jueves, 6 de enero de 2011

Big Bang y Nagarjuna

C.C. Radovic
La teoría del Big Bang y la Perfección de la Sabiduría. El vacío como síntesis ontológica de todo cuanto existe, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2009.

PRÓLOGO

Aristóteles, en nuestros días poco leído y peor comprendido, dice al concluir sus esforzados Analíticos que los principios de la ciencia no son científicos. Para este viaje, podría rezongar un lector, no hacían falta alforjas. Pero es que para el viejo maestro el viaje no termina al final de su estudio de la lógica del conocimiento científico, no, el viaje empieza precisamente ahi. La emoción del descubrimiento, negada por el silogismo, comienza cuando el espíritu se aventura en el espacio de lo inseguro, de lo no permitido, de lo que lo explica todo, o nada, o de lo que, en el momento más impensado, explica algo que uno no había salido a buscar. Aristóteles, que nunca olvida su tarea de enseñar, ofrece algunos instrumentos para esta navegación de segunda en el conjunto de escritos que su editor tardío tituló Tópicos. Y allí revela de dónde podemos sacar esos huidizos primeros principios que se niegan a ser científicos: Los que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados. Flaca montura nos ofreces, estagirita. Al lado de la solidez pétrea de tus silogismos, aquí nos invitas a caminar sobre zancos. Sea. Pero permite que, lanzados ya a crear primeros principios de la ciencia no científicos, engrosemos tu mezquina lista con otros artefactos creadores de mayor rendimiento: las tradiciones, los sueños, las revelaciones, las visiones místicas, los juegos de palabras, la mirada de los artistas, las fantasías de los literatos, las intuiciones de los poetas…
El juego de este conocimiento que se sobrepasa a sí mismo adquiere visos de reciedumbre cuando el jugador, o el navegante, ha sabido moverse previamente con seguridad por los derroteros de la ciencia intachable, se ha mostrado competente en el espacio que Eugenio Trías denomina finamente el cerco del acontecer, y remonta a través de él hasta el cerco del límite. Esto es lo que cabalmente realiza C.C. Radovic en este ensayo. En su obra precedente, ¿Por qué ocurrió el Big Bang?El enigma del origen del universo, y en la primera parte del presente libro, Radovic pone de manifiesto un impecable dominio de la materia y del lenguaje de la física contemporánea, extremo que se hizo ya patente en la defensa de su tesis doctoral en la Universidad Autónoma de Barcelona ante un tribunal compuesto por físicos y filósofos. Entonces, instalado ya firmemente sobre el cerco del límite, el autor se aventura ahora en el cerco hermético, el ámbito de conocimiento que reside más allá de los límites, el universo intuitivo y conceptual que escapa, por definición, a los razonamientos de la ciencia, con la esperanza de regresar al cerco del límite con un bagaje nuevo o renovador que permita su ensanchamiento y, por ende, una mejor comprensión del cerco del acontecer, en el que vivimos, nos movemos y somos.
Ya los griegos habían intentado explotar las posibilidades tracendentales de un substantivo que existe en su lengua y no en otras, por ejemplo en latín o en hebero: el "ser". Por aplicación de un simple operador gramatical, el ser se convierte en el no-ser, y éste se identifica con otra palabra de la lengua, la nada. Pero la exploración del cerco hermético por medio de este artefacto ha sido uno de los más estrepitosos fracasos de la historia del pensamiento. Aristóteles, en un buen momento, ya lo advirtió, cuando avisó que el ser, en si mismo, no es nada. Y el Rig Veda, mucho antes, ya había prevenido: Al comienzo no había ni ser ni no ser".
La filosofía budista de la madhyamaka, o camino del medio, y su principal pensador, Nagarjuna, exploraron las potencialidades de otra herramienta verbal capaz de transformarse en instrumento apto para navegar por el cerco hermético en busca de una explicación sobre el origen del universo: el vacío, sunyata. Nada sabían de relatividad ni de mecánica cuántica, pero siglos después los físicos han constatado que las trabajosas especulaciones de Nagarjuna podían encajar con los resultados de la física más reciente en su expresión a través del lenguaje corriente, cosa para la cual se habían manifestado inútiles los seres parmenidianos y los unos plotinianos. C.C. Radovic sintetiza su estudio con una definición: "el Big Bang es una fluctuación cuántica, es decir: algo se materializó desde el vacío". Nagarjuna lo explicó a partir de los medios expresivos del sánscrito de su tiempo y por medio de una exploración del campo semántico del "vacío". Y si alguien objetara que esto no es ciencia, se le responderá que lo del Big Bang tampoco lo es, y se le remitirá a los Analíticos y a los Tópicos para penetrarse de la humildad intelectual indispensable para navegar por los insondables espacios del cerco hermético.
C.C. Radovic no se limita en esta obra a explicar y resumir cumplidamente el pensamiento de Nagarjuna en torno a la cuestión del vacío, sino que ofrece un estudio detallado del filósofo, de su obra y del budismo contemporáneo, e incluye, en una cuidadosa versión a partir de otras traducciones, el texto completo de la Madhyamaka Karika. Cotejada con otras, demasiadas, publicaciones que intentan acercarnos al mundo oriental con procedimientos acríticos y fantasiosos, el acercamiento del autor es de un rigor y de una solvencia verdaderamente insólitos.
El autor no se ha recatado de manifestar repetidamente su entusiasmo acerca de la validez de la doctrina de Nagarjuna en orden a la explicación de uno de los grandes misterios del conocimiento humano, el origen del universo. Es este un talante propio de los exploradores del cerco hermético, del más allá, del principio y del fin. La tarea es áspera, y sin un ánimo endemoniado (en sentido griego) no se podría llevar a cabo. El autor aspira a que esta teoría de teorías pueda sentar las bases de "una síntesis cultural entre Oriente y Occidente", por cuanto enseña que "el cosmos parece culminar en el hombre y resumirse en él". El firmante de este prólogo, escéptico de obediencia rigurosamente pirrónica, no tiene necesidad de acompañar al autor en esta parte de su camino para compartir con él los resultados de su investigación y la admiración por la sabiduría del misterioso Nagarjuna, e invita al lector un tanto sorprendido a compartir la sonrisa simpática del tribunal que escuchó a C.C. Radovic, debatió con él y le otorgó la máxima calificación universitaria, que no dudo harían extensiva a este libro.

José Montserrat Torrents
Universidad Autónoma de Barcelona

lunes, 10 de mayo de 2010

Compás de espera

El blog hiverna, pero no muere.

jueves, 4 de febrero de 2010

Big Bang y Nagarjuna

C.C. Radovic
La teoría del Big Bang y la Perfección de la Sabiduría. El vacío como síntesis ontológica de todo cuanto existe, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 2009.

PRÓLOGO

Aristóteles, en nuestros días poco leído y peor comprendido, dice al concluir sus esforzados Analíticos que los principios de la ciencia no son científicos. Para este viaje, podría rezongar un lector, no hacían falta alforjas. Pero es que para el viejo maestro el viaje no termina al final de su estudio de la lógica del conocimiento científico, no, el viaje empieza precisamente ahi. La emoción del descubrimiento, negada por el silogismo, comienza cuando el espíritu se aventura en el espacio de lo inseguro, de lo no permitido, de lo que lo explica todo, o nada, o de lo que, en el momento más impensado, explica algo que uno no había salido a buscar. Aristóteles, que nunca olvida su tarea de enseñar, ofrece algunos instrumentos para esta navegación de segunda en el conjunto de escritos que su editor tardío tituló Tópicos. Y allí revela de dónde podemos sacar esos huidizos primeros principios que se niegan a ser científicos: Los que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados. Flaca montura nos ofreces, estagirita. Al lado de la solidez pétrea de tus silogismos, aquí nos invitas a caminar sobre zancos. Sea. Pero permite que, lanzados ya a crear primeros principios de la ciencia no científicos, engrosemos tu mezquina lista con otros artefactos creadores de mayor rendimiento: las tradiciones, los sueños, las revelaciones, las visiones místicas, los juegos de palabras, la mirada de los artistas, las fantasías de los literatos, las intuiciones de los poetas…
El juego de este conocimiento que se sobrepasa a sí mismo adquiere visos de reciedumbre cuando el jugador, o el navegante, ha sabido moverse previamente con seguridad por los derroteros de la ciencia intachable, se ha mostrado competente en el espacio que Eugenio Trías denomina finamente el cerco del acontecer, y remonta a través de él hasta el cerco del límite. Esto es lo que cabalmente realiza C.C. Radovic en este ensayo. En su obra precedente, ¿Por qué ocurrió el Big Bang?El enigma del origen del universo, y en la primera parte del presente libro, Radovic pone de manifiesto un impecable dominio de la materia y del lenguaje de la física contemporánea, extremo que se hizo ya patente en la defensa de su tesis doctoral en la Universidad Autónoma de Barcelona ante un tribunal compuesto por físicos y filósofos. Entonces, instalado ya firmemente sobre el cerco del límite, el autor se aventura ahora en el cerco hermético, el ámbito de conocimiento que reside más allá de los límites, el universo intuitivo y conceptual que escapa, por definición, a los razonamientos de la ciencia, con la esperanza de regresar al cerco del límite con un bagaje nuevo o renovador que permita su ensanchamiento y, por ende, una mejor comprensión del cerco del acontecer, en el que vivimos, nos movemos y somos.
Ya los griegos habían intentado explotar las posibilidades tracendentales de un substantivo que existe en su lengua y no en otras, por ejemplo en latín o en hebero: el "ser". Por aplicación de un simple operador gramatical, el ser se convierte en el no-ser, y éste se identifica con otra palabra de la lengua, la nada. Pero la exploración del cerco hermético por medio de este artefacto ha sido uno de los más estrepitosos fracasos de la historia del pensamiento. Aristóteles, en un buen momento, ya lo advirtió, cuando avisó que el ser, en si mismo, no es nada. Y el Rig Veda, mucho antes, ya había prevenido: Al comienzo no había ni ser ni no ser".
La filosofía budista de la madhyamaka, o camino del medio, y su principal pensador, Nagarjuna, exploraron las potencialidades de otra herramienta verbal capaz de transformarse en instrumento apto para navegar por el cerco hermético en busca de una explicación sobre el origen del universo: el vacío, sunyata. Nada sabían de relatividad ni de mecánica cuántica, pero siglos después los físicos han constatado que las trabajosas especulaciones de Nagarjuna podían encajar con los resultados de la física más reciente en su expresión a través del lenguaje corriente, cosa para la cual se habían manifestado inútiles los seres parmenidianos y los unos plotinianos. C.C. Radovic sintetiza su estudio con una definición: "el Big Bang es una fluctuación cuántica, es decir: algo se materializó desde el vacío". Nagarjuna lo explicó a partir de los medios expresivos del sánscrito de su tiempo y por medio de una exploración del campo semántico del "vacío". Y si alguien objetara que esto no es ciencia, se le responderá que lo del Big Bang tampoco lo es, y se le remitirá a los Analíticos y a los Tópicos para penetrarse de la humildad intelectual indispensable para navegar por los insondables espacios del cerco hermético.
C.C. Radovic no se limita en esta obra a explicar y resumir cumplidamente el pensamiento de Nagarjuna en torno a la cuestión del vacío, sino que ofrece un estudio detallado del filósofo, de su obra y del budismo contemporáneo, e incluye, en una cuidadosa versión a partir de otras traducciones, el texto completo de la Madhyamaka Karika. Cotejada con otras, demasiadas, publicaciones que intentan acercarnos al mundo oriental con procedimientos acríticos y fantasiosos, el acercamiento del autor es de un rigor y de una solvencia verdaderamente insólitos.
El autor no se ha recatado de manifestar repetidamente su entusiasmo acerca de la validez de la doctrina de Nagarjuna en orden a la explicación de uno de los grandes misterios del conocimiento humano, el origen del universo. Es este un talante propio de los exploradores del cerco hermético, del más allá, del principio y del fin. La tarea es áspera, y sin un ánimo endemoniado (en sentido griego) no se podría llevar a cabo. El autor aspira a que esta teoría de teorías pueda sentar las bases de "una síntesis cultural entre Oriente y Occidente", por cuanto enseña que "el cosmos parece culminar en el hombre y resumirse en él". El firmante de este prólogo, escéptico de obediencia rigurosamente pirrónica, no tiene necesidad de acompañar al autor en esta parte de su camino para compartir con él los resultados de su investigación y la admiración por la sabiduría del misterioso Nagarjuna, e invita al lector un tanto sorprendido a compartir la sonrisa simpática del tribunal que escuchó a C.C. Radovic, debatió con él y le otorgó la máxima calificación universitaria, que no dudo harían extensiva a este libro.

José Montserrat Torrents
Universidad Autónoma de Barcelona

viernes, 18 de diciembre de 2009

Hipatia

LA NOBLE VIDA Y EL TRAGICO FIN DE HIPATIA


En noviembre de 392, el emperador Teodosio I, para vengarse del apoyo prestado por las familias patricias romanas al usurpador Eugenio, promulgó un edicto de prohibición de los cultos paganos: Que nadie ose sacrificar una víctima inocente, como tampoco, por medio de un sacrilegio más discreto, adore a sus dioses lares con fuego, a su genio con vino puro y a sus penates con perfume, ni encienda lámparas, expanda incienso o cuelgue guirnaldas (Codex Theodosianus XVI 10,12). El cambio de actitud de Teodosio fue fulminante; todavía once años antes, había autorizado plegarias puras en los templos. (Codex Theodosianus XVI 10, 7).

Occidente había sido más tolerante que Oriente con los cultos ancestrales. La situación del paganismo era particularmente comprometida en Egipto, debido sobre todo a la intransigencia de los monjes, que tenían moralmente secuestrada a la jerarquía y creaban graves problemas de orden público a la administración civil. Desde finales del siglo IV hasta mediados del V el abad Chenute se dedicó a saquear y derribar templos paganos, yendo mucho más allá de lo autorizado por las leyes imperiales.
Desde el año 385 regía la sede de Alejandría Teófilo. Los historiadores no han sido amables con este personaje: Enemigo perpetuo de la paz y de la virtud, hombre audaz y malvado, cuyas manos se mancharon alternativamente de oro y de sangre . (Gibbon, Decline and Fall , I 103).
Alentado por los sucesivos decretos imperiales, Teófilo intensificó la campaña de destrucción de templos paganos en la misma ciudad de Alejandría. Los gentiles, todavía numerosos, ofrecieron resistencia, y al cabo los más irreductibles, encabezados por el filósofo Olimpios se refugiaron tras los imponentes muros del Serapeion, que no era solamente un templo, sino un centro de estudios de renombre universal. Teófilo hizo lanzar las tropas contra el edificio. Hubo una encarnizada refriega, con víctimas en ambos bandos. Al fin, el Serapeion sucumbió y Teófilo mandó arrasarlo por completo. Quedó en pie, incomprensiblemente, una columna, que fue visible largo tiempo en aquel barrio de la ciudad. Todo esto ocurrió en el año 391. (Sócrates, Historia eclesiática V 17; Sozomeno, Historia eclesiástica VII 15,9).

La mayoría de profesores y alumnos del Serapeion se dispersaron. Algunos, sin embargo, permanecieron en la ciudad, entre ellos el astrónomo y matemático Teón, que hacia 364 era uno de los profesores más apreciados de Alejandría. Teón había publicado un comentario del Almagesto y el manual de las tablas astronómicas de Tolomeo. Su hija Hipatia, nacida en torno a 370, cuidó de la edición del libro III de los comentarios del Almagesto (obra conservada) y publicó por su cuenta comentarios al álgebra de Diofanto y al libro de las Cònicas de Apolonio (obras no conservadas).
Hipatia era matemática, astrónoma y también filósofa. A principios del siglo V, con el acceso del emperador Teodosio II al trono del imperio de Oriente (408), Alejandría recuperó una cierta vida intelectual en la que los paganos seguían jugando un importante papel. Hipatia profesaba en una escuela subvencionada por la ciudad. Enseñaba filosofía a un público variado, compuesto de cristianos y paganos. Su orientación filosófica era platónica, pero no precisamente "neoplatónica"; la escuela de Plotino, floreciente en Siria y Atenas, no había hecho mella todavía en Egipto (véase Damascio, Vita Isidori , fragm. 102-105).

El historiador cristiano Sócrates describe a Hipatia como mujer afable y atractiva. Se casó con un profesional de la filosofía llamado Isidoro. Llevaba un régimen de vida sobrio e incluso ascético. Se contaba que un discípulo se enamoró de tanta profesora y que ésta, harta ya del asedio del pretendiente, le mostró una compresa higiénica usada, espetándole: "Mira, mozo, de lo que te has enamorado; nada bello". Esta anécdota refleja una actitud deliberadamente cínica en la actitud de Hipatia. La escuela cínica tenía todavía seguidores en la época, incluso cristianos, que gustaban de provocar a los "bien pensantes" (Sócrates, en o.cit. 7,15).
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Hipatia era un personaje insólito en su época, ya por el mero hecho de enseñar matemáticas y filosofía. Pero, además, no se recataba de desconcertar a la población vistiendo la túnica masculina y frecuentando lugares reservados a los hombres. Esta conducta contribuyó a granjearle muchos enemigos. Uno de los discípulos más célebres de Hipatia fue Sinesio de Cirene, que frecuentó su escuela entre 393 y 396, poco después de la destrucción del Serapeion, y cuando la profesora era todavía muy joven. Sinesio se convirtió más tarde al cristianismo y fue elegido obispo de Ptolemais en Cirene. Se conservan varias cartas suyas a Hipatia, de los años 404 al 407 (en Patrologia Graeca vol. 66, cols. 1321-1560, especialmente cartas 10, 16 y 154). En una de ellas la llama "maestra y madre".
Los prefectos imperiales, atentos a preservar la concordia pública, no dejaban de visitarla cuando tomaban posesión del cargo. Uno de ellos, Orestes, simpatizó abiertamente con la profesora. Se rumoreaba que incluso habían hecho carreras de caballos; porque Hipatia, además, cabalgaba.
En el año 412 accedió a la sede del patriarcado de Alejandría Cirilo, sobrino de Teófilo. Era un griego de la ciudad, educado en la escuela cristiana de Alejandría. En 403 había acompañado a su tío a Constantinopla para promover la deposición de Juan llamado Crisóstomo, un excelente pastor que se dio de bruces con la corrupción eclesiástica de si ciudad. Cirilo fue un aventajado discípulo del nefasto Teófilo, como los hechos iban a demostrar.
El prefecto Orestes, cristiano, estaba cargado de buenas intenciones, y no tardó en entrar en conflicto con el patriarca. Hubo un incidente en el teatro. Se representaba una pantomima, con actores de mucho éxito. Los espectadores aclamaban a sus preferidos, pero no con criterios artísticos, sino por espíritu de facción, y en este caso no de verdes contra azules, sino de cristianos contra judíos y viciversa. Para apaciguar los ánimos, el prefecto Orestes compareció en el teatro y convocó una asamblea ciudadana. El patriarca Cirilo envió al maestro de primeras letras Hierax, que dirigía también la cuadrilla que aplaudía los sermones del patriarca. Los judíos denunciaron a Hierax como provocador. El prefecto se dio cuenta de que Hierax había acudido como informador del patriarca, y lo hizo detener para someterlo a la quaestio . Cirilo, por su parte, convocó a los dirigentes de la comunidad judía y los amenazó con represalias.
El negocio se complicó. Los judíos organizaron partidas para apalear a los cristianos, e intentaron incluso incendiar la iglesia llamada de Alejandro. Los cristianos se defendieron y se levantó un sonado tumulto.
El patriarca, invadiendo claramente funciones civiles, reaccionó violentamente. Envió a sus esbirros a derribar las sinagogas, confiscó sus bienes y al fin hizo expulsar a los judíos de la ciudad. Orestes, irritado por las extralimitaciones del patriarca, lo denunció ante el emperador Teodosio II, el cual, ocupado en otros asuntos, hizo caso omiso de las quejas de su administrador.
Hubo otro incidente gravísimo. Una turba de monjes del desierto de Nitria, siempre dispuestos a la violencia, se toparon con el prefecto en las calles de Alejandría y comenzaron a insultarlo, tildándolo de pagano. Uno de los exaltados cenobitas le arrojó un canto; Orestes cayó con el rostro ensangrentado. La guardia del prefecto arrestó al agresor, que fue sometido a la quaestio y murió en los actos. Cirilo se apresuró a declarlo mártir, pero buena parte de la comunidad cristiana de Alejandría no lo secundó, pues estaban hartos de los excesos de los monjes "egipcios", es decir, no griegos.
Cirilo no cejó en su lucha contra el paganismo, y maquinó la pérdida de su principal representante, la matemática Hipatia. Un día de la cuaresma del año 415, la profesora regresaba a la ciudad por la Vía Canópica. Al pasar junto a la iglesia de San Miguel, en el barrio del antiguo Cesareion, una cuadrilla de fanáticos pertenecientes a una cofradía cristiana de marineros, la asaltaron, la arrastraron hasta los muros de la iglesia, la desnudaron y la mataron a golpes de teja. Luego la descuartizaron y recorrieron varias calles exhibiendo los miembros sanguinolentos de la pobre mujer. Al fin los quemaron. El cronista (Sócrates) ha conservado el nombre de cabecilla de los asesinos: el lector litúrgico Pedro.
La responsabilidad de Cirilo en el asesinato de Hipatia es sostenida por el filósofo pagano Damascio (en los fragmentos citados) y también por el historiador cristiano Sócrates (obra citada). Se desconoce la reacción de la adminstración imperial ante el crimen. Por otra parte, la enseñanza filosófica de Hipatia fue continuada en los círculos paganos de Alejandría hasta entrado el siglo VI. Justiniano, en el año 529, puso fin a las escuelas paganas dentro del imperio. Los últimos representantes del paganismo emigraron a Harran, en territorio persa. De Harran había salido Abraham dos mil años antes.

BIBLIOGRAFIA.
Excelente obra reciente de D. Frankfurter, Religion in Roman Egypt.. Assimilation and resistance , Princeton University Press, 1998.
F. Schaefer, "St. Cyril of Alexandria and the murder of Hypatia", en Catholic University Bulletin 8 (1902) 441-453; P. Chauvin, Chronique des derniers paiens , Paris, Les Belles Lettres, 1991, págs. 90-94; J.M. Rist, en Phoenix 19 (1965) 214 ss.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Nada

Inserción de continuidad

viernes, 29 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 12-15

12


EL NOVIAZGO




Totmés y Tírsit regresaban, enlazadas las manos, del muelle de Hermópolis, a donde habían ido a despedir a Turi, que emprendía el viaje hacia el templo de Isis de Tkou para entregar a Pinedjem los ejercicios gramaticales de los dos aprendices de escriba. Era el mes de Paone, el junio de los romanos, y el río iba muy bajo, de manera que el canal del templo de Tot, mal entretenido, no era navegable.
Era primera hora de la tarde. Hacía un calor bochornoso bajo un sol aturdidor, y el viento del Nilo todavía no se había entablado. Llegados a la entrada de la garganta de los Chacales decidieron desviarse hacia el pozo de los Pastores para descansar bajo la sombra precaria de los sicomoros que crecían al reparo de un peñasco alto como un templo. En el pozo encontraron una caravana de libios que acababa de llegar del Pequeño Oasis transportando sal y bloques de alabastro. Conversaron con ellos. Les agradaba escuchar la áspera habla de los habitantes del desierto, en la cual discernían remotas familiaridades con la lengua de los faraones más antiguos. Los caravaneros, cuando supieron quienes eran aquellos rapaces, les obsequiaron con un saquito de sal y una barrita de alabastro, instruyéndolos acerca de cómo tenían que esculpirlo.
A todo esto había comenzado a soplar el viento del Nilo, y los dos hermanos decidieron regresar al templo de Tot por las Colinas Brillantes, así llamadas por la abundancia de mica en sus rocas graníticas, en lugar de ir por la calzada que rodeaba las peñas. Era un sendero tortuosos y perdedor que bordeaba las crestas de las estribaciones de las montañas líbicas que avanzaban sobre el Valle del Nilo. Lo habían recorrido muchas veces para ir a buscar hierbas para Menat-Neter, que era experta en herbicultura. El sendero se encaramaba por la peña rocosa por un alcorce apenas perceptible y, alcanzada una repisa, se desplomaba sobre el valle encajonado a la entrada del cual se hallaba el templo de Tot de Tierra Adentro. Llegados al rellano donde el sendero comenzaba a bajar entre aulagas resecas se sentaron sobre un pedrusco que sobresalía como una cornisa sobre el valle, que un poco más abajo comenzaba a verdear y a reflejar el agua de los canales y de los regatos. Al sentarse adoptaban espontáneamente la posición de los escribas, que les era ya tan cómoda como sentarse sobre un cojín de plumas. Sentados frente a frente, con las rodillas a tocar, bebieron agua de la calabaza que habían llenado en el pozo y contemplaron en silencio el paisaje que se extendía a sus pies.
Pasados los congostos de Antinópolis, el Nilo, a la altura de Hermópolis, se ensanchaba y se desparramaba por multitud de pequeños valles, cerca de los cuales se levantaban aldeas y embarcaderos. Durante la inundación, todo el paraje era un inmenso lago de color fangoso que lamía los muelles de los pueblos sabiamente edificados sobre los brazos de las montañas líbicas que bajaban hasta la orilla del río. Después del reflujo de las aguas, el valle era un jardín lozano. Junto a las corrientes de agua, las huertas tejían una ancha terraza de verdes densos y oscuros. Venían después los campos de trigo y de cebada, que se adentraban audazmente por los valles del desierto. Más arriba, rozando las arenas, liñas de frutales, fuera del alcance de la crecida, arrancaban del pedregal un último tributo de fertilidad. En algunas colinas oreadas por el aire de la ribera brillaban las hojas plateadas de los olivos, jamás regados y siempre verdes.
Tírsit y Totmés contemplaban en silencio aquel pequeño mundo risueño que había sido su hogar desde la infancia. Amaban el Nilo, aquel río sosegado y generoso, que sin desfallecer nutría a la gente de su país, aquel Egipto que, aun siendo suyo, veían cada vez más forastero, entregado a fuerzas ajenas y destructoras.
- Hoy hemos enviado a Pinedjem los últimos ejercicios- comentó Tírsit-. ¿Es que se ha terminado la gramática?
- Creo que si- respondió Totmés-. Los pseudoparticipios era lo último que teníamos que estudiar. Ahora todo consistirá en repasar y leer textos.
- Repasaremos y leeremos muchos textos, Totmés. Hasta escribiremos nuevas páginas. ¿Y después qué?
Totmés apartó la vista del espectáculo luminoso que tenía a sus pies y miró a su hermana con gesto inquieto.
- ¿Qué quieres decir, Tírsit, con "después"?
- Si, después ¿qué?
Totmés permaneció taciturno. Dejó de mirar el valle florido y volvió la vista hacia el otro Egipto, el de las montañas abruptas y hurañas. Había llegado lo inevitable. Las cuitas que lo desazonaban en las largas noches llenas de angustia y de insomnio se habían abierto camino en el espíritu de su hermana. Ya no sufriría solo, aunque sufriría más. Lentamente, como si las palabras fueran sillares arrancados de la cantera, murmuró:
- Para nosotros no hay después, Tírsit. Somos los últimos.
- Si, esto ya lo sé, Totmés. Lo hemos oído decir muchas veces. Cuando muera Pinedjem, tú y yo seremos los últimos escribas de la lengua sagrada de los egipcios. Es casi seguro que no podremos enseñarla a nadie más. Vivimos aislados, desterrados en el corazón de nuestro propio país. No tenemos ni amigos ni amigas de nuestra edad. Todos los que nos rodean son gente mayor, y algún día desaparecerán sobre la barca de Osiris.
- No tienes que temer por esto, Tírsit. Padre nos ha dicho muchas veces que nunca nos faltarán los medios de subsistencia.
- No es esto lo que me inquieta, hermano. Además, siempre nos quedaría el refugio del templo de Filas. Es tu vida y mi vida lo que me da que pensar. Ya no somos unos niños, aunque nos agrade jugar a serlo. ¿Qué nos aguarda después de las próximas crecidas del Nilo?
- El templo, nuestros padres, nuestros amigos de la antigua religión…
- Todo esto se lo llevará el tiempo cuando nosotros seremos todavía jóvenes. Pero, ¿y tú, Totmés? ¿No tendrás que abandonar tu vieja familia para fundar otra nueva, como todos los hombres?
Totmés agarró un canto y lo lanzó violentamente por el despeñadero. La piedra bajo rodando y se detuvo en los primeros surcos de un campo de cebada. Después con la cabeza inclinada, murmuró:
- Nada será bastante fuerte para dejar el templo y separarme de ti.
- Pero tendrás que casarte, Totmés. Es un deber que nos impone nuestra religión: casarse, tener hijos y educarlos en el amor de los dioses.
- ¿Y con quien quieres que me case? Vivimos como fieras asediadas en nuestro templo siempre amenazado, que es nuestra cárcel. No conozco ninguna chica, y aunque la conociera, ¿cómo consentiría casarse con un idólatra expulsado de la compañía de la gente normal? Además, ¿por qué hablas sólo de mí? Según las costumbres de nuestro país, tú también tendrás que casarte pronto.
Tírsit sonrió. Había recobrado su habitual sosiego. Miró fijamente a su hermano que, taciturno, se empeñaba en abrir un hoyo con un canto achatado. Le puso la mano en la cabeza y lo despeinó, mientras decía como si recitase un texto sagrado:
- Yo no podría amar nunca a otro hombre, Totmés; sólo te amo a ti.
Totmés levantó los ojos y repuso lentamente:
- Yo no podría amar nunca a otra mujer, Tírsit; sólo te amo a ti.
Se miraron a los ojos largo tiempo, sin descubrir nada nuevo, viendo en el fondo de sus miradas lo que siempre habían visto. Tírsit prosiguió:
- Los primeros recuerdos de mi vida están ligados a ti. Me veo en tus brazos, protegida y amada.
- Eras la pequeña cosa que yo tenía que proteger y amar.
- Nunca me he apartado de ti. No podría soportarlo.
- Sin ti a mi lado yo no sería el mismo. No puedo imaginármelo, pues nunca, ni un solo día, he estado lejos de ti.
- Nunca podría dormirme sin sentir tu mano en mi mano.
- Nunca me dormiría sin sentirte dormida a mi lado, tranquila y confiada.
- Te amo, hermano mío.
- Te amo, hermana.
- Tú eres para mí Osiris.
- Tú eres para mí Isis.
Tírsit tomó las manos de Totmés y las apretó entre las suyas, mientras decía, con voz segura y decidida:
- Isis y Osiris eran hermanos y esposos.
Totmés dijo con firmeza:
- Seas tú mi esposa, Tírsit. Desde ahora y por siempre.
- Seas tú mi esposo, Totmés. Desde ahora y por siempre.
Sentados como dos escribas frente a frente, los dos hermanos se miraron de hito en hito con las manos enlazadas. Poco a poco, inclinando las cabezas, juntaron sus labios en un beso.
El sol, que había estado inundando el valle con su luz deslumbrante, comenzó a declinar. Las hazas de cultivos volvieron a la intensidad de los verdes fértiles; los trigos y las cebadas se dejaron cimbrear por los golpes de viento que subían del Nilo; en las terrazas de tierra rescatada al desierto, los frutales y los olivos se preparaban para la mutación vespertina de los colores. Al otro lado del Nilo, las lejanas montañas de la serranía arábiga se iban sumergiendo en el azul de un anochecer dilatado. Al pie de las balaustradas rocosas de los montes líbicos comenzaban a aparecer acogedores nidos de sombra.
Cuando el sol dejó súbitamente de bañarlos con su luz, Tírsit y Totmés separaron sus labios y, sin decir palabra, se levantaron y emprendieron, con las manos enlazadas, el camino de descenso hacia la hondonada del templo de Tot.

Menat-Neter y Nimlot estaban sentados sobre una alfombra en una de las capillas que circundaban la nave del santuario, iluminada por la llama mortecina de los candiles de aceite del ritual vespertino que acababan de celebrar. Tírsit y Totmés estaban de pie delante de ellos, envueltos en sus mantos de ceremonia. Menat-Neter respiraba pausadamente, haciendo esfuerzos por ocultar su emoción. Nimlot, silencioso, miraba a sus hijos, que permanecían inmóviles en la penumbra del templo desierto. Al fin, el sacerdote dijo con voz solemne, como si recitara los versos de un ritual:
- Éste es un gran día para el templo de Tot de Hermópolis. Totmés y Tírsit, hermanos de padre y madre, han llamado a las puertas del santuario para dar a conocer que, de acuerdo con los antiguos usos de la gente egipcia, han decidido ser esposo y esposa, sin dejar de ser hermano y hermana. Como sacerdote del templo de Tot, acepto y legitimo los esponsales. Menat-Neter y yo, como madre y padre, sentimos un profundo gozo y un gran consuelo por vuestra decisión. Muchas veces hemos rogado a Isis y a Osiris, como hermanos y esposos, que inspirasen en vuestros corazones los sentimientos que llevan a la unión sagrada del hombre y de la mujer. Seréis esposo y esposa, como habéis sido hermano y hermana.
Menat-Neter, dominando su emoción, añadió:
- Entretanto seguís siendo Totmés y Tírsit, hermano y hermana. Vuestra vida seguirá como siempre hasta que el sacerdote escriba Pinedjem, en el templo de Isis, os proclame esposo y esposa ante la comunidad de los adoradores.

La nueva del noviazgo de Tírsit y Totmés suscitó escasa sorpresa y mucha satisfacción en la cada vez más reducida sociedad de los devotos de la antigua religión en el Valle del Nilo. Los dos hermanos eran unos de los últimos retoños de las familias de raigambre egipcia fieles a las antiguas tradiciones. La mayoría de los devotos habían acabado por bautizar a sus hijos para evitarles la exclusión social que suponía la profesión de la antigua religión egipcia. Todos reconocían que Totmés y Tírsit no habrían hallado pareja adecuada entre la gente de su estamento en el Valle del Nilo y que, en estas circunstancias, el recurso a las prácticas del antiguo derecho faraónico, que admitía el matrimonio entre hermanos, estaba plenamente justificado.
El matrimonio tuvo que mantenerse en la clandestinidad. El derecho romano de la época del principado había tolerado las bodas entre hermanos, pero las leyes cristianas las habían excluido por completo.

Tírsit y Totmés contrajeron matrimonio en el templo de Isis con una ceremonia espléndida pero íntima. No se trataba de un ritual de boda, que nunca había existido en la religión egipcia, pues el matrimonio tenía un estatuto puramente civil. Pero los adoradores quisieron aprovechar la ocasión de la fiesta para reunirse en el templo de Isis y celebrar una velada nocturna con todo el esplendor de los tiempos antiguos. Pinedjem anunció, además, que en el transcurso del acto investiría a Tírsit y Totmés con sus atributos de escribas, pues habían finalizado con éxito sus estudios de la antigua lengua de los faraones.
El viaje de Hermópolis a Tkou fue una fiesta por obra del entusiasmo de Turi, que transformó el Rois en una auténtica barca de Isis, llena de flores, de guirnaldas de frutas y de luces que ardían todas las noches de navegación. Cuando en los puertos le preguntaban a qué se debía aquel derroche, respondía con vehemencia que si no se habían enterado de que el emperador Marciano cumplía su cincuenta aniversario y que si no pensaban celebrarlo. Todos respondían que si, que querían celebrarlo, y le traían fruta fresca para colgar de los palos y aceite para las lámparas.
En la popa del barco Turi había levantado una tienda de piel de camello para alojar a la familia del templo de Tot. En el fondo de la cubierta, bajo el puente, en el rincón donde el barquero tenía oculta su pequeña capilla de Isis, había aparejado una pequeña pero lujosa cámara nupcial que Tírsit y Totmés tenían que ocupar al regresar de la ceremonia del templo de Isis.
A medida que se iban aproximando a Tkou, se les iban agregando barcas de amigos y conocidos; no faltaron los remeros que habían acudido en auxilio de los dos hermanos en Teodosiópolis. Turi proveyó a todos de lámparas de aceite, de modo que la última noche, cuando se acercaban al muelle del templo de Isis, la comitiva de embarcaciones era una catarata de luz sobre el río de aguas oscuras.
En el templo de Isis sólo permanecieron la familia de Nimlot, Turi con sus remeros y algunos devotos de la cercana villa de Anteópolis. Los tiempos no eran propicios para celebraciones multitudinarias.
Al día siguiente al oscurecer comenzó la ceremonia de la recepción de los nuevos escribas y la plegaria por los esposos. En medio de la sala hipóstila, adornada con tapices rojos y profusamente iluminada, se había preparado una larga mesa al estilo antiguo, a ras del suelo y con cojines todo alrededor. Sobre los blancos manteles de lana fina lucían los vivos colores de las frutas frescas, de los pastelillos de harina de trigo y los jarros de vino y cerveza, manjares y bebida, todos ellos, rituales. Un citarista y un flautista interpretaban sin parar las monótonas tonadas de las celebraciones isíacas.
Pinedjem ocupó su lugar en la cabecera de la mesa, con Tírsit a un lado y Totmés en el otro. Comieron y bebieron distendidamente, disfrutando del placer de una compañía que todos temían no fuera la última. El vino y la cerveza consiguieron alegrar los rostros. Los comentarios giraban alrededor de la esplendidez de la barca de Turi y de sus acompañantes. Se había podido organizar una auténtica procesión fluvial de Isis sin que nadie se diera cuenta. De los nuevos esposos y de su futuro no se hablaba mucho, pues todos eran conscientes de las incertidumbres del futuro. Si se comentaba en cambio, con orgullo, el dominio de la lengua sagrada que habían alcanzado los dos hermanos. De vez en cuando, los comensales callaban y escuchaban respetuosamente a los tres escribas hablando entre ellos la lengua de los faraones.
Terminada la cena ritual, se inició la procesión hacia el santuario. Precedían dos remeros con antorchas, seguidos por las dos sirvientas etíopes, que llevaban cestas con fruta y pastelillos. Venían después Totmés, del brazo de su madre, y Tírsit, del brazo de su padre. Seguía Pinedjem, con vestidura de lino blanco de gran fiesta y un largo manto que se arrastraba por el suelo. Cerraban la comitiva Turi con el resto de los invitados y los remeros, algunos con antorchas.
Llegados ante la puerta clausurada de la capilla interior, Pinedjem leyó el decreto en virtud del cual, sustituyéndose a la autoridad civil, registraba el matrimonio de Totmés y Tírsit, hijos de Nimlot y Menat-Neter, sometiéndolo al régimen patrimonial de los hermanos de sangre. El decreto sería depositado en el archivo del templo de Isis, y una copia sería enviada al templo de Filas. Al mismo tiempo, se los admitía en la orden de los escribas y se les hacía entrega de las insignias de su profesión, el cálamo y el tintero. Un unánime clamor de alegría resonó por las naves del santuario. Todos se abalanzaron sobre los nuevos esposos y escribas para felicitarlos. Turi los agavilló en un solo abrazo y tuvieron que tirar de él, pues les hubiera resquebrajado las costillas. Todos gritaban o lloraban, menos Tírsit y Totmés, que eran los únicos que sabían que para ellos nada había cambiado y que nada cambiaría.
Apaciguado el alboroto, Pinedjem tomó la llave que llevaba colgada del cuello y abrió la puerta del santuario. En el interior titilaba la tenue llama de la lamparilla de presencia. Pinedjem, Nimlot y Menat-Neter entraron en la capilla llevando en sus manos frutas y pastelillos que depositaron al pie del altar. Después se volvieron hacia la puerta, desde la cual Tírsit y Totmés (que por no ser sacerdotes no podían entrar en la capilla) se alternaron en la recitación de varias estrofas del Libro del Hades. Terminadas las recitaciones, los sacerdotes abrazaron la pequeña estatua de Isis, llenaron de aceite la lámpara, salieron andando de espaldas y cerraron la puerta de la capilla. Entonces regresaron todos a la sal hipóstila, en la que se había preparado un refrigerio sin las limitaciones rituales, que les mantuvo alegres y felices hasta la madrugada.





13

LA HUIDA


Un anochecer del mes de Tout, el septiembre de los romanos, del año 453, pocas semanas después de la fiesta del templo de Isis, Turi cenaba con la familia del templo de Tot. Habían ya retirado la vajilla y bebían cerveza mientras rompían avellanas, unos con los dientes y otros con un canto rodado. Turi se había mostrado insólitamente taciturno y se le veía cariacontecido. Todos se percataron de ello, pero nadie lo interpeló, seguros como estaban de que en un momento u otro estallaría, pues no era hombre que rumiase sus quebraderos de cabeza. Al fin lo soltó todo:
- Ya sabéis que el Dux Maximino murió hace un par de meses. Mientras él vivió, los blemios respetaron el tratado que habían firmado con el imperio por vuestra mediación. Pero ahora algunas tribus de los blemios del norte han reanudado las hostilidades. Arguyen que el tratado era válido sólo en vida de Maximino, y que no tenían confianza ni en su sucesor ni en el prefecto de Egipto. Han atacado un destacamento en el camino de Leucos Limen y un monasterio cerca de Panópolis.
- Los monjes chenutianos de Panópolis han reemprendido la destrucción de templos- obsevó Nimlot-. Si el nuevo Dux no los detiene, volveremos a la situación anterior. Los blemios se sienten engañados. Ignoro, por otra parte, lo que está sucediendo en Filas. ¿Sabes alguna cosa, Turi?
- En Filas hay otra vez guarnición romana y están rehaciendo las murallas. Circulan rumores de que el obispo Daniel de Síene quiere edificar una iglesia cristiana en la isla. De momento, sin embargo, no ha habido ninguna interferencia en el culto del templo. Es en el Valle del Nilo donde se producen los conflictos. Las incursiones de los monjes contra nuestros templos han sacado de quicio a las tribus más belicosas de los blemios, que son las del desierto arábigo.
- ¿Crees que esta nueva crisis puede afectarnos aquí, en Hermópolis?
- Me temo que si. Los comerciantes de tejidos de Licópolis y de Panópolis están azuzando a los monjes de Chenute contra este templo de Tot. Arguyen que bajo el pretexto de almacenar tejidos se mantiene un lugar de culto.
- No les falta razón del todo- observó Nimlot plácidamente.
- Si, pero éste no es el caso. A los comerciantes les importan un comino los diablos y los ángeles. Lo que les escuece es que el templo de Tot tiene el monopolio del comercio entre los nubios, que es un buen mordisco.
- Puede que hayamos exagerado- intervino Menat-Neter-. En los últimos años hemos vendido más nosotros que todos los demás juntos. Ellos tienen que luchar contra la competencia de los tejidos del Delta, que son más baratos. Nosotros, en Nubia, no tenemos ninguna competencia.
- Ya lo sé, querida sacerdotisa- respondió Nimlot-, pero sabes muy bien que nos convenía arrinconar capital de cara a un futuro que veíamos y vemos cada vez más oscuro. Pase lo que pase, ahora tenemos asegurados los medios de vida para nosotros, para nuestros hijos y para las sirvientas etíopes. Tenemos oro depositado en Panópolis, en Filas, en Alejandría y en Sidón de Fenicia. Puede que seamos perseguidos, pero no seremos pobres, y si somos ricos nos respetarán.
- Si, si- refunfuñó Turi-, pero no os fiéis de los monjes pacomianos. El brillo del oro les impresiona poco. Y los comerciantes no paran de excitarlos.
- En cualquier caso- resumió Menat-Neter- habrá que redoblar la vigilancia.
- La mejor vigilancia es la información- sentenció Nimlot-. Tú, Turi, mantienes buenas relaciones con el abba Gregorios del monasterio meleciano de Santa María de las Viñas. Es probable que esté bien informado de lo que ocurre en casa de sus competidores.
- Los melecianos están en pésimas relaciones con los católicos- objetó Turi-. Los melecianos no levantarían un dedo contra nosotros. Y menos todavía desde el incidente con los estudiantes- añadió sonriendo-. Creo que si pudieran adorar a más de un Dios adorarían a Tírsit y a Totmés. No paran de hablar de ellos.
- Aprovechémoslo- insistió Nimlot-. En todo caso, prepara algunos cestos de fruta y algunas piezas de lana y déjate caer por allí.

Tírsit y Totmés, sentados en sus camas apoyados en sus almohadas y con las manos enlazadas como solían, contemplaban el cielo estrellado a través de la ventana de su habitación. El sueño había huido de sus ojos. Ahora ya no era sólo Totmés quien velaba desazonado. Los dos hermanos compartían la inquietud por el futuro de la familia y por su propio destino. Eran escribas de los dioses, eran esposos y hermanos, pero, aparte de esto, no sabían cual era su lugar en el mundo. A su alrededor todo huía. Al cabo también ellos tendrían que huir. Pero ¿a dónde? La perspectiva de pasar el resto de su existencia con lo nubios semi-bárbaros de Filas les repugnaba. ¿Alejandría? La ciudad, aun siendo una de las grandes sedes del cristianismo, ofrecía a los adoradores el refugio del anonimato, pero ellos no eran griegos, eran egipcios de pura cepa; saltarían de la sartén a las brasas. En el templo de Tot eran felices, muy felices. Pero aquello se acababa, a pesar del optimismo artificioso de su padre.
Al alborear se durmieron, con las manos fuertemente enlazadas.

Pinedjem leyó con calma la carta de Nimlot que Turi le había entregado. Después, depositando la pieza de lana sobre las losas de la sala hipóstila, donde ahora vivía prácticamente recluido, dijo:
- La semana pasada recibí un mensaje del obispo Dionisio de Panópolis, que me prevenía de una inminente acción del prefecto contra el templo de Tot de Tierra Adentro. Parece que se ha incoado una investigación sobre los dos escribas, acusados de practicar la magia diabólica. Si así fuera, Totmés y Tírsit estarían en un grave peligro. Podrían ser arrebatados del templo y encerrados en un hospicio de Panópolis, del que no saldrían hasta que se convirtieran al cristianismo.
- ¿Y si los llevásemos a Filas?
- En su caso no es un lugar definitivamente seguro. Además, los sacerdotes de Filas no quieren más conflictos. Les basta con los blemios y los nubios.
- ¿Y Alejandría?
- Tendrían que vivir ocultos. El conflicto dogmático que estalló en el Concilio de Calcedonia en 451 ha dividido a los cristianos de Egipto en dos bandos irreconciliables, los imperiales y los monofisitas. Alejandría y las demás ciudades de Egipto están llenas de informadores del emperador. Aunque se ocupen de otro asunto, los espías no dejarían de detectar la presencia de dos fugitivos de la justicia.
- Entonces, ¿qué?
- Hay un solo lugar seguro en el Imperio para dos escribas de la lengua sagrada de los egipcios: Carre, en Mesopotamia. Allí podrán vivir en paz, estudiar retórica y filosofía y podrán seguir cultivando el egipcio con toda libertad.
- Pero Carre ¿no es una ciudad del Imperio?
- Si, pero se halla muy cerca de la frontera con Persia. Carre es la única ciudad del Imperio donde no ha penetrado el cristianismo. Toda la población es fiel de la antigua religión.
- ¿Y el emperador lo tolera?
- Si, porque teme que si fuerza la conversión, en caso de guerra los carrenses se pongan de parte de los persas, como ya sucedió en tiempos pasados. Carre ha pasado a ser el refugio de muchos maestros fieles a la antigua religión expulsados de sus cátedras por los cristianos. Es un centro de cultura muy importante, una encrucijada de tres lenguas: el griego, el siríaco y el persa, bajo la protección de Yetzgerd II, rey de los persas.
- Y ahora, el egipcio!
- Puede que si, si todo va bien.
- ¿Nimlot y Menat-Neter los podrán seguir a Carre?
- Seguramente que si, pero tendrán que aguardar un poco para no despertar sospechas. La familia entera sería rápidamente detectada por los informadores imperiales.
- ¿Tenemos amigos en Carre para acoger a los dos hermanos?
- Si. Alexandros, un retor de Carre, vino a visitarme hace un par de años y me ofreció acoger exiliados nuestros. Tengo la referencia de un colega suyo de Sidón de Fenicia. ¿Podrías ponerte en contacto con él?
- Nada más fácil. Nimlot tiene un corresponsal en Sidón. En quince días puede estar advertido.
- Que este agente se encargue de enviar un mensaje a Alexandros en Carre para que él mismo baje a Sidón para recoger a los dos hermanos. Pero todo esto costará mucho dinero…
- No os preocupéis. Nimlot lo tiene todo previsto. En Sidón tiene depositada una parte importante de su capital.
- Esto facilita las cosas. Mira, aquí te escribo los nombres y las referencias de nuestros amigos de Carre. ¿Cuándo te parece que deberían partir nuestros escribas?
Turi reflexionó un momento y al cabo respondió:
- En esta época hay muchos barcos que hacen la derrota de Siria, pero tenemos que mandarlos con gente muy segura. A mediados de octubre zarpará de Alejandría un galeón que admitirá pasaje para Cesarea y Sidón. Conozco a uno de los contramaestres. Reservaré para Tírsit y Totmés una cámara bajo el castillo de popa. Viajarán con dos estibadores míos.
- Por lo tanto, conviene que salgan pronto para Alejandría.
- Si, todo lo más dentro de quince días.
- En Alejandría se podrán alojar en la casa de Eudoros, mi antiguo compañero de estudios. Su hijo los acogerá de todo corazón. Es uno de los estudiosos más significados de la nueva escuela filosófica de Alejandría.
Pinedjem y Turi siguieron bebiendo en silencio la espesa cerveza del templo de Tkou. Era, dijo Pinedjem, el último barril. Los campos de cebada habían quedado en barbecho.


Tírsit y Totmés contemplaban hechizados el impresionante espectáculo de la ciudad de Alejandría desde la bocana del puerto de Mareotis. Las torres y los campanarios de la ciudad resplandecían bajo el sol de la tarde, sobresaliendo por encima de la montaña de casas que se atarugaban detrás de unas murallas medio derruidas con las almenas descabezadas. Lo que pasaba, explicó Turi, es que desde hacía muchísimo tiempo Alejandría no había sido amenazada por ninguna parte, de manera que las murallas les estorbaban y las utilizaban como canteras para construir palacios e iglesias. La gran enemiga de Alejandría, siguió explicando, era la ciudad de Constantinopla, con sus comerciantes, sus políticos y sus obispos. En aquella lucha sin espadas ni lanzas, Alejandría había hallado la inesperada alianza de Roma, también ella preocupada por el poder de los bizantinos.
Turi atracó el Rois en el puerto fluvial y confió la vigilancia del barco a dos estibadores tebanos conocidos suyos.
- Tomad los zurrones y vamos. Ya no regresaremos al barco.
Los bagajes de los dos hermanos eran muy exiguos. "En Sidón os proveerán de todo lo necesario para llegar a la frontera de Persia", había dicho Nimlot. Además de un poco de ropa, llevaban, envueltos en paños de lana, sus instrumentos de escriba y una escogida colección de manuscritos. "Nada que pueda excitar la curiosidad de los aduaneros o de los agentes in rebus que merodean por los puertos", había indicado Turi. A fin de cuentas, pues, habían tenido que dejarlo casi todo. Eran fugitivos, y en sus mezquinos zurrones, y sobre todo en sus cabezas, transportaban los últimos tesoros vivientes de la cultura egipcia. Eran conscientes de ello, con una lucidez que agobiaba su endeble personalidad de adolescentes criados en la soledad del desierto.
Jamás habían visto una ciudad tan grande y tan atareada. Siguieron a Turi, que les guiaba sin vacilar por las concurridas calles de Alejandría. Las avenidas eran anchas y bien enlosadas; algunas tenían porches a ambos lados. Había plazas con árboles y jardines. Tomaron una de las grandes calles transversales que arrancaban del puerto de Mareotis, bordearon un hipódromo y entonces Turi les mostró a la izquierda las ruinas del Serapeum. Llegados al palacio de Adriano, giraron a la derecha por una de las calles longitudinales, pasaron junto al Museo y la Biblioteca y por otra calle transversal desembocaron en la explanada del Cesareum, cerca de la cual, a la orilla del mar, vivía Eudoros. "Aquí mataron a Hipatia", dijo Turi sencillamente. Así, aturdidos y emocionados, llegaron a la mansión de Eudoros, un edificio elegante y espacioso, todo de piedra, en la perspectiva del Portus Magnus.
Les aguardaban. Un mayordomo atento y silencioso les acompañó inmediatamente a las habitaciones que les habían sido destinadas en la segunda planta, sobre el patio porticado. A pesar de la sobriedad de la decoración, Turi y los dos hermanos la encontraron lujosas. Tenían que alojarse en ellas una semana, el tiempo que tardaría en aparejar el barco de Fenicia.
Al atardecer bajaron a cenar con Eudoros y su familia, que los acogieron con extraordinarias muestras de afecto. Estaban conmocionados por lo que sucedía. Sabían que aquellos dos adolescentes transportaban en sus frágiles personas los últimos residuos de la sabiduría del antiguo Egipto, aquella sabiduría que ellos, los griegos de Egipto habían siempre menospreciado y que ahora, en el punto de su extinción, descubrían en toda su dimensión humana. Cuando el galeón zarpase del puerto de Alejandría hacia Siria, la cultura del antiguo Egipto pasaría a ser mera arqueología.
En estas circunstancias, las veladas en el palacio de Eudoro fueron amables y espléndidas, por más que teñidas de tristeza y melancolía. Planeaba sobre todos el amargo recuerdo del triste fin de Hipatia y la angustia de un futuro inseguro y tenebroso.
Turi y Eudoros se desvivieron para entretener a los dos escribas y proporcionarles una estancia agradable y provechosa, procurando tenerles siempre ocupados a fin de que no pensaran demasiado en que se trataba de sus últimos días en la tierra de Egipto. Por la mañana asistían a las lecciones de la escuela de filosofía que tenía su sede en la casa de Eudoros. Los participantes, adoradores y cristianos cultos, los acogieron con afecto y admiración, y los agobiaron de preguntas acerca de la escritura jeroglífica, que Tírsit y Totmés, ligados por la disciplina del arcano, no atinaban a responder con claridad. Dos jóvenes hermanos, Asclepíades y Heraiskos, hijos de Horapolón de Fenebitis, no los dejaban ni al sol ni a la sombra. Tenían nociones más bien extravagantes acerca de la escritura faraónica. Curiosamente, rechazaron con displicencia la idea de que los jeroglíficos pudieran ser signos fonéticos, adheridos firmemente a la concepción corriente entre los griegos, que los consideraban representaciones simbólicas. Tírsit t Totmés, atentos y divertidos, les dejaron cocerse en su propia pertinacia. Nadie les había enviado a instruir a los alejandrinos.
Por la tarde recorrían los monumentos de la ciudad acompañados por Turi y por algunos de los estudiantes de la escuela.
Una noche, mientras cenaban en casa de Eudoros, compareció un marinero, que con fuerte acento chipriota anunció que el galeón para Sidón zarparía al día siguiente por la tarde. Eudoros, su esposa y sus hijos, un chico y una chica, se desvivieron por distraer a Tírsit y Totmés en su última noche en tierra de Egipto. Mandaron aviso a algunos estudiantes de la escuela, hicieron venir músicos y prepararon una velada solemne y entretenida en el patio porticado de su espléndida residencia. Nada pudo evitar, sin embargo, que los ojos de Tírsit fueran una fuente de lágrimas y que Totmés permaneciera silencioso agarrado a la mano de su hermana. Turi, por su parte, intentó ahogar su dolor con frecuentes recursos a la cratera de vino mezclado colocada en medio del claustro.
A día siguiente, Tírsit y Totmés recogieron sus pertenencias, las metieron en los zurrones y salieron de la acogedora casa de Eudoros hacia el puerto nuevo de Alejandría, acompañados por Turi y, a cierta distancia, por dos estibadores, que tenían consigna de evitar ser relacionados con los dos hermanos. La familia de Eudoros les hubieran cubierto de regalos, pero las instrucciones eran en este sentido estrictas. En Sidón les proveerían de todo.
El barco que tenía que llevarles a Siria era un galeón griego de tres palos, alto y desgarbado, pero muy seguro, según aseveró Turi. Les destinaron una pequeña cámara bajo el puente, amueblada con una alfombra, cuatro almohadones y dos pieles de oso del Taurus, lujo siríaco que sorprendió a los austeros escribas del Valle del Nilo. Los dos estibadores se acomodaron en la sentina con los marineros. Turi, haciendo de tripas corazón, abrazó sin lágrimas a los dos hermanos y los dejó en cubierta envueltos en su gruesos capotes de lana del Fayum.
El sol se ponía por la parte de Libia cuando el barco, aprovechando el viento del Valle, salía del puerto de Alejandría en dirección a Chipre. Clavado en el muelle, Turi vio como la embarcación rodeaba el faro y salía a mar abierto con todas las velas desplegadas. Con un suspiro, el barquero de los dioses tomó la gran calle transversal en dirección al puerto de Mareotis donde le aguardaba su barco, que ya nunca más transportaría a sus adorados escribas ni tampoco papiros de escritura jeroglífica.



14

EL ÚLTIMO PONIENTE

Isidoro de Licópolis volvió a llenar las copas de los hombres y de las mujeres que permanecían silenciosos alrededor de la gran mesa del comedor de su casal, rebosante de oro y piedras preciosas. La mitad del mueble desaparecía bajo una espesa alfombra de monedas de oro, cuidadosamente alineadas en montones de diez piezas. La otra mitad estaba cubierta de estuches de madera y de cuero llenos a rebosar de piedras preciosas: esmeraldas, zafiros, turquesas, perlas. En el suelo, junto a la mesa, había tres cajones de madera con vajilla de cristal, de plata y de vidrio pintado.
Aquel tesoro representaba el resto de la fortuna de la familia del templo de Tot de Tierra Adentro. Durante los dos últimos meses, Nimlot había procedido a la liquidación de todo su fondo comercial y de todos sus bienes en Egipto, convirtiéndolo en moneda y piedras preciosas. Una parte importante del capital había sido depositada en Sidón de Fenicia, confiada al corresponsal de Nimlot, quien se haría cargo de hacerlo llegar en envíos sucesivos y seguros a Carre, donde residían Tírsit y Totmés desde hacía dos meses. El resto se había transportado a escondidas a la hacienda de Isidoro de Licópolis, donde se encontraban ahora reunidos para proceder a la distribución definitiva.
El templo de Tot se cerraba. El gobernador de Antinópolis, airado por la fuga de los dos escribas diabólicos y azuzado por los monjes pacomianos, había urgido la comparecencia de Nimlot y Menat-Neter ante su tribunal en el término de una semana. Las acusaciones eran graves: transgresión del rescripto que autorizaba el uso del edificio del templo de Tot de Tierra Adentro exclusivamente como almacén comercial; los acusados habían restablecido en él el culto pagano. Desobediencia de la orden de entregar a sus hijos al tribunal. Fraude fiscal, al no declarar las grandes partidas de tejidos vendidas a los nubios. La condena previsible era confiscación de todos los bienes y exilio en el Gran Oasis.
Durante varias semanas habían alimentado todavía la esperanza de reunirse con sus hijos en Carre. Pero la situación se había degradado rápidamente. Nimlot y Menat-Neter sabían que estaban permanentemente vigilados. Dos personas notables como ellos no tenían ninguna posibilidad de emprender la fuga sin ser rápidamente detectados y detenidos. No les quedaba más opción que tomar voluntariamente el camino del desierto y reunirse con sus antepasados en el País de Poniente.

-Repitámoslo para que quede bien claro- dijo Isidoro-. No constará en ningún documento, tenéis que guardarlo en vuestra memoria. Toda esta porción- e Isidoro extendió un cinturón de cuero para separar un rectángulo de piezas de oro- está destinado al pago de las tasas catastrales de los fieles de la antigua religión que cultivan sus propias tierras en la Alta Tebaida. Se les pagará cada año hasta la próxima indicción; según nuestros cálculos, el dinero tiene que bastar. Venga, ya podéis comenzar a embolsarlos.
Los hombres y las mujeres fueron empaquetando las piezas de oro, de diez en diez, en escarcelas de lana, y cuando estuvieron todas envueltas las pusieron dentro de una alforja de cuero.
- Estas otras- Isidoro indicó el resto de las piezas de oro- serán empleadas en pagar los estudios de los hijos de los adoradores en la Alta Tebaida durante los próximos diez años. Ya podéis embolsarlas.
Las empaquetaron igual que las otras y las depositaron en otra alforja.
- Las piedras preciosas las guardaréis esparcidas en vuestras casas y las pondréis a disposición de Turi, que las irá vendiendo para subvenir a las necesidades de la antigua religión en el Valle del Nilo. Ya podéis recogerlas.
Cerraron los estuches uno por uno y los pusieron en una tercera alforja.
- Las cajas de vajilla, cerradas y selladas, las entregamos a Turi para que las haga llegar al templo de Filas como un homenaje del templo de Tot. Y ahora, bebamos en honor de los dioses y por nuestras vidas.
Todos levantaron las copas y bebieron en silencio. Seguidamente, los hombres y las mujeres tomaron las alforjas y las cajas y las cargaron en tres asnos que aguardaban pacientemente atados en las anillas del muro. Entonces emprendieron el camino del muelle, donde les aguardaba Turi con su barco.

Las aulas del templo de Tot habían sido completamente vaciadas; el último fardo de lana había sido retirado quince días atrás. El mobiliario del templo y de la Casa de Vida había sido astillado y distribuido en piras estratégicamente amontonadas alrededor de los basamentos de las columnas centrales de cada estancia. Menat-Neter esparció trapos y harapos al pie de cada pira y los roció con aceite. Nimlot, en el entretanto, regresó a la Casa de Vida y con un hacha astilló la gran mesa del comedor hasta convertirla en un montón de maderos que dispuso en forma de pira en el centro de la estancia, acercándole el resto de los materiales combustibles.
Atardecía. El sacerdote y la sacerdotisa se revistieron de los ornamentos sagrados y se dispusieron a celebrar por última vez el ritual vespertino en el templo de Tot de Tierra Adentro. Prepararon el altar de Osiris al pie de la escalinata de acceso; manteles de finísimo lino, candelabros de plata, jarrones de alabastro con flores frescas. Sobre un pequeño pedestal la estatua de Osiris. Al anochecer encendieron los cirios y recitaron las plegarias introductorias. Después alzaron el altar y subieron con paso procesional hacia la entrada del templo. Allí se detuvieron y quemaron incienso en dos pebeteros que había dejado preparados. Recitando pasajes de las "Lamentaciones de Isis y de Neftis" volvieron a levantar el altar y lo llevaron lentamente a través del patio y de la sala hipóstila hasta el santuario. Depositaron el altar en el fondo de la capilla y entonces, alternándose en la recitación, leyeron pasajes del "Asclepios" sobre la extinción de la religión de Egipto:

Vendrá un tiempo en el que parecerá que los egipcios sirvieron a la divinidad en vano y todo su culto divino será despreciado. Pues toda divinidad huirá de Egipto y ascenderá al cielo, y Egipto quedará como una viuda, abandonada por los dioses.
Egipto!
Se prohibirá a los egipcios rendir culto a Dios, y aun serán condenados a la pena capital los que sean hallados rindiendo culto y venerando a Dios. En aquel día, este pueblo, el más piadoso de los pueblos, se volverá irreligioso. Ya no rebosará de templos, sino de cadáveres.

Terminada la lectura, de pie y con los brazos alzados o sentados en cuclillas recitaron plegarias e himnos durante varias horas, hasta que los cirios comenzaron a parpadear. Entonces tomaron la pequeña estatua de Isis, la abrazaron, la envolvieron en una amplia pieza de lino y la depositaron sobre la pira de leña en el centro del santuario. Después se echaron para descansar sobre una esteras en el rincón de la sala hipóstila donde solían estudiar los pequeños escribas.
Al alborear, Nimlot y Menat-Neter prepararon dos morrales con provisiones para tres días y llenaron dos calabazas de agua. Nimlot alumbró un nido de fuego contenido de una hora de plazo al pie de cada una de las piras del templo y de la Casa de Vida. Luego se revistieron con los ornamentos sacerdotales de las grandes solemnidades: Nimlot una túnica de lino blanquísima entretejida con hilos de oro, una estola de seda azul cruzada sobre el pecho, una diadema de topacios en la cabeza y un pectoral de plata con una figura de Horus de cabeza de halcón hecha con teselas de turquesa. Se ciñó en la cintura una espada con el puño en forma de cruz ansada. Menat-Neter se revistió con una túnica de un blanco deslumbrante con un ceñidor de seda azul, una diadema de esmeraldas en la cabeza y un collar de perlas engarzadas en oro. Iban ambos calzados con botas altas de las que se utilizaban para la travesía del desierto. Atadas a los morrales llevaban capas de lana con capuchón por si encontraban una tormenta de arena.
Bajaron en silencio la escalinata del templo y, dejando a la izquierda la calzada de Hermópolis, tomaron la trocha de los cazadores que se adentraba por el desfiladero que en lenta ascensión subía hasta la primera cima de las montañas líbicas, ya en pleno desierto. Llegados al cauce del torrente se dieron la vuelta para contemplar por última vez la imponente mole del templo de Tot de Tierra Adentro. Menat-Neter, apesadumbrada, no pudo retener las lágrimas y se apoyó en el hombro de su marido. Nimlot la tomó de la mano y la condujo sendero arriba, siempre a la vera del lecho pedregoso del torrente.
Era el décimo día del mes de Tobe, el enero de los romanos, del año 454. El día se levantaba claro y limpio. El cielo era de un azul bruñido, todavía no blanqueado por los calores diurnos. El sol acababa de desprenderse de las montañas arábigas y, aun rojizo, se disponía a emprender su curso ardoroso. Soplaba un vientecillo del Nilo que arrancaba suspiros a las ramas de los chaparros que pugnaban por sobrevivir en el cauce del torrente, que traía agua un par de veces al año.
Después de una hora de subida gradual por el barranco llegaron a un horcajo y, dejando el sendero, escalaron a su derecha un peñasco granítico que se levantaba como una torre sobre el alcor, desde el cual se divisaban las últimas estribaciones de las montañas líbicas que bajaban hasta las vaguadas próximas al río. Allí, de pie e inmóviles, miraron en dirección al templo de Tot de Tierra Adentro, que no era visible desde la cumbre. Al cabo de pocos minutos cortó el aire un formidable estallido, y una densa columna de humo negro se levantó de la hondonada del templo. El viento había amainado y la humareda ascendía recta y cilíndrica como el pilar de un templo. Otra explosión precedió a una tremenda llamarada que esparció nubes de chispas por todo el valle hasta Hermópolis y el Nilo. Por espacio de una hora se fueron sucediendo estallidos cada vez más débiles. Al fin, la humareda decreció y se transformó en una nube grisácea que se agarraba a los riscos, en algunos de los cuales se habían iniciado fuegos de matorrales.

Menat-Neter y Nimlot bajaron del alcor en silencio y emprendieron la ruta del desierto. Caminaron tres horas por un altiplano pedregoso sembrado de aulagas y carrasquizos. Al pie de un risco veteado de basaltos que resplandecían heridos por el sol encontraron el primer pozo de la ruta, al arrimo del cual un bosquecillo de sicomoros ofrecía una precaria sombra. Comieron un poco, llenaron las calabazas con agua del pozo y reanudaron el camino. La planicie terminaba abruptamente sobre un despeñadero desde cuya cima se divisaba el inmenso desierto de arena que se extendía hacia oriente hasta perderse de vista. Un sendero en rampa vertiginosa descendía hasta un yermo polvoriento y blancuzco, atravesado por el tenue trazo de la ruta.
No les apetecía hablar. El espectáculo del incendio del templo de Tot de Tierra Adentro los había dejado abatidos. Caminaron toda la tarde bajo un sol abrasador. Al anochecer buscaron refugio en uno de los chamizos utilizados por los caravaneros, que por lo menos les ofrecía refugio contra las fieras del desierto. No es que hubiera muchas fieras en aquel desierto; en toda la región habían sido diezmadas por los militares de la guarnición de Hermópolis, muchos de los cuales provenían de la Mauritania y solían combatir el aburrimiento dando batidas de caza en el desierto. Comieron un bocado, bebieron unos sorbos de agua -el próximo pozo quedaba a una jornada de camino-, se envolvieron y se dispusieron a dormir uno junto al otro. Seguían manteniendo un silencio contristado y buscaron confortación en el calor del contacto corporal.
El frío los despertó antes de clarear. Encendieron una pequeña fogata con matorrales y bostas y aguardaron a que la primera luz del alba hiciera visible la ruta sobre el arenal. Entonces, todavía envueltos en sus capas, reanudaron la ruta hacia poniente con la intención de no detenerse hasta el próximo pozo.
El sol emergió, un disco rojizo que se arrancaba penosamente de las sierras de levante, agrestes y grises. Los errantes doblaron las capas, se pusieron los capuchones de travesía, revisaron las medias de algodón, indispensables protectoras de los pies, y prosiguieron la marcha por la trocha rectilínea e inacabable. Llegaron al pozo a media tarde, agotados, sedientos y febricitantes. Por suerte no había nadie. Se trataba de una gran plaza de losas de granito que convergían en pendiente hacia el brocal del pozo, protegido por un tejado de pizarra de anchos aleros, sostenida por cuatro pilastras de granito. Era evidente que la estación había sido restaurada recientemente. A raíz de las negociaciones con los blemios y las demás tribus del desierto, las rutas caravaneras habían sido remozadas y puestas en servicio. Todo era nuevo y reluciente. El agua del pozo era abundante y fresca. El rodal era pedregoso, con una raquítica vegetación de carrascas.
Acurrucados a la sombra del tejado, los errantes hicieron recuento de sus provisiones y comprobaron que les alcanzarían solo hasta el día siguiente. El agua la tenían asegurada, pues la ruta ofrecía casi siempre un pozo por jornada.
La noche cayó de golpe, como suele suceder en el desierto. El frío era seco y cortante como un cuchillo. Menat-Neter y Nimlot se envolvieron en sus capas al arrimo de una roca al lado del camino y permanecieron largo rato contemplando el cielo estrellado y bebiendo largos sorbos de agua. Esta noche conversaron. La fatiga del camino y el ardor del sol habían debilitado en sus espíritus el recuerdo de la desaparición del templo de Tot de Tierra Adentro. Les parecía que se trataba de un acontecimiento de otro tiempo, un recuerdo doloroso pero ya no acuciante. El pasado se hundía para ellos en una niebla indiferenciada detenida sobre el Valle del Nilo, más allá del desierto. Por el otro lado, hacia poniente, seguía el desierto, un desierto vacío y sin futuro. Ahora existían solamente ellos dos, los sacerdotes del templo de Tot de Tierra Adentro, echados al pie de una roca, uno junto al otro, bajo las estrellas que parpadeaban en el azul oscuro de un cielo que era todavía el cielo de Egipto.
-¿Dónde están nuestros dioses, Nimlot- murmuró Menat-Neter con un hilo de voz-. Y como si hubiese escuchado su pregunta, un lobo aulló desesperadamente desde la profundidad del desierto. La mujer prosiguió:
- Estamos rodeados de silencio y de soledad. En vano los buscaríamos en los arenales del desierto o en las cumbres de las montañas. ¿Y en el valle del Nilo? Si alguna vez estuvieron allí, han huido antes que nosotros. ¿Dónde están, pues? ¿En las estrellas?
Nimlot respondió con voz serena, como si recitase una plegaria ceremonial:
- Esta bóveda espléndida henchida de estrellas y de planetas es un mecanismo muerto y helado. No busques en ella vida ni divinidad. Ni tan solo armonías musicales. Todo esto son ilusiones que hemos alimentado para intentar dar un sentido a nuestras vidas. El universo es una máquina que no tiene más vida que la que nosotros le concedemos al reflejarlo en nuestras mentes. Los dioses no están en el cielo estrellado, ni en el valle del Nilo, ni el en desierto de poniente. La divinidad se halla más allá y más adentro.
- Háblame de la divinidad más allá.
-La divinidad es un poder único sobre el cual no hay nada. Él es el verdadero Dios y padre de todo, que se halla en una pura luz que ninguna mirada puede contemplar. Siendo un espíritu invisible, no conviene pensarlo como un dios, porque es más que un dios, y nadie hay por encima de él. De modo que nadie lo domina. Es indefinible, porque nadie lo precede para poderlo definir; es inescrutable, porque nadie lo precede para poderlo escrutar; es invisible, porque nadie lo puede ver; es inexpresable, porque nadie puede abarcarlo para poderlo expresar. Esta es la luz inconmensurable, simple, santa y pura. No es nada de lo que existe. Siendo más allá del ser, es un No-Existente. ¿Cómo podría hablarte de él?
- Háblame de la divinidad más adentro.
- Nunca podrás conocer al vidente de la vista; nunca podrás conocer al conocedor del conocimiento. De una parte está todo lo que existe, de otra parte está aquello que conoce todo lo que existe. ¿Cómo podría hablarte de él?
- ¿Este No-Existente más adentro y aquel No-Existente más allá son lo mismo?
- Si, son lo mismo. Unidos a él, cuando nuestros cuerpos y nuestros espíritus sean absorbidos por el desierto, seremos disueltos en la infinitud de la No-Existencia.
Nimlot calló. Menat-Neter permaneció en silencio. El lobo no había vuelto a aullar. Los astros seguían su curso hacia poniente, manteniéndose fielmente en las órbitas que los vivientes de la Tierra les habían asignado.
Al alborear, cuando ya la cinta blancuzca de la ruta era visible, los errantes llenaron las calabazas y volvieron a ponerse en camino hacia poniente. El terreno era una sucesión de hondonadas pedregosas interrumpidas por cauces resecos, sin más vegetación que algunos matorrales agostados. No habían llegado todavía al verdadero desierto de arena, en el que todos los caminos se perdían. Al cabo de una hora de caminar vieron a la vera del camino un montón de piedras de forma alargada. De aquella manera los caravaneros y los soldados enterraban a los caminantes que hallaban muertos sobre la ruta para que no los devorasen las fieras del desierto.
Al mediodía, al arrimo de una peña pizarrosa, consumieron sus últimas provisiones, ahorrando el agua para que les alcanzase hasta el próximo pozo. Llegaron al oscurecer. Era un lugar agradable, un pequeño oasis con palmerolas y sicomoros alrededor de una balsa protegida por sillares de gres. El pozo se hallaba dentro de un cobertizo al pie de un peñasco. Había montones de paja y de madera cortada. Encendieron una fogata junto al cobertizo y, envueltos en sus capas, se prepararon para pasar la noche. Ya no habían vuelto a hablar.
Antes del alba comenzó a soplar un fuerte viento que levantaba nubes de polvo en el desierto. Decidieron aguardar. A mediodía era ya una tempestad que no dejaba ver nada a tres pasos. No les quedó otro remedio que permanecer junto al pozo. Ya no les quedaban provisiones, pero por lo menos tenían agua fresca.
Al cabo de tres días el viento amainó y el cielo volvió a aparecer azul y sereno como un inmenso cendal de fiesta. Los errantes, debilitados pero no todavía desfallecidos, llenaron las calabazas y se adentraron de nuevo por el camino de poniente. Menat-Neter marchaba fatigosamente apoyada en el brazo de Nimlot, que se esforzaba en mantener un paso firme y acompasado. El atardecer les sorprendió todavía lejos del siguiente pozo. Por suerte, la lánguida luz de la luna en creciente bastaba para rescatar la ruta. Llegaron al pozo a medianoche, y apenas tuvieron ánimos para sacar agua. Era un lugar inhóspito, sin abrigo alguno. Echados por tierra reposaron sin llegar a dormir, y al romper el alba, azuzados por el frío, volvieron a ponerse en marcha hacia poniente. El siguiente pozo quedaba a dos jornadas de camino, pero ya no se preocuparon. Sabían que antes de llegar les saldría al encuentro el Verdadero Poniente, el que habían salido a buscar, el poniente sin alba.





15

EL FIN DE UNA CIVILIZACIÓN

Turi miró con fijeza a Pinedjem y preguntó firmemente, a pesar de que ya sabía la respuesta;
- ¿Tengo que regresar, Pinedjem?
- No, Turi, no tienes que regresar.
- Adiós, sacerdote escriba del templo de Isis.
- Adiós, barquero de los dioses.
El Rois zarpó lentamente con las velas desplegadas para recoger todo el viento de levante y comenzó a remontar la corriente. De pie en la ribera, Pinedjem vio como se alejaba hasta perderse de vista tras un recodo del río. Entonces bajó hacia el camino de sirga del pequeño canal que bordeaba el templo por mediodía. Los campos del otro lado del canal, hasta hacía poco cuidadosamente cultivados, eran ahora yermos ahogados por la cizaña. El canal estaba prácticamente atascado, pues en el año anterior no había sido dragado después de la crecida. Al otro lado del templo, la antigua Casa de Vida, que había sido taller de producción de manuscritos, estaba cerrada y tabicada. Los huertos eran una selva de matorrales, frecuentada de noche por las alimañas del desierto. Pinedjem subió al templo y se encaminó a una de las capillas del santuario, que desde hacía tres meses, cuando había cerrado todas las demás dependencias, le servía de alojamiento, y desató a Nup, su perro fiel y vigilante, su único compañero en aquellos días de la última desolación. Nup, un espléndido ejemplar de perro del Fayum, le puso las patas sobre el pecho y le lamió las manos con ladridos de alegría. Pinedjem consintió, y luego se recostó sobre una gruesa alfombra de lana y bebió agua de un cántaro que guardaba al fresco dentro de una hornacina al lado de una cesta de dátiles. Nup se echó a su lado royendo una costilla de cerdo más monda que un bloque de alabastro y lanzando miradas codiciosas al saco de galletas de harina de pescado que Turi le había traído, colgado en la pared fuera de su alcance. No, el perro no tenía que pasar hambre, habían acordado Turi y Pinedjem; se trataba a la sazón de una simple cuestión de disciplina horaria.
Pinedjem cerró los ojos, fatigado. Se sentía ya muy débil. Hacía una semana que no probaba bocado, solo bebía agua. Repasó mentalmente los preparativos. En la Casa de Vida no quedaba absolutamente nada; había regalado a los operarios, al despedirlos, todo el mobiliario, los instrumentos, las resmas de papiro y las tintas. El templo estaba completamente desafectado, era un puro esqueleto de paredes desnudas. El santuario estaba vacío, con las puertas abiertas de par en par. Las inscripciones y las pinturas del atrio y de la sala hipóstila habían sido cuidadosamente rascadas y borradas hasta altura de hombre. Habían desaparecido incluso los grandes batientes de la puerta que separaba la sala hipóstila de la nave interior; Pinedjem los había donado al campesino que le había cultivado las tierras hasta el año anterior. El templo no era ya más que una carcasa de piedra y madera vacía y desolada.
¿Y el perro? ¿Qué sería del perro? Sabría regresar a su país verde y florido? ¿No lo matarían creyéndolo endemoniado? Ahora no había manera de ahuyentarlo; volvería enseguida al lado de su dueño adorado. Pinedjem formuló una plegaria a Anubis, el dios que se manifestaba en figura de perro, a fin de que protegiese aquella bestezuela que tan fielmente acompañaba sus últimos momentos. Y de este modo, mientras todo lo que restaba de la gloria del antiguo Egipto se iba extinguiendo en la frágil persona del sacerdote escriba del templo de Isis, él se entristecía y se angustiaba por el destino de su perro.
En la ciudad de Anteópolis, los últimos acontecimientos del templo de Isis eran analizados y discutidos detalladamente día tras día. Los monjes del convento de San Daniel habían establecido un puesto de vigía permanente al otro lado del río, a mediodía de la población. Los barqueros de la cofradía cristiana de pescadores se repartían la tarea de espiar lo que sucedía en el grandioso edificio del templo, claramente visible desde el río. No pasaba una hora sin que una barca o un bote se detuviese al pie de la escalinata, provocando los ladridos de Nup. Se sabía ya que el escriba había dejado de cultivar las tierras del templo y que había cerrado el taller de escritura. Sus servidores nubios habían regresado a Filas en un barco sospechosamente sobrecargado. Pinedjem estaba solo con su perro. Se lo divisaba paseando con paso vacilante por delante de los pilones del atrio y, con mayor frecuencia, echado a pleno sol en la escalinata. Era, concluían los observadores, cuestión de días.
Los derrocadores fueron advertidos. Llegaron con tres barcazas llenas de herramientas: mazas, azadas, picos, palas, cuñas, barras de hierro, sogas, betún de Judea y leña. Atracaron aguas debajo de la ciudad, en la orilla líbica, desde donde se divisaba a lo lejos, a mediodía, la imponente mole del templo enmarcada por los rocosos despeñaderos.
Los monjes vivaqueaban en sus barcas. Durante los tres días que estuvieron atracados cerca de la población no se acercaron ni una sola vez a la iglesia episcopal. Los clérigos del lugar, por su parte, fingían ignorar la presencia de los monjes; derribar templos no formaba parte de sus tareas pastorales. No ignoraban que sus fieles egipcios estaban orgullosos de aquel magnifico testimonio de su esplendoroso pasado. No comprendían porque, en lugar de destruirlo, no se lo convertía en un santuario de Santa María Virgen y Madre. ¿Tan distintas eran Isis y María?
El día dieciocho del mes de Epep del año 454, el nilómetro de Licópolis registró la primera subida del nivel de las aguas: comenzaba con fuerza la inundación, el proceso vital de la Tierra Negra, la fecundación del desierto, la marca inalterable del paso del tiempo. El mundo y Egipto habían nacido a la vez, engendrados por las aguas primordiales. El trabajo de los campos se detuvo y todo el mundo se recluyó en los pueblos y en las villas de las tierras altas, esperando el milagro que se producía año tras año.
En el templo de Isis de Tkou las aguas comenzaron a lamer el segundo escalón de la escalinata que hacía de muelle. Al tercer día la crecida se aceleró; el río ascendía con olas que chocaban contra las losas. A mediodía, en el primer pórtico del templo apareció la frágil figura de Pinedjem, vestido con una blanquísima túnica de lino y llevando colgadas del pecho sus insignias sacerdotales. Apoyándose en un bordón, bajó lentamente los peldaños de la gran escalinata, seguido por su perro. Cuando llegó junto a la corriente, se echó sobre la última losa, con los pies desnudos a tocar del agua.
Desde el centro del río, dos marineros de la cofradía de pescadores, inmóviles en su barca, lo observaban en silencio. Aguas abajo, los monjes derrocadores, envueltos en sus hábitos negros, aguardaban pacientemente sentados en sus barcas sobrecargadas.
El sol de mediodía abrasaba las losas de la escalinata, arrancándoles fulgores plateados. No soplaba ni una brizna de aire. El silencio era absoluto, roto solo por el burbujear del agua que resbalaba hacia el norte. Echado sobre la piedra con el perro a su lado, Pinedjem sintió como las cálidas aguas del Nilo besaban sus pies descalzos; ya no podía ni quería moverse. Su cuerpo, definitivamente derrotado, se entregaba a las aguas del río de Egipto. Pero su espíritu, con un vuelo de potencia arrolladora, remontó el flujo de la historia y se halló, más allá del espacio y del tiempo, sumergido en la gloria del Egipto inmarcesible. Ante sus ojos desfilaban como seres vivientes las figuras de la escritura jeroglífica con las cuales había entretejido su alma. Era una procesión inundada por la luz del sol que nace cuando se pone por occidente, del sol que guiaba la barca de Osiris en medio de la muerte y del caos. Mecido por las aguas primordiales, Pinedjem se recogía en la familia divina, llevando en su mente todo lo que restaba de la grandeza del antiguo Egipto para entregarla intacta al Lugar más allá de los lugares, al Tiempo más allá del tiempo, escriba fiel que había sabido conservar inviolado el tesoro que le había sido confiado.
Atardecía cuando, con un esfuerzo supremo, Pinedjem resbaló sobre las losas y se dejó cubrir por las aguas constantes y acogedoras. Solo su cabeza, con los ojos cerrados, emergía sobre la corriente que, infatigable, lo iba cubriendo con su abrazo maternal. Un escalón más arriba, el perro gemía, inmóvil sobre las piedras ardientes.
Al otro lado del río, centenares de ojos enfebrecidos se mantenían fijos en la escalinata del templo.
Súbitamente, un aullido agudo y penetrante resonó por el valle del Nilo, rebotando contra los acantilados de las montañas líbicas, flotando sobre las aguas del Nilo y penetrando en el desierto a través de los congostos rocosos. Los halcones interrumpieron su vuelo y bajaron a ponerse sobre los muros del templo; los chacales salieron de sus guaridas para husmear el viento que venía del valle, y hasta los leones se detuvieron sorprendidos en la ruta del desierto. Y el aullido del perro de Pinedjem proseguía largo, desesperado, inextinguible.
Al otro lado del río, las barcas de los monjes derrocadores se pusieron en movimiento hacia el templo de Isis, con las orlas rozando el agua, medio hundidas bajo el peso de los instrumentos de la evangelización.




HISTORIA Y FICCION

La narración de este libro es ficticia. El contexto, sin embargo, es rigurosamente histórico.
Egipto era una diócesis del Imperio Romano de Oriente. En el siglo V estaba dividido en seis provincias. El valle del Alto Nilo comprendía dos de ellas, designadas las Dos Tebaidas. La capital administrativa era Antinópolis, en la ribera arábiga. El centro militar era Ptolemáis, en la ribera líbica.
De 450 a 457 fue emperador de Oriente Marciano, casado con Pulqueria, hermana del emperador Teodosio II.
La iglesia cristiana de Egipto era una sola demarcación, con capital en Alejandría. Había obispos en todas las ciudades, y miles de monjes y monjas en centenares de monasterios esparcidos por todo el país. En el año 451 el concilio de Calcedonia dividió a los cristianos orientales. La mayoría de cristianos egipcios siguieron la corriente anticalcedoniana, llamada monofisita, hasta el día de hoy.
El cristianismo, a mediados del siglo V, era ya la religión mayoritaria. Sucesivos decretos de los emperadores, sobre todo de Teodosio I y Teodosio II, desde mediados del siglo IV, habían ido arrinconando la religión antigua, prohibiendo el culto, el sacerdocio y la enseñanza. A mediados del siglo V la antigua religión era ya residual en Egipto, en Siria, en Grecia y en Roma. Sin embargo, las creencias personales fueron respetadas hasta que el emperador Justiniano prohibió totalmente la religión ancestral y suprimió la libertad de conciencia.
La última inscripción jeroglífica hallada es del año 394, en Filas. Las dos últimas inscripciones demóticas son del año 452, también en Filas.
Personajes históricos, en la novela, son los emperadores mencionados, Hipatia, el dux Maximino, el prefecto augustal Probo, Ciro de Panópolis, Horapolón el Joven, el monje Chenute y el sacerdote escriba de Filas (cuyo nombre desconocemos).
Hay dos personajes transpuestos. Hermodoro de Tebas es una transposición de Olimpiodoro de Tebas, diplomático y escritor, que en el año 421 visitó a los blemios y escribió La guerra de los blemios. El otro personaje transpuesto es Dionisio de Panópolis, que es una transposición de Nono de Panópolis, autor de las famosas Dionisíacas y de un Comentario al Evangelio de Juan.
Los demás personajes son ficticios pero responden a tipos testimoniados en documentos de la época.
Los monumentos descritos en el capítulo "Un viaje por el Nilo" son todos reales.
El templo de Osiris de Akoris (capítulo I) es ficticio. El nilómetro es real. Lo que hay en la cima del alcor de Akoris es una necrópolis.
El templo de Isis de Tkou junto al Nilo (capítulo II) es real, pero se hallaba en el interior de la villa de Anteópolis. La ficción separa templo y villa.
El templo de Tot de Tierra Adentro es medio ficticio. En la necrópolis de Hermópolis (actual Tuna el Gebel) había un templo de Tot.
La descripción de la ciudad de Alejandría (capítulo 4) tiene en cuenta los resultados de las últimas excavaciones.
La capilla de Isis del capítulo 5 es ficticia, pero responde a un contexto real.
El templo de Sobek del capítulo 6 es ficticio.
La descripción de los monumentos de la isla de Filas responde a los datos arqueológicos.
El camino de Ptolomeo Filadelfo de Coptos a Berenice es real. La descripción tiene en cuenta las reseñas de los viajeros antiguos.
La descripción del país de los blemios es ficticia; no hay reseñas contemporáneas. El contexto es real.
El templo de Hator de Ankirónpolis (capítulo 6) es ficticio. El procedimiento del derrocamiento se basa en descripciones antiguas, en particular del historiador Teodoreto de Kirros.
Los sacerdotes egipcios estaba divididos en multitud de órdenes, no siempre bien identificados. En esta obra adopto una clasificación plausible en cinco grupos: 1. Sacerdotes profetas, con el Jefe de los profetas; 2. Sacerdotes escribas; 3. Sacerdotes estolistas; 4. Sacerdotes uab o pastóforos; 5. Sacerdotes ocasionales o del quinto orden. En la época romana los estamentos se habían confundido. Había sacerdotisas uab.
Un polícopon era un barco de dos palos y cuatro o seis remos, que podía transportar unos cuatrocientos sacos de cereales.
La unidad monetaria era la moneda de oro denominada solidus. Con un solidus se podía comprar un buen vestido.
En el libro se denomina "lengua egipcia" la lengua hablada por la población auctóctona durante el período romano. Actualmente se la designa con el nombre árabe "copto". Tenía varios dialectos.
La lengua blemia no ha sido interpretada.

martes, 26 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 11

11

EL PUEBLO DEL DESIERTO

- ¿Decidido, Nimlot?
- Los dioses han decidido por nosotros, Hermodoro. Si todo sucede según tú y el dux Maximino habéis previsto, nuestro pueblo sacará de ello grandes beneficios. Una mediación nuestra ante los blemios nos acarreará el reconocimiento de las autoridades imperiales en Egipto. Tal como están las cosas, con los monjes otra vez alborotados, este servicio al Imperio nos puede dar un respiro.
- Ya nos lo está dando. Turi dice que jamás había sido tan bien tratado por los magistrados de los puertos donde recala. Los oficiales saben perfectamente que la barca de Turi es el navío de Isis y que trabaja para los fieles de la antigua religión, pero siempre han hecho la vista gorda. Ahora, sin embargo, poco falta para que le ofrezcan el aceite de las lámparas. Por otra parte, he sabido de buena fuente que Maximino a pedido al obispo Dionisio de Panópolis que ordene a los monasterios mantener encerrados a los derrocadores.
- ¿Durará mucho esta bonanza?
- No sabría decirte. Maximino está muy achacoso. No lo mantiene en pie más que el afán de solucionar definitivamente el problema de los blemios. En los últimos años ha vivido sólo para esto. Pero en cualquier momento puede pasar a mejor vida. Y entonces…
- Dime, estoy muerto de curiosidad por saber como se las ha arreglado Maximino para estar tan bien informado de nuestras cosas. Dices que sabía todo lo de Pinedjem y mis hijos…
- Creo que hubiera podido precisar por qué punto de la gramática iban.
- Es increíble!
Hermodoro sonrió.
- Yo soy la persona menos indicada para sorprenderme. Como embajador, he dispuesto de docenas de agentes in rebus, es decir, de espías; lo sabía todo. Maximino tiene agentes desparramados por todo el Valle del Nilo. Estoy seguro que sabe cuantos fardos de lana tienes en tus depósitos.
- Y Pinedjem que confiaba en que nadie sabría que enseñaba la lengua sagrada a mis hijos…
- Pinedjem es un espíritu inocente, y es una suerte. Pero nosotros no podemos concedernos el lujo de ser candorosos. Tenemos que actuar por razones políticas. Y en estos momentos las razones políticas exigen que tú y tus hijos vayáis a visitar a los blemios en su desierto más profundo para sondear su estado de espíritu en orden a firmar un tratado con el Imperio Romano.
- Por lo que a mí respecta, puedo entenderlo, al fin y al cabo soy un sacerdote conocido en el Valle del Nilo; pero Totmés y Tírsit…
- Es algo que yo ignoraba y Maximino me lo dio a conocer. Entre los blemios, tus hijos son considerados una especie de encarnación de las divinidades egipcias de la sabiduría: Tot, Anubis, Maat… Pude verificarlo en Filas: todo el mundo me preguntaba por ellos. Maximino ha sido clarividente: una gestión tuya en presencia de tus hijos puede inclinar a los blemios a considerar la conveniencia de firmar el tratado.
- ¿Más que la amenaza del ejército?
- No lo temen, al ejército romano. Saben que en su desierto son invulnerables. La derrota de los blemios del mes de febrero pasado fue un episodio al que han dado mucha más importancia los romanos que los blemios. Una vez más se trató del resultado de una buena información.
- Muy bien, me has captado para tu oficio, embajador. ¿Cuándo convendría hacer el viaje?
- Tobe, es decir, enero, es un buen mes para andar por el desierto.
- ¿Cuánto durará la expedición?
- Entre ida y vuelta, menos de un mes.
- Bien, tenemos un mes para prepararnos. ¿Cuál será el itinerario?
- Primero pasaréis por Tkou para entrevistaros con Pinedjem.
- A los jóvenes les entusiasmará. Podrán aprovechar la ocasión para darle un buen repaso a la gramática.
- Después iréis a Coptos. Allí encontraréis ya a Razés, el pequeño blemio del que te he hablado. En Coptos, un hombre de Turi habrá reclutado una pequeña cuadrilla para la travesía del desierto. Primero tomaréis la antigua ruta de Ptolomeo Filadelfo de Coptos a Berenice, de muy buen pasar. Después os internaréis por el desierto hacia el sur; a partir de este momento os tendréis que arreglar como podáis, los guías de Coptos ya no os acompañarán.
- ¿Dónde hallaremos a los caudillos blemios?
- Creo que en torno a las Montañas Esmeraldinas. Razés os sabrá guiar hasta ellas.
- ¿Más cerveza, embajador?
- Más cerveza, embajador.

Soplaba un viento del norte frío y húmedo. El sol, cautivo de las neblinas de las montañas arábigas, difundía una luminosidad grisácea sin asomo de calor. De pie en el último grado de la escalinata del muelle del templo de Tot de Tierra Adentro, Menat-Neter alzaba los brazos para despedir y bendecir a los expedicionarios. Ella había fijado la fecha de la salida: dos días después del fin del período menstrual de Tírsit. Turi gritó la orden de soltar las amarras. El Rois, con todas las velas desplegadas, se escabulló airosamente canal abajo a la querencia del corredor del río. En la popa, Tírsit y Totmés agitaban los brazos en señal de despedida. El barco, con el bóreas a sotavento, se adentró raudamente en la corriente central del río, de aguas bajas en aquel mes de enero.
Turi había contratado una tripulación suplementaria. Hizo saber sin ambages que iban a destajo y que navegarían día y noche, a vela o a remo, para llegar cuanto antes a Tkou.
De momento atravesaron el Nilo para depositar a Hermodoro en Antinópolis. El embajador daba por finalizado su periplo nilótico y permanecería en la ciudad hasta que una galera imperial lo devolviera a Constantinopla. Turi lo despidió con indisimulada emoción; el barquero y el diplomático se habían hecho muy amigos. Uno y otro sabían que ya no volverían a verse.
Empujados por el viento de Chipre, que no amainaba, pasaron rápidamente por delante de Akhetatón y pusieron rumbo a Licópolis, a donde llegaron después de un día y medio de navegar sin parar. En Licópolis hicieron una parada corta para mercar provisiones, y prosiguieron el viaje. Entre vientos favorables y bogadas enérgicas, atemperadas por los esfuerzos culinarios de Orsíesi, amarraron en el puertecillo de Tkou tres días más tarde.
Pinedjem quiso recibir a los visitantes al pie de la escalinata del templo, con su fiel perro echado a sus pies. El reencuentro del escriba con sus jóvenes discípulos fue emotivo y melancólico. Los tres únicos depositarios de la antigua sabiduría egipcia volvían a reunirse en circunstancias arduas y ante un porvenir incierto. Tírsit y Totmés se inclinaron profundamente ante Pinedjem y le besaron la mano. El anciano escriba los abrazó largamente sin pronunciar palabra. Después saludó a todos los demás y entonces, dirigiéndose a los jóvenes, recitó en lengua antigua una frase de la Aretalogía Solemne de Isis; ellos la continuaron sin vacilación. Y todos se encaminaron a la Casa de Vida, dejando sólo dos remeros para vigilar el Rois.
Pinedjem había envejecido. Sus cabellos, ya completamente blancos, resbalaban por su espalda como un velo sacerdotal. Ya no se movía del recinto del templo. El escritorio estaba prácticamente cerrado; solo un par de viejos copistas se dedicaban a reproducir y archivar los documentos de la biblioteca, que eran enviados regularmente a Filas para que estuvieran en lugar seguro. Las estanterías de la Casa de Vida estaban casi vacías.
A pesar de la premura de la misión que los llevaba al desierto oriental, los expedicionarios habían decidido demorarse tres días en Tkou a fin de que Pinedjem pudiese dilucidar el grado de conocimiento de la lengua sagrada alcanzado por sus discípulos. Al regreso planeaban dedicar a la tarea una semana entera.
Sentados ante la larga mesa del escritorio, el maestro y los dos aprendices trabajaban la gramática y los textos desde la salida hasta la puesta del sol, ansiosos, como si el mundo fuera acabarse, conscientes uno y otros de que algo ciertamente estaba acabando.
Al oscurecer celebraban el culto osiríaco con todo el esplendor de los tiempos antiguos, con cánticos, recitaciones y ofrendas que los marineros, entusiasmados, iban a buscar cada día a los pueblos vecinos. Después de la celebración cenaban todos en la Casa de Vida con la largueza habitual del templo de Isis de Tkou. Fueron para todos tres días de goces sobrehumanos.
Transcurridos los tres días, Pinedjem se declaró ampliamente satisfecho de los progresos de los dos estudiantes; en adelante ya podrían trabajar solos, tanto sobre los textos de los reinos antiguos como sobre los de las últimas dinastías. Ciertamente, no dominaban el arte de la composición; pero, adujo Pinedjem, la lengua del antiguo Egipto no necesitaba ahora redactores, pues no había nada que redactar, sino intérpretes que preservasen de la extinción los tesoros de la sabiduría antigua.
El día segundo del mes de Tobe del año 453, de madrugada, el Rois zarpaba del puerto del templo de Isis de Tkou. Pinedjem, los dos ancianos escribas, dos servidores y el perro despidieron a los expedicionarios al pie de la escalinata. Se había entablado un nordeste que permitía al barco remontar el río con buena andadura.
- Si todo sigue igual, llegaremos a Coptos en tres días- anunció Turi, satisfecho.
Con algún intérvalo de bogada, y aprovechando la última luna menguante para navegar de noche, el Rois atracaba en el puerto de Coptos al atardecer del día 4 de Tobe. Nimlot, Tírsit y Totmés desembarcaron inmediatamente, y, acompañados por Orsíesi, se encaminaron al lugar donde, según había sido convenido, tenían que encontrar a Razés. Se trataba de la casa de un devoto que era el representante comercial de Turi en Coptos. Cuando llegaron a la puerta del almacén, Razés, ataviado con su vestimenta de ciudadano acomodado, ya los aguardaba. Los dos escribas del templo de Tot y el músico blemio se miraron en silencio. Orsíesi farfullaba las presentaciones, mientras Nimlot observaba sorprendido aquel inesperado ejemplar de las tribus del desierto. Al cabo, Razés, alzando los brazos con las palmas de las manos hacia arrriba dijo en el más puro egipcio:
- Razés de las Esmeraldinas os saluda y os da la bienvenida a las puertas del desierto.
- Tírsit y Totmés del templo de Tot de Tierra Adentro saludan a su amigo Razés y piden a los dioses prosperidad para la noble nación de los blemios- respondió Totmés en el mismo tono solemne.
Tírsit se apresuró a sacer de su zurrón el presente que traían preparado: un pectoral de oro y topacios que representaba a Isis amamantando a Horus sobre un fondo de altas montañas. Razés lo tomó en sus manos, lo miró hechizado e intentó ajustárselo sobre el pecho. Los dos hermanos lo ayudaron a sujetarlo con cordones que se anudaban en la espalda. Terminada la operación, Razés abrazó a sus nuevos amigos, besó la mano de Nimlot y se arrojó en brazos de Orsíesi, que aguardaba pacientemente su turno. Y desde aquel momento, los tres adolescentes establecieron la más firme amistad.
El corresponsal de Turi en Coptos acogió a los expedicionarios con afable hospitalidad. Había recibido de Filas precisas instrucciones y se había desvivido para preparar el viaje al desierto en las mejores condiciones posibles. Mientras cenaban les expuso el plan de la travesía.
- Iréis todos a caballo, con dos guías y dos mulas para la impedimenta. Tomaréis el camino viejo de Ptolomeo Filadelfo de Coptos a Berenice, sobre el Mar Rojo. Es más largo que la ruta directa de Edfú a las Montañas Esmeraldinas, pero está mucho mejor entretenido y vigilado. Saldréis de Coptos por la ruta del Valle de Rehenu, que es el camino de las caravanas que vienen de Leucos Limen. En el primer pozo los caminos se separan; el vuestro sigue hacia el sur. En cuatro jornadas llegaréis a Afrodito, en la encrucijada del camino de Edfú a Leucos Limen. Durante estos primeros días hallaréis agua y pastos en abundancia. En Afrodito cambiaréis los caballos por camellos, dejaréis la calzada y os internaréis en el desierto. Mis guías ya no os acompañarán; vuestro guía será entonces Razés o su gente. Entre Afrodito y las Montañas Esmeraldinas encontraréis algunos de los campamentos más importantes de los blemios. No puedo deciros nada más.
- ¿Y el regreso?- preguntó Nimlot.
- Regresaréis probablemente por el camino de Edfú. Los blemios lo conocen bien y os podrán guiar hasta las orillas del Nilo. Turi os recogerá una vez sepa donde estáis.
- Vamos con una chica de trece años muy poco acostumbrada a esta clase de travesías- observó Nimlot-. ¿Crees que podrá resistir la dureza del viaje?
- Esta dureza es una imaginación de los egipcios, que son muy comodones- intervino Razés-. Los blemios vamos por el desierto como vosotros sobre vuestro río. Tírsit lo resisitirá perfectamente; es fuerte, aunque de aspecto un poco enclenque…
- Vaya quien lo dice- refunfuñó Tírsit, ofendida-; ¿todos los musicos blemios son esmirriados como tú?
- Venga, no os peleéis antes de comenzar el viaje- cortó Totmés.- Ya os sobrará tiempo cuando nos extraviemos por las arenas del desierto.
- No nos extraviaremos- dijo Razés.- Además, no hay arenas: todo son piedras.

Los dos días siguientes los dedicaron a mercar el equipo necesario para la travesía. Los tres jóvenes irían vestidos de la misma manera: camisa de estameña, pantalones de lana con refuerzo de piel y botas. Nadie tenía que darse cuenta de que Tírsit era una chica. Nimlot conservaría su vestimenta sacerdotal, de hilo, pero más gruesa y resistente. El equipaje, hasta la estación de Afrodito, sería el ordinario de los caravaneros. No precisaban tiendas, pues había hostales cada cuatro o cinco estadios. Para las etapas del desierto ya proveerían en su momento, siguiendo las instrucciones de Razés.
- ¿Y esta especie de barra envuelta qué es?- preguntó Totmés.- ¿Una lanza?
- Ya lo verás- respondió Razés con displicencia.
El séptimo día del mes de Tobe, al amanecer, la expedición salía de Coptos por la ruta del Valle de Rehenu, perfectamente calzada en los dos primeros estadios. Los guías locales iban uno delante y otro cerrando la marcha. Nimlot sospechaba que, más que gente del país, eran militares disfrazados de guía, pero no dijo nada, dando por supuesto que Turi lo había dispuesto así. Después del vanguardista iba Razés cabalgando un nervioso corcel castaño. Lo seguían Nimlot, Tírsit y Totmés, que montaban apacibles caballos negros. Los dos mulateros caminaban a pie junto a las mulas.
Hacía un tiempo cerrado y fresco. La ruta discurría por un valle ancho y ameno, con frecuentes bancales de vegetación en los que de vez en cuando los guías permitían pastar a los caballos. Atravesaban arroyos con un hilo de agua que se extraviaba entre los pedruscos. Los guías no dejaban que las bestias se abrevasen en ellos.
- Son salobres- explicaron.- Ya encontraremos pozos.
La etapa del primer día, hasta la encrucijada de Leucos Limen, transcurrió sin incidentes. A mediodía, habiéndose levantado el tiempo, llegaron a primer pozo. Había una numerosa caravana que venía de Leucos Limen. Un grupo de mercaderes etíopes transportaba especies y tejidos de finas lanas coloreadas. Puesto que aquella mañana Tírsit se había quejado de frío, Nimlot compró para ella un chal de lana de colores vivísimos, que la chica se empeñó en vestir inmediatamente, a pesar del calor meridiano que planeaba ya sobre aquellas vaguadas enjutas. Comieron y bebieron, abrevaron a las caballerías y prosiguieron la ruta con ritmo reposado y sostenido. A media tarde llegaron al poblado caravanero que había surgido en la encrucijada de los caminos de Leucos Limen y de Berenice, un paraje con pozos y una arboleda de sicomoros. Había un hostal muy bien dispuesto, en una amplia estancia del cual se alojaron Nimlot y los tres jóvenes. Sobre una peña a corta distancia se divisaban los muros enjabelgados de una estación militar.
Al anochecer, mientras cenaban sentados o recostados sobre gruesas alfombras nubias, entraron en el patio donde se hallaban dos militares desarmados que saludaron a los huéspedes esparcidos bajo los porches y pidieron informaciones acerca de la ruta. Como quien no quiere la cosa se acercaron al grupo de los expedicionarios y preguntaron a los guías, en lengua griega, a donde iban y si tenían alguna dificultad. Nimlot, que escuchaba la conversación con una sonrisa irónica, les invitó a beber, lo que aceptaron de buen grado. Mientras bebían, los militares no quitaban el ojo de Tírsit y Totmés. Al cabo, el más joven de los dos, un mozo con una facha de italiano que hablaba sola, dejó caer con aparente indiferencia:
- ¿Qué, jovencitos, una excursión por el desierto?
Tírsit le clavó los ojos en la cara y le espetó:
- Hala, romano, no disimules, que sabes perfectamente quienes somos.
Nimlot rompió a reir, mientras el oficial se ruborizaba. Su compañero acabó uníendose al regocijo general y quiso explicarse:
- En manera alguna pretendemos meternos en vuestros asuntos, pero tenemos consigna de protegeros mientras os halléis sobre las rutas de los puertos del Mar Rojo.
- No nos estorbáis, oficial- respondió Nimlot afablemente.- Hacéis vuestro trabajo. Ahora bien, en estas circunstancias, podría darse el caso de que fuerais vosotros los que necesitaseis nuestra protección.
- No os falta razón- reconoció el otro.- No estamos muy bien informados de lo que ocurre con la gente del desierto. Los meses de después de la batalla han sido de calma absoluta, pero la situación puede dar un vuelco de un momento a otro.
- No dará ningún vuelco.
Era Razés el que había hablado. El oficial lo miró sorprendido. Por el acento había reconocido a un blemio en aquel muchacho correctamente vestido de egipcio. Al cabo, comentó:
- Ya veo que vais bien acompañados. Espero que os vaya todo bien.
Los militares se levantaron dando las gracia por la invitación.
- Hasta Afrodito- anunciaron- iréis encontrando destacamentos de la guarnición. Si necesitáis ayuda, no vaciléis en solicitarla.
Antes de la salida del sol ya volvían a estar sobre la ruta. Hacía frío. Tírsit iba regaladamente envuelta en su nuevo chal de lana, mientras que los demás se defendían como podían.
A mediodía, ya en pleno calor, llegaron a una vaguada en la que confluían dos barrancos por los que bajaban sendos arroyos de aguas claras que formaban una balsa junto al camino.
- Es agua limpia- anunciaron los guías.
- ¿Nos podemos bañar?- preguntó Totmés engrescado.
Nimlot consultó con los guías y éstos declararon que no había peligro alguno. En un abrir y cerrar de ojos, los adolescentes se habían quitado la ropa y chapoteaban en las claras aguas de la charca con gritos y risas. Los adultos se contentaron con un pediluvio. Al cabo de un rato, bien refrescados y bien bebidos, reemprendieron la ruta, que ahora comenzaba a ascender por las estribaciones de las montañas del Mar Rojo. A medida que ascendían se enriquecía la vegetación. Aparecieron bosquecillos de sicomoros y manchas de matorral. De vez en cuando atravesaban arroyos de aguas claras. Se hallaban, dijeron los guías, en el paraje más feraz de toda la ruta, que se mantenía así hasta Afrodito, a tres jornadas de camino. En verano, sin embargo, era otra cosa; no había agua y la vegetación se marchitaba casi por completo. Por esta razón, entre junio y septiembre no transitaba casi nadie.
Pernoctaron en la estación de Fonikon, muy concurrida y con buenas instalaciones.
Al día siguiente, cuando atravesaban un collado rocoso, encontraron un destacamento de soldados que regresaban de Compasi. La ruta estaba tranquila, dijeron. Encontrarían una gran caravana de venía de Berenice, puesto que hacía diez días había descargado un barco proveniente de Arabia que transportaba de todo.
Toparon con la caravana cuando todavía descendían del collado hacia un llano verdeante. Dado que el camino era poco más que un sendero, se apartaron junto a un cabezo para dejar paso a aquella interminable recua de doscientos camellos conducidos por una multitud ataviada con toda clase de vestimentas. No faltaban timbaleros que acompasaban el ritmo de la marcha. Los caravaneros iban a pie, apacibles y satisfechos. Saludaban a los jóvenes con sorpresa y bondad. Más de uno detuvo su camello y les hizo un obsequio. Cuando la caravana hubo acabado de pasar, Tírsit. Totmés y Razés hallaron a sus pies un montón de objetos dispares: collares, correas, sandalias, capuchones y pequeñas fialas de perfume.
- ¿Y ahora que hacemos con todo esto?- preguntó Tírsit.
- Guardémoslo para los amigos que encontraremos en el país de los blemios- sugirió Totmés-. Traemos obsequios para los mayores, pero no habíamos atinado en los pequeños. ¿Qué te parece, Razés?
- Excelente idea. Estas cosas, en nuestras tierras, son raras y fuera del alcance de los jóvenes. Estarán encantados.
Lo atarugaron todo en las alforjas de las mulas y prosiguieron la marcha hasta el Pozo de las Higueras, en la llanura. La hospedería de la estación disponía tan sólo de un porche para comer. Los viajeros dormían bajo las higueras, envueltos en gruesos capotes de lana que alquilaban los hosteleros. El cobijo era austero, pero la comida compensaba la rudeza del lecho; el Pozo de las Higueras era famoso por su buena mesa. Cocina del desierto, con guisos de cabrito, de ciervo, de conejo, de codorniz y de lagarto, copiosamente especiados. Los huéspedes comían en una larga mesa bajo el porche, servidos por mozos nubios.
- Ni en las fondas de Berenice eres tan bien tratado- comentaba un mercader de Schmin.
- Hemos hecho lo que hemos podido- repuso el hostelero-. La caravana que pasó esta noche nos ha dejado apurados.
- ¿Quién os suministra?- preguntó Nimlot, súbitamente interesado.
- Los blemios, naturalmente- contestó el hostelero.- Cada semana pasan por aquí a vender caza, legumbres y aceite de palma.
- Esto significa que no están muy lejos- comentó Nimlot.
- Hay campamentos a tres horas de camino hacia el sur. Bueno, esto de camino es un decir…
Entonces Razés se le dirigió en lengua blemia. El hombre lo miró sorprendido, pero le contestó en la misma lengua. Sostuvieron una larga conversación. Después Razés informó a sus compañeros: los blemios que bajaban al Pozo de las Higueras eran gente de la tribu de Jibal, vecina de la tribu de Sirit a la que pertenecía Razés. Nunca habían guerreado con el Imperio, porque vivían del comercio con los poblados de la ruta de los puertos.
- ¿Sabéis cuando volverán?- preguntó Nimlot.
- Mañana o pasado mañana. Les he enviado aviso para que traigan de todo, pues estoy en la últimas.
Después de cenar, Nimlot reunió a Razés y a los dos guías y les consultó si convenía permanecer en el Pozo de las Higueras para aguardar a los blemios. Los guías opinaron que no se perdería nada con ello, aunque aquellos blemios estaban muy egipcianizados y mantenían escasas relaciones con las demás tribus. Razés estuvo de acuerdo; se desvivía por encontrarse con su gente.
El día siguiente transcurrió en absoluta calma. Los blemios no comparecieron. El hostelero, encantado con aquellos huéspedes que no comerciaban con nada, les propuso una excursión a las ruinas de un santuario del dios Mandulis en la cima de una de las montañas de la cordillera del Mar Rojo. Los jóvenes acogieron la propuesta con entusiasmo. Nimlot prefirió permanecer en el pozo por si llegaban los blemios.
La excursión no era larga, tres horas entre ida y vuelta. El santuario, o más bien ermita, de Mandulis era una construcción de tipo tebano, con un porche, medio arruinado, de columnas con capiteles papiriformes y un naos con bóveda de piedra, mucho más reciente. En el interior, cabe el muro oriental del naos, encontraron un significativo ramillete de hierbas aromáticas. Totmés extrajo el pizarrín que llevaba siempre consigo y escribió en uno de los muros: “Tírsit y Totmés del templo de Tot de Tierra Adentro y Razés de las Esmeraldinas se encomiendan a Mandulis-Ra”. El hostelero lo observaba todo sin abrir boca, convencido ya de que aquellos huéspedes no eran unos excursionistas cualesquiera.
Al día siguiente, undécimo del mes de Tobe, el día se levantó radiante. Cuando Nimlot, todavía bostezando, se encaminaba al hostal para encargar el desayuno, vio dos camellos sin alforjas que pastaban entre los matorrales junto al camino. Bajo los porches encontró al hostelero acompañado por cuatro hombres de aspecto agreste, vestidos con blusas de gruesa lana y calzas de piel. Nimlot los observó en silencio y al cabo los saludó con solemnidad:
- Nimlot, sacerdote del templo de Tot de Tierra Adentro, saluda a sus amigos blemios y pide para ellos la bendición de la Gran Madre Isis.
Los blemios, que obviamente lo aguardaban, se inclinaron profundamente y lo saludaron en correcto egipcio. Después de una primera conversación de cumplido, el que parecía ser el jefe de la partida pidió:
- ¿Podemos ver a los pequeños escribas?
Nimlot sonrió con orgullo. Hermodoro tenía razón: el renombre de sus hijos se había extendido incluso hasta el desierto.
- Claro que si. Y también a Razés, uno de los vuestros, de las Montañas Esmeraldinas. Ahora voy a llamarlos.
Al cabo de unos minutos Nimlot regresó acompañado por los jóvenes. Los blemios se inclinaron delante de Tírsit y Totmés y besaron las fimbrias de sus blusas. Luego se volvieron hacia Razés, lo observaron largamente y se le dirigieron en su lengua. Cuando el chico les respondió lo abrazaron gozosamente. El cabecilla dijo a Nimlot:
- Gracias por devolver este hijo del desierto a la tierra de sus padres.
. Las gracias tendréis que dárselas a Hermodoro de Tebas, que es quien lo rescató.
El hostelero anunció que invitaba a todos a una colación. Durante la comida, Nimlot y los guías, flanqueados por Razés, recabaron de los blemios toda clase de informaciones acerca del estado de ánimo de las tribus del Mediodía, que eran las que habían protagonizado las últimas escaramuzas contra los imperiales. Los blemios, confiados en la condición sacerdotal de Nimlot, hicieron una detallada exposición del estado de las cosas en el mundo de los nómadas. Dada su actividad comercial, recibían informaciones de todas las partes, cosa indispensable, arguyeron, para asegurar su propia subsistencia como grupo mediador entre blemios y egipcios. Al cabo, Nimlot propuso que dos de ellos los acompañasen en su expedición hacia las montañas del Mediodía. Los blemios respondieron que le darían una respuesta antes de oscurecer. Seguidamente montaron en sus camellos y se marcharon.
- ¿Volverán? – preguntó Nimlot al hostelero.
- Podéis darlo por seguro. Han ido a consultar a sus jefes.
- Vaya trote!
- Lo hacen como si tal cosa. Pueden caminar veinte horas seguidas por el desierto sin comer ni beber, y llegan tan frescos.
A media tarde se había levantado un poco de viento de mar. Hacia el lado de mediodía se divisó una gran polvareda.
- Los blemios que regresan- anunció el hostelero.- Pero ahora son muchos más, y vienen a caballo.
Efectivamente, una cuadrilla de una docena de jinetes hizo irrupción en la vaguada del pozo. Descabalgaron, ataron los caballos a las higueras y se congregaron en círculo a cien pasos del hostal.
- Os aguardan- sugirió el hostelero.
Nimlot, acompañado por Razés, se dirigió hacia ellos calmosamente. Cuando se hubo acercado al grupo, los hombres se levantaron y lo saludaron con una profunda inclinación. El único de ellos que iba armado con un puñal en el cinto se dirigió a Nimlot en lengua egipcia:
- Nimlot, sacerdote de Tot, la familia de los Jibal te saluda y te da la bienvenida al país de los blemios.
- Que Isis, Osiris y Mandulis-Ra os bendigan- repuso Nimlot.
- Hemos sido informados de tu petición de que algunos de nuestros hombres os conduzcan al que vosotros denomináis desierto del Mediodía, que para nosotros es el desierto del Norte, a fin de encontrar a los príncipes de la nación blemia. No sabemos cuales son vuestras intenciones en esta expedición, pero confiamos en ti porque eres un sacerdote de nuestra religión. En la estación de Afrodito irán a tu encuentro gente nuestra que os guiarán por los caminos del desierto.
- Os lo agradezco muchísimo. Mis guías egipcios nos acompañan sólo hasta Afrodito. Para el resto del camino teníamos que confiar en los recuerdos inseguros de nuestro ahijado Razés.
- Explicadnos, por favor, quien este joven blemio y que hace con vosotros.
Nimlot narró con todo detalle el encuentro de Hermodoro con Razés en Etbó, como Hermodoro lo había redimido y como lo había dotado con una fuerte pensión para vivir e instruirse en Filas. El blemio escuchó atentamente y luego sostuvo con los suyos una larga discusión. Al cabo hicieron seña a Razés para que se acercase. El chico se puso en medio de ellos y fue respondiendo a sus preguntas. En un momento dado, Nimlot percibió con preocupación que la voz de Razés oscilaba entre la ira y la súplica. Al fin, el jefe de los blemios regresó cabe Nimlot y dijo:
- Este muchacho pertenece al pueblo blemio y tiene que venir con nosotros, que lo acompañaremos a su tribu.
Nimlot no pareció afectarse en absoluto.
- Lo que dices es justo. La intención de Hermodoro al emanciparlo no era otra más que devolverlo a los suyos. Lástima, sin embargo, del capital depositado para él en Filas. Los sacerdotes no querrán devolverlo a nadie más que a él, según las instrucciones de Hermodoro.
- ¿A cuanto asciende este capital?
- A doscientas piezas de oro.
El blemio dio un respingo y miró a Nimlot con incredulidad:
- ¿Doscientas…?
- Si, doscientas.
El blemio regresó a su grupo y sostuvieron una viva discusión, en la que Razés participaba cada ves más enérgicamente. Cuando pareció que habían llegado a un acuerdo, el jefe, acompañado por Razés, se acercó a Nimlot y declaró:
- Nimlot, te confiamos a Razés, de la familia de Sirit, para que te acompañe junto a su gente en las Montañas Esmeraldinas y para que, si los suyos así lo deciden, lo confíes a los sacerdotes de Filas a fin de que sea mantenido y educado y pueda regresar a su país llevando el resto de su capital.
- Ésta era la voluntad de Hermodoro y ésta será la mía- respondió Nimlot.
- Que los dioses te recompensen- concluyó el blemio.
El hostelero, que merodeaba por la arboleda, cuando comprobó que las negociaciones habían concluido, se aproximó para ofrecer a todos un refrigerio bajo los porches. Los blemios dijeron que les apremiaba partir a fin de que no se les echase la noche encima en el camino de regreso. Abrevaron a las bestias, trasegaron unos sorbos de agua, montaron en sus corceles y se lanzaron al trote hacia el desierto en medio de una gran polvareda.
Totmés y Tírsit, que lo habían observado todo desde los porches, se acercaron precipitadamente. Razés les espetó un “uf” tan estrepitoso que les hizo desternillarse de risa mientras lo abrazaban dando saltos.
- Por más blemio que sea, no quiero separarme de vosotros- exclamó Razés.- Sois mis amigos.
- Eres nuestro hermano- rectificó Totmés.
Aquella noche, en el hostal del Pozo de las Higueras se sirvió una cena de fiesta para celebrar la segunda liberación de Razés de las Esmeraldinas.
La etapa hasta Afrodito era corta y el camino muy hacedero. La expedición se puso en marcha a hora prima y sin prisas. La ruta discurría por el desierto entre escarpaduras rocosas. De vez en cuando atravesaban arroyadas abarrancadas casi siempre enjutas, que propiciaban una escuálida vegetación de aulagas y senes. Encontraron unos pastores con un rebaño de cabras desmedradas.
- No comprendo como se las arreglan para abrevarlas- comentó Nimlot.
- Ellos saben donde hallar agua- explicó Razés-, hay más de lo que parece.
A media tarde llegaron a la estación de Afrodito, en la encrucijada de la ruta de Edfú a Leucos Limen. Era un poblado con algunas casas de piedra y una veintena de tiendas de piel de camello. En el centro se alzaba la estructura abovedada del pozo, el agua del cual era accesible en una balsa muy bien construida. Palmeras datileras, sicomoros y senes medraban en el entorno, confiriendo al paraje un aspecto fresco y agradable. Medio estadio más lejos, junto a otro pozo, se divisaban los muros de un pequeño fortín.
Se instalaron en el hostal, que era grande y un poco descuidado. No sabían cuanto tiempo iban a demorarse, pues tenían que aguardar la llegada de los guías blemios para iniciar la verdadera travesía del desierto.
- Lo que hemos hecho hasta ahora es un paseo- sentenció Razés. Se alojaron todos en una pequeña estancia del primer piso, menos sucia de lo que temían. Mientras aguardaban la hora de la cena salieron a dar una vuelta por la población.
Al día siguiente, los guías de Coptos emprendieron el camino de regreso con todas las caballerías. Los cuatro expedicionarios permanecieron en Afrodito, atentos a las trochas que desde el sur confluían en la estación, por donde tenían que llegar sus nuevos guías. Pero durante aquel día no llegó nadie a Afrodito, ni del norte ni del sur.
Al día siguiente, al alborear, los despertó el relincho de un caballo.
- Son ellos! – exclamó Razés alborozado. Y, medio desnudo, agarrando su ropa, se precipitó al exterior. Los demás lo siguieron, un poco más arreglados.
Delante de la puerta del hostal encontraron una mujer y dos hombres con seis camellos y un caballo, negro y robusto. La mujer estaba ya parlamentando con Razés, que la presentó a los demás como la arrayaza; era ella la que montaba el caballo. Era alta y cenceña, con el rostro curtido por el sol y un pelo negro y abundante recogido en una trenza. Vestía un sayo de estameña de color oscuro y calzones de piel. Saludó a todos en correcta lengua egipcia y les anunció que al cabo de una hora emprenderían la ruta del desierto.
- ¿Qué tenemos que llevar?- preguntó Nimlot.
- Todo lo que quepa en las alforjas de vuestros camellos. Para provisiones y agua no tenéis que preocuparos, ya nos ocupamos nosotros.
Los expedicionarios regresaron a su habitación y comenzaron el repaso de la impedimenta. No había que olvidar, advirtió Nimlot, ni la ropa buena ni los regalos. El resto quedaría depositado en Afrodito y sería encaminado a Coptos con alguna caravana. Al cabo de media hora ya se hallaban ante la puerta del hostal con su equipo de travesía, que mereció la aprobación de la arrayaza. Nimlot arregló las cuentas con el hostalero y declaró que ya estaban dispuestos para partir. Los dos blemios ayudaron a los egipcios a montar en la silla de los camellos. Razés se las arreglaba solo. La arrayaza dio el último repaso a la comitiva, montó sobre su caballo, ensillado con una piel de oveja y emprendió la marcha.
La mujer iba delante. La seguía uno de los blemios a camello. Venían luego los expedicionarios, en un orden incierto, y cerraba la marcha el otro blemio.
Dejando a la izquierda el camino real, tomaron una trocha casi imperceptible que se adentraba por un desfiladero a pleno sur. La ruta se iba elevando hasta que atravesó un collado por encima de las peñas que cerraban la hoyada. Entonces descendieron abruptamente y marcharon por otro congosto, más desapacible que el anterior, hasta alcanzar otro collado. Y de esta manera, subiendo y bajando collados pedregosos, pasaron toda la jornada. Marchaban pausadamente, dejando que las bestias marcaran el ritmo. El sol resplandecía en un cielo sin nubes, pero no hacía calor.
A la puesta del sol llegaron a un vallejo alegrado por manchas de matorrales inesperadamente verdeantes. Se respiraba incluso una agradable humedad que no se sabía de donde venía, pues el torrente estaba completamente seco. La arrayaza dio orden de descabalgar, y se dispusieron a pasar la noche al raso, al arrimo de unos senes que ofrecerían algo de cobijo. Los dos blemios tomaron odres vacíos y se encaramaron por una pendiente rocosa, seguidos por Totmés y Razés como simples curiosos. Los hombres se metieron dentro de una caverna, seguidos por los chicos. En la penumbra fucilaban las claras aguas de un estanque. Con todo cuidado, para no enturbiar el agua, los blemios llenaron los odres y, ayudados por los chicos, los llevaron al campamento, donde dieron de beber a todos y abrevaron a los animales. La arrayaza, secundada por Tírsit, había encendido una hoguera de ramitas y estaba asando tasajos de tocino.
Mientras cenaban, la arrayaza, que se llamaba Laonara, y los otros blemios explicaron de donde venían, cuales eran sus tribus y que clase de servicio les habían solicitado los jefes de las Montañas Esmeraldinas. Los expedicionarios contaron también sus peripecias y expresaron sus esperanzas. El temor del presente y la angustia del futuro hermanaban a egipcios y blemios en aquel rincón perdido del desierto del Mar Rojo. Cuando el fuego se extinguió, cada uno se envolvió en su manto y se dispuso a pasar la noche bajo las estrellas. Hacía frío.
De madrugada, después de abrevar nuevamente a los animales y de tomar un bocado, volvieron a emprender la ruta. A la izquierda de su itinerario se iba dibujando el contorno azulado de unas montañas altas y escarpadas. La arrayaza explicó que el camino real de Coptos a Berenice pasaba por el otro lado de la cordillera, mientras que ellos se mantenían en la región que subía lentamente, de collado en collado, hasta la vertiente occidental de las Montañas Esmeraldinas, al pie de las cuales se hallaba la capital de los blemios del norte. Si todo iba bien, llegarían en cinco días.
La ruta seguía ascendiendo. Las subidas a los collados eran cada vez más largas, las bajadas cada vez más cortas. El país era rocoso, enjuto y yermo, pero los guías sabían encontrar agua cuando hacía falta. De vez en cuando, un rebaño de cabras o de camellos ponía de manifiesto que en aquella aparente desolación también era posible la vida. Así había sido desde hacía milenios.
Nimlot y los dos hermanos resistían bien las asperezas de la travesía. Razés estaba como pez en el agua, recordando sus tiempos de pastorcillo en las laderas de las Montañas Esmeraldinas, un poco más amenas, dijo, que los áridos parajes que recorrían. La arrayaza, consciente de que conducía gentes de la ribera del Nilo, moderaba las etapas y conseguía hacerlas incluso agradables.
Al atardecer llegaron a un aprisco abandonado y pudieron cobijarse para pasar la noche. Había leña seca y los guías alumbraron una gran hoguera, que les alegró las horas de la velada. Las provisiones que traían eran sobrias pero gustosas, y Laonara las administraba con generosidad. Aquella noche ofreció queso, olivas y rebanadas de pan de centeno tostado.
Al tercer día, a media mañana, atravesaron la antigua ruta de Edfú a Aristonis, una instalación medio abandonada. Se trataba de un itinerario ya muy poco transitado; los pozos estaban mal entretenidos y no había ninguna clase de cobijamiento ni de vigilancia. La utilizaban algunas veces las tribus del desierto para ir a comerciar a la ribera del Nilo.

A horcajadas en la cima de su camello, manso y ya amistoso, Tírsit dejaba vagar la mirada por el áspero paisaje del desierto. Desde que habían salido del templo de Tot de Tierra Adentro vivía en un mundo irreal en el que el pasado se había sobrepuesto al presente hasta convertir el presente en episodios desgajados y deslavazados. Este proceso de desvanecimiento de la realidad cotidiana se había iniciado dos años atrás, cuando ella y su hermano comenzaron a estudiar la lengua del Egipto faraónico. La percepción del entorno monumental y familiar del templo de Tot había ido dejando lugar a un universo imaginario en el que la historia del antiguo Egipto y de sus monumentos literarios constituía el entramado de la conciencia. El presente que captaba o adivinaba en las conversaciones de la Casa de Vida la atemorizaba y la impulsaba a refugiarse en brazos de su hermano y a sumergirse en las representaciones del pasado que inundaban su pensamiento. Este periplo por el Nilo y esta travesía por el desierto eran para ella un nuevo encuentro con el único Egipto que amaba y que le interesaba. Su padre había dicho que en este viaje participaban en unos acontecimientos que formarían parte de la historia de Egipto. Tírsit había acogido esta observación con toda naturalidad; ella hacía ya tiempo que se movía solamente entre los grandes momentos de la historia de Egipto. Ser ahora protagonista la henchía de emoción, pero no de sorpresa. ¿Acaso no eran ella y su hermano los últimos poseedores de la sabiduría del antiguo Egipto? El Egipto eterno viajaba con ellos por los pedregales del país de los blemios. Sin mengua de su simplicidad y de su candor todavía infantiles, Tírsit se sentía poseída por el espíritu del dios Tot, el forjador de la sabiduría y de las artes. La muchacha aceptaba sin afectación las muestras de veneración que le prodigaban los devotos egipcios, y ahora también los blemios. Tírsit, sonriente, juguetona y soñadora se sentía, más allá de todo, un poco divina.
Totmés cabalgaba al lado de Tírsit, pensativo y sereno, alternando ojeadas distraídas a los peñascos grises con miradas atentas a su hermana. Totmés gozaba con las experiencias de aquella cabalgada emocionante e insólita. Se encontraba recorriendo su amado país, tal como era. El pasado de Egipto le interesaba, ciertamente, y se había entregado con ardor al estudio de la lengua antigua. Pero su pensamiento se cernía sobre el Egipto de ahora y, angustiosamente, sobre el Egipto futuro. Totmés había escuchado con atención y había atesorado las conversaciones de sus padres con los visitantes del templo de Tot de Tierra adentro, y había sacado la entristecedora impresión de que la decadencia e incluso la extinción del Egipto que él representaba era inexorable. Entonces, barrenaba acerca de la inutilidad del esfuerzo suyo y de su hermana por preservar una brizna de la sabiduría antigua. Quizás no hacían otra cosa que prolongar la agonía de aquel cuerpo agotado. Ahora bien, si esto le desconcertaba, lo que le angustiaba era pensar en el destino de su hermana, ligado obviamente a su propio destino. ¿Sabría ella mantener la entereza de su espíritu a través de las incertidumbres del porvenir? Totmés se sentía fuerte y decidido para hacer frente a las dificultades que preveía, y al mismo tiempo constataba que Tírsit rechazaba mirar la realidad cara a cara y se empeñaba en refugiarse en las creaciones de su mente, de aquella inteligencia poderosa a la que tanto admiraba y que tanto le atemorizaba. El gran amor de Totmés, lo que constituía la finalidad de su vida, no era la preservación de la antigua sabiduría, a pesar de que le dedicaba todo el tiempo. Totmés amaba a su hermana, y este amor era su más profundo impulso vital. Su enamoramiento era completo, avasallador, vivía sólo para verla, para oirla, para tocarla. Estar con ella era su máxima felicidad, y fuerza era reconocer que era siempre feliz, pues los dos hermanos no se separaban ni de día ni de noche. Cuando Tírsit se dormía en sus brazos, como era su costumbre desde la infancia, Totmés se sentía el más feliz de los hombres, y daba gracias a los dioses por haberle concedido aquella compañera tan bella y tan inteligente. Totmés no se sentía en manera alguna vejado por la evidente superioridad intelectual de Tírsit; al contrario, aquella mente poderosa que siempre hallaba la respuesta adecuada lo llenaba de admiración y de encanto. Totmés pensaba que aquella muchacha tenía trazos divinos, y entonces se imaginaba a si mismo como sacerdote oficiante de aquella divinidad. Ahora, la diosa y él vagaban por el desierto sin saber exactamente lo que estaban haciendo. ¿Lo sabrían los demás dioses?
Al mediodía, caminando siempre hacia el sur, llegaron a un poblado de blemios, el primero que se hallaba viniendo del norte. Era un grupo de casas de piedra, pequeñas y bajas, rodeadas de tiendas de piel de camello. Un murete de cantos y barro, muy resquebrajado, lo rodeaba sin acabarlo de cerrar. El paraje era inesperadamente verdeante, con abundancia de palmeras datileras, acacias y sicomoros, entre los que se veían fucilar charcos de agua. Por los alrededores pacían rebaños de cabras y de camellos.
La arrayaza blemia se dirigió sin vacilar hacia una tienda mayor que las demás, desplegada bajo un palmeral. Descabalgó e hizo seña a los demás de que pusiesen pie a tierra.. Entonces salió de la tienda un hombre alto, de cabellos blancos, vestido con un sayo de lana de colores. Razés lanzó un grito y corrió a abrazarlo. El hombre, sin manifestar sorpresa alguna, lo estrechó en sus brazos mientras le acariciaba la mata de pelo. Al cabo, llevando a Razés cogido de la mano, avanzó hacia los recién llegados y los saludó:
- Bienvenidos a Rehur; estáis en el país de los blemios.
Nimlot respondió:
- Os saludamos y pedimos para vosotros las bendiciones de Isis, de Osiris y de Mandulis-Ra. ¿Este muchacho es de vuestra familia?
- La familia de Razés fue exterminada por los romanos. Yo soy el maestro profeta de su tribu, y me ocupé de su educación, Os doy las gracias por haberlo devuelto a su patria. Ahora, si os parece bien, id a la tienda de los huéspedes, descansad y luego conversaremos.
Nimlot, Tírsit y Totmés entraron en la tienda que se les indicó, espaciosa y adornada con alfombras y tapices de lana multicolor. Allí fueron recibidos por dos mujeres jóvenes que les invitaron a sentarse y les ofrecieron dátiles, galletas y leche fresca. Razés, en el entretanto, retozaba por la aldea acompañado por un enjambre de chicos y chicas embabiecados ante aquel blemio con estampa de romano.
A media tarde, el maestro profeta compareció en la tienda y tuvo una larga sentada con Nimlot y los dos hermanos. Al cabo de un rato, Razés, sudoroso y jadeante, se unió a la conversación.
El blemio hizo una descripción completa y detallada del país de los Blemios del Norte, de sus montañas, de sus valles, de sus recursos hídricos, de las comunicaciones, de la población y de las variantes lingüísticas. No abordó, sin embargo, ningún aspecto de la historia, ni antigua ni reciente.
. Esto- dijo- lo hablaréis con el príncipe que vais a encontrar al pie de las Montañas Esmeraldinas.
Nimlot y Totmés hicieron preguntas, que fueron contestadas con toda precisión. Tírsit, por su parte, se interesó por ciertos aspectos de la lengua: ¿Cómo hacían los subjuntivos? ¿Tenían conjugación prefija? ¿Tenían nombres para los peces? El blemio estaba pasmado:
- Pero…¿dónde has aprendido la lengua blemia?
- Razés me la ha ido enseñando sobre el camino -respondió la muchacha sin darle importancia.
Al anochecer, toda la población se congregó en una era central que hacía las veces de plaza y asaron dos cabritos, que sirvieron con hierbas del desierto. Después hubo cantos, danzas, rondallas y, como colofón, Razés desenvolvió la larga vara que tanto había intrigado a Tírsit y cantó dos canciones blemias. Al final, todos se pusieron en pie y Nimlot ofició un ritual nocturno en el transcurso del cual Tírsit y Totmés recitaron himnos en la lengua sagrada de los egipcios, que los blemios escucharon con los brazos alzados hacia la luna en creciente.
Un velo de misterio cubría aquella noche las vaguadas blemias de Rahur.

El día se levantó frío y luminoso. La expedición salió de madrugada. Todo el pueblo acudió a despedir a los viajeros. Laonara tuvo que limitar los presentes que la gente ofrecía, alegando que la ruta que les aguardaba era costanera, sin pozos, y que los camellos tenían que transportar agua para tres días.
El camino dejaba las trochas de los barrancos y se encaramaba por los senderos abruptos de las sierras que descendían de las Montañas Esmeraldinas al Valle del Nilo.
Tírsit y Razés cabalgaban uno al lado de otra. El chico la instruía pacientemente en la lengua blemia, en la que la escriba hacía grandes progresos. No paraban de hablar, aprovechando cualquier incidente del camino para hacer frases y discutir problemas gramaticales. Tírsit era una alumna muy exigente y pedía que se le diera razón de todo; el pobre Razés sudaba tinta para satisfacer su curiosidad, pero al cabo, recurriendo a las lecciones de egipcio y de griego recibidas en Filas, salió del trance con dignidad.
- Ningún romano ha pisado jamás esta tierra- comentó Leonara cuando, llegados a un collado, divisaron a lo lejos las neblinas del Valle del Nilo.- Y egipcios, muy pocos.
Trepando por laderas, atravesando collados y aprovechando los lechos secos de los arroyos, los expedicionarios llegaron al caer la tarde a un redil abandonado donde hicieron noche, acompañados por los aullidos de los chacales y por el silbido del viento en los peñascos.

En la madrugada siguiente, el tiempo seguía fresco y sereno. La ruta que emprendía la arrayaza era un sendero imperceptible, que, collado tras collado, iba ganando altura. Al mediodía, después de atravesar un peñascal de rocas graníticas, bajaron a una planicie que se extendía hacia el sudeste hasta perderse de vista. Debían de estar a mucha altura, pues el aire, en pleno día, era todavía fresco.
Cabalgaron por aquel desolado desierto hasta el atardecer. Cuando ya oscurecía, divisaron en un otero una hoguera, y a su lado dos tiendas de nómadas. La arrayaza hizo avanzar a uno de los hombres de la escolta, que habló con los acampados, y regresó diciendo que los nómadas ofrecían su fuego. Todos se acurrucaron alrededor de una magra hoguera de matorrales. Los recién llegados compartieron sus provisiones con los nómadas, que no tenían más pitanza que dátiles y un pedazo de queso duro como una piedra. No poseían ganado propio, y habían acudido a aquellos riscos a cazar serpientes venenosas para los hechiceros de Klina, que quedaba, dijeron, a seis horas de camino, al pie de las Montañas Esmeraldinas.
- Allá nos dirigimos - dijo la arrayaza.- Esperamos llegar al mediodía.
-¿Habéis cazado serpientes?- preguntó Totmés con curiosidad.
- Sólo cuatro- respondió uno de los nómadas.- Llegamos ayer por la noche y apenas si hemos puesto algunas trampas.
- ¿Dónde las tenéis?
- En un cesto, bien cubiertas de tierra, al lado de aquellas rocas. Si te acercas no las verás, pero oirás como silban.
Tírsit y Totmés se acercaron a la cesta de las serpientes. Razés dijo que ya había visto bastantes en su vida. Las fieras hacían un zumbido continuo, que se transformó en un agudo silbido cuando los hermanos se aproximaron.
-Vamos, vamos- exclamó Tírsit asustada, agarrándose al brazo de su hermano.- En Schmoun ya no hay fieras así.
- Es verdad, los cazadores tienen que ir muy lejos en el desierto para encontrarlas.
-¿Tú ves algo sagrado en estos animales, Totmés?
- No, yo no, ¿y tú?
- Yo tampoco.
Y fueron a acostarse al lado de Razés, que ya dormía envuelto en su capa.

Los nómadas indicaron a la arrayaza la ruta más hacedera para llegar a Klina. Se trataba de seguir por las cumbres, que eran más pasadoras que los barrancos, y, una vez alcanzados los riscos que rodean la población, bajar a pico por un sendero marcado con piedras.
La jornada fue tranquila, casi descansada. Los camellos y los caballos habían podido abrevarse en un charco que formaba el agua que se escurría por entre las rocas graníticas dentro de una cueva. Lucía el sol, pero un aire fresco moderaba el calor. A mediodía, cuando ya estaban seguros de llegar en breve a Klina, se concedieron una ración extraordinaria para agotar las últimas provisiones. Hubo también para los animales.
A media tarde alcanzaron el borde de la última sierra y se asomaron a los despeñaderos que medio rodeaban la llanura, fértil y verdeante, en la que se extendía el poblado de Klina, una ciudad de tiendas de campaña con una ciudadela en el centro, rodeada por una muralla. La arrayaza los guió sin vacilar hacia el sendero que serpenteaba en medio del roquedo, y ordenó que todos descabalgasen, pues la pendiente era muy pronunciada.
Cuando se hallaban a mitad del descenso, sobre una cornisa pizarrosa, la arrayaza invitó a los expedicionarios a quitarse los trajes de travesía y ponerse sus atavíos. A todos extrañó un poco, pues faltaba aún un buen trecho para el poblado, pero nadie rechistó, e hicieron la muda en un santiamén. Cuando prosiguieron la bajada, la comitiva parecía una procesión, Nimlot con su túnica de lino blanco inmaculado, los dos escribas con sus sayos de hilo verde y Razés con su indumentaria de ciudadano romano.
Cuando llegaron al pie del despeñadero vieron un pelotón de hombres a caballo que les salía al encuentro al galope con las espadas desenvainadas. Nimlot lanzó una mirada inquisitiva hacia la arrayaza, pero ésta le sonrió moviendo la cabeza con sosiego. Llegados a donde los expedicionarios los aguardaban inmóviles, se dividieron en dos alas y los rodearon completamente. Entonces descabalgaron y envainaros las espadas. El que los mandaba avanzó unos pasos, se detuvo delante del grupo y los escudriñó en silencio. Al cabo, alzó un brazo y gritó fuertemente en lengua blemia:
- En nombre del Príncipe de los Blemios del Norte, os doy la bienvenida a la villa de Klina de las Esmeraldinas.
Entonces, antes de que nadie atinara a detenerla, Tírsit se hizo adelante y, alzando los brazos, pronunció en pura lengua blemia:
- Que nuestra madre Isis bendiga la tierra de los blemios y a todos sus habitantes!
El jefe del pelotón quedó tan asombrado que no acertó a responder. Sus hombres prorrumpieron en gritos de alegría y de bienvenida, y rompiendo todas las formalidades se precipitaron hacia Totmés y Tírsit y les besaron los bajos de los sayos, mientras Razés, enardecido, clamaba:
- Hermanos, tenéis entre vosotros a los escribas del templo de Tot de Tierra Adentro!
Cuando se calmó el alboroto, Nimlot pidió a Laonara reemprender la marcha hacia el poblado, del que les separaba todavía media hora de camino. Una parte de la tropa montó a caballo y galopó camino adelante, mientras el resto permaneció para escoltar a los expedicionarios.
Cuando alcanzaron las primeras tiendas de la aglomeración encontraron una multitud que los aguardaba con la chiquillería al frente. Dos mujeres jóvenes con el pelo negro y suelto les ofrecieron agua en vasos de barro. Los niños y las niñas se acercaron a Totmés y Tírsit para abrazarlos y besarlos. Los dos escribas entraron en la villa de los blemios con un pequeño blemio en cada mano.
El jefe del pelotón, sin impacientarse, los fue conduciendo por entre las calles que se abrían entre las tiendas, anchas y limpias. Cuando atravesaron las puertas de la ciudadela, los vecinos los dejaron y se hallaron solos en un amplio vial empedrado que subía hacia un edificio almenado. Iban Nimlot, los tres jóvenes y la arrayaza, conducidos por el jefe del pelotón. La escolta de blemios que los había acompañado por el alfoz había desaparecido. Cuando llegaron al pie de la escalinata que subía hasta la puerta del castillo les salió al encuentro un hombre con veste militar brillante y fastuosa. El militar habló con el jefe del pelotón y con la arrayaza, y seguidamente se dirigió a Nimlot y lo saludó respetuosamente en lengua egipcia. Después saludó a los dos escribas y, poniendo las manos afectuosamente sobre los hombros de Razés, le habló en lengua blemia. Entonces les invitó a entrar en la fortaleza.
Se trataba de un edificio de modestas dimensiones, construido alrededor de un patio central porticado. El introductor los condujo a un ala del claustro en la que se abrían varias puertas bajas y les signó una hilera de habitaciones, indicándoles que al día siguiente por la mañana serían recibidos por el Príncipe de los Blemios del Norte, y que en el entretanto podían moverse libremente por toda la villa. Las comidas serían servidas en un refectorio contiguo a las habitaciones, donde encontrarían a otros huéspedes.
Los viajeros, fatigados por tantos días de camino por el desierto, renunciaron al paseo urbano y permanecieron en el castillo, alternando con otros forasteros alojados en el recinto.

Al día siguiente, Nimlot y los tres jóvenes fueron recibidos sin ceremonias por el Príncipe de los Blemios del Norte. Era un hombre de media edad, alto, robusto, con unos cabellos negrísimos que le rozaban los hombros. Iba vestido con una túnica corta de lana gris con cinturón de cuero y calzaba sandalias también de cuero. Al cuello, colgada con una gruesa cadena de plata, lucía una imponente esmeralda.
Después de los saludos rituales en lengua egipcia, el Príncipe les interrogó acerca de la travesía y de sus incidencias. Seguidamente se interesó por el arte de los dos escribas, y escuchó fascinado las explicaciones de Tírsit y Totmés.
- Si todos los egipcios fueran como vosotros!- exclamó al fin-. Cuanta sangre y cuanto sufrimiento nos hubiéramos ahorrado!
- Lamentablemente- dijo Nimlot- blemios y egipcios han sido siempre malos vecinos. Y no es porque faltaran tierras…
- Nosotros hemos sido siempre gente del desierto y nunca hemos pretendido invadir las regiones del valle. Pero tenemos necesidad del agua del Nilo, de las fuentes y de los pozos, y los egipcios nos han impedido el acceso. Por esto hemos tenido que guerrear.
- A pesar de estas discordias, egipcios y blemios hemos estado siempre en contacto. Al fin y al cabo, veneramos los mismos dioses, comenzando por la Gran Madre.
- Que su nombre sea bendito. Si, es cierto que la profesión de la misma religión nos ha acercado a los egipcios. Los reyes griegos de Egipto, que no guardaban hacia nosotros el rencor de los antiguos pobladores del valle, se avinieron a firmar tratados. Abrieron rutas a través del desierto, bien provistas de pozos. Esto ha facilitado los contactos y el comercio, y nos ha favorecido. Los romanos, al principio, siguieron la misma política. Hubo guerras, ciertamente, pero en la mayoría de casos se trataba de que un bando del imperio nos alquilaba para luchar contra el otro bando. A esto le llamaban una guerra civil.
- Bien mirado- observó Nimlot-, con los griegos y con los romanos los blemios han gozado de mayor libertad que los mismos egipcios. Nosotros somos un pueblo sometido desde hace ochocientos años.
- Esta libertad nos la hemos ganado, y nos ha costado muy cara. El Valle del Nilo rebosa de esclavos blemios cautivados por las tropas imperiales y hasta por los simples cazadores de esclavos. No todos tienen la suerte que ha tenido Razés.
- Tú, Príncipe, Razés y nosotros estamos unidos por la pertenencia a la misma familia de adoradores de los dioses de esta tierra. Nuestro común enemigo es ahora el imperio cristiano.
- Si, pero vosotros venís ahora a negociar en nombre de este imperio…
- No es exactamente así- exclamó Nimlot con vehemencia-. Las negociaciones las tendréis que hacer con los enviados del Dux en el lugar que señalaréis. Si nosotros hemos aceptado acudir al país de los blemios es para convenceros de que un tratado de paz entre los blemios y el imperio romano puede redundar en ventajas para la causa de la antigua religión en Egipto.
- El Dux Maximino también sabe esto. No ha querido arriesgarse a un fracaso y os ha enviado para sondear nuestras intenciones.
- El Dux Maximino es un hombre respetuosos con la antigua religión de los griegos, que en Egipto se asimila a la nuestra y a la vuestra.
- ¿Qué ha hecho Maximino en favor de la religión de los egipcios?
- No lo han designado para esto. El gobierno de Egipto lo lleva el prefecto augustal de Alejandría. Maximino ha sido enviado exclusivamente para negociar la paz con los blemios.
- ¿Por donde se agarra esto de la paz con los blemios?
- Ellos, en su lengua bárbara de Italia, le dicen "pax perpetua", que significa paz para siempre.
- Esto no tiene sentido. Nosotros no podemos asumir compromisos en nombre de nuestros hijos y de nuestros nietos.
- Es una manera de hablar…
- Mi manera de hablar es bien clara. Nosotros podríamos llegar a confiar en el Dux Maximino, pero no sabemos si podremos confiar en su sucesor, que probablemente será un cristiano intolerante. Entonces, podemos asumir un compromiso que será firme mientras Maximino sea Dux de las Dos Tebaidas. Después habrá que negociar un nuevo tratado con su sucesor.
- Todo esto rebasa los límites de mi misión, Príncipe. Yo he venido de parte del Dux Maximino, no del rey de los romanos.
- Ya lo comprendo, Nimlot, y te estoy muy agradecido en nombre de mi pueblo.
-Tu pueblo, Príncipe, ¿se extiende hasta el país de los Blemios del Sur?
El Príncipe sonrió:
- La pregunta es algo capciosa, Nimlot. Mira, yo sé que soy el Príncipe de todos los blemios, a condición, sin embargo, de que no me lo pregunten. Ya sabes que los problemas de los Blemios del Sur no son los mismos que los de los Blemios del Norte. Nosotros nos enfrentamos con el Imperio Romano, y ellos se enfrentan con los nubios. Y ahora el imperio ayuda a los nubios. ¿Sabes por qué?
- Pues, no…
- Porque la religión cristiana está avanzando entre los nubios. El obispo de Síene y los monjes de la Alta Tebaida envían una misión tras otra a las ciudades nubias del Nilo. Están convirtiendo a pueblos enteros. Al cabo los nubios dejarán de ser una amenaza militar para el Imperio Romano, y sólo quedaremos los blemios.
- Esto abunda en favor de una paz pactada, Príncipe.
- Volvamos a esta paz. ¿Has hablado de ello personalmente con el Dux Maximino?
- No. Quien ha hablado con él es Hermodoro de Tebas, de quien ya habrás oído hablar.
- Hermodoro! Es un gran amigo de los blemios.
- Y uno de los puntales de nuestra religión en el imperio.
- ¿Y de qué han hablado Hermodoro y Maximino?
- Ante todo, de los caminos. Con la paz, todas las rutas del desierto entre el Valle del Nilo y el Mar Rojo estarán abiertas para los blemios.
- Escucha: quienes tienen problemas para transitar por estas rutas son los romanos, no los blemios.
- Bien, pero las podréis utilizar para el comercio, y esto sin duda os favorecerá.
- Puede que tengas razón. ¿Qué más?
- El agua. Los blemios tendrán acceso al Nilo y a todas las corrientes de agua para abrevar el ganado.
- Hace miles de años que exigimos esto. El Nilo es de todos, pero primero los egipcios, luego los griegos y ahora los romanos nos han impedido el acceso.
- En el Nilo hay agua para todos, y todavía llegará mucha al mar.
- Caminos y agua. Muy bien. Pero tú, Nimlot, no te has lanzado a los caminos del desierto para hablarme de rutas y de ríos.
- Ya lo has comprendido. El capítulo principal del tratado se referiría a la libertad para los blemios de practicar su religión, tanto en sus territorios, evidentemente, como en las ciudades de la orilla del Nilo que el imperio considera que se hallan dentro de sus fronteras, y en particular Filas.
- ¿Habrá garantías absolutas para el culto de la antigua religión en Filas?
- Absolutas. Filas y su entorno serán un dominio de los sacerdotes de Isis.
- Bien. Ahora escúchame con atención. Ya sabes que cada año, desde tiempo inmemorial, en el mes de Paope, los blemios y los nubios del Alto Valle del Nilo bajan a Filas, recogen la estatua de la diosa y la llevan procesionalmente a las ciudades del sur. Al cabo de un mes la devuelven a Filas. El tratado tendrá que ofrecer garantías acerca de la preservación de esta costumbre con todos sus rituales.
- Maximino y Hermodoro hablaron expresamente de este asunto. Hermodoro ha asistido al último linatep en Filas y ha discutido las opciones con los sacerdotes de Filas.
El Príncipe se recostó en su diván y suspiró. Después de un largo silencio, dijo:
- Tú eres sacerdote de la antigua religión, Nimlot, y has demostrado ser amigo del pueblo blemio. Dime sinceramente: ¿qué piensas de todo esto?
Nimlot meditó unos momentos y al fin dijo:
- Hermodoro pensaba, y estoy de acuerdo, que el meollo de este asunto es Filas. Si los imperiales respetan sin reservas y sin subterfugios el ejercicio de nuestra religión en Filas, permitiendo el acceso tanto a los blemios y nubios como a los egipcios, darán pruebas de su buena fe, y los demás problemas se allanarán por sí mismos. Los blemios dejarán de atacar a los romanos, y si los blemios deponen las armas, la población de las riberas del Nilo no pondrá obstáculos a vuestro acceso al agua. Filas será la piedra de toque.
- Lo que dices es muy sensato. Lo tendré en cuenta cuando convoque al consejo de ancianos para tomar la decisión de enviar embajadores a Maximino.

Tírsit, Totmés y Razés habían escuchado la conversación inmóviles como estatuas. Tenían conciencia de estar asistiendo a un acontecimiento histórico, y sabían que también a ellos les correspondía un pequeño papel en la construcción de un futuro mejor para blemios y egipcios. El Príncipe, después de sus últimas palabras, se volvió afablemente hacia los jóvenes y dijo en lengua blemia:
- Esta muchacha habla perfectamente nuestra lengua…
Tírsit se apresuró a responder:
- Qué más quisiera que hablarla bien! Es una lengua muy bella, y estoy haciendo muchos esfuerzos para aprenderla.
- Quédate una temporada con nosotros y la aprenderás perfectamente. Serás Gran Huésped del principado, y podrías enseñar la lengua sagrada a alguno de nuestros escribas.
- De veras que me gustaría, pero mi hermano y yo estamos estudiando todavía la lengua antigua bajo la dirección de Pinedjem. Tenemos que regresar a Hermópolis para seguir trabajando.
- Lo comprendo, lo comprendo, pero prométeme que, más adelante, si hay ocasión, volveréis a visitarnos y nos instruiréis en la sabiduría de los antiguos egipcios.
- Te lo prometo de todo corazón, Príncipe.
Razés no pudo contenerse y exclamó:
- Príncipe, yo quiero ir con ellos a Hermópolis para aprender la lengua antigua.
El Príncipe clavó sus ojos en el muchacho y respondió con fingida severidad:
- Tú, lo que vas a hacer es regresar en seguida a Filas para aprender bien el egipcio y el griego. Después, llegado el momento, irás a Alejandría a estudiar retórica y filosofía. Nuestra nación necesita hombres cultos para dialogar con los romanos, y tú serás uno de estos hombres.
Razés, sin aliento, se refugió detrás de sus amigos, que, por su parte, abundaron en las palabras del Príncipe. Éste dio por terminada la audiencia e invitó a los huéspedes a una comida con sus consejeros y su familia.

La estancia de los huéspedes en Klina de las Esmeraldinas se prolongó todavía una semana, durante la cual pudieron tomar contacto con todos los estamentos de la villa. Todo el mundo quería conocer a los dos escribas del templo de Tot de Tierra Adentro, cuya leyenda corría por todos los pueblos y todos los campamentos de los blemios. Nimlot oficiaba diariamente los cultos matinal y vespertino en la gran tienda que servía de templo, magníficamente decorada y presidida por una estatua de Isis negra amamantando a Horus. Un día entero se empleó en la visita a la más próxima mina de esmeraldas, a cuatro horas de camino. Tírsit agotaba un frenético programa de aprendizaje del blemio, instruida por un escriba que dominaba el griego y el egipcio y del que no se separaba en todo el día. Una turba de chicos y chicas se disputaban a Totmés y a Razés para iniciarlos en los diferentes aspectos de la vida en el desierto. Y en el entretanto, la idea de la paz se iba abriendo camino.
Al cabo de una semana, ya a fines del mes de Tobe, los cuatro expedicionarios emprendieron el camino de regreso al Valle del Nilo. Los guió nuevamente Laonara, que era una de las mejores conocedoras de las rutas del desierto. Fueron a encontrar el camino de Aristonis a Edfú, poco frecuentado pero bien conocido por los blemios. En cuatro días, sin incidentes, llegaron a Edfú. Turi, advertido por los blemios, los aguardaba ya con el Rois aparejado. Nimlot, Totmés y Tírsit embarcaron hacia el norte, con idea de hacer alto en Ptolemáis para entrevistarse con el Dux Maximino y proseguir luego hacia Tkou. Razés, a regañadientes pero resignado, se embarcó en una gabarra que hacía el periplo de Síene, desde donde seguiría por tierra hasta Filas.