sábado, 23 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 10

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LA ISLA DE ISIS


Clareaba cuando la fila de hombres y bestias salía de Souan por la Puerta de Mediodía y tomaba la calzada de Filas, ancha y bien enlosada hasta las primeras peñas. Más allá, el camino se estrechaba y pasaba a ser un sendero pedregoso, áspero pero muy transitado. La trocha serpenteaba entre las rocas, ascendiendo continuamente hacia los yermos del desierto superior. En los desfiladeros crecían todavía carrascos y aulagas, que daban pasto a algunos rebaños de cabras enflaquecidas. Más arriba, la arena comenzó a invadirlo todo, hasta borrar el mismo camino. Después de dos horas de marcha alcanzaron las primeras lomas del desierto de Nubia, más blanco y más arenoso que los familiares desiertos del entorno del Nilo. El sol reinaba en un cielo de un azul profundo y metálico que desconocía las nubes.
El descenso hacia el valle era mucho más suave. El dudoso vial se iba ensanchando hasta convertirse en una calzada de lajas irregulares pero bien ensambladas. Al dar la vuelta a un peñasco apareció la gran explanada acuática que se extiende al sur de la primera catarata, un mar de aguas azules sembrado de islas rocosas. La isla de Filas, la más cercana a la ribera oriental, resplandecía bajo un sol ardiente con la magnificencia de sus edificios intactos y coloreados; a mediodía, un otero de rocas graníticas rojizas contrastaba con el aspecto apacible del resto de la isla. En el otro extremo se adivinaba un pequeño poblado de casitas blancas y apretadas. Toda la parte central estaba ocupada por los majestuosos edificios del santuario de Isis. Más allá, la isla de Biga exhibía la melancólica osamenta de sus templos en ruinas,
En la ribera oriental del Nilo, frente a la isla, se había ido formando un pueblecito, con su mercado y el embarcadero de las lanchas que transbordaban los visitantes a Filas. Cuando llegaron los expedicionarios no había ninguna embarcación. Uno de los guías nubios hizo dos prolongados silbidos y anunció que al cabo de media hora un par de botes vendrían a recogerlos. Se entretuvieron deambulando por el mercadillo a la querencia de alguna bebida decente para apagar la sed. Como allí no se hablaba más que nubio y blemio, Razés pasó a ser pieza indispensable de la expedición. Ahora bien, por más que se afanó, no consiguió más que una jarra de hidromiel. El vino no sabían ni lo que era.
- Me parece que pasaremos sed- comentó Orsíesi caústicamente.
- No te acongojes, amigo- dijo Turi-; Filas es otra cosa. Hay muchos egipcios, y el modo de vida es parecido al de los antiguos templos de Egipto. No te faltará ni la cerveza.
Dos botes con dos remeros cada uno se habían acercado al muelle. Los guías nubios hablaron con los barqueros y ajustaron el precio del transporte. Los expedicionarios se acomodaron en las banquetas; la impedimenta quedó de momento en el embarcadero, custodiada por uno de los estibadores. Zarparon poniendo rumbo al puerto de la isla de Filas, pequeño pero bien dispuesto, con gradas para atracar en cualquier época del año. En el arranque de la escalinata les aguardaba un sacerdote vestido con una túnica verde, acompañado por dos guardias armados. Turi era conocido en la isla, pues les suministraba todos los tejidos. Avanzó y saludó al sacerdote, que cuando lo hubo reconocido lo acogió con gestos de alegría y despidió inmediatamente a los dos guardias. Luego bajó hasta el pie del embarcadero y, con los brazos alzados, dio la bienvenida a los visitantes en lengua egipcia en nombre der la comunidad sacerdotal del templo de Isis de Filas.
La escalinata del puerto enlazaba con un amplio vial que atravesaba el poblado de los servidores del templo, donde había también, explicó el sacerdote, residencias para los visitantes. Turi, instruido por Hermodoro, precisó que todos ellos serían húespedes de pago. El sacerdote, visiblemente satisfecho, declaró que en este caso serían alojados en la hospedería aneja a la Casa de Vida.
Fuera del poblado, cerca del agua, un bosquecillo de palmeras acogía algunas tiendas de piel de cabra alrededor de las cuales había gente.
- Son blemios!- gritó Razés en su lengua. Y se precipitó hacia el campamento.
El sacerdote, sorprendido, preguntó quien era aquel mozalbete vestido a la romana y que hablaba en blemio. Turi y Hermodoro le pusieron en antecedentes del caso; el sacerdote manifestó que había que comunicarlo inmediatamente al jefe del Orden Profético. Luego les explicó que en la residencia de la Casa de Vida convivirían con los estudiantes y con los sacerdotes del quinto orden. Seguidamente ordenó a un servidor del templo que enviara una barca a hacerse cargo de la impedimenta de los visitantes.
Entre tanto, Razés, corriendo de tienda en tienda, abrazaba y besaba a su gente, preguntando de donde procedían. Ninguno de ellos era de las Esmeraldinas, pero conocían el paraje y los había incluso que habían tenido tratos con la familia del niño. Al cabo, dos hombres mejor trajeados que los demás lo acompañaron a reunirse con el grupo de los egipcios. Hermodoro quiso saber quienes eran y de donde venían, y después de conversar afablemente con ellos por medio de Razés, pues no sabían un borrajo de egipcio, los citó para una entrevista al día siguiente. “El embajador no pierde el tiempo” pensó Turi.
El puerto y el arrabal estaban separados del templo por un alfoz bien cultivado, con bosquetes de palmeras bajo los cuales se cobijaba una multitud de visitantes ataviados con ropajes de todos los colores. La quietud era, sin embargo, absoluta, hasta el punto que se percibía el zumbido de las abejas que libaban de los matorrales de espliego florecido. El templo estaba, por el lado de tierra, circundado por un muro de la altura de dos hombres. La murada abrazaba también el templo de Hator, que incidía perpendicularmente sobre el templo de Isis, de modo que el vial de acceso tenía que dar un rodeo hasta bordear la ribera opuesta. Allí, al pie del airoso pabellón de Trajano, había otro embarcadero destinado al servicio del templo. Pasado el pabellón, la calzada seguía bordeando el muro, y pasando a tocar de los templos de Imotep, de Mandulis y de Aresnufis, alcanzaba la entrada principal.

Los visitantes, siempre acompañados por el sacerdote, entraron en el recinto, que no tenía ni puerta ni puesto de vigilancia. Grupos de peregrinos entraban y salían silenciosamente. Frente a ellos, por el lado de poniente, arrancaba un larguísimo pórtico de treinta y dos columnas de gres, decoradas y pintadas; los capiteles, todos distintos, presentaban figuraciones vegetales también variadamente pintadas de azul, de verde y de amarillo. Al otro lado se levantaba el templo de Aresnufis, de una sola nave rectangular; del muro de este templo arrancaba otro pórtico del mismo estilo que el de poniente. El pequeño templo de Mandulis, el dios de los blemios, se adhería al muro de este pórtico, pero tenía entrada sólo desde el exterior. Entre el templo de Mandulis y el de Imotep, una hilera de edificaciones bajas acogían las instalaciones de la Casa de Vida. El sacerdote invitó a sus acompañantes a pasar por una de las numerosas puertas que se abrían al pórtico y entró en un largo corredor iluminado por tragaluces altos por el lado de poniente. A ambos lados del corredor se abrían dos series de celdas aisladas del corredor por una simple cortina de estameña.
- Ésta es la hospedería de la Casa de Vida- explicó-. Tomad una celda cada uno. Al fondo está el refectorio. Se sirve una comida al día, a la puesta del sol. A la derecha está la residencia de los estudiantes. Tocando al templo de Mandulis hay un patio con fuentes y piscina. Podéis circular libremente por este sector y por el primer patio del templo, pero sólo los sacerdotes pueden entrar en el santuario.
- ¿Podremos disponer de un guía? – preguntó Hermodoro.
- Los sacerdotes del quinto orden y los estudiantes se ofrecen muy a gusto para guiar a los visitantes. Los encontraréis a la hora de la cena.
- ¿A qué hora comienza la procesión?
- Una hora después de la puesta del sol. Os proporcionarán una estola negra para que podáis participar con los servidores del templo.
Y tras una leve inclinación, el sacerdote siguió pasillo adelante en dirección a la Casa de Vida.
- Una comida al día!- exclamó Orsíesi-. Ya os predije que la cosa sería magra.
- No refunfuñes, Orsíesi- le amonestó Turi-, a fin de cuentas no tendrás que cocinar. Además, nadie nos impedirá ir a comer al arrabal. Creo que ya cuentan con ello.
- Venga, basta de quejas y aposentémonos- cortó Hermodoro-. Antes de la cena quiero ir a visitar el templo. Turi, ojo avizor, y cuando llegue la impedimenta prepara la ofrenda que traemos para la Gran Madre. Quiero entregarla antes de la procesión; me gustaría que la luciera ya esta misma noche.
Al cabo de media hora se reunieron bajo los porches, todos excepto el tripulante que había quedado a la guarda del equiupaje. Turi había cerrado tratos con un estudiante de Licópolis, perspicaz y socarrón, para que les sirviera de guía.
De entrada fueron a inspeccionar el nilómetro, que se abría en el pavimento por la parte interna del pórtico. Hermodoro y el guía bajaron los escalones y comprobaron que el nivel del río era ya el propio de la estación de la siembra.
La via sacra enmarcada por los dos pórticos se iba ensanchando a medida que se aproximaba a la entrada del templo. Esta disposición venía exigida por la configuración de la isla, pero, en todo caso, producía un gran efecto. Al final de la avenida se levantaba un corpulento pilón de dos cuerpos, ligeramente ataludado, repleto de bajorrelieves de Ptolomeo XII en todas las posiciones imaginables. Una breve escalinata flanqueada por dos leones de granito conducía a la entrada del templo.
El patio interior estaba también en escorzo, plegándose a la curva de la ribera. A levante tenía un pórtico con diez columnas espléndidamente pintadas. Desde el pórtico se accedía a cinco capillas o gabinetes que eran los laboratorios para la liturgia del templo. Al otro lado se levantaba el mammisi, la capìlla del nacimiento, precedida por un pórtico de siete columnas. Otro pilón de doble cuerpo daba paso al santuario. Los visitantes pudieron dar solamente una ojeada a la sala hipóstila desde la puerta, pues la entrada estaba estrictamente reservada a los sacerdotes.
- Ya os lo describiré- adujo el guía-, en la residencia tenemos unos dibujos muy bien hechos que reproducen todo el santuario. Ahora podríamos salir y dar la vuelta al recinto por el exterior.
Así lo hicieron, visitando de paso los pabellones de Adriano, de Psamético I y otras edificaciones que se habían ido añadiendo a la primitiva mole del templo.
Anochecía. Los visitantes regresaron a la Casa de Vida para cenar y prepararse para la vela nocturna. La calzada estaba ya llena de peregrinos, en su mayoría nubios, abigarradamente vestidos, que tomaban posiciones para participar en la procesión.
La impedimenta había llegado. Cada cual se hizo con su hatillo y se aisló en su celda para ataviarse con las ropas festivas que habían ntraído.
- ¿Me pongo el vestido de lucimiento con la capa?- preguntó Razés a Turi.
- Claro que si, mozo. Tienes que hacer quedar bien a los de tu pueblo.
Ataviados como príncipes se reunieron todos en el refectorio, donde hallaron sobre una larga mesa una discreta variedad de víveres, con predominio de las legumbres. No faltaba la cerveza. Turi recomendó moderación, no fuera que en plena procesión alguien tuviera que hacer mutis por motivos inconfesables.
Aquella noche, los visitantes tendrían el privilegio de presenciar no ya una simple procesión de la luna menguante, sino la ceremonia anual del linatep, palabra nubia con la que se designaba la entrega de la imagen de Isis de Filas a los nubios para ser adorada en sus ciudades y en el territorio de los blemios. El acto tenía lugar en el primer día del menguante del mes de Paope.
El sol acababa de hundirse tras las lejanas montañas líbicas, dejando un cielo de azul oscuro y cristalino. Los miembros de las confraternidades isíacas invadieron los viales exteriores del templo, llenándolos de un discreto alborozo. Todos mostraban a todos su disfraz nuevo o renovado, en todo caso resplandeciente y pulido. Un grupo de muchachos ataviados con túnicas verdes enarbolaban antorchas todavía apagadas. Poco a poco, sin que nadie tuviera que gritar instrucciones, la polícroma turba se fue distribuyendo por cofradías y estamentos entre el templo de Aresnufis y el pabellón de Trajano.
Unos iban disfrazados de soldados faraónicos, imitando la indumentaria militar de los antiguos bajorrelieves. Otros, con una clámide ajustada, sandalias y un haz de venablos, evocaban una partida de cazadores. Había hombres disfrazados de mujer, con zapatos dorados, vestidos de seda, cargados de bisutería y con pelucas espolovoreadas. Aquel otro, ataviado de púrpura de pies a cabeza, adoptaba aires de magistrado. Un grupo de jóvenes armaban gresca vestidos de filósofos, con capa, báculo y borceguíes, y con barbas de macho cabrío postizas. La mayoría de los concurrentes iban simplemente bien trajeados y con profusión de adornos: collares, brazaletes, diademas, cinturones recamados de oro y de piedras preciosas.
Súbitamente resonó por toda la isla un toque de trompeta agudo y prolongado. En el exterior del templo se hizo el silencio, y los tederos alumbraron sus antorchas; cada uno de ellos iba acompañado por un zagal que llevaba teas de repuesto.
En la amplia portalada del templo apareció la cabeza de la procesión: cuatro gonfaloneros que llevaban los estandartes de Filas, de Meroé, de Talmis y de Roma. Los seguían un coro de mujeres envueltas en mantos de deslumbrante blancura que llevaban cestos llenos de pétalos de muchas clases de flores, a las que esparcían por el suelo con gestos rítmicos y majestuosos.
Venía luego otra formación de mujeres vestidas con túnicas azules llevando en sus manos peines de marfil; con los gestos de sus brazos y con el movimiento de los dedos daban a entender que peinaban la cabellera de la Reina del Cielo Estrellado.
Un tercer coro de mujeres vestidas con túnicas negras llevaban ampollas de alabastro de las que extraían perfumes que esparcían con ramitas de olivo.
Cuando se encendieron las antorchas, las comitivas que aguardaban en el área exterior del templo se pusieron en movimiento hacia el embarcadero. A lo largo del vial no había espectadores, pues todo el mundo participaba en la procesión.
Después de las tres comitivas de mujeres hizo su aparición la orquesta, con caramillos, flautines, flautas, sistros y timbales. Los cuatro trompeteros no desfilaban, pues permanecían encaramados en lo alto de los primeros pilones del santuario para señalar la salida y la llegada de la procesión. Junto a la orquesta desfilaba la capilla de música, compuesta de muchachos y muchachas vestidos con túnicas cortas blancas, coronados de laurel y descalzos. Razés, ataviado con su suntuosa capa, caminaba en medio del grupo. La orquesta y la capilla se alternaban. El coro cantaba himnos isíacos en egipcio y en nubio. Razés hizo un solo en lengua blemia.
Unos cuantos pasos detrás de los músicos comenzaba la comitiva de los iniciados o, simplemente, de los devotos, vestidos todos con blanquísimas túnicas de lino y con una estola negra atravesada sobre el pecho. Algunos de ellos llevaban sistros de plata que hacían tintinear de vez en cuando. Hermodoro, Turi y Orsíesi lucían sus propios vestidos. Los hombres de la tripulación del Rois vestían las túnicas que les habían proporcionado en la Casa de Vida. Todos llevaban cruzada la estola negra.
Cuando la comitiva de los iniciados hubo traspasado las puertas del templo resonaron las trompetas, indicando el momento en que la procesión sacerdotal salía del templo hacia el patio porticado portando la capilla con la estatua de Isis. Abría el paso el estamento de los estolistas, vestidos con túnicas blancas y llevando en sus brazos las insignias del culto de la Gran Madre. Seguía el orden de los sacerdotes y de las sacerdotisas uab o pastóforos, con túnicas y mantos de purísimo lino blanco. Los precedía una sacerdotisa con una lámpara de oro alumbrada con una luz vivísima. Entre el grupo sacerdotal los había que mostraban en sus manos los símbolos de la providencia socorredora de la diosa, que recibían el nombre griego de alkteria. Otros llevaban palmas de ojas de oro. En medio de todos caminaba una sacerdotisa que llevaba abrazada la estatuilla de la diosa Maat, la dispensadora de justicia. Cerraban el grupo cuatro sacerdotes que llevaban vasijas de oro en forma de mama henchida de leche.
El grupo siguiente era el de los sacerdotes lectores o escribas, vestidos de blanco con una estola azul. Venían después cuatro sacerdotes profetas, que sostenían en sus brazos las efigies de las cuatro otras divinidades veneradas en la isla: Hator, Aresnufis, Mandulis e Imotep. Cuatro sacerdotes profetas portaban la parihuela de madera de cedro sobre la que se levantaba la capilla de la diosa, cubierta con un fínisimo cendal de seda que permitía columbrar la imagen de la Madre de los Dioses, negra y con su hijo en brazos, iluminada por cuatro cirios.
La procesión avanzaba con lentitud y solemnidad a través de la isla, tenuemente iluminada por la luna menguante y por las antorchas que enarbolaban los tederos distribuidos a todo lo largo del recorrido.
En el puerto aguardaba la barca isíaca, carenada con maderas preciosas claveteadas de oro, sembrada de candiles de aceite que dibujaban el contorno del casco, con una sola vela de lino azul izada. En la cubierta, cuatro sacerdotes nubios y cuatro del pueblo blemio, con espadas al cinto, estaba a punto de recibir la estatua de la Madre de los Dioses.
Cuando la capilla de Isis llegó al muelle resonaron las trompetas del templo y seguidamente se produjo un largo silencio. Los sacerdotes de Filas y los de la barca se observaban inmóviles. Al cabo, el jefe de los profetas avanzó hasta el primer grado de la escalinata y recitó en la antigua lengua sagrada la Aretalogía Breve de Isis de Filas. Después exclamó en lengua egipcia:
- ¿Qué queréis, hombres del desierto?
El primero de los sacerdotes nubios, designado arbaténkeri avanzó hacia la pasarela y respondió ritualmente:
- Queremos la imagen viva de la Gran Madre.
- ¿Para qué la queréis?
- Para adorarla como la adoraron nuestros padres desde el principio de los tiempos.
- ¿Prometéis devolverla en la proxima luna menguante?
- Lo prometemos, y que Tot nos sea testigo.
Entonces los cuatro sacerdotes nubios bajaron al muelle, reemplazaron a los cuatro sacerdotes profetas en las varas de la parihuela y llevaron la capilla a bordo, instalándola en un altar bajo el castillo de popa.
Las trompetas del templo volvieron a resonar, y la procesión emprendió el camino de retorno, excepto los grupos de fieles y los músicos, que permanecieron en la explanada del muelle para una velada nocturna que duraría hasta la salida del sol, cuando la barca isíaca emprendería el viaje río arriba hasta Talmis.

Al día siguiente, Hermodoro solicitó visitar al escriba Inební, el único en todo Egipto que conocía todavía la escritura demótica. Fue conducido sin dilación al scriptorium de la isla. Era una sala amplísima que ocupaba la segunda planta de una de las residencias sacerdotales. Grandes ventanales orientados al norte le otorgaban una luminosidad límpida y tamizada, sin el deslumbramiento de los fulgores meridianos. A todo lo largo del muro, bajo los ventanales, había estanterías rebosantes de rollos de papiro y de códices. En el centro, en dos largas mesas paralelas, trabajaban una docena de escribas, “en griego y en egipcio”, precisó Inební cuando, sentado ante una mesa llena de papiros antiguos, acogió a Hermodoro.
- Así, ¿es cierto que ya nadie más conoce las lenguas sagradas en Filas?- preguntó Hermodoro tras los cumplidos de la presentación.
- Es tristemente cierto- respondió el viejo sacerdote-, Pinedjem en Tkou y yo en Filas somos los últimos poseedores de la sabiduría del antiguo Egipto. Y ambos somos muy viejos… Con nuestra muerte se extinguirá una de las culturas más antiguas y más ricas del mundo.
- ¿Y no puede hacerse nada? Pinedjem ha enseñado la lengua jeroglífica a los hijos de Nimlot. ¿No podriais enseñar el demótico a alguno de los estudiantes aquí en Filas?
-Ya lo he intentado, pero sin resultado alguno. De entrada, tengo que reconocer que no soy un buen maestro. Leo el demótico, pero lo escribo con dificultad, y no domino la gramática. Pinedjem es un filólogo, yo soy un simple sacerdote lector. Por otra parte, aquí, en Filas, nadie se interesa por el demótico. De hecho, quedan aquí muy pocos egipcios. En la isla hay ya un buen lío de lenguas: egipcio, griego, nubio y blemio.
- Vos sois egipcio, a lo que parece…
- Efectivamente, provengo de una familia sacerdotal de Síene. Mi padre sí era un excelente demotista; él me inició en las lenguas sagradas, pero he conservado solamente el demótico, en parte por encargo oficial.
- ¿Qué significa esto de encargo oficial?
- En los archivos de las provincias y en las prefecturas se conservan muchos documentos demóticos del tiempo de los Ptolomeos. En ocasiones conviene interpretarlos para resolver ciertos litigios, en particular referentes a las propiedades. Ahora esto sucede raramente, pero hace cincuenta años aun se daban bastantes casos.
- ¿Trabajáis ahora en algún texto demótico?
- Estoy preparando una inscripción para conmemorar el tercer aniversario del advenimiento del emperador Marciano. Mirad, aquí tengo el borrador.- E Inební mostró a Hermodoro una hoja de papiro con tres líneas de caracteres demóticos gruesos y bellamente afiligranados.
Hermodoro tomó la hoja y la observó con atención.
- ¿Decís que es sólo un borrador?
- Si.
- Os lo compro por un solidus.
Inební sonrió.
- Tomadlo. Nuestra religión os debe mucho, Hermodoro. Llevaos este pequeño recuerdo del viejo escriba de Filas, que ya se prepara para subir al carro de Osiris.
Hermodoro no perdía el tiempo. En la tarde del mismo día solicitó una entrevista con el príncipe de los sacerdotes profetas de Filas. Éste lo recibió en su residencia en el interior del templo.
Conversaron largamente sobre la situación religiosa, política y militar de Egipto, y en particular acerca de los últimos acontecimientos con los blemios.
- ¿Hay muchos sacerdotes blemios en Filas?
- La especial situación de Filas, con un pie en el Imperio Romano y un pie fuera de él, aconseja mantener un cierto equilibrio entre blemios, egipcios y nubios. Los principales cargos, sin embargo, los ejercemos los egipcios, por tradición.
- ¿Se entienden bien nubios y blemios?
- En estas riberas del Nilo no les ha tocado otro remedio que entenderse bien. No les salía a cuenta guerrear entre ellos cuando tenían enfrente el enemigo común, el Imperio Romano. Ahora conviven en todas las ciudades del Dodedasqueno, es decir, más arriba de la primera catarata.
- ¿Tienen conflictos religiosos?
- Nunca los han tenido.
- Pero la estatua de Isis, una vez al año, vienen a buscarla los nubios…
-Cierto, el linatep lo ejecutan por tradición los nubios, peró luego entregan la estatua a las tribus blemias del desierto, que se la van pasando de una a otra hasta el momento de devolverla a Filas, al final del mes. Siempre lo han hecho así.
- He oído decir que el cristianismo se está abriendo paso entre los nubios.
- Efectivamente, los cristianos han hecho muchos esfuerzos en este sentido, ayudados por los oficiales del Imperio, y en la actualidad hay iglesias cristianas en todas las ciudades del Dodecasqueno. Se ha fundado incluso algún monasterio.
- ¿Cómo veis la situación política con los blemios?
El sacerdote cruzó los dedos y meditó un rato. Al cabo dijo:
- Los estrategas del imperio yerran cuando piensan que los problemas de los blemios en este momento son territoriales y políticos. El problema de los blemios es, actualmente, religioso. Desde que los romanos han desistido de dominar militarmente el Valle del Nilo más arriba de la primera catarata, los problemas territoriales con los blemios han terminado. Pero los blemios son, como sabéis perfectamente, adeptos de la antigua religión egipcia y no toleran la represión contra sus correligionarios del país de Egipto. Cada vez que los monjes derriban un templo, los blemios atacan un monasterio, y hay que reconocer que lo hacen a su manera, con una brutalidad que puede llegar al homicidio. Lo repito: se trata de un problema religioso, y en estos momentos se centra aquí, en Filas. Si el Imperio se aviene a garantizar la integridad de la religión egipcia en el templo de Isis de Filas, los blemios aceptarán un tratado de paz.
- Maximino lo ve también así.
- Maximino simpatiza con nosotros, y por esto comprende la situación. Pero el resto de los representantes imperiales, comenzando con el prefecto Probo, pretenden el exterminio de la antigua religión y sabemos que maquinan cerrar el templo de Filas y construir aquí una iglesia cristiana. Por esta razón los blemios desconfían de las propuestas de tratado de paz. Dicen que con Maximino podrían entenderse, pero no con los demás.
- ¿De verdad teméis por Filas?
- Por ahora no. En la actualidad, la soberanía del Imperio en Filas es puramente simbólica. Ya habréis visto que exhibimos las insignias del Senatus populusque Romanus junto a las blemias y a las nubias. Por ahora no hay guarnición romana. Más adelante ya se verá. Siempre será posible un golpe de mano de algún gobernador insensato, y esto es lo que temen los blemios.
- Profeta de Isis, ¿cómo veis la situación de la antigua religión en Egipto?
- En dos generaciones habrá desaparecido. Sólo quedará Filas, si los dioses la protegen.
Hermodoro y el profeta hablaron después de la estancia de Razés en el templo. Quedó convenido que residiría con celda propia en la Casa de Vida y que cursaría el currículo de la paideia griega y egipcia durante tres años. Al mismo tiempo perfeccionaría sus aptitudes musicales, con el aprendizaje de la cítara y de la flauta. Transcurridos tres años, regresaría cabe los suyos. El sacerdote profeta sería el administrador del capital que Hermodoro depositaba en el templo bajo la forma de letras contra un financiero de Alejandría. Pasados los tres años, el remanente del capital tenía que ser entregado al propio beneficiario en forma de monedas de oro. Turi sería el encargado de trasladar al muchacho a Coptos y confiarlo a una caravana que viajase por la Vía de Ptolomeo Filadelfo hacia las Montañas Esmeraldinas.
Los viajeros permanecieron en Filas todavía tres días, disfrutando de la cordial hospitalidad de la comunidad sacerdotal del templo de Isis. Razés se instaló en su celda del edificio de estudiantes y comenzó inmediatamente a frecuentar las leciones de griego y de egipcio. Pasados los tres días, el grupo de egipcios emprendió el viaje de regreso aprovechando uno de los raros barcos que se atrevían a descender por los rápidos de la Primera Catarata.
- Será emocionante- auguró Turi.
- Eso si no tenemos que llegar a Síene a nado- adujo Orsíesi, siempre tan cáustico.
Cuando, al amanecer, navegaban a velas desplegadas orillando el pabellón de Trajano, divisaron entre dos columnas la frágil figura del niño blemio que les despedía con los brazos alzados. Por toda la isla resonaban las trompetas que anunciaban el comienzo del festival de Mandulis-Ra. Filas vivía, pletórica, todavía.

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