domingo, 10 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 5 y 6

5

ISIS DE LOS JUEGOS

-¿El día 6 a la hora sexta? Estáis chiflados. ¿Cómo se os ha ocurrido esta insensatez?
El gobernador de Cinópolis, en la región de la Heptanomia, clavó una mirada irritada en su visitante. Estaban los dos de pie delante de un ventanal que daba al Nilo, en la sala de audiencias de la sede de la provincia. Desde allí se divisaban las dos riberas, verdeante la del este, donde se asentaba la ciudad, reseca y arenosa la de poniente, con las estribaciones de las montañas líbicas a ras del agua. Por la ventana entraba una brisa húmeda que suavizaba los ardores de la hora meridiana.
Djedi, el escriba de Oxirrinco, respondió sosegadamente.
- Es la fecha fijada por el oráculo.
- Vuestro oráculo hace tiempo que desvaría. ¿Acaso no sabéis que las procesiones de los cultos antiguos están completamente prohibidas?
- Si, pero la nuestra ha sido tolerada como tradición popular ancestral.
- Cierto, pero sólo como celebración deportiva. El primer lunes de cada mes, al atardecer, podéis abrir la capilla de Isis, limpiarla, y si al día siguiente hay juegos, podéis trasladar los estandartes al estadio en comitiva. Sabemos que los devotos aprovecháis esta oportunidad para practicar vuestro culto, pero hacemos la vista gorda, a pesar de las quejas del obispo. Argüimos que se trata de una tradición muy enraizada y que si la suprimimos, los partidarios de los tres equipos de la comarca promoverán un alboroto. Pero lo que proponéis es algo completamente distinto: una procesión a través de la ciudad en pleno día. Es inaudito. No puedo autorizarlo de ninguna manera.
- Nosotros tenemos que obedecer al oráculo.
- Y yo tengo que hacer respetar las leyes.
- ¿Pensáis echarnos encima la guardia?
- No hará falta. Los cristianos de las cofradías y los monjes se encargarán de dispersaros y de vapulearos. Mi guardia sólo intervendrá si hay derramamiento de sangre.
- No habrá violencia, os lo puedo asegurar.
- Lo que yo te puedo asegurar es que si osáis acercaros a la capilla saldréis descalabrados. Los monjes de San Samuel son expertos en el arte de la paliza reglamentaria.
- El oráculo ha aseverado solemnemente que podremos acceder a la capilla y regresar al embarcadero sin obstáculo alguno. Confiad en nosotros. Todo irá bien.
- Vuestros oráculos y vuestros dioses no os han salvado de la decadencia y de la extinción. Sois vosotros los que no tendríais que confiar en ellos.
- Nuestra religión hizo la grandeza de Egipto...
- No lo niego, y es precisamente en aras del pasado que representáis que os defendemos frente a la intolerancia de los eclesiásticos. Pero no os tendríais que arriesgar de esta manera. Podéis perderlo todo.
- En Panópolis los fieles de la antigua religión conviven pacíficamente con los cristianos.
- Panópolis, es, de entrada, una ciudad griega; tiene muy escasa población de origen egipcio. En segundo lugar, la comunidad no cristiana de Panópolis se compone de gente de letras y de profesionales de la administración; no se inquietan por practicar el culto de los dioses. Los escasos templos que siguen abiertos son en realidad museos que los forasteros visitan pagando entrada. Ésta no es la situación de Cinópolis, lo sabéis muy bien. Aquí hay mucha población egipcia cristiana, y los adoradores que quedan son también egipcios y muy adictos a sus tradiciones. Esto no facilita las cosas, y menos todavía si los devotos maquinan una provocación como la que acabas de anunciar.
- Si todos los cristianos fueran como vos no habría conflictos.
- Yo soy un oficial del Imperio, y mi obligación es procurar la prosperidad y la convivencia de todos los súbditos del emperador. Tengo muy buenas predisposiciones respecto a los adoradores, pero vosotros no tendríais que ponerme esta clase de trabas.
- ¿Informaréis al prefecto?
- Es mi obligación.
- Aguardad a que todo haya pasado; veréis que vuestro informe será muy distinto de lo que habíais previsto.
- Dios te oiga. Puedes retirarte, escriba Djedi.
- Larga vida al emperador!
Djedi abandonó la sede de la administración de la provincia ante las miradas curiosas de los funcionarios y de los guardias, y se encaminó derechamente al embarcadero, donde le aguardaba el barco de Turi que tenía que llevarlo a Hermópolis, desde donde subiría al templo de Tot de Tierra Adentro para informar a Nimlot del resultado de la visita.

En el día 6 del mes de Paone, julio de los romanos, del año 451, a las diez de la mañana, en Cinópolis, la amplia avenida porticada que iba del puerto al estadio atravesando toda la ciudad vieja, se hallaba, entre el desembarcadero y la capilla de los estandartes, llena a rebosar, y todavía seguían afluyendo racimos de ciudadanos como si se tratase de un día de mercado. No faltaban feriantes que pregonaban a gritos sus mercancías, contribuyendo notablemente al bullicio general. La gente, sin embargo, no iba vestida de fiesta. Había más hombres que mujeres, equipados con ropas ajustadas como si fueran al trabajo o de caza. No había chiquillería, cosa inconcebible si se hubiera tratado de una verdadera feria. Muchos hombres enarbolaban palos o incluso garrotes de madera de acacia o de algarrobo; las mujeres llevaban pendientes del cuello escapularios de las cofradías cristianas de la villa, los estandartes de las cuales habían sido clavados en medio de la calle formando una especie de muralla de telas bordadas de oro y plata. Alrededor de la capilla de los estandartes deportivos la muchedumbres era más densa y también más silenciosa.
De repente, una onda de conmoción recorrió la multitud, y se oyeron voces que anunciaban:
- Los monjes, los monjes!
Por una calle lateral, que atravesando la ciudad nueva se adentraba en el desierto arábigo, bajaba una comitiva de cenobitas pacomianos. Venían del convento de San Samuel, a dos estadios de la ciudad. Eran unos treinta. Caminaban pausadamente y en silencio. Encabezaba el grupo una cuadrilla de monjes jóvenes en ropa de trabajo; del hábito conservaban solamente la amplia esclavina con la capucha. Ceñían en sus manos largos garrotes de madera de avellano. La gente exclamó al verlos:
- Los apaleadores!
Los monjes se cobijaron bajo los sicomoros que sombreaban la explanada del muelle al comienzo de la vía calzada, a un centenar de metros del desembarcadero.
En el otro extremo de la explanada, cabe los almacenes, cintilaban al sol las armas de un destacamento de la guardia del gobernador.
Hacía ya calor. El gentío buscaba el cobijo de los porches. Los aguadores y los vendedores de fruta no paraban de ir arriba y abajo. El jolgorio disminuía. Aparecieron algunos chicos, que fueron sumariamente despachados por los mayores.
Toda clase de rumores circulaban de boca en boca entre la multitud.
- Mi marido, que es portalero del camino del norte, -refería una mujer pretenciosamente vestida de lana roja –dice que su jefe dice que el gobernador ha ordenado a los guardias no intervenir si no hay ataques a las personas o a las propiedades.
- Los oficiales son demasiado consentidos con este hatajo de adoradores del diablo –se lamentó un ciudadano. –Yo lo liquidaría pronto: los hombres a las minas y las mujeres a los burdeles.
- Los adoradores mantienen buenas relaciones con las altas esferas –observó su vecino. –Nimlot tiene bien engrasados a los oficiales.
- Nimlot aprovecha de no ser cristiano para acaparar todo el comercio de tejidos con los nubios – remató el primero. –Está ganando dinero a espuertas. Entonces, claro, lo respetan.
- Hasta ahora, sin embargo, en esta provincia, los adoradores habían sido muy sensatos. No entiendo como se les ha ocurrido la sandez de atravesar la ciudad en procesión en pleno día.
- ¿Y el obispo no ha podido hacer nada? – preguntó otro.
- Dice que el gobernador le ha sugerido que las cofradías hagan una barrera delante de la puerta –intervino un viejo con talante de persona bien informada. – El gobernador estaba seguro de que los adoradores no se atreverían a forzar el paso.
- En todo caso, siempre cabrá el recurso de los apaleadores.
- Si, pero éstos sólo intervienen si las cosas van a peor.
- Ha bajado también el prior.
- Y el escriba mayor. No entiendo que carajos ha venido a hacer. Poca cosa habrá que escribir, digo yo.
Todas las conversaciones se interrumpieron cuando los oteadores de las cofradías destacados en el muelle anunciaron que una gran gabarra desatracaba de la ribera occidental y ponía rumbo al embarcadero de la ciudad, completamente desierto por orden de la guardia. Un murmullo de expectación recorrió la multitud. Los vendedores comenzaron a recoger sus bártulos, mientras los aguadores se retiraban prudentemente hacia las calles laterales. Los monjes permanecían inmóviles y silenciosos bajo los sicomoros.
Cuando la gabarra alcanzó el centro de la corriente, pudieron distinguirse fácilmente los gonfalones y las enseñas de los templos. Un murmullo airado recorrió la multitud, pero nadie se atrevió a avanzar hacia el embarcadero. Las órdenes del gobernador eran estrictas en este punto: la explanada del muelle tenía que quedar completamente vacía.
La gabarra atracó en el punto central del embarcadero. Los barqueros saltaron a tierra y le acercaron una pasarela del servicio común. El grupo de los adoradores desembarcó y se concentró en la explanada junto al agua, con sus gonfalones, sus banderas y sus instrumentos de música. Eran unas treinta personas.
De la multitud se levantó un bramido ensordecedor. Las mujeres chillaban, mientras los hombres agitaban los bastones sobre sus cabezas. Los monjes, en su cobijo sombreado, permanecían impasibles.
La sombra de la vara del reloj de sol de la fachada de la iglesia de San Pablo marcó la hora sexta. La multitud, expectante, miraba hacia el embarcadero. El grupo de los adoradores había adoptado la disposición procesional, con las banderas y la banda de música al frente, pero seguían inmóviles junto al agua. Súbitamente, se inflamaron los fuegos de seis antorchas, que comenzaron a chisporrotear bajo la luz agobiante del mediodía solar. La turba estalló en una inmensa carcajada que recorrió la avenida de punta a cabo como una sacudida nerviosa. La gente señalaba el grupo de adoradores y se golpeaba las costillas en medio de alaridos de risa. Las mujeres saltaban y bailaban y ridiculizaban la comitiva que en el otro extremo de la explanada aguardaba nadie sabía qué bajo sus antorchas a la luz deslumbrante del sol. Hasta los monjes reían y comentaban la cosa con los laicos que tenían a su lado. Tan sólo el prior y el escriba mayor, de pie sobre el basamento de una columna del pórtico, tenían una actitud callada y preocupada.
Entre la turba, unos cantaban canciones de taberna y otros entonaban cánticos religiosos. Los aguadores volvieron a circular con oferta fresca y renovada.
- Están tan ciegos que no ven la luz del sol – exclamaba un hombre vestido con delantal de tendero.
- ¿No será que quieren pegar fuego a nuestras iglesias? – preguntó sin mucho convencimiento una mujer que llevaba pendiente del cuello un voluminoso escapulario de los santos mártires.
- Qué no, mujer – respondió otra a su lado – lo que sucede es que de tanto vivir en sus templos sofocantes han perdido la chaveta y ya no saben si es de día o es de noche.
Un monje de hábitos más pulcros que los demás se acercó a una mujer y le pidió que le prestara por un momento el velo negro que llevaba en la cabeza. La mujer lo miró extrañada pero accedió. El monje se retiró a un rincón y extendiendo el velo delante de sus ojos se puso a mirar el sol a través del filtro del tejido. Al cabo de unos instantes se acercó al prior y le hizo proceder a la misma maniobra. El prior prolongó si observación hasta que el otro le conminó a apartar la vista arguyendo la peligrosidad de este tipo de observaciones. Devolvieron el velo a la mujer, que los había seguido y los miraba extrañada y se acercaron a un banco de piedra donde reposaba adormilado el viejo escriba mayor del monasterio. Los tres monjes, con actitud meditabunda, mantuvieron un largo conciliábulo. Al cabo, el escriba se levantó, se colocó en medio de la calle a pleno sol, puso su bastón vertical sobre el suelo y observó con detenimiento la sombra que se proyectaba sobre el enlosado. Después se volvió hacia los otros dos y les murmuró algo al oído.
La mujer que había prestado el velo volvió junto a su marido y le señaló el sol. El hombre tomó el velo y observó el astro. Después pasó el velo a otros vecinos que también hicieron la observación. Al cabo de pocos minutos todo el mundo miraba al sol y todos preguntaban qué ocurría. Se habían terminado los gritos y los cánticos. Un murmullo de sorpresa recorrió la multitud.
- El sol, el sol!
Los que estaban más cerca de los monjes les preguntaban qué estaba ocurriendo. Pero los monjes, instruidos por el prior, permanecían huraños y en silencio. Al fin se oyó un grito angustiado:
- Hay una sombra en el sol!
Un silencio de muerte se precipitó sobre la multitud. La gente permanecía inmóvil, clavada en su sitio, mirando hacia el cielo horrorizada. Los perros comenzaron a ladrar. Se levantó un viento impetuoso que llenó las calles de arena del desierto. Al cabo de pocos momentos el hecho se hizo evidente: el sol se cubría, estaba oscureciendo.
Por el lado del muelle, las antorchas de los adoradores resplandecían ya intensamente en la penumbra que avanzaba. De la parte de los almacenes llegaban los relinchos de los caballos azorados y los gritos de los soldados que intentaban calmarlos.
De repente, la estridencia de las trompetas de los adoradores rasgó el aire y resonó bajo los porches de la avenida. Después de esta prolongada secuencia inicial, los tambores llenaron el espacio con redobles profundos y vigorosos. Como si aguardase esta señal, la multitud emprendió una precipitada huida hacia las calles laterales, dejando la avenida completamente desierta. Sólo los monjes permanecían impasibles bajo los sicomoros al borde de la explanada. Había ya oscurecido casi del todo.

Con lentitud y solemnidad, la procesión de los adoradores avanzó hacia la avenida, rodeada por la vívida luz de las antorchas, y acompañada por el tañido prolongado de las trompetas y las percusiones acompasadas de los tambores. Venía al frente una mujer vestida con una túnica de lino blanca, que enarbolaba el gonfalón de Isis de Filas. La seguían dos auxiliares de templo con túnicas rojas, llevando uno la enseña verde y dorada del templo de Tot de Tierra Adentro, otro la enseña azul y roja del templo de Tkou. Marchaban a continuación los músicos, dos trompetas y cuatro tambores. Seguían cuatro servidores infantiles, dos niñas y dos niños, vestidos con túnicas cortas de lino blanco, que llevaban asida por las cuatro puntas un mantel de seda roja bordada de oro. Detrás de ellos, sola, caminaba Tírsit. Vestía una túnica de lino, blanca y finísisma, larga hasta los pies; iba descalza. Ceñía su frente una diadema de piedras preciosas que centelleaban a la luz de las antorchas. Los cabellos, sueltos, resbalaban sobre sus hombros. Sostenía un cojín de terciopelo rojo sobre el que reposaban un pan redondo y un racimo de dátiles. Detrás de la niña, distanciados, desfilaban tres sacerdotes y una sacerdotisa vestidos de lino blanco y cubiertos con birretas rectangulares de lana: Nimlot blanca, el sacerdote del templo de Akoris azul, Menat-Neter roja y el sacerdote de Filas negra. Cerraba la comitiva un grupo de hombres y mujeres. Los seis portadores de antorchas flanqueaban el grupo, inundándolo con una catarata de luz.
La procesión atravesó la explanada del muelle y llegó al comienzo de la avenida. Estaba ya completamente oscuro. En el cielo titilaban las estrellas. Los redobles de tambor resonaban en los pórticos desiertos. Desde la parte alta de las calles laterales, la multitud observaba asustada y silenciosa el bellísimo juego de colores de la comitiva de los adoradores en medio de su torrente de luz. La pequeña figura de la portadora de los dones atraía todas las miradas. Tírsit caminaba con movimientos ágiles y reposados, con la mirada fija en el estandarte que la precedía. La sutilísima túnica de lino, cayendo sin ceñidores, bosquejaba los contornos firmemente virginales de su figura. El viento agitaba sus cabellos, que ora se arremolinaban sobre su cabeza para tejer otra corona, ora le cubrían el rostro como un velo sedoso.
Cuando la comitiva isíaca pasó por delante de los sicomoros a la entrada de la avenida, el resplandor de las antorchas alumbró por unos momentos los rostros férreos de los monjes, que permanecían clavados en su lugar. Los adoradores desfilaron ante ellos sin mirarlos.
Cuando llegaron a la capilla de los estandartes, los tambores dejaron de tocar, y el viento, como obedeciendo una orden cósmica, languideció y quedó solamente una brisa perfumada de juncos nilóticos. Los antorcheros se colocaron a ambos lados de la puerta. Nimlot avanzó e introdujo en la cerradura la llave que llevaba colgada del cuello. Los goznes rechinaron mientras el sacerdote abría de par en par los batientes. En el mismo instante las trompetas lanzaron al espacio tenebroso la estridente y prolongada melodía del himno de Isis de Filas. Cuando callaron, un compacto silencio cayó sobre la capilla y sobre la ciudad, mientras los adoradores entraban en el pequeño templo.
La capilla de los estandartes deportivos de Cinópolis era una construcción en forma de mastaba, construida con sillares de piedra ferruginosa. En el interior, el techo era de madera y las paredes, enjabelgadas, estaban decoradas con jeroglíficos verticales de vivos colores. No había ningún altar ni ninguna estatua. En la pared del fondo estaban alineados, sostenidos por argollas de hierro, los seis estandartes de los equipos deportivos de la ciudad. Era la custodia de estos estandartes lo que justificaba la persistencia de una capilla del culto isíaco en el corazón de la ciudad de Cinópolis. La conservación estaba confiada por tradición a los devotos de la antigua religión, los cuales estaban autorizados a abrir el local una vez al mes para limpiarlo y conservarlo en buen estado. Se sospechaba que los adoradores aprovechaban esta ocasión para celebrar a puerta cerrada sus ritos isíacos. Pero como por otra parte mantenían los estandartes en perfecto estado de conservación, los vecinos, muy orgullosos de sus atletas, hacían la vista gorda. El obispo de la ciudad, un griego educado en Alejandría, elevaba periódicamente una protesta ante el gobernador, pero ni uno ni otro tomaban la cosa muy en serio. Los monjes de los monasterios de los alrededores, en cambio, pacomianos casi todos, amenazaban cada dos por tres con derribar la capilla y apalear a los devotos, pero el obispo les había prohibido circular por la ciudad, y el gobernador invocaba rescriptos imperiales y razones de orden público.
Una vez toda la comitiva hubo entrado en la capilla, Nimlot tomó el pan del cojín que sostenía Tírsit y lo frotó con las figuras bordadas en los estandartes, que eran símbolos y representaciones de los antiquísimos cultos de Isis, de Osiris, de Tot y de Sobek mantenidos por la rutina deportiva. Los cuatro niños extendieron los manteles delante de los estandartes y Nimlot depositó el pan y los dátiles. Después, cada uno de los sacerdotes escribas recitó un himno isíaco en lengua egipcia. Terminadas las recitaciones, todos, con los brazos alzados y las palmas de las manos hacia arriba, cantaron tres estrofas del enternecedor himno de Isis Llorosa.
Cuando salieron de la capilla volvía a clarear. Es sol, fugitivo de su sombra, iluminaba suavemente los porches y las losas de la avenida, todavía solitaria y silenciosa. Nimlot cerró ruidosamente la puerta de la capilla y volvió a colgarse la llave del cuello. Los antorcheros apagaron las antorchas y los portantes enrollaron las banderas y los estandartes. El grupo de los adoradores emprendió el retorno hacia el muelle. Iban delante las tres niñas y los dos niños cogidos de las manos; seguían los demás en grupo. Cuando pasaron por delante de los monjes, Nimlot levantó la vista y topó con la mirada tranquila e irónica del prior, que le dijo:
- Siempre habéis sido buenos astrónomos, Nimlot.
- Es la sabiduría de Egipto que vosotros habéis rechazado, abba Petros –respondió Nimlot con firmeza.
Los adoradores atravesaron la explanada bajo un sol de mediodía ardiente y cegador. La guardia del gobernador se había retirado. La multitud, ya muy diezmada, volvía a bajar por las calles laterales hacia la calzada, comentando los acontecimientos con murmullos temerosos. Arracimados bajo los porches, vieron desde lejos como los devotos de la antigua religión subían pausadamente a su gabarra, desatracaban y navegaban río arriba a remo. Un halcón surgió veloz de los cerros de las montañas líbicas, describió tres círculos sobre la embarcación y regresó al desierto occidental cortando el cielo como una saeta.




6

EL TEMPLO DERRIBADO

Amanecía. El aire era tibio en aquella madrugada del día 10 del mes de Tout, el septiembre de los romanos, del año 451, en plena inundación. Los vecinos de la villa de Ankirónpolis, unos en blusa, otros envueltos en sus mantos de lana asargada, se habían asomado a las puertas de sus casas despertados por las pisadas de muchos pies calzados sobre los guijarros de la calle. El vial ascendía desde las tierras de la ribera y conducía derecho al desierto, que comenzaba a menos de un estadio de la población. La gente se restregaba los ojos, en parte por sueño y en parte por curiosidad ante aquella comitiva de monjes vestidos de negro, cabizbajos y silenciosos. Los precedía una cuadrilla de hombres jóvenes, robustos, de cabellos largos y hábito corto. Llevaban atravesadas sobre el pecho cuerdas de esparto y de sus cinturas pendían ristras de herramientas que tintineaban al entrechocar.
Los derrocadores! – murmuraron los vecinos.
Se trataba, efectivamente, de una brigada de los monjes de San Samuel especializados en las artes del derrocamiento de templos antiguos. El cenobio de San Samuel, bajo el impulso del reformador abad Chenute, había creado una sección dedicada a la técnica de la demolición de templos faraónicos. La tarea no tenía nada de sencilla. Los cristianos que la habían emprendido por su cuenta habían podido constatar la extraordinaria robustez de los monumentos del antiguo Egipto. Los muros y las columnas eran verdaderas montañas de piedra que resistían el asalto emprendido con las herramientas ordinarias de la albañilería. Hubo que recurrir a los procedimientos de la poliarcética o artes de asedio. Los estamentos militares locales rechazaban, sin embargo, prestar las escasas máquinas de guerra estacionadas en el valle del Nilo, pues no eran en manera alguna partidarios de la destrucción de edificios sin significación estratégica. Los cristianos fanáticos habían tenido que ingeniarse por su cuenta y de ahí había surgido la piadosa iniciativa de Chenute y de sus monjes, decididos a extender el reino de Dios a martillazos. Habían alcanzado tanta pericia que con frecuencia eran llamados desde cualquier parte de Egipto, incluido el Delta, para proceder al derrocamiento de monumentos religiosos antiguos particularmente resistentes. Ellos fueron los que dirigieron el aspecto técnico de la destrucción del Serapeum de Alejandría en el año 391, en esta ocasión con la ayuda de las tropas imperiales; la situación del edificio en el centro de la ciudad no permitía el uso del fuego, de modo que fue necesario proceder pacientemente con cuerdas, falcas y arietes. Así fue como los monjes chenutianos de los conventos del Alto Egipto pasaron a ser conocido como “los derrocadores”.
Encabezaba el grupo delantero un hombrachón de barba hirsuta y mirada torva, con el hábito remangado y atado a la cintura con una soga; llevaba colgado del cuello el torzal con nudos de los arquitectos.
- El hermano Butros! – exclamaba la gente.
El hermano Butros era notorio en toda la provincia por su intransigencia hacia cualquier manifestación de la religión antigua. Llevaba siempre colgados de la cintura una piocha y un martillo y empuñaba un bastón de aspecto inofensivo que todos sabían, sin embargo, que tenía un alma de hierro. Por todas partes se hacía enseñar los lienzos de muro con pinturas o inscripciones jeroglíficas y los repicaba hasta dejarlos completamente lisos. Entraba en los edificios públicos, escuelas, mercados, almacenes, hospitales, y destrozaba con su bastón-maza las imágenes y las insignias que mostraban alguna representación de la antigua cultura egipcia. En una ocasión tuvo un conflicto con el magistrado de Tebtunis porqué había martilleado el cartucho con el nombre del emperador reinante que los ciudadanos habían hecho inscribir en jeroglífico en el frontispicio del mercado recién inaugurado. La gente le temía, y cuando lo veían acercarse, con frecuencia acompañado de sus aprendices de ángel asolador, se encerraban en sus casas y les azuzaban los perros.
Los monjes no eran muy bien vistos por la población egipcia rural, y los derrocadores menos todavía. El cristianismo tenía una implantación relativamente reciente en el valle del Nilo, fuera de las ciudades. El Delta había sido evangelizado mucho antes. En Ankirónpolis quedaban todavía adoradores de los dioses, hombres y mujeres viejos que habían crecido en la religión antigua y no habían querido bautizarse. La mayor parte de la población era ya cristiana, aunque todos habían tenido, o tenían todavía, padres o abuelos devotos de las antiguas divinidades. Por otra parte, la religiosidad popular, tanto en la época cristiana como en tiempos antiguos, estaba empapada en creencias y prácticas mágicas, muy ligadas a las tradiciones del antiguo Egipto. En muchos pueblos no había clérigos, pero siempre había magos o magas, que habían introducido en sus fórmulas elementos judíos y cristianos. A la gente de los pueblos no les gustaba que los monjes destruyeran los templos faraónicos. Como cristianos aceptaban que se expulsaran los sacerdotes y que fueran clausurados, pero al mismo tiempo los miraban como reliquias de la gloria del Antiguo Egipto, cuando en la Tierra Negra no había dominadores extranjeros que hablasen lenguas bárbaras y cobrasen impuestos.
Los vecinos de Ankirónpolis miraban en silencio la larga hilera de hombres vestidos de negro. Nadie abría la boca, y al cabo todas las puertas se cerraron y los monjes se encontraron atravesando una ciudad desierta. Nadie les habría ofrecido ni un vaso de agua.
Detrás de los cenobitas subía una recua de carros tirados por yuntas de bueyes; las sacudidas de las ruedas contra los cantos mal ensamblados llenaba la calle de un estrépito amedrentador. El primer carro iba cargado con tablones y troncos de madera de diferentes tamaños, y de tacos. El segundo acarreaba, cuidadosamente estibados, rodillos de alambre y toda clase de sogas. El tercero transportaba cajas de herramientas que tintineaban sin parar. El cuarto acarreaba una pesada viga de ariete, cuya cabeza de carnero sobresalía por detrás; el resto de la caja estaba lleno de tarugos de leña de pino y de sicomoro. El quinto iba cargado con barriles de nafta de Judea y de haces de leña y estopa. El último vehículo era una calesa tirada por una mula; en su caja se veían amontonados cestos con provisiones para varios días y odres henchidos. Los boyeros no eran monjes, fuera del que llevaba la mula. Algunos eran conocidos de los vecinos y los saludaban sin detenerse, como si se avergonzaran de caminar con aquella compañía.
Más allá del ejido de la ciudad, en dirección al desierto, el camino carretero pasaba a vereda pedregosa y al final se estrechaba y quedaba una simple trocha. Hacía muchos años que había desaparecido el ancho vial que conducía al pie de las escalinatas del templo de Hator. Las lajas de la antigua vía sacra habían sido arrancadas y utilizadas para calzar las calles de la villa. Los monjes, sin embargo, lo tenían todo previsto. Sin entretenerse, sacaron de los carros azadones, picos y palas y se pusieron a reparar el camino, lo justo para que pudieran pasar los carros. Con todos estos engorros, el avance fue muy lento, y cuando el regimiento de los derrocadores llegó al templo, en pleno desierto, el sol brillaba ardorosamente en un cielo sin nubes. Descansaron, bebieron agua y comenzaron a descargar los carros, alineando los materiales en las primeras gradas de la escalinata del templo en un orden perfecto.
Cuando la turba monástica subió a las puertas del templo, el hermano Butros y sus asistentes llevaban ya mucho rato recorriendo el edificio para decidir la técnica y los pasos del derrocamiento.
El templo de Hator de Ankirópolis tenía la estructura clásica de los templos faraónicos restaurados en la época ptolemaica. Había sido construido con piedra granítica y gres, y a pesar de haber estado abandonado durante más de un siglo, su estructura edilicia se había mantenido incólume. Los elementos decorativos habían sido destrozados o raspados, fuera de los de las partes más altas e inaccesibles, en las cuales se distinguían todavía inscipciones y pinturas. La decadencia del culto se había iniciado ya antes de la dominación cristiana. Por espacio de cien años, los rituales se habían celebrado sólo esporádicamente, cuando los sacerdotes de otros templos acudían convocados por los fieles de la villa. Después el templo fue clausurado, y, puesto que estaba alejado de la zona poblada, no fue ni tan siquiera aprovechado como cantera de materiales. Inesperadamente, a los monjes del convento de San Samuel se les había ocurrido que aquella fantasmagórica fábrica se había convertido en una caverna de diablos del desierto, y habían exigido y obtenido del gobernador permiso para proceder a su demolición.
Luego de una cuidadosa inspección del monumento, los capataces decidieron utilizar cuatro procedimientos: fuego, falcas, arrastre y ariete.
Una brigada amontonó leña y nafta en los cuatro ángulos de la nave del santuario interior, que no tenía otra abertura más que la puerta.
El grupo principal comenzó a derribar el lienzo de murada del patio que daba a la escalinata, a fin de ensanchar la plataforma donde tenían que moverse los bueyes. Se precisaba un espacio donde los animales pudieran tirar desde lejos de la columnata a fin de que no se les viniera encima al derrumbarse. La obra del murete era de ladrillos revestidos de gres, de manera que cedía fácilmente a golpes de mazo.
Una pilastra de la columnata que precedía a la sala hipóstila había sido elegida para ser derribada en primer lugar. La columna había sido designada debido a su posición en el conjunto del peristilo, porque era la segunda en su hilera y sostenía dos bloques de arquitrabe que se ensamblaban sobre su capitel. Se daba por descontado que, al ceder el fuste, se hundiría toda aquella parte del entablamiento, arrastrando por lo menos la columna del ángulo y una buena sección del techo. Después, el resto de las columnas, faltas ya del refuerzo de la presión del entablamiento, podrían abatirse fácilmente por arrastre.
Los que habían amontonado leña en el santuario interior, cuando hubieron terminado la tarea, se dedicaron a montar la torre del ariete. La viga había sido pedida en préstamo al destacamento del ejército imperial en Antinópolis; era una maciza barra de roble con ánima de hierro, terminada con una figura de cabeza de carnero de bronce. Hacía centenares de años que no había sido utilizada, pues en el Alto Nilo la guerra era un flagelo casi olvidado, pero se hallaba todavía en muy buen estado. Habían transportado la torre desmontada, con los tablones, las estacas, las viguetas y los troncos cuidadosamente estibados. Las piezas tenían los engastes marcados, de modo que bastaba acoplarlos por los lugares indicados. Una vez ensamblada la estructura de la máquina de guerra, aseguraron las junturas con cuerdas. La pieza no tenía ruedas, puesto que no había que prever enemigos que impidieran el paso, de modo que podía ser montada con precisión delante de los muros que debían ser derruidos.
Con todo este ajetreo llegó el atardecer y los monjes pararon los trabajos. Encendieron tres hogueras alrededor de las cuales se sentaron para comiscar una rebanada de pan de centeno y tres higos secos. Seguidamente recitaron el oficio nocturno en lengua egipcia y se acurrucaron en el suelo envueltos en sus cogullas para dormir hasta el alba. A ninguno le pasó por las mientes ir a buscar cobijo en las salas del templo, a pesar de que el desierto mandaba remusgos secos y destemplados. Los boyeros, por su parrte, alumbraron una gran fogata en un ángulo de la sala hipóstila, en la que asaron tajos de carne de cerdo que llevaban adobada, regando su cena con tientos de vino fresco que entretanto habían ido a buscar a la villa. Bien comidos y bien bebidos, tendieron en el suelo los sacos que llevaban siempre en sus carros y durmieron apaciblemente al reparo del templo de Hator, sin inquietarse ni poco ni mucho por los demonios que lo habitaban A fin de cuentas, pensaban, a buen seguro que nuestros abuelos habrán dormido aquí más de una vez como incumbentes.
Al romper el alba los monjes reanudaron los trabajos, después de una colación un poco más sustanciosa: pan de centeno mojado en aceite, nueces, dátiles y un vaso de vino.
La técnica puesta en práctica por el hermano Butros se badaba en una combinación de cuñas y fuego. La simple fuerza de las sogas tiradas por bueyes, el procedimiento del arrastre, no bastaba para derribar columnas graníticas como las del templo de Hator. El maestro derrocador había indagado los puntos más erosionados de la parte inferior del fuste de la columna designada, en el ensamblamiento de los bloques superpuestos. Con un barreno de picapedrero hizo una ranura, en la que introdujo la punta de una cuña de madera endurecida al rescoldo. Entonces un monje alto y fornido comenzó a martillear la falca con una maza de hierro. Cuando la cuña hubo penetrado un poco, la dejaron y repitieron la operación en tres ángulos más de la columna. Al cabo quedaron clavadas cuatro falcas en la juntura de los dos bloques de la columna. Dos monjes la iban martilleando sin parar. La finalidad de la maniobra no era el derribo inmediato de la columna, cosa imposible, sino el debilitamiento de su base mediante el descalzado de sus dos primeros bloques. Cuando las cuñas quedaron introducidas, hicieron un surco todo alrededor del fuste a la altura de las cuñas.
Entonces comenzaron las maniobras para la aplicación del fuego. Se trataba de una técnica que había dado muy buen resultado para el derribo del templo de Zeus en Apamea de Siria, de columnas robustísimas. La incisión realizada alrededor del fuste fue llenada de nafta de Judea, apretada con yesca y alambres. Después acumularon leña todo alrededor, de manera que la pira sobrepasara la corona de nafta. El objetivo era producir calor tan intenso que hiciera estallar la piedra. Cuando hubieron terminado de amontonar los leños esparcieron virutas por toda la pira.
Estaba todo a punto para comenzar la primera fase del derrocamiento. El hermano Butros ordenó a todos que se alejaran de la explanada del templo, pues en ocasiones las piedras ardientes se convertían en proyectiles que salían disparados a gran distancia. Cuatro monjes se acercaron a la pira con teas ardiendo y comenzaron a pegar fuego a los montones de virutas. Rápidamente se levantó una gran hoguera. La leña era muy seca y ardía enseguida. Cuando las llamas alcanzaron la corona de nafta de Judea, el betún se puso a arder lentamente, desprendiendo una densa humareda negra. El fuego chisporroteaba y no menguaba, pues el amontonamiento de leña era considerable. A una distancia de doscientos pasos, los monjes y los boyeros contemplaban las llamas en silencio. De repente se oyó un formidable estallido y la columna se derrumbó en medio de una nube de chispas. El entablamiento y la parte del techo adyacente se vinieron abajo también con gran estrépito levantando una densa polvareda. Un extremo del arquitrabe, al desplomarse, golpeó la columna del ángulo, que, después de una angustiosa vacilación, se hundió a su vez arrastrando otra parte del techo y del entablamiento. Cuando la polvareda se desvaneció, se pudo comprobar que la fachada del templo presentaba una enorme brecha y que la sala hipóstila estaba medio hundida. Los monjes, entonces, prorrumpieron en gritos de alegría y en loas a su crucificado; los boyeros bastante tenían con ocuparse de los bueyes aterrorizados.
El derribo prosiguió con medios mecánicos. El procedimiento del fuego exigía una gran cantidad de leña, material caro y difícil de hallar en Egipto. El hundimiento de dos columnas consecutivas, una de ellas en el ángulo, al arrastrar el arquitrabe, había debilitado considerablemente la resistencia de las columnas contiguas. El hermano Butros designó para el derribo la tercera columna del pórtico de la sala hipóstila, que a duras penas sostenía una parte del arquitrabe medio hundido. Dos monjes operarios gatearon por la columna como si treparan a una palmera, y con una piocha y un martillo hicieron dos surcos diametralmente opuestos. Después ciñeron el fuste de la columna con dos gruesas sogas de esparto que se encajaban en los surcos. Los extremos de las sogas, cuadruplicados, fueron anudados a las anillas de los yugos de cuatro yuntas de bueyes dispuestos en escuadra al otro lado del patio. Cuando todo estuvo a punto, todos se apartaron hacia la parte baja de la escalinata, excepto los boyeros, plantados delante de los animales con el aguijón a punto. El hermnao Butros gritó la señal. Los boyeros azuzaron a los bueyes con gritos y toques de aguijón. Las bestias, azoradas, comenzaron a tirar con sacudidas fuertes y continuas. De momento parecía que nada se moviese; la columna se mantenía enhiesta bajo la luz de la tarde. Súbitamente, se oyó un formidable crujido y la columna se partió como una rama seca y cayó sobre el patio.
Privadas de la presión del entablamiento y del techo, las columnas cercanas a las ya derribadas quedaban progresivamente debilitadas. Bastaba el empuje de dos yuntas de bueyes para hacerlas caer. El antiarquitecto sabía escoger juiciosamente las que convenía derribar, de modo que arrastrasen a las contiguas y a parte del entablamiento del techo. El ángulo del arrastre venía impuesto por las dimensiones de la plataforma sobre la que evolucionaban los bueyes, pero el maestro derrocador procuraba que el hundimiento tuviera lugar hacia adentro, de modo que los bloques derribados se desplomaran sobre la sala hipóstila, golpeando las columnas interiores o por lo menos afectándolas seriamente. El hecho es que al atardecer todas las columnas del peristilo habían sido derrocadas y la techumbre de la sala hipóstila se había derrumbado, dejando muy palparadas sus doce columnas.
Al anochecer, la mitad de la comunidad derrocadora emprendió el camino de retorno, a pie hasta la orilla del río, y luego en barco hasta el fondeadero cercano al convento de San Samuel. Quedaron los maestros derrocadores, los acegueros y los servidores del ariete, aparte de los boyeros. Los que regresaban hallaron otra vez la ciudad desierta, a pesar de que era una de las horas del día habitualmente más atareadas, cuando los hombres regresaban del campo, la chiquillería jugaba en las calles y los ociosos tomaban el fresco a la puerta de sus casas. La puertas se cerraban una tras otra y por las calles no corría ni un alma.
Los que habían quedado a pie de obra se prepararon para pasar su segunda noche bajo las estrellas. Encendieron una buena fogata en la que asaron trozos de tocino, que comieron con pan y vino. Escarmentados por el frío que habían pasado la noche anterior, establecieron turnos de vela para mantener el fuego encendido toda la noche. Los boyeros no osaron cobijarse en el interior del santuario, que era la única parte del templo que quedaba cubierta, y después de compartir pan y bebida con los monjes, se acurrucaron bajo sus carros, envueltos en los sacos de obra.
Al romper el día volvieron todos a la tarea, decididos a rematarla al atardecer.
Las columnas de la sala hipóstila, al haber quedado aisladas, fueron abatidas en un santiamén. Bastó con una yunta de bueyes para cada una.
Quedaba ya sólo en pie el aula del santuario, con sus columnas y la capilla de la diosa. Habían acumulado nafta bituminosa y leña en los cuatro ángulos de la sala y al pie de las columnas. Por tratarse de un local completamente cerrado, se esperaba que la acción del calor resquebrajaría las columnas y los muros y acarrearía el hundimiento de toda la fábrica-
Diez monjes con teas encendidas entraron en el santuario, y a una señal del capataz del grupo, pegaron fuego a los combustibles y salieron corriendo, dejando el portal abierto para favorecer el tiraje de las hogueras. Al cabo de pocos minutos, una densa humareda negra comenzó a escaparse por la abertura de la puerta. El betún de Judea, un material estratégico reservado normalmente al ejército, ardía con fuerza incluso en aquel espacio cerrado, prendiendo en los haces de leña con los que estaba mezclado. Un fragor como de tempestad escapaba del edificio aún intacto. De repente se oyó un estallido fuerte y seco, y toda el ala oeste del santuario se hundió en medio de una densa humareda. Con la entrada de aire fresco, el resto de las hogueras se reavivó y las llamas alcanzaron las vigas de la techumbre, que comenzaron a arder. Al cabo de pocos minutos todo el edificio del santuario era una inmensa hoguera. Los muros de los demás ángulos estallaron y toda la estructura se desmoronó con un horrísono estruendo. Cuando el fuego menguó y la humareda se desvaneció, pudo comprobarse que el santuario del templo de Hator no era ya más que un montón de ruinas ennegrecidas.
Ya no quedaba más que redondear la tarea. Aquí es donde entraba en funciones el ariete. Los monjes habían comprobado que si dejaban en pie algunos lienzos de muro o algunas columnas, los recalcitrantes adoradores del diablo rehacían un rincón del templo y acudían a escondidas a ofrecer sacrificios de desagravio. Por este motivo completaban la demolición aplicando el ariete a los muros y a las columnas que habían resistido los primeros embates. Los monjes arietistas iban trasladando su máquina de guerra de un lugar a otro, y con enérgicas acometidas de la cabeza de carnero acababan de derribar cualquier resto de construcción que levantase más de diez palmos sobre la plataforma.
Al atardecer, el templo de Hator de Ankirónpolis estaba completamente arrasado. Entre el vasto campo de ruinas sobresalían sólo dos columnas truncadas, que por haber quedado rodeadas de otros materiales de derribo no habían podido ser alcanzadas por la torre del ariete. Muchos fragmentos de columna y bloques enteros del muro habían caído fuera de la plataforma y quedaban esparcidos por la arena del desierto que rodeaba el templo y que ahora comenzaría a devorarlo implacablemente.
Arrodillados sobre la escalinata de acceso, cuyas gradas inferiores habían quedado intactas, los monjes entonaron himnos de acción de gracias a su Dios. Después recogieron sus herramientas, desmontaron el ariete, lo cargaron todo en los carros y emprendieron el descenso hacia el río para embarcar aquella misma noche y navegar al día siguiente hasta su convento.
Los boyeros caminaban en silencio, cabizbajos y compungidos. El más viejo lloraba.

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