lunes, 29 de enero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DECIMOTERCERA ENTREGA



LAMED


12

De Carrión de los Condes a Sahagún



Once horas: nueve de andadura y dos de descanso. La etapa de Carrión a Sahagún era una de las más largas del itinerario. La siguiente, de Sahagún a Mansilla de las Mulas, no le andaba a la zaga. De ahí que los caminantes decidieran concederse un día de respiro en Sahagún, donde el Sodalició tenía una cayena de Instrucción.
A las siete de la mañana, mal espabilados por un café tan voluntarioso como endeble, los caminantes atravesaban el puente sobre el río Carrión, pasaban por delante del monasterio de San Zoilo y enfilaban la antigua carretera nacional 120 en dirección a Calzadilla de la Cueza. En sus balixas aguardaban, cuidadosamente empaquetados, los dulces del convento de Santa Clara. A sus espaldas se levantaba, sin prisas, un sol redondo y rojizo que forjaba de cobre el alfoz bien cultivado. Pasada la casa del Indiano llegaron en un cuarto de hora a la encrucijada de la nueva carretera de circunvalación, de la cual hicieron caso omiso, siguiendo todo derecho por la precaria carretera de Villotilla. Estaban sobre la llamada "Calzada de los Peregrinos". El Camino Real iba por Calzada de los Molinos. La calzada conserva en algunos tramos su estado antiguo, discurre algo elevada sobre el terreno circundante y está empedrada con menudos cantos rodados.
En la Calzada de los Peregrinos dos arroyos propician en el ejido un paisaje de prados y frutales. Cuatro kilómetros más adelante los caminantes llegaron a la explotación agropecuaria que ocupa el predio de la antigua abadía de Benevívere, desamortizada en su día y concienzudamente demolida por este pueblo de intrépidos cristianos. Junto a las bardas de la finca verdea la última arboleda de este tramo del Camino. Los caminantes se sentaron a la sombra de los alisos para refocilarse con la delicada repostería salida de las manos virginales de las monjas de Santa Clara.
La carretera cruza un puente sobre el arroyo Lagunilla de la Vega, que desagua en el río Carrión. Después del puente, la carretera tuerce al norte hacia su destino geográfico, mientras la antigua calzada sigue imperturbable hacia poniente. Comienza uno de los tramos más impresionantes del Camino de Santiago: once kilómetros en línea recta sobre el trazado de la antigua calzada romana, la via Traiana de Burdeos a Astorga. El terreno es llano y desarbolado; aliento de anchura de los campos de cereales y de las barbecheras. La Tierra de Campos palentina se ofrece al caminante como compendio y quintaesencia de esta Castilla en la que, sin saber porque, le gustaría demorarse. Nec tecum possum vivere, nec sine te ["No puedo vivir contigo ni sin ti"], glosó el Caminante mayor.
La calzada atraviesa los arroyos de Pozo Amargo y de Valdeamiento y cruza la carretera de Bustillo del Páramo. Un cuarto de hora después aparece a la izquierda una encina alta y solitaria. Otro arroyo y otra encina, esta vez enorme y copuda. Pero ya el terreno manifiesta veleidad de ondularse, anunciando la feraz vega del río Cueza de Villambroz. A poco se columbra a la derecha la severa torre de una iglesia de cementerio. Cuando el sol, otoñal y templado, se iba colgando del cielo más alto, los caminantes entraron en Calzadilla de la Cueza, agradeciendo la sombra de sus calles desabridas. Por un callejón a la izquierda de la calle Mayor se dirigieron al Hostal Camino Real, reputado por la buena atención que presta a los peregrinos. A pesar de caer a deshora (no eran todavía las doce), les sirvieron una jugosa tortilla de chorizo con ensalada. Bebieron un agua de remota procedencia y se consolaron, a yantar cerrado, con un dedal de aguardiente. No les entretuvo más de media hora el refrigerio. Bien descansados, recuperaron la calle Mayor, que aborda la carretera nacional 120 a la salida del pueblo. Se colocaron sobre la pista que se ha dispuesto como sirga peregrinal paralela a la carretera y se resignaron a recorrer lo que fue calzada real en la vecindad de los vehículos a motor de explosión ("de explosión", subrayó sarcásticamente el Caminante mayor).
El valle de la Cueza es feraz y verdeante: alisos, chopos, robles, vegetación de ribera. Hazas de cultivos variados: maíz, colza, girasol. Cruzaron el río y a poco divisaron a la izquierda un gran edificio con aspecto de granja abandonada. Es todo lo que queda del Hospital de Santa María de las Tiendas, conocido también como abadía del Grand Cavalier. Fue fundado por Bernalt Martínez en el siglo XII, y regido por la orden de Santiago hasta el siglo pasado. El peregrino Laffi dice que "aquí dan a los peregrinos ración de pan, vino y queso, que en este lugar hay en abundancia por los numerosos rebaños".
Dos kilómetros más adelante volvieron a cruzar el río Cueza y en menos de media hora llegaron a Ledigos. Antes de entrar en el pueblo abandonaron sin mesticia la carretera nacional y tomaron la local que lleva a Población de Arroyo. A los cinco minutos la dejaron también para entrar por una pista agrícola que en poco más de media hora, a través de trigales y barbecheros desarbolados, les condujo a Terradillos de Templarios.
Los caballeros del Temple tuvieron aquí una encomienda, de la que no queda más que los topónimos del pueblo y de un arroyo.
Los caminantes pararon un momento en el refugio que rige un holandés filojacobeo para tomar un café con leche dulzarrón y siguieron adelante por la pista que hace las veces de calzada. Anduvieron un trecho por la carretera de Villemar y al cuarto de hora, cruzado el arroyo de Templarios, entraron en Moratinos, es decir, pueblo de los pequeños moros, o sea, de los mudéjares. Aquí a la calle mayor le dicen Calzada Francesa. Media hora más de andadura los puso en San Nicolás del Real Camino, que en el siglo XII tuvo un hospital de leprosos regido por canónigos regulares de San Agustín. Los peregrinos, muy afrancesados por estos pagos, lo llamaron "del Petit Cavalier".
A la salida de San Nicolás, pasado el río Sequillo, la pista pierde su función de suplencia jacobea y se hace descaradamente agrícola; o esto o la sirga junto a la carretera, amonestan las voluntariosas señales. A los dos kilómetros se acaban las ambigüedades y las señales devuelven al caminante a la pista carreteril en el Alto del Carrasco, con una hermosa vista sobre Sahagún, a una hora de marcha.
La antigua calzada discurre por la izquierda de la carretera, pero se pierde al cabo de diez minutos. Se la puede recuperar pasado el puente sobre el río Valderaduey ("Val-de-Aratoi", nombre ibérico), tomando el camino de la ermita de la Virgen de la Puente, que es edificio románico mudéjar, de ladrillo; tuvo hospital de peregrinos. De la ermita a Sahagún queda algo más de un kilómetro a través de la mugre suburbial. Los caminantes, siempre dispuestos a ahorrarse el tráfico de la carretera, optaron por la ruta de la ermita con su insoslayable cochambre. Al atardecer entraban en Sahagún por el barrio de la estación. Atravesadas las vías, tomaron a su derecha la calle que lleva en línea recta a la plaza Mayor, pero antes de llegar a ella se desviaron hacia la iglesia de San Lorenzo. En un callejón adyacente el Sodalicio tenía una de sus principales cayenas de instrucción. Se trataba de una gran casa solariega de tres plantas, con impostas y almohadillados en la esquina, donde sobresalía una solana. Los ventanales eran altos y angostos; los del primer piso tenían medio frontón. El portón se abría en un arimez que trepaba hasta un balcón en el segundo piso. El aparejo era de ladrillo, excepto en los ángulos, que mostraban buena sillería.
La puerta estaba entornada y dejaba escapar un sordo rumor de chiquillería contenida. Entraron y se hallaron en un espacioso zaguán, de uno de cuyos muros pendía un gran tapiz blanco. Debajo del tapiz había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Con todo sigilo, para no ser advertidos por los niños, subieron al primer piso. Saludaron a las compañeras y a los compañeros que allí se encontraban y seguidamente, precedidos por la Magistra Domus, se dirigieron a sus habitaciones. Estaban, en términos de la minordoma de Castrojeriz, despernados. Habían caminado treinta y siete kilómetros casi de corrido.
Ramón Forteza se dejó caer sobre la cama sin tan siquiera quitarse las botas. Adormecido, miró a su alrededor. La estancia era amplia y encalada. Embaldosado rojizo con almorrefas encarnadas. Cama de hierro con cobertor de droguete. Sillas de olmo con asiento y respaldar de esparto. Gran mesa de madera de roble con un ligero adobo de barniz. Ventana con alaroces a la antigua y cortina de terciopelo verde. Mirando las vigas del techo y barruntando que Blanca se hallaba en la cayena, Ramón Forteza se quedó dormido como un tronco.
-¡Arriba, mallorquín, que te estamos aguardando para la cena!
El caminante saltó de la cama y corrió a la puerta, que estaba entreabierta. Salió al corredor y se dio de bruces con un niño vestido con una túnica verde claro ceñida a la cintura por una correa negra. El rapaz lo miró con fingida severidad y, cogiéndolo de la mano, lo arrastró hacia la escalera. De esta guisa hicieron su entrada en el refectorio, el caminante medio dormido y el niño muerto de risa tirando de él.
La estancia, espaciosa, ocupaba un ángulo del edificio, correspondiente al saledizo de la solana. Una larguísima mesa sin manteles se extendía delante de los ventanales. Otra mesa redonda con mantel azul claro ocupaba el ángulo opuesto a la puerta. En torno a la mesa principal aguardaban de pie una treintena de compañeras y compañeros del Sodalicio, que acogieron al caminante con afabilidad y buen humor. Mientras bromeaban sobre las ventajas de la siesta vespertina, la puerta del refectorio se abrió y entró Blanca acompañada de un niño y una niña de su edad, vestidos todos con túnicas de color verde claro. Blanca se acomodó sin vacilación en la cabecera de la mesa principal, con un acompañante a cada lado. Una vez se hubo ella sentado se sentaron todos. La mesa pequeña estaba ocupada por los niños, que andaban ya por los postres armando un respetable jolgorio.
Sirvieron de primero coliflor al ajoarriero no muy subido. De principio hubo congrio con patatas. El vino, blanco de Cacabelos. De postre, higos secos de Fraga con avellanas.
Durante la cena Ramón Forteza fue instruido acerca de la cayena de Sahagún. Los caminantes solían demorarse en ella una o dos semanas. Se impartían cursos de historia, de ciencias físicas y de filosofía. Se ensayaba para la Gran Dramaturgia de Villafranca del Bierzo. De Sahagún salían ya todos con su papel definitivo y preparados para los ensayos generales. Sabían que el caminante era físico y que al día siguiente, después del seminario sobre los mozárabes, iba a dar una lección sobre física cuántica.
A la mañana siguiente, después del desayuno, tomado en un café bajo los soportales de la Plaza Mayor, el Mair anunció que tenía negocios que tratar en la cayena, de modo que Ramón Forteza se dispuso a recorrer solo la histórica villa de Sahagún.
El nombre se Sahagún es una contracción de San Facundo. Facundo y Primitivo fueron dos mártires de la última persecución. Monjes mozárabes huidos de Córdoba en el siglo X restauraron en el lugar un antiguo monasterio. En tiempos de Alfonso VI el cenobio fue puesto, como no, en manos de la orden de Cluny. Sahagún se convirtió en la implantación más importante de los cluniacenses en Hispania. Los cluniacenses de Sahagún llegaron a tener un poder económico y político desmesurado. Atrajeron al lugar a multitud de francos que se instalaron en la villa y que entraron en abierta lucha con la población autóctona. Las convulsiones sociales acabaron arruinando el monasterio y la misma villa, que es hoy un pobre trasunto de lo que fue. De la iglesia románica del monasterio de San Facundo no queda nada. Se conservan dos hermosas iglesias de la arquitectura de ladrillo característica del románico mudéjar, San Tirso y San Lorenzo, y el convento de la Peregrina, románico del siglo XIII.
La moderna Sahagún es un importante centro de agricultura extensiva. La ciudad es próspera y se desparrama por la llanura sin gracia alguna. Desaparecieron la mayoría de sus iglesias románicas, pero han sido sustituidas por suntuosos bares y discotecas que dan a la noche sanfacundina un característico sabor roquero.
Ramón Forteza deambulaba despaciosamente por la nave lateral izquierda de San Tirso, intentando resumir en unos pocos conceptos claros y accesibles toda la complejidad de la teoría cuántica. Súbitamente, en las bóvedas del templo, hasta el momento silenciosas, resonaron risas y murmullos infantiles. Asomándose a la nave central, Ramón Forteza vio que por el pasillo avanzaba en formación compacta un grupo de niñas y niños del Sodalicio, impecablemente vestidos con camisa y pantalón de lino azul claro. Uno de los mozos llevaba un libro en la mano y, subido a las gradas del presbiterio, comenzó a leer una descripción del monumento. En medio del corro destacaba la mata de pelo negro de Blanca. Ramón Forteza permaneció inmóvil contemplándola, hasta que se dio cuenta que los ojos de ella estaban fijos en los suyos. Azorado, amagó resguardarse tras una columna, pero se contuvo cuando vio que Blanca se desgajaba del grupo y avanzaba decidida hacia la nave lateral. Cuando estuvo frente a él esbozó una sonrisa y dijo sencillamente:
-Hola, mallorquín.
Ramón Forteza hizo acopio de fuerzas para responder con naturalidad:
-Buenos días, Blanca. -Pero la última "a" le salió algo quebrada. La jovencita lo escudriñó en silenció y al cabo exclamó:
-No soy una vestal y no muerdo.
El caminante, confuso, inició una respuesta, pero ella lo interrumpió:
-¿Piensas que está prohibido hablar conmigo?
-Pues...
-Pues no. Ven, hablemos.
Y, cogiéndolo del brazo, lo condujo sosegadamente hacia la penumbra de la nave lateral. En medio de la nave central el grupo infantil porfiaba en su visita guiada sin inquietarse por el mutis de Blanca.
El caminante, ya completamente serenado por la afable naturalidad de la muchacha, inició un interrogatorio largamente meditado.
-¿No te abruma ser un símbolo viviente?
-No es nada abrumador. Mi carácter simbólico es puramente ritual. Sólo soy un símbolo durante las celebraciones. En todo lo demás soy como las demás niñas.
-Pero los Caminantes te tratan con particulares manifestaciones de respeto.
-Esto forma parte del ritual. Luego, si les da por suspenderme una asignatura me la suspenden sin pestañear y sin ponerse de pie.
-¿Qué estudias?
-Primero de educación secundaria. Y otras muchas cosas. Nos aprietan sin piedad.
-¿Qué otras cosas?
-Música, historia, latín... Y matemáticas hasta en la sopa.
-¿Te gustan las matemáticas?
-Me gustan, pero me cuestan.
-¿Quien te las enseña?
-Una caminante mayor de Cambridge.
-¿Qué te gustaría estudiar después?
-Farmacia.
¿Por qué?
-Me ilusionaría descubrir un nuevo medicamento para aliviar el dolor humano.
-¿No te sientes sola?
-No, no...Soy muy feliz con mis amigas y mis amigos del Sodalicio.
-¿No echas de menos a tu familia?
-No. Sé que cuando termine esto volveré junto a ellos.
-¿Cuántos niños sois en el Sodalicio?
-Cien.
-¿De dónde sois?
-La mayoría son hijos de caminantes de más allá de los Pirineos. Algunos somos de pueblos y ciudades del Camino.
-¿Cuál es vuestra tarea?
-Participamos como actores y como cantores en la Gran Dramaturgia de Villafranca del Bierzo y en la Gran Blasfemia de Santiago.
-¿Y luego qué?
-Luego...Volver a la vida normal y prepararse para el próximo Iter Magnus.
-Dentro de cuarenta años.
-Si, entonces tendré cincuenta y tres y seré caminante mayor.
-Yo también lo seré. Tendré setenta años, pero me mantendré ágil y fuerte.
-Seremos compañeros.
-Si, seremos compañeros.
Quedaron en silencio. Habían dado la vuelta completa al templo, rodeando la girola. Se acercaron al grupo de la cayena. Habían terminado la lectura de la guía y, aliviados, propusieron dar una vuelta por la plaza Mayor, invitando a Ramón Forteza a acompañarlos.
Era día de mercado. Bajo los soportales de la plaza Mayor las lonas de los tenderetes daban al recinto un acentuado trazo oriental. Los niños y las niñas de la cayena se desparramaron por la plaza, curioseando por los puestos. El caminante observó que todo el mundo los trataba con gran consideración e incluso les ofrecían regalos. Blanca y el caminante se detuvieron ante un puesto de quincallería. La mocita toqueteó varios alcorcíes ante la mirada sonriente del vendedor, y al cabo extrajo de un montón de piezas antiguas dos anillos con piedra de amatista. Se puso uno de ellos en el dedo anular izquierdo, echándose a reir cuando vio como le venía de grande. Luego, tomando la mano izquierda del Caminante, le encajó la otra sortija en el dedo anular.
¿Te gusta?
-Si, me gusta el brillo quedo de la amatista.
-Pues te lo regalo, nos quedamos los dos.
-Pero si no llevas dinero...
Blanca levantó la vista hacia el vendedor, que seguía sonriendo imperturbablemente, tomó de la mano al caminante y lo arrastró fuera de la plaza. El grupo de la cayena se iba recomponiendo para regresar al albergue, pues faltaba poco para el almuerzo. Ramón Forteza iba en medio de la muchachada frotando con los dedos la piedra de amatista, que brillaba quedamente al sol del mediodía. El anillo debió de pertenecer a un obispo muy obeso, pues le venía holgado.
El almuerzo fue sobrio y en secano, pues por la tarde había dos sesiones de estudio, y en las cayenas no se practicaba la siesta más que si se venía de camino. Ramón Forteza se las vio y se las deseó para disimular la sortija, que destacaba escandalosamente en su dedo anular. Al cabo giró la amatista hacia el interior de la mano, y cuando terminó la operación volvió la cabeza hacia Blanca y vio que la muchacha lo estaba mirando fijamente y sin rebozo alguno. Azorado, apartó la vista, pero sólo para topar con la mirada entre curiosa e irónica del Mair. El caminante acabó el almuerzo mirando a su plato.
A primera hora de la tarde Ramón Forteza impartió su lección sobre física cuántica. Los niños mayores solicitaron asistir, pero se constató que el tenor de la exposición rebasaría sus conocimientos, y se les prometió una sesión especial para después de la cena.
Después de la Lectio hubo un descanso de una hora, que los residentes aprovecharon para salir a airearse y tomar un refrigerio en los mesones de la población.
La segunda Lectio estaba dedicada a los mozárabes, y a ella fueron admitidos los niños. La disertación corrió a cargo de un historiador de Toledo, que ilustró su exposición con mapas y diapositivas. Los miembros del Sodalicio estaban muy interesados por la cultura mozárabe, que impregnó buena parte de las regiones que atraviesa el Camino de Santiago. Se complacían en emplear viejas palabras de la fabla mozárabe y conocían la antigua liturgia visigótica, que estuvo en uso en España hasta que fue forzadamente substituida por la liturgia romana.

La cena, en compensación por la densidad de las tareas realizadas, fue cumplida. Hubo huevos escalfados a la palentina, ensalada de cogollos con tropiezos y pastel de castañas, las primeras del año, con nata montada. El vino, blanco de Cacabelos, cuyo había en la bodega de la cayena una candiota mediada de la cosecha del año anterior.
Después de la cena los residentes hicieron sobremesa con café y orujo de alquitara de Portomarín. Ramón Forteza mantuvo su promesa y ofreció al mocerío una charla sobre física moderna. Les dijo que la ciencia no tiene nada que ver con el sentido común. Para el hombre sensato, el sol va de oriente a poniente; para el astrónomo, el único sol que cuenta es el que va de poniente a oriente. Para la física cuántica, la luz es simultáneamente una partícula y una onda. El hombre se asoma a un universo caótico, pero la mente puede discernir en este caos líneas de constancia que fundan el conocimiento científico y la tecnología. La ciencia no es en sí misma ni buena ni mala. La tecnología es buena, pues ayuda a soslayar mucho dolor humano, aunque también puede provocarlo. Y los mandó a acostarse.

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