sábado, 13 de enero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
UNDÉCIMA ENTREGA


YODH
10
De Castrojeriz a Frómista




Grandes nubarrones surcaban el cielo a la amanecida, grises y bajos, tanto que parecían lamer los ruinosos torreones del castillo de Castrojeriz. Daban las siete en el campanario de la iglesia de Santo Domingo cuando los dos caminantes cerraron tras sí la puerta de la cayena. La calle estaba desierta y en silencio. La villa, dos veces dormida. Bordeando el azor de la iglesia de San Juan, descendieron por una callejuela que entre cobertizos y bardas de corrales va a salir a la carretera. Tomaron la dirección de Melgar de Fernamental, dejando a la izquierda la ruta de Astudillo. A los cinco minutos se desviaron a la izquierda por una pista remozada a la antigua, que un kilómetro más adelante atraviesa el río Odrillo. Comienza la cuesta hacia el desolado cerro de Mostelares, a 910 metros de altitud. Los caminantes volvieron a sumergirse en la agreste soledad del páramo, que de Tardajos a Astorga envuelve a caminante en un poema geológico de desasimiento. La pista, cada vez más áspera y pedregosa, dobla un poco hacia el sur para ascender oblicuamente por la ladera de la montaña. Los cronistas antiguos, gentes originarias de paises llanos, suelen exagerar lo arduo de las cuestas del Camino, antojándoseles el Cebreiro poco menos que la escala de Jacob. Nuestros caminantes, avezados a las fragosidades de sus montañas nativas, no hallaron en la cuesta de Mostelares apuro digno de mención, ayudados, todo hay que decirlo, por el frescor de un amanecer que remoloneaba a caballo de unas nubes cada vez más cerradas.
Arriba, en la cima de Mostelares, un vértice geodésico marca el final de la pista, para desilusión de los peregrinos. El camino viejo se pierde. Los celadores del itinerario han cuajado el agostizo altozano de rústicas cruces a guisa de mojones. Los caminantes recorrieron el yermo pedregal durante cinco minutos, al cabo de los cuales comienza el descenso y se enlaza de nuevo con el sistema de pistas agrícolas. El día pugnaba por levantarse y hacia poniente se abría el austero paisaje de la Tierra de Campos.
Mientras reposaban sentados en un peñasco, Ramón Forteza percibió el inequívoco rumor, todavía lejano, de una recua de caballos al paso. Volvió la vista hacia el altozano y no vio nada. Pero el repiqueteo de cascos era cada vez más insistente, hasta que por fin, en la línea del horizonte donde el otero se desplomaba sobre la llanura, surgió un caballo negro con su jinete, y luego otro y otro y muchos más. El primer jinete era un hombre alto embozado en una capa negra con capuchón. Los demás caballos, todos negros, iban montados por una o dos figuras infantiles, arrebujadas en sus capas negras y con el rostro casi oculto por la capucha. Pasaron por delante de los caminantes sin detenerse, con paso sostenido, en dirección a poniente. Ramón Forteza contó veinte caballos y unos treinta niños. En la última montura, un poco rezagada, cabalgaba un jinete solitario que cerraba el arria. Al pasar junto a los caminantes desvió un poco su caballo y de un manotazo echó por tierra el sombrero de Ramón Forteza, tras lo cual salió doblando sobre el paso y mirando hacia atrás. El caminante reconoció bajo la capucha el rostro risueño de Blanca. Al recoger su sombrero y volvérselo a encasquetar tuvo que escuchar el comentario cáustico del caminante mayor: Si quae volet regnare diu, contemnat amantem. ["Si una quiere seguir dominando, que maltrate al amante"]. Y añadió someramente: "Son los niños, que van a Sahagún". Durante mucho rato la recua de caballos negros trazó una linea oscura sobre las rastrojeras de la vaguada. Por fin desapareció tras una loma lejana.
Durante los tres kilómetros por el vallecico hay que atender a las señales. Se cruzan cuatro pistas agrícolas, calcinadas y cerriles. Enfrente, en la ladera de la próxima colina, destaca la mancha verde del terruzo reforestado de la Fuente del Piojo, que hay que alcanzar.
Poco después de la fuente, la calzada peregrina desemboca en la carretera que viene de Pedrosa del Príncipe. Pasada la ermita de San Nicolás, que cae a la izquierda, esta carretera enlaza con la que lleva a Frómista. La ermita es todo lo que queda del antiguo hospital de San Miguel. Un confraternidad jacobea de Perugia ha iniciado aquí la construcción de un refugio para peregrinos. Hay que seguir la carretera para atravesar el Pisuerga por la Puente Fitero, con sus once arcos, algunos de cuyos sillares bien deben remontarse a la época de Alfonso VI. El río traza una banda de esperada frondosidad en la enjutez de la comarca.
A la derecha, en el lado de Burgos, queda Itero del Castillo, antiguo pueblo fronterizo. Del castillo queda una robusta torre aparejada en sillares, y del hito, de donde le viene el nombre de Itero, conservaba en el siglo XVII el nombre del puente sobre el Pisuerga, llamado por Laffi "Ponte della Mula", es decir, de la muga o frontera. Ahora es pueblo vinatero, en el que abundan las bodegas subterráneas que preservan siempre joven el aroma del vino.
Después de la puente, una carretera a la derecha lleva en diez minutos a Itero de la Vega, pasando a tocar de la ermita de la Piedad. Es el antiguo itinerario. Los caminantes lo cobraron a buen paso, pues les empujaba la perspectiva del cumplido desayuno que iban a tomar en el pueblo, para proseguir luego de un tirón hasta Frómista.
El mesón del pueblo abría las puertas. Los caminantes, consumados sus cálculos astronómicos, constataron que podían dedicar una hora al menester de la colación, que pasaron a negociar con el ventero. Se cerró trato sobre un principal de tortilla palentina de seis huevos apuntalada con pimientos verdes. Y puesto que el sol no parecía ni llevaba trazas de parecer, se le agregó al condumio una botella de vino blanco del otro lado del río.
Descansados y robustecidos, algo turbia la cabeza por la contundencia del quiebratinajas de Tierra de Campos, requirieron de nuevo el Camino, que logra soslayar el asfalto hasta Frómista. El cielo seguía gris y cerrado, pero no amenazaba lluvia.
A la salida de Itero se atraviesa la carretera de Lantadilla. Diez minutos más adelante se traspone un agrupamiento de cobertizos y bodegas, después del cual se cruza el canal del Pisuerga. El camino asciende entonces hasta el alto de Paso Largo, que se alcanza en media hora. Luego de una hora de suave descenso, la pista entra en Boadilla del Camino por la dula del común. Tomando hacia la izquierda desde la entrada del pueblo se pasa por una fuente y se desemboca en la plaza de la iglesia de Santa María. En ella se levanta un notable ejemplar de "rollo gótico", pilar que indicaba la jurisdicción feudal del lugar.
Boadilla ofrece mesón, pero los caminantes, ya abrevados en la fuente del pueblo, declinaron la sugerencia y siguieron adelante, con ánimo de personarse en Frómista a la hora del almuerzo.
Un cuarto de hora después de Boadilla, el camino topa con el terraplén del Canal de Castilla, por cuya vera discurre una grata y encumbrada pista de sirga, a la que sólo le faltaría un discreto arbolado para ser el mejor sucedáneo de la calzada jacobea.
La ilusión de dotar a la enjuta Castilla de canales navegables como los del Ródano o los del Rhin viene ya de los siglos en que los ejércitos de Castilla recorrían y arrasaban media Europa. Pero sólo en 1735, cuando en España soplaron, no diré aires, sino brisas ilustradas, un antiguo capitán de navío, Antonio de Ulloa elaboró un Proyecto general de canales de navegación y riego para los reinos de Castilla y León. Siempre lo mismo: Castilla tenía querencia de mar, y decidió asomarse al Cantábrico por Santander, que es tierra castellana. El motivo económico era facilitar la exportación de los cereales parameros. De paso se comunicarían las aisladas ciudades castellanas y se fomentaría la industria ribereña. La ingente obra requirió un siglo de esfuerzos, y cuando se completó, a mediados del siglo XIX, la competencia del ferrocarril la hizo rápidamente inútil. Tiene 207 kilómetros de longitud. Se inicia en Alar del Rey y va bajando junto al Pisuerga y el Ucieza, de los que se alimenta, hasta que antes de Palencia se divide en un canal que va a Valladolid y otro que termina en Medina de Rioseco. Tiene 49 esclusas que son auténticas obras de arte ingenieril. La de Frómista es una de las más bellas.
El día había acabado de levantarse; jirones de nubes blanquecinas vagaban por un cielo azul todavía turbio; el sol jugaba a dibujar grotescas figuras sobre los campos. El frescor de la acequia hacía llevadero el inesperado bochorno meridiano. En menos de una hora llegaron al azud que regula el cauce del canal a la entrada de Frómista. Cruzaron el portillo de la esclusa y a los diez minutos alcanzaban las sombras de las primeras casas de la ciudad, en una calle llamada, Dios sabrá porqué, la Francesa.
El Sodalició no entretenía residencia en Frómista, por lo que los caminantes se acomodaron en una pequeña y tranquila pensión aledaña a la plaza de la iglesia de San Martín. Después de la anhelada ducha bajaron al comedor, donde la mesonera atendía ya a varios comensales. Hubo de primero sopas de sartén y de principio asado de cordero en cochura de horno de tahona, avisó la mujer, para evitar malentendidos. El vino se ofreció tinto, pero nuestros caminantes, intratables en este punto, consiguieron un clarete de Tierra de Campos, con el que cerraron el ciclo vinícola iniciado en Itero.
Al atardecer salieron dispuestos a visitar detenidamente el templo de San Martín. Fue éste iglesia de monasterio, edificada a finales del siglo XI. La inspiración arquitectónica es la del románico reflexivo de Jaca, de San Isidoro de León y de Santiago, clara muestra de la eficacia de los renovados "compagnonnages" de los alarifes medievales. Levanta tres naves, más elevada la central, con transepto y tres ábsides. Característica de esta fábrica son las torres gemelas del hastial, que revelan un cierto, y seguramente buscado, arcaísmo. Algunos de los capiteles representan escenas eróticas, como si de un templo de Kajuraho se tratara. Había otros, que los pacatos restauradores de finales del siglo pasado censuraron a golpe de piqueta. En conjunto, la restauración de Anibal Álvarez, en 1904, fue tan meticulosa que el observador no puede evitar la evocación del ambiguo precedente de Viollet-le-Duc; pero, historicidades aparte, el edificio actual es de una hermosura inclasificable. Para belleza le sobra arquitecto.
El antiguo Hospital de Palmeros, en la plaza Mayor, restaurado, acoge bajo sus soportales una señorial hostería, cuyas disponibilidades nuestros caminantes se propusieron compulsar.
Ya oscurecido se tomaron un respiro en los bancos de la plaza adyacente a San Martín, precariamente ajardinada. En otro de los bancos, uno de los huéspedes de la pensión, calvo y quebrado de color, embutido en una cazadora impermeable, leía un volumen en octavo mayor encuadernado a la antigua. De vez en cuando prorrumpía en sonoras carcajadas, que resonaban insólitamente en los muros impasibles de la iglesia. Al cabo, el caminante mayor no pudo reprimir la curiosidad e inquirió amablemente si el regocijo literario era susceptible de ser compartido. El alegre lector aseguró que sí lo era efectivamente, y reunidos en el mismo banco, les mostró la obra causante de tanta hilaridad. Se trataba del tomo segundo de las Epistolae Obscurorum Virorum de Heinrich von Hutten, del siglo XVI. El peregrino y el caminante mayor departieron largamente sobre la situación de la cultura alemana en los primeros decenios del siglo XVI, cuando se alumbró la Reforma. Y como el cencío otoñal arreciaba en la desangelada plaza, decidieron de consuno proseguir el coloquio en la sede del antiguo hospital, hoy, según se dijo, confortable mesón, amenizando la conversación con una discreta cena.
Vaciada la primera jarra de vino blanco, el peregrino se ofreció a leer para sus compañeros un pasaje de la obra de von Hutten, en el latín macarrónico de los estudiantes del siglo XVI. En el cuaderno de Ramón Forteza figuraba la traducción castellana.


"El humilde hermano
Juan Tolletanus
al reverendo padre y hermano
Ricardo de Kalberstat,
hombre devotísimo,
con un caluroso saludo.
Carísimo hermano: no podría, sin un tremendo dolor que me partiría el alma, ocultarte los sucesos que recientemente han tenido lugar entre nosotros y en la casa de nuestra santa orden en la ciudad, y cuyos efectos todavía perduran. Resulta que en nuestro convento vive un hermano, al que tu mismo conociste, hombre respetable, útil para el monasterio y digno de honor para toda la orden, pues tiene una voz profunda en el coro y toca muy bien el órgano. Hace poco mantenía contacto y dilatados coloquios con una hermosa benefactora de la orden. Pero esto ya pasó, y ahora la mujer se ha apartado de nosotros y ha pasado a ser una mala bestia. Y contó nada menos que esto: que la mujer acudió al monasterio para estar con él, permaneciendo allí durante tres noches. Y se le acercaron dos o tres hermanos, y estuvieron todos muy alegres y se comportaron con ella con ligereza y todos fornicaron con ella impetuosa y varonilmente como si estuvieran en una fiesta de Codro, de modo que ella quedó muy satisfecha. Y cuando llegó el día en que ella debía regresar a su casa, él dijo: "Ven, te conduciré fuera, nadie te verá'. Ella repuso: 'Págame antes el salario por ti y por los demás'. Él dijo: 'No puedo pagarte por los demás'. En aquel día tocaba oficio pleno en el coro, y él era el celebrante, de modo que tuvo que ir al coro para comenzar y concluir las horas canónicas. Seguidamente retornó junto a ella revestido del alba y de la dalmática, y la mujer lo puso cariñosamente sobre su pecho, entre sus senos y jugó soberbiamente con su vientre, de modo que él no sospechó ninguna mala intención por su parte. Entonces el guardián tocó la campana para ir al coro, y él se fue corriendo vestido con el alba y sin calzoncillos para participar en el oficio divino. Y cuando regresó, aquella mala bestia se había marchado llevándose el hábito y una cogulla de buen paño negro. Y cuando llegó a su casa los desgarró a tiras, sin temor a incurrir en excomunión por haber destrozado un hábito consagrado. Verdaderamente se cumplió aquel pasaje de la Escritura que dice: 'Se repartieron mis vestidos'. Algunos hermanos muy exigentes dicen que aquella mala bestia había vendido la cogulla de lana por catorce coronas, cosa que, oh dolor, hubiera sido muy perjudicial, pero hay quien lo cree y hay quien no lo cree. Entonces, cuando aquel buen hermano vio que había sido insultado y perjudicado, fue al alguacil de la ciudad (los nuevos latinistas le llaman 'viator') y le dijo: 'Hola, ve a su casa y dile que me devuelva la cogulla". El alguacil dijo: 'No quiero ir cuando tú me lo digas; cuando el juez me lo diga, entonces quiero ir'. El hermano, animado por buenas intenciones y considerando equivocadamente que el juez era un benefactor de la orden, acudió al juez e interpuso una querella. El juez instruyó la causa y mandó a buscar a la mujer. Y cuando estuvo presente el juez la interrogó: '¿Por que te llevaste la cogulla de éste?' Ella se puso en pie y sin vergüenza alguna lo contó todo detalladamente: que estuvo en el monasterio durante tres noches, que usaron de ella como machos y que no le dieron su salario. Entonces el juez no quiso que el buen hermano recuperara su cogulla, antes bien le dijo: 'Vosotros sois muy emprendedores, pero no siempre os saldrá bien, lárgate en nombre de cien diablos y quédate en tu monasterio'. Y rechazó su demanda, de modo que el buen hermano quedó avergonzado y confundido. Y se burlaban de él, y después de la mofa nos impusieron a nosotros una gran cruz: que, bajo pena grave, no debemos salir del monasterio para callejear."

La entretenida recitación propició todavía un par de jarras de blanco, que apuntalaron una cena sin pretensiones. La medianoche sorprendió a los tres comensales aplicados quien a su cigarro, quien a su pipa. De quedo, sin prisa, callejearon hasta la pensión, cuya puerta hallaron entornada. Los caminantes se despidieron afectuosamente del peregrino humanista, guardándose, según es costumbre del Camino, de citarse para la jornada del día siguiente.

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