lunes, 29 de enero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DECIMOTERCERA ENTREGA



LAMED


12

De Carrión de los Condes a Sahagún



Once horas: nueve de andadura y dos de descanso. La etapa de Carrión a Sahagún era una de las más largas del itinerario. La siguiente, de Sahagún a Mansilla de las Mulas, no le andaba a la zaga. De ahí que los caminantes decidieran concederse un día de respiro en Sahagún, donde el Sodalició tenía una cayena de Instrucción.
A las siete de la mañana, mal espabilados por un café tan voluntarioso como endeble, los caminantes atravesaban el puente sobre el río Carrión, pasaban por delante del monasterio de San Zoilo y enfilaban la antigua carretera nacional 120 en dirección a Calzadilla de la Cueza. En sus balixas aguardaban, cuidadosamente empaquetados, los dulces del convento de Santa Clara. A sus espaldas se levantaba, sin prisas, un sol redondo y rojizo que forjaba de cobre el alfoz bien cultivado. Pasada la casa del Indiano llegaron en un cuarto de hora a la encrucijada de la nueva carretera de circunvalación, de la cual hicieron caso omiso, siguiendo todo derecho por la precaria carretera de Villotilla. Estaban sobre la llamada "Calzada de los Peregrinos". El Camino Real iba por Calzada de los Molinos. La calzada conserva en algunos tramos su estado antiguo, discurre algo elevada sobre el terreno circundante y está empedrada con menudos cantos rodados.
En la Calzada de los Peregrinos dos arroyos propician en el ejido un paisaje de prados y frutales. Cuatro kilómetros más adelante los caminantes llegaron a la explotación agropecuaria que ocupa el predio de la antigua abadía de Benevívere, desamortizada en su día y concienzudamente demolida por este pueblo de intrépidos cristianos. Junto a las bardas de la finca verdea la última arboleda de este tramo del Camino. Los caminantes se sentaron a la sombra de los alisos para refocilarse con la delicada repostería salida de las manos virginales de las monjas de Santa Clara.
La carretera cruza un puente sobre el arroyo Lagunilla de la Vega, que desagua en el río Carrión. Después del puente, la carretera tuerce al norte hacia su destino geográfico, mientras la antigua calzada sigue imperturbable hacia poniente. Comienza uno de los tramos más impresionantes del Camino de Santiago: once kilómetros en línea recta sobre el trazado de la antigua calzada romana, la via Traiana de Burdeos a Astorga. El terreno es llano y desarbolado; aliento de anchura de los campos de cereales y de las barbecheras. La Tierra de Campos palentina se ofrece al caminante como compendio y quintaesencia de esta Castilla en la que, sin saber porque, le gustaría demorarse. Nec tecum possum vivere, nec sine te ["No puedo vivir contigo ni sin ti"], glosó el Caminante mayor.
La calzada atraviesa los arroyos de Pozo Amargo y de Valdeamiento y cruza la carretera de Bustillo del Páramo. Un cuarto de hora después aparece a la izquierda una encina alta y solitaria. Otro arroyo y otra encina, esta vez enorme y copuda. Pero ya el terreno manifiesta veleidad de ondularse, anunciando la feraz vega del río Cueza de Villambroz. A poco se columbra a la derecha la severa torre de una iglesia de cementerio. Cuando el sol, otoñal y templado, se iba colgando del cielo más alto, los caminantes entraron en Calzadilla de la Cueza, agradeciendo la sombra de sus calles desabridas. Por un callejón a la izquierda de la calle Mayor se dirigieron al Hostal Camino Real, reputado por la buena atención que presta a los peregrinos. A pesar de caer a deshora (no eran todavía las doce), les sirvieron una jugosa tortilla de chorizo con ensalada. Bebieron un agua de remota procedencia y se consolaron, a yantar cerrado, con un dedal de aguardiente. No les entretuvo más de media hora el refrigerio. Bien descansados, recuperaron la calle Mayor, que aborda la carretera nacional 120 a la salida del pueblo. Se colocaron sobre la pista que se ha dispuesto como sirga peregrinal paralela a la carretera y se resignaron a recorrer lo que fue calzada real en la vecindad de los vehículos a motor de explosión ("de explosión", subrayó sarcásticamente el Caminante mayor).
El valle de la Cueza es feraz y verdeante: alisos, chopos, robles, vegetación de ribera. Hazas de cultivos variados: maíz, colza, girasol. Cruzaron el río y a poco divisaron a la izquierda un gran edificio con aspecto de granja abandonada. Es todo lo que queda del Hospital de Santa María de las Tiendas, conocido también como abadía del Grand Cavalier. Fue fundado por Bernalt Martínez en el siglo XII, y regido por la orden de Santiago hasta el siglo pasado. El peregrino Laffi dice que "aquí dan a los peregrinos ración de pan, vino y queso, que en este lugar hay en abundancia por los numerosos rebaños".
Dos kilómetros más adelante volvieron a cruzar el río Cueza y en menos de media hora llegaron a Ledigos. Antes de entrar en el pueblo abandonaron sin mesticia la carretera nacional y tomaron la local que lleva a Población de Arroyo. A los cinco minutos la dejaron también para entrar por una pista agrícola que en poco más de media hora, a través de trigales y barbecheros desarbolados, les condujo a Terradillos de Templarios.
Los caballeros del Temple tuvieron aquí una encomienda, de la que no queda más que los topónimos del pueblo y de un arroyo.
Los caminantes pararon un momento en el refugio que rige un holandés filojacobeo para tomar un café con leche dulzarrón y siguieron adelante por la pista que hace las veces de calzada. Anduvieron un trecho por la carretera de Villemar y al cuarto de hora, cruzado el arroyo de Templarios, entraron en Moratinos, es decir, pueblo de los pequeños moros, o sea, de los mudéjares. Aquí a la calle mayor le dicen Calzada Francesa. Media hora más de andadura los puso en San Nicolás del Real Camino, que en el siglo XII tuvo un hospital de leprosos regido por canónigos regulares de San Agustín. Los peregrinos, muy afrancesados por estos pagos, lo llamaron "del Petit Cavalier".
A la salida de San Nicolás, pasado el río Sequillo, la pista pierde su función de suplencia jacobea y se hace descaradamente agrícola; o esto o la sirga junto a la carretera, amonestan las voluntariosas señales. A los dos kilómetros se acaban las ambigüedades y las señales devuelven al caminante a la pista carreteril en el Alto del Carrasco, con una hermosa vista sobre Sahagún, a una hora de marcha.
La antigua calzada discurre por la izquierda de la carretera, pero se pierde al cabo de diez minutos. Se la puede recuperar pasado el puente sobre el río Valderaduey ("Val-de-Aratoi", nombre ibérico), tomando el camino de la ermita de la Virgen de la Puente, que es edificio románico mudéjar, de ladrillo; tuvo hospital de peregrinos. De la ermita a Sahagún queda algo más de un kilómetro a través de la mugre suburbial. Los caminantes, siempre dispuestos a ahorrarse el tráfico de la carretera, optaron por la ruta de la ermita con su insoslayable cochambre. Al atardecer entraban en Sahagún por el barrio de la estación. Atravesadas las vías, tomaron a su derecha la calle que lleva en línea recta a la plaza Mayor, pero antes de llegar a ella se desviaron hacia la iglesia de San Lorenzo. En un callejón adyacente el Sodalicio tenía una de sus principales cayenas de instrucción. Se trataba de una gran casa solariega de tres plantas, con impostas y almohadillados en la esquina, donde sobresalía una solana. Los ventanales eran altos y angostos; los del primer piso tenían medio frontón. El portón se abría en un arimez que trepaba hasta un balcón en el segundo piso. El aparejo era de ladrillo, excepto en los ángulos, que mostraban buena sillería.
La puerta estaba entornada y dejaba escapar un sordo rumor de chiquillería contenida. Entraron y se hallaron en un espacioso zaguán, de uno de cuyos muros pendía un gran tapiz blanco. Debajo del tapiz había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Con todo sigilo, para no ser advertidos por los niños, subieron al primer piso. Saludaron a las compañeras y a los compañeros que allí se encontraban y seguidamente, precedidos por la Magistra Domus, se dirigieron a sus habitaciones. Estaban, en términos de la minordoma de Castrojeriz, despernados. Habían caminado treinta y siete kilómetros casi de corrido.
Ramón Forteza se dejó caer sobre la cama sin tan siquiera quitarse las botas. Adormecido, miró a su alrededor. La estancia era amplia y encalada. Embaldosado rojizo con almorrefas encarnadas. Cama de hierro con cobertor de droguete. Sillas de olmo con asiento y respaldar de esparto. Gran mesa de madera de roble con un ligero adobo de barniz. Ventana con alaroces a la antigua y cortina de terciopelo verde. Mirando las vigas del techo y barruntando que Blanca se hallaba en la cayena, Ramón Forteza se quedó dormido como un tronco.
-¡Arriba, mallorquín, que te estamos aguardando para la cena!
El caminante saltó de la cama y corrió a la puerta, que estaba entreabierta. Salió al corredor y se dio de bruces con un niño vestido con una túnica verde claro ceñida a la cintura por una correa negra. El rapaz lo miró con fingida severidad y, cogiéndolo de la mano, lo arrastró hacia la escalera. De esta guisa hicieron su entrada en el refectorio, el caminante medio dormido y el niño muerto de risa tirando de él.
La estancia, espaciosa, ocupaba un ángulo del edificio, correspondiente al saledizo de la solana. Una larguísima mesa sin manteles se extendía delante de los ventanales. Otra mesa redonda con mantel azul claro ocupaba el ángulo opuesto a la puerta. En torno a la mesa principal aguardaban de pie una treintena de compañeras y compañeros del Sodalicio, que acogieron al caminante con afabilidad y buen humor. Mientras bromeaban sobre las ventajas de la siesta vespertina, la puerta del refectorio se abrió y entró Blanca acompañada de un niño y una niña de su edad, vestidos todos con túnicas de color verde claro. Blanca se acomodó sin vacilación en la cabecera de la mesa principal, con un acompañante a cada lado. Una vez se hubo ella sentado se sentaron todos. La mesa pequeña estaba ocupada por los niños, que andaban ya por los postres armando un respetable jolgorio.
Sirvieron de primero coliflor al ajoarriero no muy subido. De principio hubo congrio con patatas. El vino, blanco de Cacabelos. De postre, higos secos de Fraga con avellanas.
Durante la cena Ramón Forteza fue instruido acerca de la cayena de Sahagún. Los caminantes solían demorarse en ella una o dos semanas. Se impartían cursos de historia, de ciencias físicas y de filosofía. Se ensayaba para la Gran Dramaturgia de Villafranca del Bierzo. De Sahagún salían ya todos con su papel definitivo y preparados para los ensayos generales. Sabían que el caminante era físico y que al día siguiente, después del seminario sobre los mozárabes, iba a dar una lección sobre física cuántica.
A la mañana siguiente, después del desayuno, tomado en un café bajo los soportales de la Plaza Mayor, el Mair anunció que tenía negocios que tratar en la cayena, de modo que Ramón Forteza se dispuso a recorrer solo la histórica villa de Sahagún.
El nombre se Sahagún es una contracción de San Facundo. Facundo y Primitivo fueron dos mártires de la última persecución. Monjes mozárabes huidos de Córdoba en el siglo X restauraron en el lugar un antiguo monasterio. En tiempos de Alfonso VI el cenobio fue puesto, como no, en manos de la orden de Cluny. Sahagún se convirtió en la implantación más importante de los cluniacenses en Hispania. Los cluniacenses de Sahagún llegaron a tener un poder económico y político desmesurado. Atrajeron al lugar a multitud de francos que se instalaron en la villa y que entraron en abierta lucha con la población autóctona. Las convulsiones sociales acabaron arruinando el monasterio y la misma villa, que es hoy un pobre trasunto de lo que fue. De la iglesia románica del monasterio de San Facundo no queda nada. Se conservan dos hermosas iglesias de la arquitectura de ladrillo característica del románico mudéjar, San Tirso y San Lorenzo, y el convento de la Peregrina, románico del siglo XIII.
La moderna Sahagún es un importante centro de agricultura extensiva. La ciudad es próspera y se desparrama por la llanura sin gracia alguna. Desaparecieron la mayoría de sus iglesias románicas, pero han sido sustituidas por suntuosos bares y discotecas que dan a la noche sanfacundina un característico sabor roquero.
Ramón Forteza deambulaba despaciosamente por la nave lateral izquierda de San Tirso, intentando resumir en unos pocos conceptos claros y accesibles toda la complejidad de la teoría cuántica. Súbitamente, en las bóvedas del templo, hasta el momento silenciosas, resonaron risas y murmullos infantiles. Asomándose a la nave central, Ramón Forteza vio que por el pasillo avanzaba en formación compacta un grupo de niñas y niños del Sodalicio, impecablemente vestidos con camisa y pantalón de lino azul claro. Uno de los mozos llevaba un libro en la mano y, subido a las gradas del presbiterio, comenzó a leer una descripción del monumento. En medio del corro destacaba la mata de pelo negro de Blanca. Ramón Forteza permaneció inmóvil contemplándola, hasta que se dio cuenta que los ojos de ella estaban fijos en los suyos. Azorado, amagó resguardarse tras una columna, pero se contuvo cuando vio que Blanca se desgajaba del grupo y avanzaba decidida hacia la nave lateral. Cuando estuvo frente a él esbozó una sonrisa y dijo sencillamente:
-Hola, mallorquín.
Ramón Forteza hizo acopio de fuerzas para responder con naturalidad:
-Buenos días, Blanca. -Pero la última "a" le salió algo quebrada. La jovencita lo escudriñó en silenció y al cabo exclamó:
-No soy una vestal y no muerdo.
El caminante, confuso, inició una respuesta, pero ella lo interrumpió:
-¿Piensas que está prohibido hablar conmigo?
-Pues...
-Pues no. Ven, hablemos.
Y, cogiéndolo del brazo, lo condujo sosegadamente hacia la penumbra de la nave lateral. En medio de la nave central el grupo infantil porfiaba en su visita guiada sin inquietarse por el mutis de Blanca.
El caminante, ya completamente serenado por la afable naturalidad de la muchacha, inició un interrogatorio largamente meditado.
-¿No te abruma ser un símbolo viviente?
-No es nada abrumador. Mi carácter simbólico es puramente ritual. Sólo soy un símbolo durante las celebraciones. En todo lo demás soy como las demás niñas.
-Pero los Caminantes te tratan con particulares manifestaciones de respeto.
-Esto forma parte del ritual. Luego, si les da por suspenderme una asignatura me la suspenden sin pestañear y sin ponerse de pie.
-¿Qué estudias?
-Primero de educación secundaria. Y otras muchas cosas. Nos aprietan sin piedad.
-¿Qué otras cosas?
-Música, historia, latín... Y matemáticas hasta en la sopa.
-¿Te gustan las matemáticas?
-Me gustan, pero me cuestan.
-¿Quien te las enseña?
-Una caminante mayor de Cambridge.
-¿Qué te gustaría estudiar después?
-Farmacia.
¿Por qué?
-Me ilusionaría descubrir un nuevo medicamento para aliviar el dolor humano.
-¿No te sientes sola?
-No, no...Soy muy feliz con mis amigas y mis amigos del Sodalicio.
-¿No echas de menos a tu familia?
-No. Sé que cuando termine esto volveré junto a ellos.
-¿Cuántos niños sois en el Sodalicio?
-Cien.
-¿De dónde sois?
-La mayoría son hijos de caminantes de más allá de los Pirineos. Algunos somos de pueblos y ciudades del Camino.
-¿Cuál es vuestra tarea?
-Participamos como actores y como cantores en la Gran Dramaturgia de Villafranca del Bierzo y en la Gran Blasfemia de Santiago.
-¿Y luego qué?
-Luego...Volver a la vida normal y prepararse para el próximo Iter Magnus.
-Dentro de cuarenta años.
-Si, entonces tendré cincuenta y tres y seré caminante mayor.
-Yo también lo seré. Tendré setenta años, pero me mantendré ágil y fuerte.
-Seremos compañeros.
-Si, seremos compañeros.
Quedaron en silencio. Habían dado la vuelta completa al templo, rodeando la girola. Se acercaron al grupo de la cayena. Habían terminado la lectura de la guía y, aliviados, propusieron dar una vuelta por la plaza Mayor, invitando a Ramón Forteza a acompañarlos.
Era día de mercado. Bajo los soportales de la plaza Mayor las lonas de los tenderetes daban al recinto un acentuado trazo oriental. Los niños y las niñas de la cayena se desparramaron por la plaza, curioseando por los puestos. El caminante observó que todo el mundo los trataba con gran consideración e incluso les ofrecían regalos. Blanca y el caminante se detuvieron ante un puesto de quincallería. La mocita toqueteó varios alcorcíes ante la mirada sonriente del vendedor, y al cabo extrajo de un montón de piezas antiguas dos anillos con piedra de amatista. Se puso uno de ellos en el dedo anular izquierdo, echándose a reir cuando vio como le venía de grande. Luego, tomando la mano izquierda del Caminante, le encajó la otra sortija en el dedo anular.
¿Te gusta?
-Si, me gusta el brillo quedo de la amatista.
-Pues te lo regalo, nos quedamos los dos.
-Pero si no llevas dinero...
Blanca levantó la vista hacia el vendedor, que seguía sonriendo imperturbablemente, tomó de la mano al caminante y lo arrastró fuera de la plaza. El grupo de la cayena se iba recomponiendo para regresar al albergue, pues faltaba poco para el almuerzo. Ramón Forteza iba en medio de la muchachada frotando con los dedos la piedra de amatista, que brillaba quedamente al sol del mediodía. El anillo debió de pertenecer a un obispo muy obeso, pues le venía holgado.
El almuerzo fue sobrio y en secano, pues por la tarde había dos sesiones de estudio, y en las cayenas no se practicaba la siesta más que si se venía de camino. Ramón Forteza se las vio y se las deseó para disimular la sortija, que destacaba escandalosamente en su dedo anular. Al cabo giró la amatista hacia el interior de la mano, y cuando terminó la operación volvió la cabeza hacia Blanca y vio que la muchacha lo estaba mirando fijamente y sin rebozo alguno. Azorado, apartó la vista, pero sólo para topar con la mirada entre curiosa e irónica del Mair. El caminante acabó el almuerzo mirando a su plato.
A primera hora de la tarde Ramón Forteza impartió su lección sobre física cuántica. Los niños mayores solicitaron asistir, pero se constató que el tenor de la exposición rebasaría sus conocimientos, y se les prometió una sesión especial para después de la cena.
Después de la Lectio hubo un descanso de una hora, que los residentes aprovecharon para salir a airearse y tomar un refrigerio en los mesones de la población.
La segunda Lectio estaba dedicada a los mozárabes, y a ella fueron admitidos los niños. La disertación corrió a cargo de un historiador de Toledo, que ilustró su exposición con mapas y diapositivas. Los miembros del Sodalicio estaban muy interesados por la cultura mozárabe, que impregnó buena parte de las regiones que atraviesa el Camino de Santiago. Se complacían en emplear viejas palabras de la fabla mozárabe y conocían la antigua liturgia visigótica, que estuvo en uso en España hasta que fue forzadamente substituida por la liturgia romana.

La cena, en compensación por la densidad de las tareas realizadas, fue cumplida. Hubo huevos escalfados a la palentina, ensalada de cogollos con tropiezos y pastel de castañas, las primeras del año, con nata montada. El vino, blanco de Cacabelos, cuyo había en la bodega de la cayena una candiota mediada de la cosecha del año anterior.
Después de la cena los residentes hicieron sobremesa con café y orujo de alquitara de Portomarín. Ramón Forteza mantuvo su promesa y ofreció al mocerío una charla sobre física moderna. Les dijo que la ciencia no tiene nada que ver con el sentido común. Para el hombre sensato, el sol va de oriente a poniente; para el astrónomo, el único sol que cuenta es el que va de poniente a oriente. Para la física cuántica, la luz es simultáneamente una partícula y una onda. El hombre se asoma a un universo caótico, pero la mente puede discernir en este caos líneas de constancia que fundan el conocimiento científico y la tecnología. La ciencia no es en sí misma ni buena ni mala. La tecnología es buena, pues ayuda a soslayar mucho dolor humano, aunque también puede provocarlo. Y los mandó a acostarse.

domingo, 21 de enero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
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DUODÉCIMA ENTREGA



KAF

11

De Frómista a Carrión de los Condes

Itinerario harto tedioso, aunque también de los más breves del Camino. La monotonía de la ruta puede atemperarse, sin embargo, con una parada gastronómica en el mesón de Villalcázar de Sirga.
La Tierra de Campos, dice uno de sus cronistas, es una extensa planicie desarbolada, de suaves y ligeras ondulaciones, dedicada en su casi totalidad al cultivo de cereales. Toda ella, sigue diciendo, es uniforme: la constitución geológica, la disposición del suelo, el cultivo a que milenariamente viene sometiéndosela, el aspecto general de los campos, la aspereza y rigidez del ambiente, la descompuesta y extremada climatología, la ausencia casi sistemática de arbolado, la magrura de los ríos y arroyos, en cursos superficiales y ondulantes, la escasez de fuentes, la deslumbrante luminosidad del paisaje. Campos Góticos fueron denominados, extendidos entre Palencia, Zamora y Valladolid. El Camino de Santiago los atraviesa desde el Pisuerga al Cea.
El páramo castellano exige del observador un juicio ecuánime. Su belleza es de profundidad y de enjundia. No se entrega al visitante presuroso que descabalga un momento para lanzar al horizonte una mirada distraída. El goce sereno de la llanada sin fin requiere ser vivido desde un camino solitario, lejos de la barahunda del tráfico rodado. Ahora bien, el asfalto es cabalmente la servitud de buena parte de la etapa santiaguesa de Frómista a Carrión por el corazón de los Campos Góticos..
Remolones, después de un desayuno redrojo, los caminantes salieron de Frómista y enfilaron la carretera de Carrión, que discurre por la bien cultivada vega del río Ucieza. Un sol templado alternaba con prietas nubecillas colgadas de un cielo alto y otoñal. El asfalto, si no estético, es por lo menos agradecido de andar, de modo que en poco más de media hora se plantaron en Población de Campos, visitando de paso la ermita de San Miguel, rodeada de verdor. Dejando la carretera, atravesaron el pueblo cuidando de pasar por la plaza del Corro para saludar la ermita del Socorro, que tiene una talla de la Virgen del siglo XII. Dejando a la derecha la iglesia de la Magdalena, ancha y barroca, salieron del pueblo por una pista que discurre por la orilla del río Ucieza. Una hora más tarde rebanaron una esquina de Villovieco, atravesaron un puente y, renunciando a pasar por las calles hidalgas de Revenga de Campos, se adentraron por un ameno paseo de chopos entre el río y la carretera. Poco les duró el gusto, pues al cuarto de hora la alameda les condujo derechitos a la carretera general en el interior de Villarmentera de Campos, justo delante de la iglesia, dedicada, Camino Francés obliga, a San Martín de Tours. Tiene artesonado mudéjar y torre con campana salvatierra. A la salida del pueblo se despidieron con pesar de la arboleda, en la ocurrencia un pinar, los últimos árboles de la ruta hasta el circundo de Carrión.
A la media hora, frescos y sosegados, se desviaron de la carretera para entrar en Villalcázar de Sirga, a la querencia de arqueología y cocina. Convinieron mesa y yantar en el mesón Villasirga, hito de muchas peregrinaciones gastronómicas, y salieron a buscar la iglesia de Santa María la Blanca.
Hasta el siglo XVI, la población se llamó Santa María de Villasirga, esto es, Villa de la Calzada. Fue encomienda templaria. El templo de Santa María la Blanca, holgado como una catedral, fue edificado a mediados del siglo XII y utilizó ya prematuramente los recursos del arco ojival. La imagen de Santa María la Blanca, que se conserva todavía con su infante descabezado, fue muy milagrera. Alfonso X el Sabio la recuerda en sus Cántigas. En el año 1308, varios caballeros templarios de esta encomienda fueron juzgados en Salamanca por instigación del papado, pero no fueron condenados; hasta Villasirga no llegó la larga mano de Felipe IV de Francia. Don Rodrigo de Veláez, caballero templario, está muy bien enterrado en la capilla de Santiago. Don Rodrigo peregrinaba a Compostela y enfermó de muerte en Villalcázar.
El antiguo hospital de peregrinos ha sido restaurado y es de muy buen ver. Sustituyó al hospital de la villa de Arconada, más al norte, por la que hasta el siglo XII transitaba la calzada santiaguesa, cuyos residuos se muestran en el lugar.
En el mesón los caminantes hallaron la mesa ya dispuesta y el vino servido. El mesonero insistió en ofrecerles la sopa de ajo tradicional, a lo que no se hicieron ellos de rogar. Pasaron luego al plato de encargo, que era lechazo asado a la manera de la casa, que entra sólo lechazos churros, en horno de leña y cerámica de Pereruela. El vino, clarete de Tierra de Campos. De postre quisieron sólo peras del alfoz de Carrión.
Mientras almorzaban repararon en un curioso sujeto que, acodado a una mesa en un rincón del amplio comedor, tecleaba en un ordenador portátil ante la atenta mirada de un grupo de comensales. El individuo vestía un levitón de color verde oscuro, con corbata de lazo, y se tocaba con un chapeo de fieltro negro. Los caminantes, por mediación del mesonero, invitaron a su mesa al insólito escriba y se mostraron interesados en saber de su arte.
Don Nicolás del Barrio y Expósito era astrólogo musical. Su arte procedía de acuerdo con un método que él mismo había excogitado inspirándose, según decía, en la afirmación de Pitágoras de Samos según la cual los astros, en su recorrido por sus órbitas, producen un sonido musical. Cada ser humano, pues, en el momento de su nacimiento, percibe, sin registrarla en su conciencia, una armonía singular. Descifrarla e interpretarla era el objeto del arte de la astrología musical. El procedimiento se desenvolvía en diversos pasos. En primer lugar, el astrólogo recababa de su cliente los datos precisos de año, día, hora y lugar de nacimiento. A continuación introducía estos datos en su ordenador y éste, por medio de un programa especial, proyectaba sobre un rectángulo la carta astral de la persona concernida. Seguidamente sobreimponía un pentagrama a esta específica carta del cielo, arrancando del lugar del planeta o de la constelación ascendentes y regresando al mismo lugar. El signo del zodíaco propio de la persona indicaba la armadura tonal, según unas tablas que el astrólogo aseguraba haber extraído del "De occulta philosophia" de Agrippa y del "Harmonice mundi" de Kepler. Los planetas representaban blancas, las estrellas de primera magnitud negras, las de segunda magnitud corcheas. El compás era asignado por el astrólogo de acuerdo con las necesidades de la interpretación. Al final, la impresora arrojaba una hoja de papel pautado con la partitura de una melodía en cinco pentagramas, que representaban los dos trópicos, los dos subtrópicos y el ecuador. El astrólogo musical, entonces, interpretaba la melodía en un órgano portátil de cuatro octavas. Primero tecleaba la nuda línea melódica, después la interpretaba con un discreto acompañamiento de tipo coral. Esta pieza era grabada en un casete y entregada al cliente.
Don Nicolás del Barrio y Expósito llevaba varios años ejerciendo su arte en el Camino de Santiago. Mostró tener un discreto conocimiento del Sodalicio y de su gente. Trató con gran deferencia al Caminante mayor, ofreciéndose a dilucidar su música astral. Declinó éste la oferta y la traspasó a su acompañante, que se prestó al experimento sin mayores reparos.
Asombrados y divertidos por tan insólita muestra de ingenio, desfachatez y arte, los caminantes se despidieron del astrólogo musical y se pusieron en ruta para recorrer de un tirón los cinco kilómetros largos que les separaban de Carrión de los Condes. La ruta santiaguesa coincide con la carretera, que es un trazo rectilíneo llano y sin árboles.
La ciudad de Carrión de los Condes se asienta en una suave ladera sobre el río Carrión, y debe su nombre a los dos famosos condes, que residían en el recinto cada cual tras su propia muralla. Antes de los condes se llamó Santa María de Carrión. El Codex Calixtinus dice que era villa abilis et obtima, pane et vino et carne et omni fertilitate felix. De su antigua grandeza monumental conserva el templo románico de Santa María del Camino, con una enérgica portada, otra portada románica, la de la iglesia de Santiago, y el monasterio de San Zoilo, con un espléndido claustro renacentista.
Los caminantes, justo después de entrar en la villa, se detuvieron en el convento de Santa Clara para comprar una provisión de pastelillos que reforzaran el desayuno del día siguiente. En el zaguán del convento, fresco y limpio, tiraron de la campanilla y aguardaron junto al torno. Desde el otro lado del muro una voz femenina bien timbrada saludó:
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida. ¿Podríamos comprar algunos dulces? Vamos por el Camino y mañana nos espera un lago trecho hasta Sahagún.
-¿Cuántas piezas desean?
- Cinco para cada uno.
-¿Almendrados, de yema, de mazapán o de chocolate?
-Un surtido, a discreción de la reverenda madre, sin ánimo de azacanear.
Al cabo de diez minutos el torno giró y los caminantes recogieron del estante inferior dos paquetitos perfectamente atados. Inquirieron el importe, pagaron y salieron de nuevo a la calle. Pasaron por delante de Santa María del Camino, doblaron por la primera calle a la izquierda, atravesaron una plazoleta y se sumergieron en la penumbra del callejón adyacente al hospital del Espíritu Santo. En el fondo de la calle se detuvieron ante una sencilla casa de tres pisos con saledizos de madera. Llamaron a la puerta y al poco les franqueó el paso una mujer joven de pelo rizado recogido con una cinta azul y vestida con una túnica de estameña gris. Cuando vio al Mair tuvo un sobresalto y al punto se arrojó a sus brazos con gritos de alegría. El Mair la abrazó afectuosamente y luego se volvió para presentar a su acompañante, plantado en la calle sin atinar como arreglaría su saludo. La joven tenía en este punto las ideas claras y le estampó un sonoro beso en la mejilla. Arropados por este caluroso recibimiento, los caminantes entraron en el albergue del Sodalicio y fueron conducidos a sus celdas en el segundo piso. Puesto que no precisaban descanso, por haber cubierto una etapa relajada, se arreglaron someramente y salieron a callejear por la villa. Después de una detenida inspección de las portadas de Santa María y de Santiago, el paseo los condujo hasta el monasterio de San Zoilo, pasado el puente sobre el río Carrión. Fue en el siglo XI cenobio benedictino y acogió las reliquias de un mártir muy venerado en la Hispania mozárabe, san Zoilo. El claustro, obra en parte de Juan de Badajoz (1537), es de un estilo plateresco sobrio y grandioso. Media docena de vueltas a este claustro es uno de los mejores paseos que ofrece la villa de Carrión. Nuestros caminantes no se privaron de este gusto, tras lo cual abandonaron el recinto y, después de asomarse a la verja del frondoso jardín llamado "Calzada de Doña Teresa", remontaron la cuesta que lleva a la ciudad vieja, en cuya plaza Mayor se concedieron un vaso de vino blanco para llevar la espera de la cena.
Mientras paladeaban el áspero vino cubierto, el caminante mayor confió a su compañero la historia de la joven mujer que les había recibido en el albergue, la cual era, por más señas, la Magistra Domus.
-Participé en el Iter Magnus hace cuarenta años, cuando me faltaba poco para los treinta. Mi Caminante mayor era un médico italiano, asesor del Consejo del Intersticio, el cual había concurrido, por tanto, al Iter Magnus anterior, hace ahora ochenta años. Mi compañero en la iniciación era un estudiante de medicina toscano de mi misma edad. Trabamos una profunda amistad y juntos participamos en la Gran Blasfemia en Santiago. Luego, como es usual, no volví a verlo. Murió hace diez años. Tenía una hija, a la que había introducido en los derroteros del Camino Superior de Santiago. Llegado el momento de la Praeparatio del Iter, cinco años antes del año señalado, la joven removió los entresijos del Sodalicio para dar con el compañero de su padre. Nos encontramos en Lucca, y durante dos años asumí su preparación para el Camino. No sé si observaste que las cartas que te escribía tenían el matasellos de Lucca. Luego la propuse para dirigir alguna de las residencias del Sodalicio. No la había vuelto a ver en los últimos tres años. Para mí ha sido como volver a encontrar a mi mediquillo toscano. Fue precisamente aquí, en Carrión de los Condes, paseando por el claustro de San Zoilo, donde me confió su intención de dedicarse a la investigación en pediatría para contribuir a paliar el sufrimiento de los niños del mundo. Lloraba cuando me lo dijo.
-Usted también llora cuando ve sufrir a un niño, maestro.
-Sí.
Y el caminante mayor apuró de un largo trago su segundo vaso de vino blanco.
A las ocho de la tarde, ya anochecido, los miembros del Sodalicio presentes en Carrión se sentaron en torno a una gran mesa ovalada en el refectorio del albergue. En un ángulo de la estancia había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. La Magistra Domus estaba radiante. Vestía ahora la túnica verde claro usual del Sodalicio, y se había soltado el pelo, que flotaba sobre sus hombros. La cena fue sobria: potaje, verduras y queso. No hubo vino, pero el ama anunció que para la sobremesa se sacaría aguardiente del país.
Se hospedaban en el casal varios músicos del Sodalicio que ponían a punto diversas piezas destinadas a la Gran Dramaturgia de Villafranca del Bierzo. La conversación giró con toda naturalidad hacia los temas musicales. A las once, la Magistra Domus, en atención a los caminantes que al día siguiente tenían que cubrir la larga etapa hasta Sahagún, levantó la tenida y decretó el silencio en la casa.

sábado, 13 de enero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
UNDÉCIMA ENTREGA


YODH
10
De Castrojeriz a Frómista




Grandes nubarrones surcaban el cielo a la amanecida, grises y bajos, tanto que parecían lamer los ruinosos torreones del castillo de Castrojeriz. Daban las siete en el campanario de la iglesia de Santo Domingo cuando los dos caminantes cerraron tras sí la puerta de la cayena. La calle estaba desierta y en silencio. La villa, dos veces dormida. Bordeando el azor de la iglesia de San Juan, descendieron por una callejuela que entre cobertizos y bardas de corrales va a salir a la carretera. Tomaron la dirección de Melgar de Fernamental, dejando a la izquierda la ruta de Astudillo. A los cinco minutos se desviaron a la izquierda por una pista remozada a la antigua, que un kilómetro más adelante atraviesa el río Odrillo. Comienza la cuesta hacia el desolado cerro de Mostelares, a 910 metros de altitud. Los caminantes volvieron a sumergirse en la agreste soledad del páramo, que de Tardajos a Astorga envuelve a caminante en un poema geológico de desasimiento. La pista, cada vez más áspera y pedregosa, dobla un poco hacia el sur para ascender oblicuamente por la ladera de la montaña. Los cronistas antiguos, gentes originarias de paises llanos, suelen exagerar lo arduo de las cuestas del Camino, antojándoseles el Cebreiro poco menos que la escala de Jacob. Nuestros caminantes, avezados a las fragosidades de sus montañas nativas, no hallaron en la cuesta de Mostelares apuro digno de mención, ayudados, todo hay que decirlo, por el frescor de un amanecer que remoloneaba a caballo de unas nubes cada vez más cerradas.
Arriba, en la cima de Mostelares, un vértice geodésico marca el final de la pista, para desilusión de los peregrinos. El camino viejo se pierde. Los celadores del itinerario han cuajado el agostizo altozano de rústicas cruces a guisa de mojones. Los caminantes recorrieron el yermo pedregal durante cinco minutos, al cabo de los cuales comienza el descenso y se enlaza de nuevo con el sistema de pistas agrícolas. El día pugnaba por levantarse y hacia poniente se abría el austero paisaje de la Tierra de Campos.
Mientras reposaban sentados en un peñasco, Ramón Forteza percibió el inequívoco rumor, todavía lejano, de una recua de caballos al paso. Volvió la vista hacia el altozano y no vio nada. Pero el repiqueteo de cascos era cada vez más insistente, hasta que por fin, en la línea del horizonte donde el otero se desplomaba sobre la llanura, surgió un caballo negro con su jinete, y luego otro y otro y muchos más. El primer jinete era un hombre alto embozado en una capa negra con capuchón. Los demás caballos, todos negros, iban montados por una o dos figuras infantiles, arrebujadas en sus capas negras y con el rostro casi oculto por la capucha. Pasaron por delante de los caminantes sin detenerse, con paso sostenido, en dirección a poniente. Ramón Forteza contó veinte caballos y unos treinta niños. En la última montura, un poco rezagada, cabalgaba un jinete solitario que cerraba el arria. Al pasar junto a los caminantes desvió un poco su caballo y de un manotazo echó por tierra el sombrero de Ramón Forteza, tras lo cual salió doblando sobre el paso y mirando hacia atrás. El caminante reconoció bajo la capucha el rostro risueño de Blanca. Al recoger su sombrero y volvérselo a encasquetar tuvo que escuchar el comentario cáustico del caminante mayor: Si quae volet regnare diu, contemnat amantem. ["Si una quiere seguir dominando, que maltrate al amante"]. Y añadió someramente: "Son los niños, que van a Sahagún". Durante mucho rato la recua de caballos negros trazó una linea oscura sobre las rastrojeras de la vaguada. Por fin desapareció tras una loma lejana.
Durante los tres kilómetros por el vallecico hay que atender a las señales. Se cruzan cuatro pistas agrícolas, calcinadas y cerriles. Enfrente, en la ladera de la próxima colina, destaca la mancha verde del terruzo reforestado de la Fuente del Piojo, que hay que alcanzar.
Poco después de la fuente, la calzada peregrina desemboca en la carretera que viene de Pedrosa del Príncipe. Pasada la ermita de San Nicolás, que cae a la izquierda, esta carretera enlaza con la que lleva a Frómista. La ermita es todo lo que queda del antiguo hospital de San Miguel. Un confraternidad jacobea de Perugia ha iniciado aquí la construcción de un refugio para peregrinos. Hay que seguir la carretera para atravesar el Pisuerga por la Puente Fitero, con sus once arcos, algunos de cuyos sillares bien deben remontarse a la época de Alfonso VI. El río traza una banda de esperada frondosidad en la enjutez de la comarca.
A la derecha, en el lado de Burgos, queda Itero del Castillo, antiguo pueblo fronterizo. Del castillo queda una robusta torre aparejada en sillares, y del hito, de donde le viene el nombre de Itero, conservaba en el siglo XVII el nombre del puente sobre el Pisuerga, llamado por Laffi "Ponte della Mula", es decir, de la muga o frontera. Ahora es pueblo vinatero, en el que abundan las bodegas subterráneas que preservan siempre joven el aroma del vino.
Después de la puente, una carretera a la derecha lleva en diez minutos a Itero de la Vega, pasando a tocar de la ermita de la Piedad. Es el antiguo itinerario. Los caminantes lo cobraron a buen paso, pues les empujaba la perspectiva del cumplido desayuno que iban a tomar en el pueblo, para proseguir luego de un tirón hasta Frómista.
El mesón del pueblo abría las puertas. Los caminantes, consumados sus cálculos astronómicos, constataron que podían dedicar una hora al menester de la colación, que pasaron a negociar con el ventero. Se cerró trato sobre un principal de tortilla palentina de seis huevos apuntalada con pimientos verdes. Y puesto que el sol no parecía ni llevaba trazas de parecer, se le agregó al condumio una botella de vino blanco del otro lado del río.
Descansados y robustecidos, algo turbia la cabeza por la contundencia del quiebratinajas de Tierra de Campos, requirieron de nuevo el Camino, que logra soslayar el asfalto hasta Frómista. El cielo seguía gris y cerrado, pero no amenazaba lluvia.
A la salida de Itero se atraviesa la carretera de Lantadilla. Diez minutos más adelante se traspone un agrupamiento de cobertizos y bodegas, después del cual se cruza el canal del Pisuerga. El camino asciende entonces hasta el alto de Paso Largo, que se alcanza en media hora. Luego de una hora de suave descenso, la pista entra en Boadilla del Camino por la dula del común. Tomando hacia la izquierda desde la entrada del pueblo se pasa por una fuente y se desemboca en la plaza de la iglesia de Santa María. En ella se levanta un notable ejemplar de "rollo gótico", pilar que indicaba la jurisdicción feudal del lugar.
Boadilla ofrece mesón, pero los caminantes, ya abrevados en la fuente del pueblo, declinaron la sugerencia y siguieron adelante, con ánimo de personarse en Frómista a la hora del almuerzo.
Un cuarto de hora después de Boadilla, el camino topa con el terraplén del Canal de Castilla, por cuya vera discurre una grata y encumbrada pista de sirga, a la que sólo le faltaría un discreto arbolado para ser el mejor sucedáneo de la calzada jacobea.
La ilusión de dotar a la enjuta Castilla de canales navegables como los del Ródano o los del Rhin viene ya de los siglos en que los ejércitos de Castilla recorrían y arrasaban media Europa. Pero sólo en 1735, cuando en España soplaron, no diré aires, sino brisas ilustradas, un antiguo capitán de navío, Antonio de Ulloa elaboró un Proyecto general de canales de navegación y riego para los reinos de Castilla y León. Siempre lo mismo: Castilla tenía querencia de mar, y decidió asomarse al Cantábrico por Santander, que es tierra castellana. El motivo económico era facilitar la exportación de los cereales parameros. De paso se comunicarían las aisladas ciudades castellanas y se fomentaría la industria ribereña. La ingente obra requirió un siglo de esfuerzos, y cuando se completó, a mediados del siglo XIX, la competencia del ferrocarril la hizo rápidamente inútil. Tiene 207 kilómetros de longitud. Se inicia en Alar del Rey y va bajando junto al Pisuerga y el Ucieza, de los que se alimenta, hasta que antes de Palencia se divide en un canal que va a Valladolid y otro que termina en Medina de Rioseco. Tiene 49 esclusas que son auténticas obras de arte ingenieril. La de Frómista es una de las más bellas.
El día había acabado de levantarse; jirones de nubes blanquecinas vagaban por un cielo azul todavía turbio; el sol jugaba a dibujar grotescas figuras sobre los campos. El frescor de la acequia hacía llevadero el inesperado bochorno meridiano. En menos de una hora llegaron al azud que regula el cauce del canal a la entrada de Frómista. Cruzaron el portillo de la esclusa y a los diez minutos alcanzaban las sombras de las primeras casas de la ciudad, en una calle llamada, Dios sabrá porqué, la Francesa.
El Sodalició no entretenía residencia en Frómista, por lo que los caminantes se acomodaron en una pequeña y tranquila pensión aledaña a la plaza de la iglesia de San Martín. Después de la anhelada ducha bajaron al comedor, donde la mesonera atendía ya a varios comensales. Hubo de primero sopas de sartén y de principio asado de cordero en cochura de horno de tahona, avisó la mujer, para evitar malentendidos. El vino se ofreció tinto, pero nuestros caminantes, intratables en este punto, consiguieron un clarete de Tierra de Campos, con el que cerraron el ciclo vinícola iniciado en Itero.
Al atardecer salieron dispuestos a visitar detenidamente el templo de San Martín. Fue éste iglesia de monasterio, edificada a finales del siglo XI. La inspiración arquitectónica es la del románico reflexivo de Jaca, de San Isidoro de León y de Santiago, clara muestra de la eficacia de los renovados "compagnonnages" de los alarifes medievales. Levanta tres naves, más elevada la central, con transepto y tres ábsides. Característica de esta fábrica son las torres gemelas del hastial, que revelan un cierto, y seguramente buscado, arcaísmo. Algunos de los capiteles representan escenas eróticas, como si de un templo de Kajuraho se tratara. Había otros, que los pacatos restauradores de finales del siglo pasado censuraron a golpe de piqueta. En conjunto, la restauración de Anibal Álvarez, en 1904, fue tan meticulosa que el observador no puede evitar la evocación del ambiguo precedente de Viollet-le-Duc; pero, historicidades aparte, el edificio actual es de una hermosura inclasificable. Para belleza le sobra arquitecto.
El antiguo Hospital de Palmeros, en la plaza Mayor, restaurado, acoge bajo sus soportales una señorial hostería, cuyas disponibilidades nuestros caminantes se propusieron compulsar.
Ya oscurecido se tomaron un respiro en los bancos de la plaza adyacente a San Martín, precariamente ajardinada. En otro de los bancos, uno de los huéspedes de la pensión, calvo y quebrado de color, embutido en una cazadora impermeable, leía un volumen en octavo mayor encuadernado a la antigua. De vez en cuando prorrumpía en sonoras carcajadas, que resonaban insólitamente en los muros impasibles de la iglesia. Al cabo, el caminante mayor no pudo reprimir la curiosidad e inquirió amablemente si el regocijo literario era susceptible de ser compartido. El alegre lector aseguró que sí lo era efectivamente, y reunidos en el mismo banco, les mostró la obra causante de tanta hilaridad. Se trataba del tomo segundo de las Epistolae Obscurorum Virorum de Heinrich von Hutten, del siglo XVI. El peregrino y el caminante mayor departieron largamente sobre la situación de la cultura alemana en los primeros decenios del siglo XVI, cuando se alumbró la Reforma. Y como el cencío otoñal arreciaba en la desangelada plaza, decidieron de consuno proseguir el coloquio en la sede del antiguo hospital, hoy, según se dijo, confortable mesón, amenizando la conversación con una discreta cena.
Vaciada la primera jarra de vino blanco, el peregrino se ofreció a leer para sus compañeros un pasaje de la obra de von Hutten, en el latín macarrónico de los estudiantes del siglo XVI. En el cuaderno de Ramón Forteza figuraba la traducción castellana.


"El humilde hermano
Juan Tolletanus
al reverendo padre y hermano
Ricardo de Kalberstat,
hombre devotísimo,
con un caluroso saludo.
Carísimo hermano: no podría, sin un tremendo dolor que me partiría el alma, ocultarte los sucesos que recientemente han tenido lugar entre nosotros y en la casa de nuestra santa orden en la ciudad, y cuyos efectos todavía perduran. Resulta que en nuestro convento vive un hermano, al que tu mismo conociste, hombre respetable, útil para el monasterio y digno de honor para toda la orden, pues tiene una voz profunda en el coro y toca muy bien el órgano. Hace poco mantenía contacto y dilatados coloquios con una hermosa benefactora de la orden. Pero esto ya pasó, y ahora la mujer se ha apartado de nosotros y ha pasado a ser una mala bestia. Y contó nada menos que esto: que la mujer acudió al monasterio para estar con él, permaneciendo allí durante tres noches. Y se le acercaron dos o tres hermanos, y estuvieron todos muy alegres y se comportaron con ella con ligereza y todos fornicaron con ella impetuosa y varonilmente como si estuvieran en una fiesta de Codro, de modo que ella quedó muy satisfecha. Y cuando llegó el día en que ella debía regresar a su casa, él dijo: "Ven, te conduciré fuera, nadie te verá'. Ella repuso: 'Págame antes el salario por ti y por los demás'. Él dijo: 'No puedo pagarte por los demás'. En aquel día tocaba oficio pleno en el coro, y él era el celebrante, de modo que tuvo que ir al coro para comenzar y concluir las horas canónicas. Seguidamente retornó junto a ella revestido del alba y de la dalmática, y la mujer lo puso cariñosamente sobre su pecho, entre sus senos y jugó soberbiamente con su vientre, de modo que él no sospechó ninguna mala intención por su parte. Entonces el guardián tocó la campana para ir al coro, y él se fue corriendo vestido con el alba y sin calzoncillos para participar en el oficio divino. Y cuando regresó, aquella mala bestia se había marchado llevándose el hábito y una cogulla de buen paño negro. Y cuando llegó a su casa los desgarró a tiras, sin temor a incurrir en excomunión por haber destrozado un hábito consagrado. Verdaderamente se cumplió aquel pasaje de la Escritura que dice: 'Se repartieron mis vestidos'. Algunos hermanos muy exigentes dicen que aquella mala bestia había vendido la cogulla de lana por catorce coronas, cosa que, oh dolor, hubiera sido muy perjudicial, pero hay quien lo cree y hay quien no lo cree. Entonces, cuando aquel buen hermano vio que había sido insultado y perjudicado, fue al alguacil de la ciudad (los nuevos latinistas le llaman 'viator') y le dijo: 'Hola, ve a su casa y dile que me devuelva la cogulla". El alguacil dijo: 'No quiero ir cuando tú me lo digas; cuando el juez me lo diga, entonces quiero ir'. El hermano, animado por buenas intenciones y considerando equivocadamente que el juez era un benefactor de la orden, acudió al juez e interpuso una querella. El juez instruyó la causa y mandó a buscar a la mujer. Y cuando estuvo presente el juez la interrogó: '¿Por que te llevaste la cogulla de éste?' Ella se puso en pie y sin vergüenza alguna lo contó todo detalladamente: que estuvo en el monasterio durante tres noches, que usaron de ella como machos y que no le dieron su salario. Entonces el juez no quiso que el buen hermano recuperara su cogulla, antes bien le dijo: 'Vosotros sois muy emprendedores, pero no siempre os saldrá bien, lárgate en nombre de cien diablos y quédate en tu monasterio'. Y rechazó su demanda, de modo que el buen hermano quedó avergonzado y confundido. Y se burlaban de él, y después de la mofa nos impusieron a nosotros una gran cruz: que, bajo pena grave, no debemos salir del monasterio para callejear."

La entretenida recitación propició todavía un par de jarras de blanco, que apuntalaron una cena sin pretensiones. La medianoche sorprendió a los tres comensales aplicados quien a su cigarro, quien a su pipa. De quedo, sin prisa, callejearon hasta la pensión, cuya puerta hallaron entornada. Los caminantes se despidieron afectuosamente del peregrino humanista, guardándose, según es costumbre del Camino, de citarse para la jornada del día siguiente.

viernes, 5 de enero de 2007

LA AMATISTA

x


LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
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DÉCIMA ENTREGA


TETH


9

De Burgos a Castrojeriz


Inmersos todavía en la sublimidad de la música y de las palabras, al alborear volvieron a ponerse sobre el Camino, que en una larga etapa de nueve horas iba a conducirlos a Castrojeriz.
La Magistra Domus los despidió con un excelente café y unos bizcochos de artesanía burebina. Más no les era menester, pues trazaban tomar desayuno cumplido en Tardajos, a donde llegarían en un par de horas.
El día se levantaba frescal; el sol se hacía anunciar en un cielo sin nubes, de un azul otoñal. Salieron de la ciudad vieja por la Puerta de San Martín, atravesaron el río Arlanzón por el puente de Malatos, casi frente al Monasterio de las Huelgas y caminaron diez minutos por una amplia avenida que coincide con la carretera nacional 120, dejando a su izquierda el antiguo Hospital del Rey, en la actualidad Facultad de Derecho. Rebasadas las vías del tren dejaron la avenida para tomar a la derecha una antigua carretera, a poco pista, que discurre durante media legua por la vega del Arlanzón. Después, dejando Villalbilla a la izquierda, cruzaron el Arlanzón por un puentecillo y volvieron a uncirse a la carretera nacional poco antes del puente sobre el río Ubierna, alcanzando el hermoso crucero a la entrada de Tardajos en cosa de media hora.
Tardajos fue villa romana bajo el nombre de Augustóbriga. Los documentos medievales la denominan Oterdaios y acreditan que tuvo hospital de peregrinos.
En una fonda a la entrada del pueblo les aguardaba el ventero con la mesa puesta, proveimiento solícito de la Magistra Domus, que había anunciado su llegada. El desayuno fue de fundamento, pues hasta Castrojeriz, a veintiocho kilómetros, no había ni botica ni alfolí. Les fueron servidas unas migas con tocino y chorizo, seguidas de una ensalada de cogollos. El pan, moreno, y el vino blanco de Aranda. Un par de tazas de café acabaron de dejarlos bien pertrechados para una caminata de siete horas que pensaban coronar de un tirón, sin más parada que un descanso en Arroyo Sambol para masticar cuatro almendras y cuatro nueces que traían de viático. Por si se hubieran secado las fuentes, el mesonero les llenó la bota con carraspada hecha con pie de la casa.
Salieron de Tardajos pasando por delante de la recia iglesia parroquial de Santa María, rodeada de olmos y acacias, y por una carretera local llegaron a Rabé de las Calzadas, a media legua, atravesando el río Urbel. Después de Rabé, la ruta jacobea consiste en una ancha pista pedregosa conocida todavía como "camino francés". La otra calzada que pasaba por Rabé era la antigua vía romana de Clunia a Juliobriga. El entorno del camino es puro páramo castellano, extensivamente cultivado. Los caminantes reconocieron el acierto del noble peregrino Harff y de su séquito, de finales del siglo XV, que en Burgos dejaron los caballos y siguieron en mulas, llevando además un asno para las provisiones y el cobre de cocina. El Camino asciende durante media hora hasta alcanzar un otero desde el que comienza la bajada llamada "Cuesta de Matamulos". Dos kilómetros más adelante aparece Hornillos del Camino, cuya calle Real (y única) es la misma calzada santiaguesa. Un mesoncillo a la derecha de la calle ofrece a los caminantes sencillo e inesperado refrigerio.
Hornillos tuvo hospital, leprosería y monasterio benedictino bajo la advocación de Nuestra Señora de Rocamador, por lo que al punto se echa de ver quienes lo fundaron.
Después de Hornillos, el Camino vuelve a subir durante media hora. Rebasa un alto y se entra por los restos pedregosos del Despoblado de la Nuez. Aquí y allá aparecen lajas de la antigua calzada. Media hora más tarde se cruza el arroyo Sambol. A escasa distancia, a la izquierda de la vereda, los vecinos del cercano pueblo de Iglesias han reconstruido parte del antiguo monasterio de San Boal (o sea, Baudilio) para austero a la par que sereno refugio de peregrinos. Nuestros caminantes pararon, como habían convenido, para darse un respiro antes de reanudar la andadura que en menos de tres horas les llevaría a Castrojeriz. Bebieron agua de la alfaguara, comieron su provisión de frutos secos, revisaron el estado de sus pies, protagonistas de la dura jornada y, dados los correspondientes vistobuenos, requirieron de nuevo la calzada.
Superado un tercer alto, el Camino atraviesa la carretera que lleva a Iglesias, y a continuación se esfuma entre los sembrados por espacio de un kilómetro, convenientemente señalizado. Al poco el caminante tiene la sorpresa de divisar un campanario que parece emerger del mismísimo pedregal. Es la torre de la iglesia de Hontanas. El nombre le viene al pueblo de las muchas fuentes que refrescan su árido ejido. A pesar de ser población "in publico itinere beati Iacobi sitam", no tenía acogida para los peregrinos. Laffi, en el siglo XVII, se lamenta en estos términos: "In questo disgratiato luogo mangiammo un poco di pane con aglio e bevemmo un poco di vino e cosí andassimo a letto per terra, perche no ci era altro". Nuestros caminantes bajaron por la calle Real y frente a una casa que llaman todavía "mesón de los franceses" un zagal que iba en bicicleta les hizo saber que el pueblo disponía de un pequeño bar que se abría según los flujos del peregrinaje. Por no desairar la solícita indicación pararon en el local y trasegaron un clarete de ignota procedencia cuyo suave empuje les levantó los ánimos para atacar los ocho kilómetros de la última etapa hasta Castrojeriz.
A la salida de Hontanas el Camino Francés abandona la carretera asfaltada para atrochar por la margen derecha del arroyo Garbanzuelo, pasando por las casi imperceptibles ruinas de la capilla de San Miguel. Nuestros caminantes optaron por mantenerse sobre el asfalto, horro de tránsito y bien sombreado por frondosos chopos. Caía la tarde, y la luzada del sol declinante, a la par que cuajaba en la llanura, porfiaba en insinuarse por debajo del ala de los sombreros.
Una media legua antes de Castrojeriz, la carretera pasa por debajo de dos imponentes arquerías ojivales, restos del antiguo convento de San Antón, fundado en el siglo XII por la orden de los antonianos, especialistas en la curación del "ignis sacer" o fuego de San Antón, una especie de eripisela gangrenosa; curaban también a los cerdos. Se divisan todavía en el muro del convento dos alhacenas de piedra donde los frailes depositaban víveres para los peregrinos que transitaban de noche.
De San Antón a Santiago hay cuatrocientos cuarenta y seis kilómetros. De San Antón a la entrada de Castrojeriz hay poco más de media legua de carretera desarbolada. La visión en lontananza del castillo aligera lo extenuante de este último trecho.
A la entrada de la villa, algo apartada, se levanta la hermosa colegiata de Santa María del Manzano (o de Almazán). La fábrica es románica del siglo XII, de tres naves. Los caminantes dejaron la visita para más adelante, pues les correspondía estancia de dos noches en esta etapa. Remontaron la colina sobre cuya vertiente meridional se asienta Castrojeriz y entraron en la población por una larguísima calle que la atraviesa de uno a otro cabo, como que no es otra cosa que la sirga peregrinal. Al final de ella, junto a la iglesia de San Juan, una ancha casa solariega con fachada de adobe y piedras a tizón albergaba la cayena de Instrucción del Sodalicio. Traspusieron el alto portal y se hallaron en un amplio zaguán solado con lajas barrancosas y tenuemente iluminado por dos ventanucos enrejados que daban a la calle. Un banco de madera recorría el muro a la derecha de la entrada. A la izquierda había un aparatoso arquibanco. De uno de los muros colgaba un gran tapiz negro. Debajo del tapiz había un armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Los caminantes, aligerados de sus balixas , se dejaron caer derrengados sobre el duro asiento. El caserón olía a silencio. Una ligera brisa tecleaba en las persianas de un balcón tras el cual se adivinaba un patio en penumbra, junto a cuya puerta relucían los arabescos del alizar del ninajero. Al cabo de un rato, una cabecita infantil de género impreciso asomó por el vano de la escalera y anunció con calma:
- Están todos en el Cillero de los Poetas.
- No estamos nosotros para versos, querido infante-, repuso el Mair. -¿Tienes mando en la plaza?
_ Sí, ejerzo de minordoma. Venid, os veo muy despernados. ¿Podéis subir las escaleras?
- Según lo que hallemos tras ellas. Nuestras urgencias están entre pecho y espalda. ¿A qué hora se cena en este Parnaso?
-A las nueve, después del recital. Pero ya os preparo merienda. Pasad al refectorio.
Precedidos por la rapaza, que sonreía maternalmente, los dos caminantes entraron en el comedor y se sentaron en el extremo de una larga mesa de madera sin manteles. Un amplio ventanal con vidriera dejaba filtrar la luz del atardecer. La niña dispuso ante ellos dos platos y dos vasos y, sin mediar postulado alguno, les sirvió una ensalada de queso de cabra y aceitunas de Aragón, con pan candeal y una jarra de clarete de Aranda. La minordoma se sentó frente a ellos y amenizó la merienda con una detallada reseña de sus progresos en el clavicordio. Apurada la segunda jarra, los caminantes manifestaron delicadamente una veleidad de descanso. La mozuela no se hizo de rogar y, cargando airosamente con los morrales, les precedió hasta unas claras estancias en el segundo piso, advirtiendo que les llamaría para la cena.
El Sodalicio tenía en Castrojeriz su cayena de instrucción del Camino Castellano. Era un casón antiguo y espacioso, preparado para alojar una treintena de huéspedes, además de los sodales permanentes, que eran diez. La cayena estaba especializada en musica instrumental: violín, viento, clavicordio y arpa. Se distinguía también por su cultivo del canto gregoriano y mozárabe. Siempre que llegaban caminantes se cantaban maitines en la vecina iglesia de San Juan, con nutrida asistencia de lugareños. Y luego estaban los poetas.
Poco antes de las nueve se produjo en el caserón revuelo de pasos y de abrir y cerrar de puertas. Los caminantes bajaron a la planta baja donde fueron saludados por la Magistra Domus, una compositora austríaca de mediana edad. Luego pasaron a la cena, que compartieron con tres docenas de comensales.
Sirvieron de primero una sopa de verduras con tropezones. Aparecieron luego unas albóndigas de bacalao según receta, avisó la Magistra Domus, de las clarisas de Castrojeriz. De postre hubo arroz con leche y peras de Carrión. Los vinos, tinto de la Tierra de la Nova y blanco de La Seca.
Durante la cena, los dos caminantes, que eran los únicos miembros del Sodalicio llegados aquel día por el Camino, recabaron información sobre la escuela de poetas de Castrojeriz, el denominado Cillero de los Poetas. Era el caso que uno de los músicos residentes en la cayena, clavicordista, participaba también en la comunidad de vates, que por lo demás eran totalmente ajenos al Sodalicio.
-La escuela poética de Castrojeriz -explicó- partía de una observación lingüística y filosófica: la nervadura de las metáforas y figuras aducidas por la poética occidental estaba constituida por analogías relacionadas con la luz y con la vista. En muchos casos la raíz luminosa se hallaba ya en el supuesto lenguaje indoeuropeo. "Idea" se relaciona con "video"; "día" se relaciona con una palabra que significa "luz", de la cual proviene también la palabra "dios"; las ideas deben ser "claras", es decir, luminosas; los colores y sus matices juegan un importantísimo papel en la expresión; lo negativo se relaciona con la oscuridad. La mente humana, proseguían los poetas de Castrojeriz, se asoma al mundo a través de los sentidos, en primer lugar el de la vista, después el del oído, y luego el tacto, el gusto y el olfato. El mundo conocido viene configurado por el medio sensorial predominante; por esto se habla de una "visión del mundo". ¿Qué sucedería con una mente humana que se asomase al mundo principalmente a través del sentido del olfato? Puede concebirse una sensibilidad perruna alimentando un cerebro humano. El universo de los perros es un espacio de olores. El resultado será todavía inteligente, pero de una inteligencia expresada en modos, en figuras y en analogías olfactivas. Y puesto que el primer producto de la inteligencia es el lenguaje, la sensibilidad olfactiva dará lugar a un lenguaje apropiado, distinto del lenguaje visual y auditivo. La escuela de Castrojeriz experimentaba con este lenguaje perruno por medio de la expresión poética, por considerarla más creativa. Su procedimiento de trabajo consistía en ponerse en "situación de olfato" colectivo, relacionarse en el seno de ella por medio de expresiones lingüísticas adaptadas o creadas y, en instancia ya individual, componer poemas en el lenguaje perruno resultante.

Ramón Forteza, sumamente interesado, recabó aclaraciones, que le fueron ofrecidas con aquilatada precisión. La sobremesa discurrió sosegada sobre este argumento, con internamiento en el campo de los procesos del conocimiento humano. A la medianoche, la Magistra Domus levantó la tenida, anunciando maitines gregorianos para el día siguiente después del desayuno. Ramón Forteza tuvo que llevar en volandas a la minordoma, que, con ostentosa dimisión de sus deberes, se había dormido apoyada en su brazo.
A la mañana siguiente, a las diez, los miembros del Sodalicio, los poetas y algunos vecinos de la villa se reunieron en la iglesia de San Juan para cantar la hora canónica de maitines según el ritual romano anterior a la catástrofe litúrgica inducida por el Concilio Vaticano II. Los músicos habían formado un pequeño coro polifónico, de manera que en la celebración se alternaron los modos gregorianos con la polifonía renacentista y barroca, con piezas de Palestrina, Vitoria, Guerrero y antífonas inéditas procedentes de los archivos de las catedrales de Coria y de Orihuela.
Después de maitines los dos caminantes giraron una despaciosa visita a la villa de Castrojeriz, Castrum Sigerici, la Quatre Souris de los peregrinos franceses, dedicando especial atención a la colegiata de Santa María del Manzano.
Castrojeriz era ya plaza importante en el siglo IX, en competencia con Burgos. De su florecimiento es buena muestra la grandiosidad de sus monumentos: la mencionada colegiata, Santo Domingo y San Juan. De la antigua iglesia de Santiago de los Caballeros no queda nada. El solar de la iglesia de San Esteban es ahora plaza Mayor.
Por la tarde subieron al castillo, del que no quedan más que las macizas murallas. Al bajar callejearon sin rumbo, conversando acerca del tránsito de la escritura silábica a la alfabética en el mundo semítico antiguo. Al cruzar por delante de un portal abierto de par en par les pareció escuchar un apagado gemido. Se asomaron a la penumbra del zaguán y vieron en una esquina, a resguardo del aire, un niño sentado en un sillón de ruedas. Enflaquecido y canijo, acurrucado sobre el asiento, su aspecto era el de un anciano. Una manta le cubría las piernas. Parapléjico, barruntó Ramón Forteza. El caminante mayor se acercó al muchacho y le puso una mano sobre el hombro. El niño le miró con ojos ausentes y entristecidos. El Mair le habló quedamente, pronunciando las palabras con lentitud. Y arrancaron a conversar. El enfermito articulaba trabajosamente, pero se expresaba con inteligencia. Hablaron del Camino, de los peregrinos, del castillo, de caballos y de perros, de tartas con nata y de libros de cuentos. El rostro del niño se fue animando y ya no parecía un viejo. El caminante mayor sacó un bolígrafo de plata y anotó las señas del muchacho, prometiéndole que le mandaría una postal desde Santiago; luego le regaló el bolígrafo y se despidió besándole en la frente. Cuando salieron al aire libre, el caminante avizoró el rostro trasmudado del Mair. Bajaron en silencio las escaleras que llevan a la parte baja de la villa y se sentaron en un banco de piedra en el fondo de un jardincillo que intentaba disimular lo ruinoso del entorno. Estaban solos, y el Mair lloró largamente con la cara entre las manos. El caminante le oyó murmurar: "¡No, los niños no, los niños no!". Pero los niños sí, pensó Ramón Forteza, apesadumbrado. Así estuvieron largo tiempo, en silencio. Al cabo, el Mair se levantó y echó a andar hacia la cayena, con los hombros hundidos y el paso desacostumbradamente vacilante, como envejecido de golpe.
La cayena de Castrojeriz era etapa principal para los caminantes del Sodalicio. El proceso de inmersión imaginativa en las figuraciones de la religión creacionista alcanzaba en la villa un punto de inflexión. La cayena introducía a los caminantes en el espíritu y en la práctica de la liturgia de las horas, por medio de la cual el monje colma y satura su entera jornada con la presencia del Autor del Universo. En adelante, el "mundus imaginalis" del caminante constituirá una sólida masa de conciencia, para utilizar la expresión de la Mandukya Upanishad, sin intermitencias. De esta manera el iniciando se instala en el estrato más alto y más exigente de la religión psíquica o anímica, el estado perfecto del contemplador del mundo y su origen. Sólo así, por medio de la asunción de la totalidad, podrá proceder a la total erradicación de la creencia, en el momento en que la luz de la razón, aduciendo su propio ritual, imponga su ley definitiva.
El resto de la jornada lo emplearon los caminantes en curiosear los ensayos de los músicos. Al atardecer participaron en las vísperas en la iglesia de San Juan. Luego, después de una cena ligera, se retiraron a descansar a hora tempestiva, pues trazaban madrugar para ponerse en camino a la salida del sol.