera de recogimiento.
El Mair introdujo la sesión. Se trataba, explicó, de una lección ordinaria del albergue del Sodalicio de Burgos, destinada a la instrucción de los sodales que pernoctaban en la ciudad. La lección estaba abierta a vecinos del lugar, conocidos y simpatizantes.
La Lectio versaba sobre las sociedades de libres constructores. La impartía un caminante mayor con cargo de Garante de Amistad (denominación, aclaró por mor de los profanos, tomada en préstamo a la masonería). El conferenciante explicó que en la Edad Media el Sodalicio se amparó en las sociedades de libres constructores para zafarse de la represión eclesiástica. Una de las costumbres más relevantes de la libre construcción era la peregrinación profesional. El compañero recorría el país durante varios años, ejerciendo su profesión y residiendo en los talleres anejos a las grandes obras, talleres llamados "cayennes" en Francia. Una cayena era un albergue con funciones de academia profesional. El conjunto estaba integrado por una hospedería, una escuela y los talleres. La cayena estaba gobernada por una "madre". Los compañeros itinerantes residían en la cayena durante todo el tiempo de su contrato de trabajo edilicio. Luego pasaban a otra ciudad, y de esta guisa recorrían el país entero en el espacio de unos pocos años.
Durante el receso que siguió a la primera parte de la Lectio, la Magistra Domus procedió a un pequeño cambio en la disposición del mobiliario de la sala. Apartó dos de los bancos de la primera fila para crear un espacio libre en el cual extendió una alfombra de colores apagados. Seguidamente acarreó un sillón tapizado de rojo y lo colocó en el centro de la alfombra. Por fin distribuyó media docena de cojines en torno al sillón.
Al punto sonó una campanilla y se reanudó la sesión. Cuando todos habían tomado asiento, se abrió la puerta que comunicaba con el refectorio y entró en el salón Blanca, la impertérrita durmiente sobre suelos de mármol; la acompañaban cuatro niñas y dos niños, vestidos todos con túnicas verde claro. La asamblea se puso en pie mientras, con paso rápido y seguro, la doncella se dirigía hacia el sitial y tomaba asiento, recogiéndose la amplia falda. Sus acompañantes se acurrucaron sobre los cojines a su alrededor y los presentes volvieron a sentarse. El conferenciante dio comienzo a la segunda parte de su Lectio, que consistió en una pormenorizada descripción de los caracteres de "La flauta mágica" de Mozart y Schikaneder, seguida de la elucidación de su simbolismo gnóstico recogido por los libres constructores.
Terminada la disertación hubo un breve diálogo y acto seguido se pasó a la audición de "La flauta mágica". Los altavoces habían sido dispuestos en el salón de actos, en el refectorio, en la cocina y en el zaguán de entrada, de modo que cada cual la escuchó donde más le placía, incluso paseando.

viernes, 22 de diciembre de 2006

LA AMATISTA

LA AMATISTA
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OCTAVA ENTREGA
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ZAYIN
7

DE BELORADO A SAN JUAN DE ORTEGA

El tiempo dio en ofrecer a nuestros caminantes una neta pregustación del otoño. Amaneció un cielo fosco y cerrado, y a la hora de partir, hacia las nueve, caía una lluvia menuda y silenciosa. Embutidos en sus chubasqueros, sólo a medias despabilados por un manso café, se pusieron de nuevo sobre el Camino. Corre éste, a la salida de Belorado, entre huertos y vallados por el margen derecho del río Tirón. Pasa al lado del antiguo hospital de San Lázaro, hoy convento de monjas, y alcanza la dichosa carretera nacional 120 cerca de la entrada del puente que cruza el río. Junto al cruce con la carretera que va a San Miguel de Pedroso, a la izquierda, arranca el carrizal señalizado. Cuando llueve se convierte en una trocha agobiosa, por lo que los caminantes optaron por soportar el tráfico de la carretera. Dos kilómetros más adelante, una pista a la izquierda enlaza con el trazado del Camino, ya pasadero, que entra en Tosantos rozando el cementerio. Sobre el pueblo, agarrada al alcor rocoso, destaca la blanca ermita de la Virgen de la Peña.
La ruta sigue peinando las suaves lomas de los vallecicos que bajan de la Sierra de la Demanda. La vegetación se va haciendo más densa, anunciando la proximidad de las forestas de los Montes de Oca. Abunda el roble, llamado aquí rebollo, y a la vera de las corrientes se alargan sotos de chopos, álamos y sauces. Los riachuelos bajan henchidos y por una vez el caminante goza de la antigua norma viaria: una fuente cada hora.
La fuente de Villambistia, a dos kilómetros de Tosantos por el camino viejo, es gallarda y abundante por sus tres caños, en un entorno antiguo y callado presidido por una desmedida iglesia. En los aledaños del pueblo se conserva un trecho de la antigua calzada.
La vereda sigue sosegada hasta Espinosa del Camino, junto a la carretera, que hay que atravesar para entrar en el pueblo. A la salida, un breve trecho conserva la estructura de la antigua calzada, que discurre bajo unos olmos. El Camino corre ahora entre campos, horro de árboles, aunque comienzan a otearse las alturas boscosas de los Montes de Oca. A la derecha aparecen súbitamente las patéticas ruinas del monasterio de San Felices de Oca, de origen mozárabe, medio comido de hierbajos. Al poco la vereda entronca con la carretera para atravesar el río Oca y entrar en Villafranca Montes de Oca.
La villa, ahora muy despoblada, se alarga hacia arriba por la ribera del río. En la época visigoda, Auca fue obispado; afloran las ruinas de su catedral, cerca del castillo. En el siglo XI la sede episcopal se trasladó a Gamonal y luego a Burgos, pero el obispado siguió llamándose "de Oca y de Burgos" hasta el siglo pasado.
En el año 1380 la reina Juana Manuel, esposa de Enrique II, fundó aquí un gran hospital, dedicado a San Antonio Abad, que tuvo fama de buena acogida. El peregrino Künig, de finales del siglo XV, recuerda que allí "dan los hermanos una buena ración". El padre Flórez recoge documentación según la cual en el siglo XVIII todavía tenía catorce camas para hombres, cuatro para mujeres, cuatro para sacerdotes y viajeros distinguidos, más catorce de enfermería. He aquí la descripción de un menú vespertino reseñada por el peregrino Manier en el siglo XVIII: "Une écuelle de bouillon dans un petit gobelet, du boudin à force, mais du bon pain". En la parte alta del caserío, por donde sale el camino jacobeo, algún organismo oficial prepuesto a la cosa turística ha acondicionado un caserón, que es lo que resta del antiguo hospital, como "base de acampada".
Cerca de la población, a la izquierda de la carretera, se halla la ermita de la Virgen de Oca, que tiene imagen románica. Al lado de la capilla saltan los cuatro manantiales de las "fuentes de Oca". Los peregrinos con veleidades excursionísticas remontan la corriente hasta la entrada de la profunda hoz del río, fragoso desfiladero casi inaccesible.
Era mediodía y los caminantes, mojados y hambrientos, renunciaron al excursionismo y se dispusieron a un largo descanso en el mesón "El Pájaro", junto a la carretera. Comieron los platos del día, abundantes y bien cocinados pero sin mayores títulos para la crónica. Después del almuerzo lucía ya el sol y salieron enseguida con ánimo de tumbarse bajo el primer árbol del monte.
La senda, que sigue más o menos el trazado del viejo camino, se aparta de la carretera poco antes de la iglesia de Santiago. El primer tramo, de quince minutos, es una dura cuesta. Después, al entrar en el robledal, se suaviza un tanto. Se pasa el fontín de Mojapán, seco en verano y a veces hasta en invierno y poco después el Camino entra en la zona de repoblación forestal. Durante dos horas los Caminantes anduvieron por medio de un paisaje innatural, un bosque sin encanto que no lograba alzar la sequedad del entorno. Unos kilómetros después de la fuente la vereda pasa cerca de un memorial de los muertos de la guerra civil que asoló España de 1936 a 1939. Seguidamente, el venerable Camino tiene que zafarse como puede de los irrespetuosos desmontes de la nueva carretera nacional 120, y un cuarto de hora más tarde pasa a unos centenares de metros del Alto de la Pedraja . Aquí hubo el hospital de Valdefuentes, que en el siglo XII fue priorato cisterciense. Quedan ruinas de la iglesia gótica. Hubo en la zona otros dos hospitales, el de Valbuena y el de Muñeca, pero de ellos no queda nada.
A la izquierda de la carretera hay una fuente donde suele parar a merendar la caterva del automóvil.
El Camino se decanta un poco hacia el norte para seguir por la parte alta del monte, por encima del arroyo Roblegordo. Pinos de repoblación, pasto seguro de venideros incendios originados por los diminutos artefactos incendiarios arrojados por individuos de la especie humana que viajan por la carretera montados sobre motores de explosión ("estallaremos todos", rezongó el caminante mayor).
La pista forestal se ha convertido en un ancho cortafuego. Se acentúa el descenso por el ingrato erial, que por suerte desemboca pronto en la vereda que a través de una foresta todavía íntegra conduce directamente al valle de San Juan de Ortega.
Erguido, inmóvil sobre un escueto puche , apoyado en un bastón nudoso con ínfulas de bordón, un hombre de cabello cano ofrecía de pleno su rostro al sol crepuscular, que se reflejaba en sus gafas de ratón de biblioteca. Los caminantes se aproximaron con andar cachazudo al altozano que servía de pedestal al humano heliótropo, con ánimo de entablar conversación y averiguar a qué se debía su intensa contemplación. Sin apartar la vista de la arboleda fulgurante, el émulo de girasol pronunció, con naturalidad no justificada por las circunstancias, un saludo en alemán netamente bávaro, que fue correspondido por los recién llegados con tonalidad estudiadamente suaba. Después de un silencio, que el sol aprovechó para sumergirse tras la sierra de Atapuerca, el contemplador de ocasos se volvió hacia los caminantes y expuso, con método y claridad, el sentido de su relación con el sol poniente.
Se llamaba Purkinje, y era de nación bohemio. El sólo hecho de dar su nombre lo desalojaba del mundo peregrino para relegarlo a la condición de mero excursionista. Recorría los paises mediterráneos a la querencia de crepúsculos, pues estaba dotado de una rara sensibilidad para las transmutaciones cromáticas vespertinas. Decía quedar literalmente hechizado por la transformación de los colores durante el fenómeno del ocaso. Fijaba la vista en un objeto particular iluminado por el sol poniente y seguía ávidamente la modificación de su colorido hasta la uniformidad de las sombras del anochecer. Después iba a tomar unas copas de vino tinto y a consignar en su diario las impresiones de la jornada helíaca.
Los caminantes se mostraron muy interesados por los fenómenos descritos por el señor Purkinje y se declararon dispuestos a introducirse en la práctica de la percepción cromática crepuscular. Entretanto había anochecido y los tres andarines se apresuraron a buscar el reparo del monasterio de San Juan de Ortega. Sobre su cielo brillaban cuatrocientas cuarenta y seis estrellas.
Juan de Velázquez, hidalgo de Quintano Ortuño, clérigo de órdenes mayores, aprendió las artes de la ingeniería trascendental junto a Domingo de la Calzada, a principios del siglo XII. Luego fundó con su peculio su propia empresa jacobea. En una vaguada desolada llena de ortigas, a la salida de los Montes de Oca, edificó una iglesia, que dedicó a San Nicolás de Bari, y un hospital de peregrinos. La comunidad pasó a ser de canónigos regulares de San Agustín y fue generosamente protegida por la realeza castellana. Juan de las Ortigas administró con probidad el dinero que recibía, trazando calzadas y tendiendo puentes en la ruta jacobea entre Burgos y Santo Domingo de la Calzada. La vida del que luego fue San Juan de Ortega está bien documentada y se conserva incluso un testamento auténtico, que puede leerse en el lugar correspondiente de la España Sagrada del padre Flórez. La institución orteguiana, que en el siglo XV pasó a ser administrada por los jerónimos, subsistió y cumplió sus funciones hasta la desamortización. El peregrino Laffi, del siglo XVII, reseña: "Questi padri sono molto richi e fanno molte carità alli pellegrini".
Sigue en pie la fábrica románica de transición edificada por el caballero Juan en el siglo XII, los ábsides y el crucero. La nave fue continuada posteriormente en estilo gótico. Modernamente se ha hallado el cenotafio románico del santo, bajo el altar mayor, ahora convertido en cripta. El conjunto ha sido juiciosamente restaurado.
En los equinocios un rayo de sol se filtra por un foramen del muro y va a dar sobre un capitel que representa la Anunciación. Acertijo fácil: del equinocio de primavera al solsticio de invierno van los meses de una gestación.
Los caminantes llegaron a San Juan de Ortega ya anochecido, sin muchas fatigas. La aldehuela está casi despoblada. El párroco los acogió con la natural hospitalidad de una tradición secular. Los acomodó en el amplio refugio recientemente restaurado por el Capítulo de la catedral de Burgos y les ofreció, junto a una docena de recién llegados, unas sencillas y sabrosas sopas de ajo que cocinó él mismo.
Por la noche llovió a cántaros.

viernes, 15 de diciembre de 2006

LA AMATISTA

JOSÉ MONTSERRAT TORRENTS

LA AMATISTA
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SÉPTIMA ENTREGA



WAU

6

De Santo Domingo de la Calzada a Belorado


Rápidas nubecillas de viento se perseguían por un cielo azul frío cuando los dos caminantes abandonaron, no sin reconcomio, el grato cobijo de la cayena de Santo Domingo de la Calzada. El día se presentaba ventoso y templado, como de ajustada obediencia otoñal. Tenues cendales de niebla dibujaban una pincelada blanca sobre las barbecheras. Cruzaron el río Oja, llamado también Glera, por el puente construido por Santo Domingo y se alinearon disciplinadamente sobre el arcén izquierdo de la antigua carretera nacional 120, que usurpaba la calzada peregrina. El gran tráfico discurre por una variante que rodea la población.
La ruta avanza cortando transversalmente los someros valles fluviales que descienden de las cadenas montañosas de la Demanda y de Picos de Urbión, con sus estribaciones de Suso, Yuso y Ayago. Después del Oja, el itinerario atraviesa los arroyos Zamaca, Reláchigo, San Julián, Redecilla y Trambasaguas, que mandan las aguas al río Tirón, el cual se brinda al Ebro por Haro. Camino de cuestas y bajadas, por más que de poca monta.
Tras media hora de andadura sostenida, los caminantes rebasaron la cruz llamada de los Valientes, memorial de un juicio de Dios que tuvo lugar en el medioevo, y prosiguieron, ya por la carretera general, hasta el cruce de Grañón, un kilómetro antes del pueblo.
Grañón fue ciudad murada y con castillo, muy antiguo, como que podría remontar al conde Fernán González. Tuvo tres monasterios. Sobre las ruinas del de San Juan se levantó en el siglo XIV el templo parroquial. Hubo también un hospital de peregrinos que subsistió hasta el siglo XIX. El pueblo es grande, algo desangelado y con escasos servicios para los viandantes. Laffi lo encontró ya, en el siglo XVII, "pequeño y pobre". Los nuestros obtuvieron un parco desayuno de pan, chorizo y café, prometiéndose membrudo resarcimiento para más adelante.
De Grañón a Redecilla se puede ir por pistas agrícolas en cosa de tres cuartos de hora si no se pierde la ruta. La antigua calzada jacobea pasaba más o menos por aquí, pero fue enteramente devorada por los cultivos, que de paso se comieron los bosques. Los modernos curadores del Camino han aparejado una ancha pista que corre paralela a la carretera general, ajetreadísima, hasta Belorado. El paisaje que contempla el moderno peregrino es muy distinto del que rodeaba a los jacobípetas medievales. Las viñas ya casi han desaparecido y la tierra es un tapiz de campos de trigo y de cebada, sin apenas arbolado, a no ser algún bosquete ripícola de chopos y sauces blancos.
Redecilla del Camino tuvo hospicio de peregrinos, cuyo edificio sigue en pie. Los caminantes se acercaron a la iglesia para echar un vistazo a una notable pila bautismal del siglo XII. Allí se les agregó un caminante solitario, que, a tenor del afectuoso saludo que intercambió con el Mair, pertenecía al Sodalicio.
Siguieron por la pista agrícola y jacobea hasta Castildelgado, que tuvo también hospicio, y poco después se desviaron para rendir visita al pueblo natalicio de Santo Domingo el ingeniero, Viloria. Un kilómetro más allá de la aldea regresaron al sucedáneo de calzada. El trazado es ancho, y los caminantes pudieron marchar de tres de fondo y conversar para entretener la monotonía del avance. Sobre sus cabezas el cielo extendía una bóveda de radiante seda azul.
El nuevo compañero era praguense y astrónomo de profesión. Iba de caminante mayor, según declaró, pero sus dos iniciandos, un checo y un eslovaco, embarrancaron en Cahors y manifestaron que proseguirían la ruta cuando hubieran aprendido la lengua occitana, que en la ciudad vieja de Cahors sigue viva. El astrónomo decidió proseguir descabalado, y se citaron en Sahagún para mediados de octubre.
El praguense hablaba perfectamente el castellano, pero la conversación de aquella mañana se desarrolló en alemán. El astrónomo entretuvo a sus compañeros con una larga disertación acerca del lugar de la astronomía en la cultura occidental.
-La observación continuada de los astros -comenzó diciendo- significa, en todas las culturas, el arranque del discurso inteligente. El desafío que plantea el juego de regularidades e irregularidades de los cursos siderales no puede ser afrontado con los instrumentos conceptuales que sirvieron para las técnicas elementales de la agrimensura, la arquitectura y la medicina. Se requería, a la par que un gran despliegue de imaginación, la puesta a punto de conocimientos matemáticos más avanzados. Había, además, una condición objetiva previa: la cuidadosa observación de los cielos diurnos y nocturnos y la prolongada anotación de las observaciones. Esta observación repetida y no trivial sólo puede tener lugar en las regiones de la tierra donde los cielos son permanentemente claros. ¿Habéis leído el Epínomis de Platón?
-Lo hemos leído -repuso el caminante mayor en nombre de los dos-, aunque no sabemos si es de Platón.
-Poco importa. Dice Platón, o quien fuera el autor del diálogo :"Las primeras observaciones se debieron a la belleza de la estación de verano de que satisfactoriamente gozan Egipto y Siria: los hombres contemplan allí siempre, al descubierto, todos los astros, porque la parte del cielo que les ha tocado permanece siempre limpia de nubes y sin lluvias; y desde estos lugares se han extendido por todas partes estas observaciones y han llegado hasta aquí, luego de la experiencia de innumerables milenios". Así, pues, la astronomía, que ha sido la puerta de la inteligencia científica, es posible sólo allí donde los cielos son claros.
-En este país que pisamos los cielos suelen ser claros- observó el caminante.
-Lo eran menos en la antigüedad -repuso rápido el astrónomo-. El caso es que en las regiones donde los cielos suelen estar nublados, la astronomía sólo puede practicarse sobre la base de los registros realizados por los observadores del cielo nocturno de los paises de la franja mediterránea templada de Europa, Asia y Africa. El canónigo Copérnico, que puso patas arriba la astronomía de su tiempo, se lamentaba de no haber visto nunca el planeta Mercurio: en las llanuras de Polonia el horizonte está siempre nublado al amanecer y al atardecer, únicos momentos en que puede verse este planeta compañero del sol. ¿Y recordáis el final de Galileo Galilei de Brecht?
-Si -contestó el caminante-, vi la representación en Berlín: Galileo, ciego, pregunta: ¿Cómo está la noche? Y su hija contesta: Clara.
-Las noches claras son indispensables para la astronomía -prosiguió el praguense-; ahora bien, las observaciones y los experimentos son una parte esencial e insubstituible de la ciencia, pero no son toda la ciencia. Los resultados de las observaciones y de los experimentos, expresados en series y en medidas, deben ser ordenados, reducidos a sistema y explicados por medio de teorías. Y en esta parte del mundo, los grupos humanos que se han hecho cargo de la sistematización teórica de los conocimientos atesorados por las gentes del sur han sido las gentes del norte. Ya lo reconoció también el autor de la Epínomis :"Todo lo que los griegos reciben de los extranjeros lo embellecen y lo llevan a perfección". Los griegos de ahora son los germánicos y los anglosajones. Pero también nosotros, los del norte, para observar el cielo, tenemos que trasladarnos al sur.
-A Belorado, por ejemplo -terció el caminante, de buen humor.
-O junto a la primera catarata del Nilo. En resumen: la mujer o el hombre que desee reproducir en su propio espíritu el proceso de crecimiento de los saberes humanos y no limitarse a aplicar sus resultados, debe iniciarse en la astronomía, partiendo de la observación del sistema solar y avanzando en las interpretaciones de acuerdo con la calidad de los conocimientos matemáticos poseídos, siempre mejorables. Por esta razón la ciencia astronómica es enseñada y cultivada a lo largo del Camino, donde los cielos son claros. Más allá de los símbolos y de las apariencias, ella nos ofrecerá los términos y los conceptos en que nos expresaremos cuando la iniciación nos haya liberado de las brumas de las creencias cosmogónicas.

Departiendo animadamente los caminantes cubrieron en casi dos horas los últimos siete kilómetros de sirga, arribando a Belorado por la ermita de Santa María de Belén cuando ya las manecillas del reloj cosquilleaban las partes del mediodía solar.
Belorado (el Belfuratus del Codex Calixtinus, es decir, hermoso foramen, o sea, hoyo) fue villa repoblada en 1116 por Alfonso el Batallador con designios fronterizos. Tuvo hospital de peregrinos, llamado de Santa María de Belén. En el siglo XIII había en la villa ocho iglesias. Queda la parroquial de Santa María, del siglo XVI, al pie del alcor del castillo. La plaza Mayor es porticada y recoge la vitalidad de la población, que es mucha, debido a las factorías de productos de piel que prosperan en ella.
En Belorado fueron cordialmente recibidos en una espaciosa casa de la plaza Mayor, sobre los porches. La residencia pertenecía al Sodalicio y estaba regentada por dos mujeres de mediana edad, sumamente afables y discretas. Declararon tener noticia de la llegada de tres caminantes, por lo cual habían ya dispuesto el almuerzo. Los recién llegados manifestaron no tener nada que objetar y se sentaron a la mesa con otros tres compañeros, dos mujeres y un varón. De primero sirvieron una fresquísima ensalada de tomates y pimientos, aliñada con aceite de oliva virgen de Alcaraz, de regosto terroso. Luego apareció una olla podrida burgalesa, con alubias rojas, en versión moderada, esto es, aligerada de las costillas de cerdo. Lo acompañaron con un clarete del país atemperado en la bodega de la casa, y tantos tientos dieron a la jarra que al cabo, apiadados del subir y bajar de las solícitas regentas, decidieron ir a tomar los postres a la bodega, al pie de la barnacha..
Al caer de la tarde, después de una cumplida siesta, Ramón Forteza salió a orearse por las acogedoras calles del centro de Belorado, y entró en una tienda para comprar un par de piezas de fruta. Había tres clientas y, después de saludar y pedir turno, se apostó junto a la puerta para entretenerse fisgoneando el trajín callejero. La hora era bonancible y la gente se había echado a la calle para recoger el primer fresco de la anochecida. Una jovencita esbelta, de pelo largo y negro, vestida con pulcra ropa tejana, bajaba por la calle. El caminante la reconoció al instante: era la misteriosa doncella que en ocasiones presidía los actos del Sodalicio. La muchacha entró en la tienda y saludó jovialmente. Las mujeres respondieron al saludo y luego se hizo en la botica un respetuoso silencio. La abacera compuso su cara más maternal y se dirigió a la chica:
-¿Qué te falta, Blanca?
- Una bolsa de pipas. ¿Cuanto es?
- Nada, hija, por tan poca co...
En la trastienda resonó un carraspeo varonil e insistente, de evidente intencionalidad significativa. La abacera se apresuró a rectificar:
- Eso, son veinticinco pesetas, Blanca.
La muchacha pagó y se dirigió hacia la puerta. Al pasar junto al aparador reparó en el caminante, que la miraba pasmado. Tuvo un sobresalto, amagó un saludo y traspuso la puerta sin volver la cabeza. En la calle se unió a un grupo de rapaces que enfilaban hacia la plaza, donde se les oyó alborotar. En la botica se reanudaron las conversaciones.
Ramón Forteza sintió la imperiosa necesidad de darse un garbeo bajo los porches de la plaza. Dio un par de vueltas para inspeccionar las tascas y los cafés que animan el recinto y al cabo se decidió por una cafetería de estilo totalmente californiano que tenía veladores bajo los porches, casi a reparo de la música infernal que atronaba en el interior. Se arrellanó en el sillón metálico, pidió un agua mineral y se dispuso a no perder ripio de lo que pasaba en el recinto porticado.
Es de saber que en el centro de la plaza Mayor de Belorado se levanta un elegante templete de música, que cuando no la hay, y si la hay también, sirve de solaz, patio de gimnasia y circuito ciclista para el mocerío de la población, que es asaz fecunda. El atento observador no tardó en distinguir la inconfundible silueta de la vestal del Sodalicio, entregada, junto a un bullicioso corro, a toda clase de ejercicios gimnásticos en torno a las barandas del templete de música. La comunidad retozona compartía tres bicicletas, con intervalos de uso repartidos con la más estricta equidad, sin interferencia alguna del derecho de propiedad. Cuando le llegó la vez a Blanca, saltó sobre la máquina y, departiéndose de la carrera de obstáculos del templete, se puso a agotar su turno dando pausadas vueltas a la plaza a tocar de los porches. Al pasar por delante de la mesa donde el observador coronaba su tercer botellín de agua mineral, se detuvo en seco, puso pie en tierra y saludó con la más natural cortesía:
- Buenas tardes, mallorquín.
Y siguió adelante, antes de que el saludado, confuso, acertara a corresponder al saludo.
Caía la tarde. Menguaba la algazara infantil a copia de sucesivos y laboriosos rescates por parte de adultos cualificados que arrastraban pieza tras pieza hacia la cena familiar. Blanca se había recostado en una grada del templete. Los niños se despedían de ella cariñosamente. Los adultos la ignoraban, sin atreverse a mirarla. Al fin quedó sola, erguida, mirando hacia la postrera luz del crepúsculo. Al cabo se levantó con un cierto dejo de pesadumbre y enfiló hacia los porches. De repente volvió sobre sus pasos, se dirigió decidida hacia el café donde el observador liquidaba su factura y dijo sencillamente:
- Vamos, Ramón Forteza, que a las viejas no les gusta que nos retrasemos para la cena.
Y uno junto a otra, en silencio, se encaminaron a la cercana casa del Sodalicio.
Cenaron frugalmente, sopa y verduras hervidas. Habían llegado más caminantes y la mesa, presidida por la donosa figura de Blanca, flanqueada por dos niños, exhalaba grato calor de convivialidad. La conversación, a pesar de la abstemia total decretada por las regentas, era animada, en castellano y en francés. A los postres compareció un violín. Los niños se apresuraron a desarropar un piano en el fondo de la sala y pusieron una partitura en el atril. Junto al piano había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono.Una de las regentas se sentó en la banqueta del piano y digitó unos acordes, sobre los que un caminante violinista afinó su instrumento. Cuando los niños se durmieron con las cabecitas apoyadas en los brazos, Blanca se levantó para llevarlos a acostar. Todos los contertulios se pusieron de pie y no se volvieron a sentar hasta que la muchacha hubo salido cerrando la puerta tras sí. Y la velada prosiguió ennoblecida por los conciertos de violín y piano de Beethoven y Schubert.

sábado, 9 de diciembre de 2006

LA AMATISTA

JOSÉ MONTSERRAT TORRENTS

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.

SEXTA ENTREGA

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HE

5

De Nájera a Santo Domingo de la Calzada


Madrugadores, para completar la jornada en un solo tranco matinal, los caminantes estaban ya sobre la calzada a las siete de la mañana. Emprendieron animosos la no muy empinada cuesta que por detrás de Santa María la Real asciende por el alcor que domina la villa, entre cuevas, pinos, peñascales rojizos y mucha basura. La subida fue breve, y al poco alcanzaron un otero alfombrado de viñedos, a partir del cual el camino desciende suavemente hasta Azofra. En el margen izquierdo del camino aparece, inesperadamente, un acebuche, poco más que un arbusto, vestigio de los olivares que en tiempos no muy remotos alternaban con las viñas en estas vaguadas todavía mediterráneas de La Rioja. El camino entronca con la carretera vieja de Azofra, que queda todavía a dos kilómetros.
El pueblo se extiende a ambos lados del Camino. El bar Camino de Santiago estaba abriendo sus puertas y por ellas entraron los caminantes con voluntad de desayunarse épicamente, y a fe que nada les faltó. Durante los actos conversaron sobre vinos con un vecino, cosechero y alcalde por más señas.
La nobleza de los vinos de La Rioja parece estar relacionada con la afluencia de francos que transitaban por el Camino de Santiago, el Camino Francés, y se instalaban permanentemente en las ciudades, donde llegaron a tener barrios y administración propios. En el siglo pasado varios bodegueros, encabezados por el marqués de Murrieta, importaron técnicas bordelesas de elaboración y conservación de caldos. La filoxera, que arribó a estas cotas hacia el 1893, destruyó las cuatro quintas partes de los viñedos. Pero lo que quedó bastó para recuperarse e iniciar un sostenido comercio con los productores franceses, que persiste todavía.
La variedad de uva más cultivada es el tempranillo, del que proceden los tintos. La garnacha (o como le dicen aquí, el garnacho), uva negra, se utiliza para los claretes, y la blanca o viura para los blancos. En el trecho riojano del Camino de Santiago el vino más producido es el clarete. El de Azofra es justamente afamado. En Santo Domingo de la Calzada, donde casi no hay viñas, se bebe el honesto clarete de Cordovín.
Cuando se está en La Rioja es mandado beber exclusivamente los vinos cosecheros del año obtenidos por las pequeñas bodegas locales. Los vinos embotellados por las grandes bodegas de crianza hay que dejarlos para las mesas foráneas.
Poco después de la salida de Azofra, más allá de la fuente del Romero, el camino abandona la carretera y sigue sobre una pista que discurre primero entre majuelos y luego entre trigales. El trazado, reciente, aprovecha las pistas de la concentración parcelaria para acercarse a Cirueña casi en línea recta. Ni un árbol por remedio.
A quince minutos de Azofra, a la vera del camino, se levanta un "rollo" medieval, columna adornada con la armas del señor feudal de estos predios.
En adelante hay que poner mucha atención a las señales para no perderse en el dédalo de pistas. Unos cinco kilómetros después de Azofra se atraviesa la carretera que va a San Millán de la Cogolla por Alesanco. A la derecha, al otro lado de la carretera nacional, se divisa la asolanada loma de Valpierres, por donde discurría la vía romana que procedente de Tricio seguía hasta Briviesca. Después de atravesar una acequia de quijeros despeinados se inicia una ligera cuesta hasta un altozano desde el que se divisa ya la torre de la iglesia de Cirueña asomada tras una loma a cosa de media legua. La vereda pasa ahora a tocar de los inmensos robledales que oscurecen la ladera norte de la Sierra de la Demanda.
Sentado en el margen de un regato, un peregrino solitario, hombre de mediana edad, se daba un pediluvio en las aguas verdosas. Iba tocado con un ancho sombrero de fieltro gris y llevaba anudada al cuello una pañoleta color de teja. Saludó a los caminantes en buen castellano. Correspondieron ellos y, acomodándose en el rastel del puentecillo que salvaba el regato entablaron conversación.
Era el jacobípeta neerlandés de nación y profesor de la Universidad de Nimega, en la que dirigía el Departamento de Coprología y Escatología. Narró, mientras se complacía en enturbiar las aguas ya de suyo fangosas del arroyuelo, las dificultades que tuvo que salvar para obtener para la antropología coprológica un lugar en los estudios académicos. El más nimio recoveco de la naturaleza, argumentó, el más irrisorio resto de tiempos pasados, la más insignificante faceta de la conducta humana son susceptibles de tratamiento científico, entran en los programas de estudio y son considerados temas aptos para tesis doctorales. En cambio, un aspecto tan relevante del acontecer vital humano como es la defecación está completamente excluido de la perspectiva estudiosa y queda relegado al ámbito de la subcultura y de la chocarrería lingüística. Al homo sapiens lo flanquean el homo ludens, el homo symbolicus, el homo hierarchicus, el homo oeconomicus. Pero se quiere ignorar la existencia del homo defecans. La defecación es uno de los ejemplos más palmarios de la capacidad del ser humano para sepultar en el cerco de lo inexistente aquello que le ofende y le molesta. Y una antigua tradición ha decretado que la secuencia defecatoria es, en su globalidad, ofensiva para la dignidad del ser humano. El profesor adujo un curioso ejemplo. En una carta a Agatópodo, Valentín de Alejandría, en el siglo II, escribe: "Jesús obraba de manera divina, pues comía y bebía de modo que no evacuaba los alimentos. Tan grande era su poder de continencia que la comida en él no se corrompía, puesto que en él no hallaba lugar la corrupción." El excremento, después de ser lo execrable, es lo inexistente. Es producido por órganos siempre cubiertos, es depositado en lugares cerrados y retraídos de designación eufemística y es evacuado a través de conductos subterráneos de ingeniería costosísima ignorados por el semoviente de superficie, que finge desconocer que buena parte de sus impuestos están destinados al mantenimiento del complejo sistema del alcantarillado urbano.
La literatura occidental, siguió argumentando el coprólogo, incluso la denominada realista, omite en la inmensa mayoría de los casos toda referencia a los intervalos defecatorios de los personajes. Y cuando se refieren a ello es con la inequívoca intención de provocar, como en las primeras páginas del "Ulises" de James Joyce. Se ofrecen toda clase de detalles sobre el vestido, la comida, el mobiliario, los gestos cotidianos...pero los personajes nunca se retiran para defecar, ni se deja constancia del lugar donde podrían hacerlo.
No todas las culturas, prosiguió el escatólogo, se han mostrado tan inconsecuentes frente a la realidad del vivir humano. La filosofía de la India consigna la defecación entre los cinco karmindriyas o karmas de la acción, junto al habla, la comprensión, la deambulación y la procreación.

La inconsecuente y asimétrica relación del hombre moderno con sus deyecciones, prosiguió el holandés ya lanzado a dar su clase, alcanza el colmo de la irracionalidad en la educación de los niños. La relación natural y espontánea de los niños y niñas muy pequeños con sus deposiciones es muy similar a la de los animales superiores. Los perros, por ejemplo, se sienten atraídos por el olor de las heces, perrunas o no, las olisquean e incluso se las comen. El hecho es que la naturaleza ha integrado los posos fecales en la red de incitaciones de la sexualidad. El efluvio fecal está hecho para agradar, no para provocar asco. En los retoños humanos, el asco es inducido por la educación. Dejado a su espontaneidad, el niño juega con sus deyecciones o incluso se las come. Pero desde la más temprana edad se le condiciona para que sienta el reflejo del asco frente a las defecaciones en general y frente a las suyas propias. Este condicionamiento es perjudicial para su equilibrado desarrollo personal y social. Las heces son una realidad omnipresente en la sociedad humana; una relación más ecuánime con ellas evitaría al infante y luego al adulto muchas incomodidades y muchas situaciones desagradables. El bajísimo dintel de la sensación de asco en las modernas sociedades occidentales representa una permanente amenaza de incomodidades y aun de sufrimientos. Cualquier trastorno en los servicios comunes puede redundar en insuficiencias higiénicas y provocar situaciones evacuatorias para los que el individuo no está preparado. Piénsese en trenes o aviones con grandes retrasos, en permanencias en lugares cerrados, en grandes concentraciones humanas, en hospedajes tercermundistas, en enfermos inmovilizados...: la inevitable comparecencia de las deyecciones y de los efluvios fecales representará una verdadera tortura para unos seres vivos educados para considerar asquerosos incluso sus propios posos orgánicos. En resumen: habría que elevar muchísimo el dintel del asco en la educación de los infantes. La defecación propia o ajena no debería suscitar asco en sí misma. La sensación de asco defensiva comenzaría a partir de productos corrompidos, patológicos o claramente perjudiciales. Nuestra cotidiana caquita no lo es.
La Universidad de Nimega, aseveró el profesor con un dejo de orgullo, ha tomado la valerosa decisión de incluir la defecación humana en su programa de estudios. Se creó, en el ámbito de la antropología, el Departamento de Coprología y Escatología, que aborda, con método rigurosamente científico, la siguientes materias: etnología y psicología social defecatorias, pedagogía, arquitectura y urbanismo, lingüística, literatura, arte, psicoanálisis, religión y filosofía. Otorga grados y publica una revista, "Deus defecans".
-¿Por qué este título?, inquirió el caminante.
- Porque el hombre ha pretendido agregarse al género de los dioses, dentro del cual una de sus diferencias específicas, junto con la mortalidad, es la defecación. Los demás dioses no defecan.
El coprólogo dio por terminado su pediluvio y sacó los pies del agua para que los secara el sol equinoccial y la brisa de la Sierra de la Demanda. Los caminantes se despidieron afablemente y le desearon toda clase de éxitos en sus esfuerzos por llevar al ser humano a una comprensión más ajustada de su discurrir terreno.
Cirueña es villorrio ventoso y canijo. Los caminantes entraron para refrescar la boca en la fuente comunal, en un jardincito delante de la iglesia, y retomaron el itinerario que en hora y media iba a conducirles sin tropiezos hasta las puertas de Santo Domingo de la Calzada a través de sernas solitarias, pajizas en los trigales segados, parduzcas en los barbechos. Las viñas ya se habían terminado. El sol era un redondo filo de fuego corusco colgado de un cielo nacarado y desnudo. Alcanzaron la zona industrial y se adentraron por las calles de la ciudad vieja, orientadas de este a oeste.
La ciudad de Santo Domingo de la Calzada surgió a mediados del siglo XI como entorno urbano del puente que un monje solitario llamado Domingo construyó sobre el río Oja para facilitar el paso de los peregrinos que rechazaban el rodeo por la antigua calzada romana de Tricio a Briviesca y preferían acercarse a Burgos a través de los Montes de Oca. La población pasó a denominarse "Burgo de Santo Domingo". A finales del siglo XII se reconstruyó el edificio de la colegiata, que es uno de los más antiguos ejemplares del gótico jacobeo, muy influido por el gótico languedociano. Una airosa torre exenta, de estilo barroco, completa el armonioso espacio de la plaza en la que se asienta la colegiata.
El caminante mayor guió decididamente a su compañero a lo largo de la antigua calle de los Caballeros hasta un gran caserón casi a la salida de la villa, lindando con los trigales que bordean el río Oja. Cruzaron una verja herrumbrosa, atravesaron un jardín en estado salvaje y entraron en un amplio y fresco zaguán, de uno de cuyos muros colgaba un gran tapiz negro. Al pie del tapiz había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Una dama de cabellos rubios, vestida con una túnica gris claro, que se presentó como la Magistra Domus, los acogió calurosamente y los condujo sin más preámbulos a unos espaciosos aposentos en la segunda planta. La casa bullía de toda clase de sonoridades musicales, como si decenas de intérpretes estuviesen afinando sus instrumentos. Esto es lo que cabalmente estaba sucediendo, aclaró una muchacha que bajaba por la escalera aplastada bajo el peso de su contrabajo.
Media hora más tarde los dos recién llegados se sentaban a la cabecera de una larga mesa de madera de haya que corría a lo largo de una de las paredes de una anchurosa cocina, en un extremo de la cual runruneaban tres lavavajillas en batería. Los residentes, notició la Magistra Domus, almuerzan en el refectorio a la una; la cena es a las ocho, y a las diez comienza el silencio. El desayuno se lo arregla cada cual en la cocina, aunque se recomienda frecuentar los cafés y tascas de la población.
Mientras devoraban un sencillo pero sabroso comistrajo monástico, el Mair, secundado por la Magistra Domus, fue informando al Caminante de la condición del lugar en el que se hallaba y donde iba a demorarse cuatro días.
El Sodalicio tenía en Santo Domingo de la Calzada una de sus cayenas de instrucción. Las demás estaban en Castrojeriz, en Sahagún y en Astorga; las grandes cayenas de Villafranca del Bierzo y de Santiago eran también de instrucción. En otras poblaciones había simples albergues, y en algunas nada.
La cayena de Santo Domingo era una de las mayores. Ocupaba un inmenso y macizo caserón que había sido seminario de una orden religiosa. Podía acoger cómodamente a cien personas en habitaciones dobles o individuales, y cien más en dormitorios colectivos. Había dos refectorios, tres espaciosos salones, varias aulas y una buena biblioteca, que ocupaba la antigua capilla. El amueblamiento y la decoración parecían el resultado de un pacto entre un monasterio benedictino y un colegio británico.
En un extremo del jardín posterior, colindante con los campos, había una gran cuadra en la que se oían piafar varios caballos.
La tarea encomendada a la cayena de Santo Domingo de la Calzada consistía en perfeccionar la inserción de los caminantes en las realidades del Camino Inferior de Santiago, es decir, en la geografía, la historia, el arte, la simbología y el significado espiritual de la Peregrinación. El objetivo era hacer de cada caminante un peregrino capaz de integrarse sin desajustes en la gran corriente de la peregrinación jacobea, penetrando en su mundo imaginario y en su universo de creencias. Entre Santo Domingo de la Calzada y Villafranca del Bierzo los caminantes se habrían como unos peregrinos más, participando en la vida del Camino. En Villafranca del Bierzo tenía lugar la instrucción definitiva en el Camino Superior de Santiago, que culminaba en la gran ceremonia iniciática de la Gran Blasfemia en Santiago. Después, los hombres y las mujeres iniciados seguían libremente su ruta hasta Finisterre y se dispersaban. Muchos, sin embargo, se desparramaban por las cayenas del Camino para participar en la formación de los nuevos caminantes o cuidar de la educación de las niñas y los niños durante los meses del Iter Magnus.
La instrucción, en la cayena, procedía por medio de la participación activa de los caminantes en lecturas, conferencias y conciertos que tenían lugar sin interrupción durante todo el período del Iter Magnus, de marzo a noviembre. La estancia podía durar hasta cuatro semanas.
La misma tarde de su llegada, Ramón Forteza fue sometido por parte de dos caminantes alemanas a un concienzudo examen de aptitudes musicales, tras el cual fue adscrito al coro en calidad de barítono. Todos los residentes con conocimientos musicales entraban a formar parte del coro o de la orquesta del Sodalicio. La orquesta contaba en aquel momento con cuarenta intérpretes; de ahí la algarabía instrumental que resonaba entre las paredes de la casa a todas horas del día.
Los días transcurrían plácidos a orillas del Oja. La variopinta y cambiante comunidad de Caminantes convivía en el caserón con un sosiego no falto de jovialidad. La actividad era constante. Se ofrecían toda clase de cursillos y conferencias, en los que todos oficiaban ora de profesores ora de alumnos. En la casa se hablaban media docena de lenguas, aunque todos, niños y mayores, se expresaban en un castellano pasmosamente correcto.
Llegaban grupos de caminantes con su caminante mayor, mujer u hombre, al frente. Otros partían, cumplida ya su estancia en la cayena Los caminantes mayores ocupaban en el refectorio una mesa aparte, y después de la cena solían demorarse en ella para participar o simplemente asistir a una dilatada Cámara Vespertina.
Es de saber que las actividades plenarias del Sodalicio tenían lugar después de la puesta del sol.
En las grandes cayenas y en las cayenas de instrucción había siempre niños y niñas; los había también ocasionalmente en algunas de las cayenas de tránsito. Eran en su mayor parte hijos o familiares de caminantes. Vivían en el Camino durante todo el período del Iter Magnus, aunque sus padres regresaran a su lugar de origen. Viajaban de Levante a Poniente a pie o a caballo, y regresaban en tren. Su tarea principal era la participación en el Gran Ritual y en la Gran Dramaturgia, como cantores, como instrumentistas, como actores o como acólitos. Seguían un ciclo de estudios adaptado a su edad, basado en la Ratio Studiorum reconocida por el Sodalicio desde del siglo XVI. Una Curia de Prefectos, dependiente del Consejo Nocturno, entendía en todo lo referente a la enseñanza. Cada alumno constituía por sí mismo una unidad docente que arrastraba un entero cuerpo de enseñantes. Dondequiera que se hallase el alumno o la alumna, tenía a su disposición los profesores correspondientes a su programa de estudios. Todos los caminantes estaban obligados a impartir clases de acuerdo con su especialidad. En muchas ocasiones, los caminantes tenían que retroceder en el Camino para acudir a la cayena donde eran requeridos para dar enseñanza; en este caso estaban autorizados a viajar en medios de transporte mecánicos. Podía darse la circunstancia, pues, de que en una cayena hubiera cinco alumnos y diez profesores. Por otra parte, la distribución de los niños entre las cayenas no obedecía a normas estrictas. La Curia de Prefectos respetaba los grupos de amistad que se hacían entre la muchachada, de manera que los amigos y las amigas podían convivir casi continuamente durante todo el período del Iter Magnus.
La grey infantil sumaba en Santo Domingo de la Calzada tres docenas de almas. Se agrupaba en comandos o partidas de acuerdo con los programas de estudio o los proyectos de aventuras, y participaban, cuando les era solicitado, en los conciertos. Comían en su propio refectorio y, bulliciosos como eran, no perturbaban en absoluto el estar del resto de la comunidad, que por lo demás los aceptaba tal como la vida los producía. En las noches claras subían a la azotea del edificio donde un Caminante polaco les impartía lecciones de astronomía observacional con la ayuda de un pequeño telescopio.
Ramón Forteza pasaba la mayor parte del tiempo en la capilla-biblioteca, que era también la estancia más fresca de la casa. Las lecturas recomendadas por los caminantes mayores versaban sobre historia medieval, arte románico y gótico, filosofía antigua y contemporánea (de los griegos se saltaba a Kant; lo de entremedio, decían, es pérdida de tiempo), ciencia (en particular cosmología y física cuántica) y antropología. El Caminante impartió una conferencia sobre la teoría de la relatividad y otra sobre la del Big Bang y asistió a un documentado cursillo sobre la economía de la Baja Edad Media. El talante intelectual del Sodalicio tendía netamente a la interdisciplinariedad, por lo que a través de cada título se accedía a la totalidad de los intereses culturales de los participantes. Sostenía largas conversaciones con otros residentes y daba breves y frecuentes paseos por las calles de la ciudad para irle tomando el tiento por de fuera. No se privaba de entrar en alguna tasca a tomar un vino y charlar con los vecinos. Nunca le preguntaron quien era, de donde venía y donde se alojaba, como si lo tuvieran bien sabido.
Un par de veces acudió con otros caminantes a las celebraciones litúrgicas de la Colegiata, lamentando la progresiva e irremediable decadencia del latín y del canto gregoriano en el culto de la iglesia católica. La cristiandad contemporánea, comentaron, ha sido una mala administradora del tesoro cultural que los siglos pasados le habían confiado. Un caminante francés adujo los versos de un juglar de su país: "Sans le latin, la messe nous emmerde".
Pasaron los cuatro días. Octubre entró, tibio y luminoso.

lunes, 4 de diciembre de 2006

LA AMATISTA

JOSÉ MONTSERRAT TORRENTS

LA AMATISTA
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.

QUINTA ENTREGA

DALETH
4

De Logroño a Nájera


Una inacacable calle, la del Marqués de Murrieta, luego Avenida de Burgos, enlaza el casco antiguo de Logroño con la zona industrial en el circundo de la carretera nacional 120. Para amortiguar el impacto de la fastidiosa andadura suburbial, los caminantes resolvieron repartir el desayuno en sucesivos bloques lineales, arrancando con un simple café y culminando con una colación de fundamento ya en los aledaños del puente del ferrocarril. Después de lo cual se aplicaron resignados a obedecer las señales amarillas que durante una hora los fueron guiando entre un maremágnum de fábricas, solares y autovías. El sol trepaba espléndido a sus espaldas abriéndose camino en un cielo sin obstáculos cuando alcanzaron por fin el remanso estético del parque del pantano de La Grajera. Casi dos horas habían tardado en librarse de los suburbios logroñeses.
La Rioja es la tierra de los siete valles, labrados por ríos que corren de sur a norte, desde el Sistema Ibérico al Ebro. Uno de estos ríos, el Oja, es el que da nombre al país. El Camino de Santiago, enderezado de este a oeste, cruza de través dos de estos valles, el del Najerilla y el del Oja, cortando también varias vaguadas menores. Esto hace un trayecto ondulado, aunque con escasos desniveles.
A la salida de Navarrete y hasta el Alto de San Antón la ruta discurre entre los últimos altozanos de las montañas que se extienden entre los ríos Iregua y Najerilla. Después del Alto comienza el descenso hacia el valle del Najerilla en el que se asienta la ciudad de Nájera. El río recoge las aguas de las cuencas de la Sierra de la Demanda y de los Picos de Urbión, lo que hace un buen caudal incluso en verano. Es río truchero.
El trazado actual del camino contornea el pantano de La Grajera, pasa al pie de la antena de comunicaciones y sale del parque para desembocar en una pista que 1.500 metros más adelante vuelve a enlazar con la carretera nacional, que aplasta la antigua calzada, en el Alto de La Grajera. Después de un kilómetro, el camino marcado se desvía por la carretera de Entrena y al poco enfila una pista rural que atraviesa la autopista A-68 por un paso elevado junto al cual se divisan las ruinas del Hospital de San Juan de Acre. Diez minutos más y el camino entra en Navarrete por la Puerta de Santiago. El Camino viejo es la misma calle Mayor, que asciende hacia el almodóvar.
Navarrete es población de aspecto agradablemente arcaico, medieval, como dicen las guías. En sus calles angostas y sombreadas pueden encontrarse todavía talleres de alfareros que moldean con torno a pedal.
Los caminantes se concedieron un buen refrigerio en la fonda Carioca, que abre puertas a la antigua carretera, para zafarse por un momento de la luz del sol en su demasía. Luego calaron sus chapeos y al pie de la villa requirieron la nacional 120 que les haría ruidosa compañía durante una hora y media, con el sol sobre la oreja izquierda. Et modo quae fuerat semita facta via est ["Luego lo que había sido una senda se transformó en carretera"], se lamentó el caminante mayor.
A la salida de Navarrete el cementerio luce un inesperado pórtico románico, único despojo remanente del hospital de San Juan de Acre. Los caminantes se descubrieron ante la pequeña lápida que recuerda a Alicia de Crämer, peregrina ciclista muerta en accidente en este lugar. El caminante mayor recitó pausadamente el salmo 129: De profundis clamabo ad te Domine, Domine exaudi vocem meam . Otra vez sobre la ruta, el Compañero no pudo dejar de comentar la admiración que le suscitaba la potencia memorística que gustaban exhibir los miembros del Sodalicio.
-Os sabéis de memoria los salmos, Plotino, Virgilio, las Upanishads...
- Y Aristóteles y Séneca y el Paraíso Perdido, y Baltasar Gracián ..
- No acabo de captar la utilidad de atarugar en la memoria textos que se hallan a mano fácilmente en los libros y en los disquetes. El esfuerzo que se requiere para almacenar todo esto es inmenso y las ventajas, a lo que se me antoja, son exiguas.
-Es equívoco usar el noble y delicado nombre de "memoria" para designar a los soportes que registran, codificados, los materiales del conocimiento. La memoria no es tal hasta que no es poseída por una mente viva.
- O sea, que el lápiz-memoria ni es lápiz ni es memoria.
- Es un registro muerto. La memoria viva es el depósito de datos sobre los que opera la mente; ésta no puede girar en el vacío; el mínimo de contenido que requiere es el del lenguaje. Una memoria copiosa propiciará una actividad intelectual intensa.
Ramón Forteza no respondió y dejó que el tranquilo esfuerzo de caminar contribuyera a ordenar sus recuerdos y sus ideas. Luego, durante el resto de la mañana, departieron sobre la renuncia al cultivo de la memoria en la educación y los pésimos resultados de esta carencia.
Los caminantes rebasaron el desvío de Ventosa y alcanzaron el punto del kilómetro 16 en que el camino se aparta de la carretera. Tomaron una pista de tierra a la izquierda y en cosa de media hora remontaron el Alto de San Antón. A la izquierda se van degradando las ruinas del monasterio de este nombre. Desde allí contemplaron el mar de viñedos que en suaves ondulaciones desciende hasta el valle del Najerilla y hasta la misma ciudad de Nájera, de la que les separaban casi dos horas de andadura bajo un sol que, lanzado hacia su cenit, martilleaba sin contemplaciones sus sombreros de paja. El camino es apenas tal; senda improvisada trazada por los voluntariosos celadores de la peregrinación para ahorrar a los caminantes el paso por la carretera. No hay más que estar atento a las señales amarillas e ir atravesando pistas, campos, almacenes, regatos y puentecillos hasta alcanzar los arrabales hortícolas y luego la zona de las industrias muebleras de Nájera. La ciudad se halla cosida a las riberas del Najerilla en una extensión de casi dos kilómetros, y recostada en una muralla de inhiestas peñas rojizas.
Agostados y famélicos, o sea, mozarábicamente crepados , los caminantes alcanzaron la ribera del Najerilla cuando el reloj del monasterio de Santa María la Real daba las dos de la tarde, mediodía solar, y se abalanzaron sobre el Hotel San Fernando, donde su ardorosa comparecencia fue recibida con afabilidad. Regenerados por una dilatada ducha, se reunieron de nuevo en el restaurante anejo al hotel dispuestos a resarcirse de la enojosa travesía por los deteriorados paisajes de la llanura riojana. Desoyendo los consejos del mesonero acerca de la inconveniencia de ciertos condumios en período todavía caluroso, se hicieron servir de primero unos caparrones con tropiezos, que el común denominaría pochas con chorizo y oreja de cerdo, con sus correspondientes guindillas en escabeche, el todo ayudado por un tinto cosechero garantía de la casa. Renunciaron luego a las carnes del guiso que suelen servirse de segundo plato en cazuela de barro con una fritada, y se contentaron con un bacalao al peregrino empujado por un segundo jarro de tinto, meritoria condescendencia en dos empedernidos bebedores de blanco. Unos perfumados melocotones de viña coronaron un almuerzo proyectado con más arte que comedimiento.
A media tarde, cuando ya las calles comenzaban a ofrecer sombras acogedoras, los caminantes, descansados y satisfechos, salieron a darse un garbeo por la villa histórica y monumental.
En los siglos X y XI Nájera (en árabe "lugar entre peñas") fue segunda capital del Reino de Navarra y residencia de sus reyes. Sancho el Mayor, a principios del siglo XI, propició la construcción de la nueva calzada jacobea por La Rioja, haciendo de Nájera etapa principal. Su hijo García engrandeció la villa y la dotó de servicios para los peregrinos. Erigió el monasterio de Santa María la Real y fundó junto a él una alberguería dotada con rentas propias. Cuando en 1076 La Rioja se incorporó al Reino de Castilla, Alfonso VI prosiguió la política jacobea de la casa real navarra, aunque con su sello propio, es decir, favoreciendo escandalosamente a los monjes francos de Cluny. Pero ya a partir del siglo XII la relevancia santiaguesa de Nájera fue cediendo en favor de Santo Domingo de la Calzada, a donde se había trasladado el obispo para zafarse de los cluniacenses. A finales del siglo XV operaban todavía las alberguerías, reseñadas de esta guisa por el peregrino Künig: "Allí dan de grado por amor de Dios en los hospitales y tienes todo lo que quieres. Excepto en el hospital de Santiago, toda la gente es muy burlona. Las mujeres del hospital arman mucha algazara a los peregrinos, pero las raciones son muy buenas".
La actual fábrica de Santa María la Real es gótica de los siglos XV y XVI. Su iglesia se apoya en los riscos donde se halla la cueva en la que, según la leyenda (de la que no tenemos motivos para dudar, adujo el Caminante mayor), fue hallada una imagen de Santa María, románica ella. La cripta fue panteón real de la casa de Navarra.
Plegándose a las instrucciones recibidas en la etapa anterior, el Caminante se esmeraba en sumergirse en el universo imaginativo del cristianismo medieval, exponiéndose sin reservas a los impactos cognoscitivos y emocionales de las obras de arte que iba contemplando. Adoptó el talante espiritual de un peregrino de tiempos pasados, dispuesto a hacer de su camino su universidad. Las lecturas realizadas durante el año anterior bajo la guía epistolar del caminante mayor facilitaban su rápida compenetración con el escenario cultural que llamaba a las puertas de su sensibilidad. En ocasiones se separaba de su compañero, algo remiso frente a las artes plásticas, y solo o en unión con otros peregrinos consumía concienzudos recorridos por los monumentos.
En la plaza Mayor, los caminantes, algo aturdidos por su erudito deambular, se sentaron en los veladores de un café y se dedicaron, vaso en mano, a ver pasar el tiempo y los vecinos. A prima noche buscaron y hallaron una tasca de olores recios en la que les fue servida una trucha del Najerilla frita, que acompasaron con clarete de Azofra, tras lo cual atravesaron el río y se retiraron a descansar.