sábado, 9 de diciembre de 2006

LA AMATISTA

JOSÉ MONTSERRAT TORRENTS

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.

SEXTA ENTREGA

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HE

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De Nájera a Santo Domingo de la Calzada


Madrugadores, para completar la jornada en un solo tranco matinal, los caminantes estaban ya sobre la calzada a las siete de la mañana. Emprendieron animosos la no muy empinada cuesta que por detrás de Santa María la Real asciende por el alcor que domina la villa, entre cuevas, pinos, peñascales rojizos y mucha basura. La subida fue breve, y al poco alcanzaron un otero alfombrado de viñedos, a partir del cual el camino desciende suavemente hasta Azofra. En el margen izquierdo del camino aparece, inesperadamente, un acebuche, poco más que un arbusto, vestigio de los olivares que en tiempos no muy remotos alternaban con las viñas en estas vaguadas todavía mediterráneas de La Rioja. El camino entronca con la carretera vieja de Azofra, que queda todavía a dos kilómetros.
El pueblo se extiende a ambos lados del Camino. El bar Camino de Santiago estaba abriendo sus puertas y por ellas entraron los caminantes con voluntad de desayunarse épicamente, y a fe que nada les faltó. Durante los actos conversaron sobre vinos con un vecino, cosechero y alcalde por más señas.
La nobleza de los vinos de La Rioja parece estar relacionada con la afluencia de francos que transitaban por el Camino de Santiago, el Camino Francés, y se instalaban permanentemente en las ciudades, donde llegaron a tener barrios y administración propios. En el siglo pasado varios bodegueros, encabezados por el marqués de Murrieta, importaron técnicas bordelesas de elaboración y conservación de caldos. La filoxera, que arribó a estas cotas hacia el 1893, destruyó las cuatro quintas partes de los viñedos. Pero lo que quedó bastó para recuperarse e iniciar un sostenido comercio con los productores franceses, que persiste todavía.
La variedad de uva más cultivada es el tempranillo, del que proceden los tintos. La garnacha (o como le dicen aquí, el garnacho), uva negra, se utiliza para los claretes, y la blanca o viura para los blancos. En el trecho riojano del Camino de Santiago el vino más producido es el clarete. El de Azofra es justamente afamado. En Santo Domingo de la Calzada, donde casi no hay viñas, se bebe el honesto clarete de Cordovín.
Cuando se está en La Rioja es mandado beber exclusivamente los vinos cosecheros del año obtenidos por las pequeñas bodegas locales. Los vinos embotellados por las grandes bodegas de crianza hay que dejarlos para las mesas foráneas.
Poco después de la salida de Azofra, más allá de la fuente del Romero, el camino abandona la carretera y sigue sobre una pista que discurre primero entre majuelos y luego entre trigales. El trazado, reciente, aprovecha las pistas de la concentración parcelaria para acercarse a Cirueña casi en línea recta. Ni un árbol por remedio.
A quince minutos de Azofra, a la vera del camino, se levanta un "rollo" medieval, columna adornada con la armas del señor feudal de estos predios.
En adelante hay que poner mucha atención a las señales para no perderse en el dédalo de pistas. Unos cinco kilómetros después de Azofra se atraviesa la carretera que va a San Millán de la Cogolla por Alesanco. A la derecha, al otro lado de la carretera nacional, se divisa la asolanada loma de Valpierres, por donde discurría la vía romana que procedente de Tricio seguía hasta Briviesca. Después de atravesar una acequia de quijeros despeinados se inicia una ligera cuesta hasta un altozano desde el que se divisa ya la torre de la iglesia de Cirueña asomada tras una loma a cosa de media legua. La vereda pasa ahora a tocar de los inmensos robledales que oscurecen la ladera norte de la Sierra de la Demanda.
Sentado en el margen de un regato, un peregrino solitario, hombre de mediana edad, se daba un pediluvio en las aguas verdosas. Iba tocado con un ancho sombrero de fieltro gris y llevaba anudada al cuello una pañoleta color de teja. Saludó a los caminantes en buen castellano. Correspondieron ellos y, acomodándose en el rastel del puentecillo que salvaba el regato entablaron conversación.
Era el jacobípeta neerlandés de nación y profesor de la Universidad de Nimega, en la que dirigía el Departamento de Coprología y Escatología. Narró, mientras se complacía en enturbiar las aguas ya de suyo fangosas del arroyuelo, las dificultades que tuvo que salvar para obtener para la antropología coprológica un lugar en los estudios académicos. El más nimio recoveco de la naturaleza, argumentó, el más irrisorio resto de tiempos pasados, la más insignificante faceta de la conducta humana son susceptibles de tratamiento científico, entran en los programas de estudio y son considerados temas aptos para tesis doctorales. En cambio, un aspecto tan relevante del acontecer vital humano como es la defecación está completamente excluido de la perspectiva estudiosa y queda relegado al ámbito de la subcultura y de la chocarrería lingüística. Al homo sapiens lo flanquean el homo ludens, el homo symbolicus, el homo hierarchicus, el homo oeconomicus. Pero se quiere ignorar la existencia del homo defecans. La defecación es uno de los ejemplos más palmarios de la capacidad del ser humano para sepultar en el cerco de lo inexistente aquello que le ofende y le molesta. Y una antigua tradición ha decretado que la secuencia defecatoria es, en su globalidad, ofensiva para la dignidad del ser humano. El profesor adujo un curioso ejemplo. En una carta a Agatópodo, Valentín de Alejandría, en el siglo II, escribe: "Jesús obraba de manera divina, pues comía y bebía de modo que no evacuaba los alimentos. Tan grande era su poder de continencia que la comida en él no se corrompía, puesto que en él no hallaba lugar la corrupción." El excremento, después de ser lo execrable, es lo inexistente. Es producido por órganos siempre cubiertos, es depositado en lugares cerrados y retraídos de designación eufemística y es evacuado a través de conductos subterráneos de ingeniería costosísima ignorados por el semoviente de superficie, que finge desconocer que buena parte de sus impuestos están destinados al mantenimiento del complejo sistema del alcantarillado urbano.
La literatura occidental, siguió argumentando el coprólogo, incluso la denominada realista, omite en la inmensa mayoría de los casos toda referencia a los intervalos defecatorios de los personajes. Y cuando se refieren a ello es con la inequívoca intención de provocar, como en las primeras páginas del "Ulises" de James Joyce. Se ofrecen toda clase de detalles sobre el vestido, la comida, el mobiliario, los gestos cotidianos...pero los personajes nunca se retiran para defecar, ni se deja constancia del lugar donde podrían hacerlo.
No todas las culturas, prosiguió el escatólogo, se han mostrado tan inconsecuentes frente a la realidad del vivir humano. La filosofía de la India consigna la defecación entre los cinco karmindriyas o karmas de la acción, junto al habla, la comprensión, la deambulación y la procreación.

La inconsecuente y asimétrica relación del hombre moderno con sus deyecciones, prosiguió el holandés ya lanzado a dar su clase, alcanza el colmo de la irracionalidad en la educación de los niños. La relación natural y espontánea de los niños y niñas muy pequeños con sus deposiciones es muy similar a la de los animales superiores. Los perros, por ejemplo, se sienten atraídos por el olor de las heces, perrunas o no, las olisquean e incluso se las comen. El hecho es que la naturaleza ha integrado los posos fecales en la red de incitaciones de la sexualidad. El efluvio fecal está hecho para agradar, no para provocar asco. En los retoños humanos, el asco es inducido por la educación. Dejado a su espontaneidad, el niño juega con sus deyecciones o incluso se las come. Pero desde la más temprana edad se le condiciona para que sienta el reflejo del asco frente a las defecaciones en general y frente a las suyas propias. Este condicionamiento es perjudicial para su equilibrado desarrollo personal y social. Las heces son una realidad omnipresente en la sociedad humana; una relación más ecuánime con ellas evitaría al infante y luego al adulto muchas incomodidades y muchas situaciones desagradables. El bajísimo dintel de la sensación de asco en las modernas sociedades occidentales representa una permanente amenaza de incomodidades y aun de sufrimientos. Cualquier trastorno en los servicios comunes puede redundar en insuficiencias higiénicas y provocar situaciones evacuatorias para los que el individuo no está preparado. Piénsese en trenes o aviones con grandes retrasos, en permanencias en lugares cerrados, en grandes concentraciones humanas, en hospedajes tercermundistas, en enfermos inmovilizados...: la inevitable comparecencia de las deyecciones y de los efluvios fecales representará una verdadera tortura para unos seres vivos educados para considerar asquerosos incluso sus propios posos orgánicos. En resumen: habría que elevar muchísimo el dintel del asco en la educación de los infantes. La defecación propia o ajena no debería suscitar asco en sí misma. La sensación de asco defensiva comenzaría a partir de productos corrompidos, patológicos o claramente perjudiciales. Nuestra cotidiana caquita no lo es.
La Universidad de Nimega, aseveró el profesor con un dejo de orgullo, ha tomado la valerosa decisión de incluir la defecación humana en su programa de estudios. Se creó, en el ámbito de la antropología, el Departamento de Coprología y Escatología, que aborda, con método rigurosamente científico, la siguientes materias: etnología y psicología social defecatorias, pedagogía, arquitectura y urbanismo, lingüística, literatura, arte, psicoanálisis, religión y filosofía. Otorga grados y publica una revista, "Deus defecans".
-¿Por qué este título?, inquirió el caminante.
- Porque el hombre ha pretendido agregarse al género de los dioses, dentro del cual una de sus diferencias específicas, junto con la mortalidad, es la defecación. Los demás dioses no defecan.
El coprólogo dio por terminado su pediluvio y sacó los pies del agua para que los secara el sol equinoccial y la brisa de la Sierra de la Demanda. Los caminantes se despidieron afablemente y le desearon toda clase de éxitos en sus esfuerzos por llevar al ser humano a una comprensión más ajustada de su discurrir terreno.
Cirueña es villorrio ventoso y canijo. Los caminantes entraron para refrescar la boca en la fuente comunal, en un jardincito delante de la iglesia, y retomaron el itinerario que en hora y media iba a conducirles sin tropiezos hasta las puertas de Santo Domingo de la Calzada a través de sernas solitarias, pajizas en los trigales segados, parduzcas en los barbechos. Las viñas ya se habían terminado. El sol era un redondo filo de fuego corusco colgado de un cielo nacarado y desnudo. Alcanzaron la zona industrial y se adentraron por las calles de la ciudad vieja, orientadas de este a oeste.
La ciudad de Santo Domingo de la Calzada surgió a mediados del siglo XI como entorno urbano del puente que un monje solitario llamado Domingo construyó sobre el río Oja para facilitar el paso de los peregrinos que rechazaban el rodeo por la antigua calzada romana de Tricio a Briviesca y preferían acercarse a Burgos a través de los Montes de Oca. La población pasó a denominarse "Burgo de Santo Domingo". A finales del siglo XII se reconstruyó el edificio de la colegiata, que es uno de los más antiguos ejemplares del gótico jacobeo, muy influido por el gótico languedociano. Una airosa torre exenta, de estilo barroco, completa el armonioso espacio de la plaza en la que se asienta la colegiata.
El caminante mayor guió decididamente a su compañero a lo largo de la antigua calle de los Caballeros hasta un gran caserón casi a la salida de la villa, lindando con los trigales que bordean el río Oja. Cruzaron una verja herrumbrosa, atravesaron un jardín en estado salvaje y entraron en un amplio y fresco zaguán, de uno de cuyos muros colgaba un gran tapiz negro. Al pie del tapiz había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Una dama de cabellos rubios, vestida con una túnica gris claro, que se presentó como la Magistra Domus, los acogió calurosamente y los condujo sin más preámbulos a unos espaciosos aposentos en la segunda planta. La casa bullía de toda clase de sonoridades musicales, como si decenas de intérpretes estuviesen afinando sus instrumentos. Esto es lo que cabalmente estaba sucediendo, aclaró una muchacha que bajaba por la escalera aplastada bajo el peso de su contrabajo.
Media hora más tarde los dos recién llegados se sentaban a la cabecera de una larga mesa de madera de haya que corría a lo largo de una de las paredes de una anchurosa cocina, en un extremo de la cual runruneaban tres lavavajillas en batería. Los residentes, notició la Magistra Domus, almuerzan en el refectorio a la una; la cena es a las ocho, y a las diez comienza el silencio. El desayuno se lo arregla cada cual en la cocina, aunque se recomienda frecuentar los cafés y tascas de la población.
Mientras devoraban un sencillo pero sabroso comistrajo monástico, el Mair, secundado por la Magistra Domus, fue informando al Caminante de la condición del lugar en el que se hallaba y donde iba a demorarse cuatro días.
El Sodalicio tenía en Santo Domingo de la Calzada una de sus cayenas de instrucción. Las demás estaban en Castrojeriz, en Sahagún y en Astorga; las grandes cayenas de Villafranca del Bierzo y de Santiago eran también de instrucción. En otras poblaciones había simples albergues, y en algunas nada.
La cayena de Santo Domingo era una de las mayores. Ocupaba un inmenso y macizo caserón que había sido seminario de una orden religiosa. Podía acoger cómodamente a cien personas en habitaciones dobles o individuales, y cien más en dormitorios colectivos. Había dos refectorios, tres espaciosos salones, varias aulas y una buena biblioteca, que ocupaba la antigua capilla. El amueblamiento y la decoración parecían el resultado de un pacto entre un monasterio benedictino y un colegio británico.
En un extremo del jardín posterior, colindante con los campos, había una gran cuadra en la que se oían piafar varios caballos.
La tarea encomendada a la cayena de Santo Domingo de la Calzada consistía en perfeccionar la inserción de los caminantes en las realidades del Camino Inferior de Santiago, es decir, en la geografía, la historia, el arte, la simbología y el significado espiritual de la Peregrinación. El objetivo era hacer de cada caminante un peregrino capaz de integrarse sin desajustes en la gran corriente de la peregrinación jacobea, penetrando en su mundo imaginario y en su universo de creencias. Entre Santo Domingo de la Calzada y Villafranca del Bierzo los caminantes se habrían como unos peregrinos más, participando en la vida del Camino. En Villafranca del Bierzo tenía lugar la instrucción definitiva en el Camino Superior de Santiago, que culminaba en la gran ceremonia iniciática de la Gran Blasfemia en Santiago. Después, los hombres y las mujeres iniciados seguían libremente su ruta hasta Finisterre y se dispersaban. Muchos, sin embargo, se desparramaban por las cayenas del Camino para participar en la formación de los nuevos caminantes o cuidar de la educación de las niñas y los niños durante los meses del Iter Magnus.
La instrucción, en la cayena, procedía por medio de la participación activa de los caminantes en lecturas, conferencias y conciertos que tenían lugar sin interrupción durante todo el período del Iter Magnus, de marzo a noviembre. La estancia podía durar hasta cuatro semanas.
La misma tarde de su llegada, Ramón Forteza fue sometido por parte de dos caminantes alemanas a un concienzudo examen de aptitudes musicales, tras el cual fue adscrito al coro en calidad de barítono. Todos los residentes con conocimientos musicales entraban a formar parte del coro o de la orquesta del Sodalicio. La orquesta contaba en aquel momento con cuarenta intérpretes; de ahí la algarabía instrumental que resonaba entre las paredes de la casa a todas horas del día.
Los días transcurrían plácidos a orillas del Oja. La variopinta y cambiante comunidad de Caminantes convivía en el caserón con un sosiego no falto de jovialidad. La actividad era constante. Se ofrecían toda clase de cursillos y conferencias, en los que todos oficiaban ora de profesores ora de alumnos. En la casa se hablaban media docena de lenguas, aunque todos, niños y mayores, se expresaban en un castellano pasmosamente correcto.
Llegaban grupos de caminantes con su caminante mayor, mujer u hombre, al frente. Otros partían, cumplida ya su estancia en la cayena Los caminantes mayores ocupaban en el refectorio una mesa aparte, y después de la cena solían demorarse en ella para participar o simplemente asistir a una dilatada Cámara Vespertina.
Es de saber que las actividades plenarias del Sodalicio tenían lugar después de la puesta del sol.
En las grandes cayenas y en las cayenas de instrucción había siempre niños y niñas; los había también ocasionalmente en algunas de las cayenas de tránsito. Eran en su mayor parte hijos o familiares de caminantes. Vivían en el Camino durante todo el período del Iter Magnus, aunque sus padres regresaran a su lugar de origen. Viajaban de Levante a Poniente a pie o a caballo, y regresaban en tren. Su tarea principal era la participación en el Gran Ritual y en la Gran Dramaturgia, como cantores, como instrumentistas, como actores o como acólitos. Seguían un ciclo de estudios adaptado a su edad, basado en la Ratio Studiorum reconocida por el Sodalicio desde del siglo XVI. Una Curia de Prefectos, dependiente del Consejo Nocturno, entendía en todo lo referente a la enseñanza. Cada alumno constituía por sí mismo una unidad docente que arrastraba un entero cuerpo de enseñantes. Dondequiera que se hallase el alumno o la alumna, tenía a su disposición los profesores correspondientes a su programa de estudios. Todos los caminantes estaban obligados a impartir clases de acuerdo con su especialidad. En muchas ocasiones, los caminantes tenían que retroceder en el Camino para acudir a la cayena donde eran requeridos para dar enseñanza; en este caso estaban autorizados a viajar en medios de transporte mecánicos. Podía darse la circunstancia, pues, de que en una cayena hubiera cinco alumnos y diez profesores. Por otra parte, la distribución de los niños entre las cayenas no obedecía a normas estrictas. La Curia de Prefectos respetaba los grupos de amistad que se hacían entre la muchachada, de manera que los amigos y las amigas podían convivir casi continuamente durante todo el período del Iter Magnus.
La grey infantil sumaba en Santo Domingo de la Calzada tres docenas de almas. Se agrupaba en comandos o partidas de acuerdo con los programas de estudio o los proyectos de aventuras, y participaban, cuando les era solicitado, en los conciertos. Comían en su propio refectorio y, bulliciosos como eran, no perturbaban en absoluto el estar del resto de la comunidad, que por lo demás los aceptaba tal como la vida los producía. En las noches claras subían a la azotea del edificio donde un Caminante polaco les impartía lecciones de astronomía observacional con la ayuda de un pequeño telescopio.
Ramón Forteza pasaba la mayor parte del tiempo en la capilla-biblioteca, que era también la estancia más fresca de la casa. Las lecturas recomendadas por los caminantes mayores versaban sobre historia medieval, arte románico y gótico, filosofía antigua y contemporánea (de los griegos se saltaba a Kant; lo de entremedio, decían, es pérdida de tiempo), ciencia (en particular cosmología y física cuántica) y antropología. El Caminante impartió una conferencia sobre la teoría de la relatividad y otra sobre la del Big Bang y asistió a un documentado cursillo sobre la economía de la Baja Edad Media. El talante intelectual del Sodalicio tendía netamente a la interdisciplinariedad, por lo que a través de cada título se accedía a la totalidad de los intereses culturales de los participantes. Sostenía largas conversaciones con otros residentes y daba breves y frecuentes paseos por las calles de la ciudad para irle tomando el tiento por de fuera. No se privaba de entrar en alguna tasca a tomar un vino y charlar con los vecinos. Nunca le preguntaron quien era, de donde venía y donde se alojaba, como si lo tuvieran bien sabido.
Un par de veces acudió con otros caminantes a las celebraciones litúrgicas de la Colegiata, lamentando la progresiva e irremediable decadencia del latín y del canto gregoriano en el culto de la iglesia católica. La cristiandad contemporánea, comentaron, ha sido una mala administradora del tesoro cultural que los siglos pasados le habían confiado. Un caminante francés adujo los versos de un juglar de su país: "Sans le latin, la messe nous emmerde".
Pasaron los cuatro días. Octubre entró, tibio y luminoso.

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