miércoles, 20 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 9

Capítulo 9

UN VIAJE POR EL NILO

Miércoles 3 de Paope, el octubre de los romanos, del año 452 de la era cristiana

- ¿Un oficial del Imperio? ¿Y dices que adora a nuestros dioses?- dijo el estibador, mientras desgranaba golosamente el racimo de uva que Turi le había regalado.
- No lo oculta. Pregúntaselo a Pinedjem: es gracias a él que la princesa Pulqueria le concedió el privilegio de conservar el templo de Isis de Tkou. Hermodoro es un embajador volante del emperador, una especie de apagafuegos. ¿Hay un conflicto? Allá corre Hermodoro.
- ¿Y como se las arregla?
- De entrada intenta arreglarlo con dinero, incluso suyo. Pero si no se aclara, larga un par de coces, caiga quien caiga, sólo para que vean por donde pueden ir las cosas. En su última embajada dejó tumbados a cuatro, y eran peces gordos.
- ¿Y que diablos se le ha perdido en Antinópolis?
- No viene en viaje oficial. Quiere visitar el país, río arriba, hasta Filas.
- Carajo, esto lleva mucho tiempo!
- Le sobra. Me ha contratado por un mes para llevarlo hasta la primera catarata, visitándolo todo río arriba.
- ¿Qué quiere decir “todo”?
- Ya te lo imaginas, no te hagas el longui: los templos de nuestra religión y las tumbas de los faraones.
- Qué suerte tienes, Turi. Te pasearás y encima ganarás unos cuartos. Mira, ya llegan!
Efectivamente, por el centro de la corriente avanzaba a favor del viento de Libia una magnífica galera romana con todas las velas desplegadas, azules, rojas y negras. En la cima del palo mayor ondeaban las tres banderas imperiales. A ambos lados de la proa resplandecían seis escudos de bronce. El mascarón de proa, una sirena de pechos puntiagudos, cortaba la bruma vespertina con toda la potencia del bastimento militar. Los remos permanecían inmóviles y pegados a la amura.
Con deslizamiento majestuoso, la nave se acostó a la rada del puerto y maniobró hábilmente para atracar en el fondeador central, que había sido completamente desembarazado. Cuando el casco tocó el muelle, las velas fueron arriadas en un santiamén y el ancla bajó a fondo. Dos marineros saltaron a tierra y amarraron dos calabrotes a los norays. Luego regresaron a bordo y desaparecieron por una escotilla. La cubierta quedó vacía y silenciosa.
El muelle rebosaba de curiosos que murmuraban expectantes. Una larga alfombra se extendía desde el centro del fondeadero hasta las primeras gradas del arco de triunfo. Allí, bajo la arcada principal, aguardaban el gobernador, el jefe del destacamento militar y el presidente de la asamblea de la ciudad, rodeados de otros curiales.
El sol, en su curso hacia el desierto líbico, proyectaba sobre las losas de la explanada del puerto las siluetas dilatadas de los tres palos de la galera. La cubierta del navío seguía solitaria. La gente, bajo los pórticos, callaba y aguardaba.
Pasados unos minutos, y después de nerviosos susurros, los dignatarios de tierra avanzaron con toda la majestad posible hacia el barco, procurando no pisar fuera de la alfombra. Cuando llegarón frente al portalón, cuatro marineros salieron de una escotilla como impulsados por un resorte, colocaron una pasarela y desaparecieron por donde habían venido. Todo volvió a quedar desierto y silencioso.
Pasados varios minutos que a los de tierra les parecieron siglos, un militar con las insignias de comandante, con clámide y casco empenachado, salió por la puerta del castillo de popa y avanzó hasta la pasarela. Desde allí hizo un signo al comandante de la plaza y, sin esperar respuesta, se dio la vuelta y regresó por donde había venido. El comandante subió a cubierta y los siguió, entrando en el castillo de popa.
Al cabo de un rato salió del castillo de popa un hombre corpulento, de cabellos abundantes y grises, vestido con túnica y manto de senador. Con paso decidido se encaminó a la pasarela, seguido por el comandante, desembarcó y, con toda sencillez, abrazó y besó a todos los que habían acudido a recibirle. Después se dirigieron despaciosamente a la ciudad, procurando no pisar fuera de la alfombra, y pasaron bajo el arco triunfal. El gentío aguardó para ver si descargaban equipaje, y cuando hubieron comprobado que no desembarcaban nada se fueron disgregando más bien decepcionados por la falta de empaque de aquel oficial del Imperio.
Turi y su compañero se habían tronchado de risa al presenciar el sutil juego de mases y menos protocolarios de los curiales. Estaban muy satisfechos de la actitud de su correligionario, que no se había mostrado a los magistrados hasta que éstos avanzaron hasta el barco. Seguidamente se encaminaron a la taberna del muelle de los tejedores, donde solían encontrarse con sus compañeros, y pasaron la tarde comentando los acontecimientos y bebiendo vino dulce de Chipre.


Jueves 4 de PAOPE
Al día siguiente al romper el alba, Turi y uno de sus estibadores se presentaron ante el portalón de la galera.
- ¿Qué queréis?- escupió más que dijo el centinela, con cara de pocos amigos.
- Avisad a Hermodoro de que estamos a punto de zarpar- dijo Turi sin siquiera mirarlo.
- Su Dignidad el Embajador se levantará cuando le dé la gana, y vosotros, muertos de hambre, a ver si lo tratáis con más respeto.
- Pues ya le puedes decir con todo el respeto que si no viene enseguida nos tendrá que perseguir por el camino de sirga. Nosotros no podemos esperar más.
- - Egipcios desvergonzados! ¿Así es como tratáis a un oficial del Imperio? Ya estáis ahuecando el ala, o llamaré al retén de guardia para que bajen a daros una buena tunda.
- Baja tú, chanfla, y verás como las gastan en los muelles del Nilo.
El centinela amagó el gesto de ir hacia la escotilla de popa, pero inmediatamente salió el capitán de la galera con la cabeza descubierta y con la clámide a medio ajustar.
- ¿Qué pasa, centinela? ¿Qué es este alboroto?
- Estos egipcios, que dicen que vienen a buscar al señor embajador.
El oficial se acercó al portalón y preguntó afablemente:
- ¿Sois los barqueros que tenéis que acompañar al embajador?
- Si, señor- respondió Turi.- Habíamos quedado con Hermodoro que zarparíamos a punta de día, y ved ya como el sol hace guiños por encima del arco de triunfo.
- Hermodoro se acostó muy tarde ayer y debe de estar muy fatigado. Volved dentro de un par de horas.
- No podemos aguardar. Llevamos fruta para la otra ribera del Nilo, y si aguardamos mucho se nos echará a perder en la cubierta. El sol pica más aquí que en el Pontus Euxinus, oficial. Además, Hermodoró aseguró que nos ayudaría a cargar los cestos, y ya veis, ni se le ve el pelo.
- Agrestis et dyscolus- observó sonriendo el capitán, que era de Tortosa, en la Tarraconensis.
- Sé un poco de latín, señor- respondió Turi con calma,- y además, esto de dyscolus lo entiendo muy bien, que es griego. No, no soy díscolo; soy un egipcio libre y tengo mi barco, con el que trajino arriba y abajo del Nilo.
- ¿Qué transportas?
- De todo, pero sobre todo tejidos. Por cierto ¿no me compraríais un par de piezas? Lleváis las enseñas imperiales muy deshilachadas.
El oficial rompió a reir, y dirigiéndose al centinela, ordenó:
- Poned la pasarela. Tú, barquero, sube y ve tú mismo a despertar a tu señor estibador; ya veremos como se lo toma.
Turi saltó a la cubierta del barco y se dirigió sin vacilar hacia el castillo de popa, pero antes de que llegara la puerta se abrió y Hermodoro salió precipitadamente. Iba vestido con blusa negra de estibador y con calzones ajustados a la pierna y atados al tobillo. Calzaba medias botas de piel de cabra y llevaba en bandolera un gran zurrón de lana.
El capitán clavó los ojos en él y exclamó estupefacto:
- Por Pólux! Pues si que parecéis un descargador de muelle!
- No lo parezco, que lo soy, carísimo Paulino- respondió Hermodoro de buen talante- Hala, adiós, os deseo un buen retorno a mar abierto. Yo me voy con mi gente.
- Espero que os vaya todo bien, Hermodoro. Vais a un país peligroso. Las tribus blemias están todavía medio revueltas.
- Vosotros tenéis hartos motivos para desconfiar de los blemios, nosotros no: veneramos a los mismos dioses.
- Con la más delicada piedad os pueden aplastar la cabeza para robaros. No confiéis demasiado. Advertid a los destacamentos imperiales acerca de vuestros planes de viaje.
- De ninguna manera, Paulino, Es una expedición privada, como otras he emprendido. Además, no me embarco con un barquero cualquiera, sino con el barquero de los dioses. ¿Qué protección más alta querría?
- Por si acaso, Hermodoro, os encomendaré a mi Dios, que en los últimos tiempos se ha mostrado más eficaz que los vuestros…
- Gracias, Paulino, y ahora, adiós, que se hace tarde. Salve, capitán! Salud, soldados!
Hermodoro y Turi saltaron a tierra y, seguidos por el estibador, se encaminaron al muelle de las mercancías, donde les esperaba el barco aparejado para zarpar.
El barco de Turi era un sólido bastimento del tipo denominado en griego polycopon, con tres remos por banda. Había sido construido en los astilleros de Coptos bajo la dirección del mismo Turi. Las cuadernas eran de madera de roble importada expresamente de Chipe. La quilla era de un solo bloque, afilada como un cuchillo. Los forros eran de madera de pino del Fayum. Pero donde Turi había tirado la casa por la ventana era en la orla y la cubierta, todas ellas de cedro de Fenicia, como si en lugar de transportar trigos y lanas tuviera que transportar princesas sirias. Lo cierto era que el maderamen de la cubierta del barco de Turi no se rayaba aunque le arrastrasen un arado. No faltó quien a fuer de bien calzado estuvo a punto de romperse la crisma. El navío enarbolaba un aparejo de dos mastiles con guairas y alas para aprovechar las brisas del Nilo. El espolón represesentaba una cabeza de toro. El castillo de popa era muy recargado, con columnitas papiriformes. Entre la sentina y la cubierta podía transportar unas setecientas artabas (unos cuatrocientos sacos) de grano. El barco acababa de ser repintado con coloraturas rojas, azules y moradas. A ambos lados de la proa lucía su nombre: Rois, “El alerta”.
Corría el rumor de que aquella joya marinera había sido financiada con dinero de los tesoros ocultos de los templos. Los que se creían mejor informados sostenían que la factura la habían pagado los sacerdotes de Filas. A vueltas con los dineros, Turi tenía un barco magnífico y velero como ninguno.
La tripulación consistía en ocho estibadores remeros , dos grumetes y un cocinero que era al mismo tiempo pesador, curandero y músico. En aquel periplo el barco trajinaba centeno y fruta fresca con destino Hermópolis, al otro lado del río. En el templo de Tot, más allá de Hermópolis canales arriba , tenía que cargar tejidos confeccionados y lana en rama con destino a los nubios del Dodedasqueno, más arriba de la primera catarata.
Hermodoro fue presentado a la tripulación, que lo acogió con simplicidad. Eran todos devotos de la antigua religión y no ignoraban que aquel viajero vestido con la áspera estameña de los estibadores había sido un gran valedor de la religión ancestral de Egipto. Hermodoro ayudó a cargar los últimos sacos de grano, y una vez terminada la tarea todo el mundo embarcó y el Rois zarpó, poniendo proa a la entrada del canal de Hermópolis, al otro lado del río, con todo el trapo izado para aprovechar un soplo de viento de Siria que a duras penas rizaba las aguas encalmadas del gran río. Cuando estuvieron en mitad de la corriente, el cocinero músico, que también se las daba de sacerdote, entonó una plegaria a Isis, que fue respetuosamente seguida por todos los navegantes con los brazos alzados y las palmas de las manos vueltas hacia arriba.
Al cabo de media hora , cuando habían alcanzado la ribera de poniente, se adentraron por el canal de Schmun, que era todavía navegable a primeros de octubre. El viento del nordeste había amainado, de modo que el patrón ordenó bajar el velamen y armar los remos. Cuando los tripulantes se sentaron en los bancos, Hermodoro insistió en coger un remo y tuvieron que dejarle.
El Rois atracó en el puerto de Hermópolis, desierto en aquella hora, fuera de dos chalanas de pesca. El puerto era una instalación arcaica y descalabrada, con evidentes signos de dejadez. La ciudad de Hermópolis había sido una de las más importantes del Egipto faraónico, pero fue decayendo con el paso del tiempo , debido en primer lugar al desplazamiento del lecho del río, que había dejado su canal intransitable durante la mayor parte del año, pero sobre todo por la competencia de Antinópolis, en la ribera arábiga, que había pasado a ser la capital administrativa de las Dos Tebaidas.
Turi desembarcó enseguida, acompañado por un estibador, para ir al encuentro del asentador de fruta y cereales para el cual llevaba el cargamento. Hermodoro se dispuso a visitar la ciudad bajo la guía de Orsíesi, el cocinero-músico, que se ufanaba de conocer el país palmo a palmo.
Mientras subían a la villa por la antigua vía de Serapis, pisada de gres a trozos, Orsíesi fue explicando el origen del lugar. El nombre egipcio actual de la ciudad era Schmun, derivado del antiguo egipcio Hemenú, palabra que significaba La Octava, con referencia a los cuatro pares de divinidades primordiales que flanqueaban al dios Tot, el Hermes de los griegos. El panteón de Hemenú hacía la competencia al de Heliópolis, pero al cabo los dioses se entendieron y cada región siguió su ley.
La población se desparramaba en torno a las ruinas de los templos antiguos. Los muros del recinto sagrado estaban medio derruidos y las casas de los vecinos habían invadido el cercado. En medio se levantaban todavía intactas las monumentales columnas del pórtico del templo de Tot, de la época de Ramsés II. Eran tan gruesas, explicó Orsíesi, que los cristianos no las habían podido derrocar como el resto del edificio. Lo que había sido la sala hipóstila era ahora una cantera donde se trituraban los sillares del templo para hacer mortero.
Junto a la muralla se divisaba la fábrica de un templo de Seti II, habitado ahora por algunas familias. En los pilones podían verse todavía unos maravillosos relieves. Al lado, un templo más pequeño servía de pocilga.
Fuera de las murallas se levantaba una imponente iglesia cristiana, que era la sede episcopal. Había sido edificada sobre un templo de la época de los Ptolomeos, aprovechando muchos de sus elementos; manifestaba todavía la grandeza de los antiguos templos egipcios. Tenía un transepto con los brazos terminados en pechina, Estaba rodeada por un pórtico y por dos propileos profusamente decorados. Poco más allá se levantaban una capilla y un baptisterio. El conjunto constituía un espléndido recinto religioso que recordaba los antiguos santuarios faraónicos.
Al noroeste de la ciudad, en dirección al desierto, había dos monasterios, uno de monjes pacomianos y otro de melecianos.
De vuelta al barco, Hermodoro ayudó a descargar los cestos de fruta y los sacos de centeno. Después almorzaron todos a la sombra de un tendal desplegado delante del castillo de popa, sentados sobre gruesas esteras de esparto. Orsíesi quiso lucirse y ofreció un estofado de cordero con cebollas y ciruelas, con pan de trigo horneado en Antinópolis aquella misma madrugada.
Después de un breve descanso, los remeros volvieron a los bancos y el Rois remontó pesadamente el canal de Schmun para ir al encuentro del ramal que conducía a la necrópolis y al templo de Tot de Tierra Adentro.
A media tarde, cuando la brisa del Nilo había comenzado a soplar, el Rois atracó en el embarcadero del templo de Tot de Tierra Adentro. En la gradería del muelle aguardaban impacientes desde hacía horas Tírsit y Totmés, que sostenían un cuenco y un lebrillo de agua perfumada con espliego para las abluciones del ritual de bienvenida.
El primero en saltar a tierra, antes incluso de que pusieran la pasarela, fue Turi, que subió las gradas corriendo como una liebre para ir a abrazar a los dos hermanos, sin preocuparse ni poco ni mucho del agua olorosa que le salpìcaba el vestido.
Hermodoro lo siguió despaciosamente, y al llegar delante de los escribas los saludó con una profunda inclinación, procediendo enseguida a las abluciones rituales. Sabía perfectamente de quienes se trataba, y veneraba en ellos la presencia y la permanencia de la sabiduría del antiguo Egipto que él había intentado salvar de una completa extinción. Después, superada la frialdad del ceremonial, comenzaron a conversar animadamente, y ya no pararon ni un momento. Hermodor quedó hechizado por la pureza de la lengua egipcia que hablaban aquel chico y aquella chica, lejos de las malformaciones dialectales de la gente del común. Parecían, comento más tarde, libros parlantes.
Dejando dos vigilantes en el barco, toda la expedición emprendió el breve trayecto por el desierto hacia la necrópolis y el templo de Tot, que quedaba a medio estadio del desembarcadero por un camino muy bien calzado. Los dos hermanos y los dos grumetes del Rois, que eran amigos desde la infancia, corrieron vaguada arriba para avisar a la gente del templo de la llegada de los visitantes. De este modo, cuando los recién llegados comenzaron a pisar las lajas de la avenida de acceso, Nimlot y Menat-Neter salían ya por la puerta del primer patio para acudir a recibirlos. Hechas las primeras salutaciones, se encaminaron todos a la Casa de Vida, unos para descansar y otros para preparar la velada.
Al atardecer se reunieron en la sala hipóstila, iluminada por candiles en las cuatro esquinas. Iban todos, mayores y pequeños, vestidos con túnicas de lino blanco largas hasta los pies. “Esta noche sois todos sacerdotes”, glosó Nimlot. Entonces se encaminaron procesionalmente hacia el santuario para celebrar el ritual osiriano de la hora vespertina. Nimlot descorrió el cerrojo con una llave de plata y abrió los batientes de par en par. El pebetero colocado delante del altar centelleaba como acabado de encender. Nimlot y Menat-Neter penetraron en el santuario, mientras los demás permanecían en el exterior. Nimlot, murmurando las antigua plegarias rituales, se acercó a la estatua del dios, no más alta que un muñeco, y pasó por sus labios los amuletos. Los asistentes entonaron entonces el Himno Vespertino de Osiris en lengua egipcia antigua. Cuando Nimlot salía de la capilla, Hermodoro le hizo entrega de una cinta de seda con entramados de oro para ligar la llave de plata.

Dos hermopolitanos que venían de poner trampas en el desierto para atrapar serpientes venenosas, oyeron los cánticos al pasar por la trocha que rodeaba el templo.
- Ya empezamos otra vez- dijo uno de ellos.
- Esto acabará mal- corroboró el otro.
Y siguieron adelante por las cómodas lajas del camino de acceso al templo.

Terminada la celebración, recuperaron todos sus vestidos ordinarios y se sentaron o se recostaron en cojines en torno a la mesa baja del comedor de la Casa de Vida. Las sirvientas etíopes habían preparado una abundante selección de carnes de cerdo a la brasa con hierbas del desierto. Bebieron cerveza de los lagares de la casa.
- Hacía años que no bebía este néctar divino- exclamó Hermodoro-. Los imperiales no saben beber nada más que vino.
- La cerveza se bebe ya sólo en los templos- explicó Turi. –La mejor de todas, aparte de esta, naturalmente, es la del templo de Tkou. Ya tendréis ocasión de catarla.
A los postres hubo un misterioso ir y venir de los visitantes, y al cabo pusieron sobre la mesa los presentes que traían para Tírsit y Totmés. Los de la gente del río eran los habituales, pero no por esto menos anhelados por los dos escribas; en esta ocasión los barqueros habían localizado un códice con un tratado hermético en egipcio común, un rollo griego con el texto de Las Bacantes de Eurípides y un fajo de papiros con escritura hierática. Tírsit y Totmés estaban locos de alegría.
Hermodoro desenvolvió una cajita de madera barnizada, la abrió y extrajo dos collares con cuentas de azulejos enhebradas en oro y con medallones que eran grandes esmeraldas de verde intenso y transparente. Tírsit y Totmés miraban las joyas boquiabiertos, y contuvieron la respiración cuando el embajador les puso los collares al cuello. Menat-Neter se vio obligada a murmurar:
- Habéis sido demasiado generoso, Hermodoro. Al fin y al cabo no son más que dos estudiantes que hacen sus deberes.
- Son la esperanza de un Egipto que agoniza, señora- respondió Hermodoro. –Si estuviéramos en los buenos tiempos, no dos collares, sino un templo les dedicaríamos. ¿Acaso son distintos de Tot, el dios escriba?
- No- saltó Turi, - Tot, Tírsit y Totmés son una sola cosa.
- Hala, Turi- exclamó una de las sirvientas etíopes –lo que tu pretendes es que al lado del templo de los Escribas de Schmun, por el mismo precio construyan la capilla del barquero de los dioses.
Todos se echaron a reir, y la velada prosiguió con familiaridad y bonachonería.
Totmés lanzó a su padre una ojeada de complicidad y largó la pregunta que le escocía en la boca desde hacía rato:
- Hermodoro, ¿es cierto que habéis estado en la India?
- Si, es cierto –repuso el interpelado.
- Contadnos algo, por favor.
Menat-Neter intervino solícita:
- Totu, el noble Hermodoro está fatigado de cargar y descargar sacos de grano, no le vengas ahora con tus curiosidades.
- Estaba cansado, señora- dijo Hermodoro con voz risueña – pero vuestra cerveza me ha dejado como nuevo. Vamos a ver, ¿qué quieres saber de la India?
Totmés adoptó una actitud de persona seria y colocó la pregunta que tenía preparada:
- He leído en un libro de Filón de Alejandría…
Hermodoro lo interrumpió con sorpresa:
- ¿Has leído a Filón el judío?
- Veréis, Hermodoro, -intervino Nimlot – aquí leemos lo que podemos, no lo que queremos. El caso es que pasó por el almacén un judío de Siria que, a cambio de tres vestidos de lana, no dio una obra de Filón titulada “Libertad y bondad”. Es muy bella, y la hemos leído varias veces.
Hermodoro asintió, y Totmés prosiguió:
- Filón habla de unos sabios de la India que dedican sus esfuerzos a las ciencias físicas y a la filosofía, y que practican la virtud más exigente.
- Y dice que van completamente desnudos- añadió Tírsit, y se ruborizó como una granada.
- Vamos a ver- prosiguió Hermodoro- os diré lo que he visto, no lo que he leído. Fui a la India con una caravana de mercaderes de Siria que iban a buscar sedas y azafrán. Seguimos la ruta del desierto, atravesando de punta a punta el imperio de los persas. Hay otra ruta más al norte, por las montañas, más larga pero más hacedera. Nuestro viaje fue largo y tranquilo. Los persas tienen soldados y destacamentos de guardia esparcidos por todo el país, de modo que se viaja con toda seguridad.
- ¿Llevábais el loro?- inquirió Turi con fingida inocencia.
- No- respondió Hermodoro sin inmutarse- la pobre bestia no hubiera podido resistir la dureza de una travesía como aquella. Bien, al cabo de un mes de marcha por el desierto llegamos al valle del Sind, al que nosotros llamamos Indus. La caravana se detenía en la ciudad de Geb, que es un puerto del mar de Arabia en la desembocadura del Sind. Yo alquilé guías y caballos, que los hay magníficos, y proseguí río arriba. Llevaba una carta de recomendación para el jefe de la iglesia de los maniqueos arraigada en aquella comarca, un sirio de Edesa. Me acogieron fraternalmente y me introdujeron en las comunidades de sabios y escribas de la religión védica. Ah, la mayoría iban vestidos como toda la gente, aunque me parece recordar que vi a uno en cueros. Gracias a los maniqueos, que me servían de intérpretes, pude informarme de sus costumbres y de sus creencias. En aquel país, una cosa es la religión del pueblo, que practica un politeísmo rico y descosido, y otra cosa las creencias y las ideas de los sabios, que son muy parecidas a las de los filósofos de nuestras escuelas platónicas. Ahora bien, unos y otros conviven en buena armonía. Me leyeron un pasaje de un libro titulado “El libro secreto del gran bosque”, de un pensamiento muy elevado y expresado en un lenguage más filosófico que religioso. Pregunté si podría llevarme una copia, pero se negaron en redondo. De todas maneras, tomé muchas notas, y quizá algún día ponga todo esto por escrito.
- Durante el viaje por el Nilo os sobrará tiempo para escribir- observó Turi.
- Sobre todo si no os empeñáis en coger los remos- añadió uno de los estibadores. Su observación fue acogida con risas, y Nimlot aprovechó la ocasión para despedir la velada.

Viernes 5 de PAOPE

Soplaba un vientecillo de Cirenaica, un oral apenas perceptible. Turi mandó izar todas las velas, pero aun así el Rois avanzaba a paso de hombre.
- Con este calmazo tardaremos tres días en llegar a Siout- sentenció. –Hala, armad los remos.
- De ninguna manera- exclamó Hermodoro autoritariamente.- Sólo vogaremos en caso de necesidad. Yo no tengo prisa alguna, y ha quedado bien claro que todos los gastos, incluido el tiempo perdido, corren de mi cuenta. Tú, Turi, lo que tienes que hacer es procurar que no falte nada, ni buena comida ni buena bebida.
- Por esto no tenéis que preocuparos, Hermodoro- respondió Turi risueño.- Mis hombres son laboriosos, pero a la hora de comer y beber no se hacen de rogar. En este barco la comida y la bebida nunca se han regateado.
- Entendidos. Me lo tomaré muy a pechos. ¿Llegaremos a Akhetatón esta tarde?
- Si el viento no amaina del todo, si. Pero no sé qué queréis ver en Akhetatón. Es un campo de ruinas cubiertas de arena.
- ¿Tan maltrecho está?
- Y más. Es un lugar maldito. La gente lo rehuye. Apenas hallaremos un par de caseríos miserables junto al río, y algunos monjes en las montañas.
- ¿Y las tumbas?
- Todas saqueadas.
- A pesar de todo, me gustaría visitar alguna de ellas.
- Hecho. Mañana por la mañana os acompañaremos a dar una vuelta por Akhetatón.
A media tarde, el viento de Siria comenzó a hinchar las velas, y el Rois avanzó río arriba como a trote de caballo. Al anochecer bajaron el ancla delante de tres chamizos de pescadores agarrados a los sillares del viejo puerto de Akhetatón. Orsiési desembarcó y mercadeó dos docenas de salmonetes de fango, habas secas y ciruelas en arrope. Con estos ingredientes y los ajos y cebollas de su reserva permanente guisó una olla de pescado de gran dignidad. Cenaron todos en cubierta, bajo la luz mortecina de una luna marinera. El vino corrió en abundancia. A los postres –dátiles e higos secos de Chipre- la conversación giró con naturalidad hacia la prodigiosa aventura espiritual de Akhenatón.
- ¿Qué sabéis del tema?- preguntó Hermodoro.
- Lo que los pequeños escribas de Hermópolis nos han contado- respondió uno de los remeros.- Es uno de sus temas preferidos.
- El asunto de Akhenatón no es cosa de pequeños escribas egipcios- prosiguió sonriendo Hermodoro. – Creo que son los historiadores griegos los que han dado la reseña más ajustada.
- Estamos atentos, embajador- dijo Orsíesi. –Pero quizás nosotros, los hijos de la Tierra Negra, sabemos cosas que vosotros, los griegos de Egipto, habéis ignorado porque las habéis querido ignorar. Al final lo veremos.
- He venido a aprender, maestro Orsíesi- respondió Hermodoro afablemente. –Tomadlo, pues, como una conversación a la luz de la luna. Pues bien, mis historiadores filósofos dicen que Amenofis IV no hizo otra cosa que reconocer abiertamente lo que la más pura tradición de los sabios egipcios había profesado ocultamente desde el tiempo de las grandes revelaciones proféticas de Heliópolis y de Hermópolis: que el universo de los dioses es una monarquía en la cual el poder se expande en forma vertical. La divinidad más próxima a nosotros es la potencia creadora, manifestada en Ra, el sol dador de vida. Pero por encima del sol están los principios supremos que sólo los sabios conocen y que no son objeto de veneración religiosa, sino de contemplación intelectual.
- Carajo de griegos!- murmuró el remero mayor –de todo hacéis filosofía.
- Poco a poco, hombre del Nilo- respondió Hermodoro. –Lo que acabo de decir se halla en las inscripciones de las tumbas de los más antiguos faraones. Los pequeños escribas os lo confirmarán.
- Entonces- preguntó Turi –que papel juegan en todo esto nuestros dioses en figura de animales, Horus, Hator, Sobek y todos los demás?
- Eran residuos de tiempos más antiguos, antes de la escritura y de la civilización.
-¿Y cómo se mantuvieron?
- Por razones sobre todo políticas. Los faraones, enfrentados a la ardua tarea de mantener la unidad de un imperio alargado sobre las riberas del Nilo, pensaron que el mantenimiento de las antiguas divinidades locales contribuiría a la concordia y a la fidelidad hacia el poder real. Y no se equivocaron. El panteón egipcio, con su frondosa diversidad, contribuyó decisivamente a la unidad del imperio.
- ¿Y Amenofis cuarto?
- Amenofis cuarto vivió en uno de los raros períodos de paz de la historia de Egipto. Su padre, Amenofis tercero, pensaba que el imperio egipcio era ya cosa definitivamente consolidada, y no emprendió ya guerra alguna contra los enemigos del norte. El joven Amenofis no sabía de ejércitos ni de batallas. Era hombre de estudios, y cuando le tocó reinar, hizo más de sabio que de rey, y pretendió eliminar de golpe las supersticiones de su pueblo, poniendo en lugar de ellas la racionalidad de las antiguas cosmogonías de Heliópolis y de Hermópolis.
- Y fracasó.
- No podía ser de otra manera. El clero de Amón de Tebas, que representaba las creencias populares ancestrales, lo tuvo fácil. Akhenatón fue un fogonazo fuera del tiempo. Y ahora, dos mil años después, una potencia extranjera ha impuesto a Egipto el espíritu de la religión de Akhenatón.
- ¿Qué estáis liando?- exclamó Turi alarmado. -¿Pretendéis que el cristianismo es un retorno a la religión de Akhenatón?
- Calma, amigo. El cristianismo, más alla de sus mitos, tan pintorescos y estrafalarios como los de los egipcios, profesa la creencia en una divinidad única y en un poder cósmico de estructura vertical, tal como creía el faraón reformador.
- De tanto rozaros con los bizantinos os habéis vuelto medio cristiano.
- Y ellos se han vuelto medio paganos. Acordaos de Hipatia: a su escuela acudían lo mismo cristianos que viejos adoradores. Lo cierto es que cuando hablamos de los principios supremos empleamos un lenguaje común.
- ¿Y cómo acabará todo esto?
- Ya lo barruntáis vosotros mismos. Nuestra tradición religiosa desaparecerá en un par de generaciones, absorbida por el cristianismo. Pero habremos depositado en el más íntimo núcleo de sus creencias un vislumbre de nuestras más profundas tradiciones.
Hermodoro callo. Un silencio apesadumbrado acogió sus últimas palabras. La luna creciente bañaba de amarillo aceitoso las riberas del Nilo y la áspera vegetación del campo de ruinas de Akhetatón. Uno tras otro, los hombres de levantaron y, después de beber un sorbo de agua, fueron a acostarse en sus colchones en la sentina de proa. El río se deslizaba hacia el norte, indiferente.

Sábado 6 de PAOPE

Al romper el día, Hermodoro, Turi y Orsíesi, bien pertrechados para la travesía del desierto, tomaron el sendero que desde el embarcadero de los pescadores llevaba a las ermitas de los monjes cristianos desparramadas por las primeras estribaciones de las sierras arábigas. Turi acarreaba un odre con cinco libras de aceite de oliva para obsequiar a los ermitaños que habitaban las tumbas mejor conservadas.
Después de una hora de caminar por la trocha arenosa que atravesaba por medio de las ruinas del palacio de Akhenatón, llegaron a la primera loma, sobre un pliegue de la cual se divisaba la boca de una cueva. Un monje, de pie ante el dintel, los estuvo observando mientras subían por el tortuoso sendero.
- ¿Venís a visitar las tumbas?- inquirió sin manifestar sorpresa alguna cuando los tres hombres hubieron llegado a la pequeña terraza delante del portillo.
- Si, abba- respondió Turi con cortesía, -si no es molestia.
- ¿Qué lleváis en este pellejo?
- Aceite de oliva, abba. Os rogamos que lo aceptéis como contribución al mantenimiento de la comunidad.
- Sed bienvenidos. El aceite de oliva escasea por estos andurriales. El aceite que traen los pescadores es sucio y sabe a arcilla. ¿Qué queréis ver?
- Quisiéramos visitar esta tumba y la de la capilla.
- Os enseñaré esta tumba y os mostraé el camino de la otra. Pero el aceite dejadlo aquí. Si lo ven los de la capilla grande lo acapararán y aquí no veremos ni una gota. Son unos golosos que no piensan más que en comer y beber.
Hermodoro y Orsíesi tuvieron que hacer toda clase de muecas para no estallar de risa. El monje encendió un candil de aceite (“ya sentiréis el hedor”, anunció sarcástico) y los invitó a entrar en la tumba.
Las jambas de la entrada eran una cinta continua de inscripciones jeroglíficas. En la primera cámara, los muros estaban completamente recubiertos por pinturas de colores vivísimos, perfectamente conservadas. El monje, con gesto profesional, señaló las que representaban a Akhenatón.
-¿Cómo sabéis que es Akhenatón?- preguntó Orsíesi.
- El monje que ocupaba esta celda antes de mí me lo explicó. Su padre había sido sacerdote del templo de Hator de Dendera y sabía leer los jeroglíficos.
La segunda cámara no tenía decoración; en medio había un pozo con brocal de granito. En la capilla funeraria, la estatua del difunto había sido repicada. El monje fue hasta el fondo de la caverna e iluminó con el candil una curiosa pintura que representaba toda clase de objetos de un ajuar doméstico.
- ¡A quién pertenecía la tumba?- preguntó Hermodoro.
- A Huia, mayordomo de la reina madre- respondió el monje sin vacilar.-Así lo dicen las inscripciones.
Los visitantes permanecieron largo tiempo en silencio en la cámara sepulcral. El monje los escudriñaba con curiosidad, pero no decía nada, y sostenía el candil en alto para que iluminase los muros delicadamente decorados.
Cuando regresaron a la luz del día, Hermodoro no pudo retener una pregunta:
- En muchos monasterios han destruido las pinturas. ¿Por qué no lo habéis hecho aquí?
El monje se encogió de hombros.
¿Por qué iba a hacerlo? Son obra de nuestros antepasados. A mi no me estorban, hasta las encuentro agradables. Además, vienen visitantes y siempre se saca algo…
Turi palmeó familiarmente la espalda del monje mientras decía:
- Todo menos resignarse al aceite con gusto de arcilla, ¿no es cierto, abba? No os preocupéis, cuando pase por aquí con mi barco os haré llegar una odrina de aceite de oliva del Fayum.
- Gracias, que Dios os lo pague. O Isis…
- ¿Cómo sabéis que no somos cristianos?
- Bien que se ve… Venga, id a la capilla principal; pero preparad una buena limosna.
El monje se dio la vuelta y entró en la celda arrastrando el odre de aceite.
Los expedicionarios prosiguieron cuesta arriba por el camino que se les había indicado y llegaron a la capilla principal, ocupada por una comunidad de monjes pacomianos. Una moneda de oro desembolsada por Hermodoro obró milagros. Dos monjes jóvenes (“postulantes”, precisaron) con velas de cera de abeja los guiaron por el monumento, que había sido adaptado a las necesidades del culto cristiano sin excesiva destrucción de la decoración antigua.
La puerta exterior conservaba la decoración primitiva; el trazo más curioso era el de dos enanas cortesanas en la actitud “duá” de adoración. En el vestíbulo se discernían nítidamente representaciones pictóricas de Akhenatón y Nefertitis en adoración, acompañadas por las dichosas enanas. La primera cámara tenía cuatro magníficas columnas papiriformes. Las pinturas representaban a la pareja real otorgando un collar de oro al titular de la tumba.
- ¿De quién es la tumba?- preguntó Orsíesi.
- De Panehesy, un intendente de la corte- respondió uno de los novicios con arqueológica naturalidad.
¿Y quiénes son las jóvenes pintadas en este ángulo?
- La hijas de Akhenatón. Mirad aquí: el rey y la reina cabalgan en medio del ejército.
Cabe la pared del fondo, los cristianos habían construido un baptisterio, que se comía parte de las decoraciones. Cuando atravesaban la puerta de la segunda cámara, el novicio señaló una pintura que representaba un hombre muy gordo en actitud de adoración.
- Éste es Panehesy. Los pintores lo representaron tal como debía ser, barrigudo y rechoncho.
La segunda cámara estaba mucho menos decorada, como si a los propietarios se les hubiera agotado el presupuesto, cosa que solía suceder. Dentro de su hornacina, la estatua del difunto había sido martilleada.
- Ya lo estaba cuando llegamos nosotros- se apresuró a precisar el novicio, que ya había olfateado que aquellos visitantes no eran correligionarios.
Terminada la visita, les fue ofrecida agua fresca y, a guisa de recuerdo, un medallón de arcilla pintado con una cruz ansada. Luego emprendieron el camino de regreso bajo un sol que los asuraba sin piedad. Cuando llegaron al barco comieron un poco de fruta y, mientras la tripulación se preparaba para zarpar, bajaron a descansar bajo cubierta. El Rois se hizo a la vela y navegó toda la tarde y parte de la noche. Al mediodía siguiente fondeaban ya en los atareados muelles de Siout, la Licópolis de los griegos.


Domingo 7 de PAOPE

Licópolis era la capital del decimotercer nomos o provincia del Alto Egipto. La villa se extendía sobre una gran llanura en la ribera izquierda del Nilo. Un espolón de las montañas líbicas avanzaba sobre la ciudad; en su vertiente oriental se divisaba la necrópolis de los prícipes locales. En algunas de las tumbas los escribas de Filas y de Abidos habían hallado y copiado interesantes inscripciones históricas y jurídicas de la época del Imperio Nuevo.
Los navegantes, asados de calor, saltaron a tierra a la querencia de las acogedoras sombras de las calles porticadas de Siout. Turi anunció que se acercaría a su casa a dar una ojeada, dejar ropa sucia y recoger mudas limpias, como solía hacer siempre que pasaba por su ciudad. Los demás se encaminaron hacia la ciudad alta. Mientras reposaban en los bancos de un hostal de la plaza del mercado, confortados por una jarra de vino fresco del país, Orsíesi se adentró por la ciudad vieja para encontrar a alguna de las familias patricias que mantenían la fidelidad a la antigua religión. Al cabo de poco rato regresó y anunció una velada vespertina en una hacienda en el ejido de la población, al pie de las montañas líbicas.
Entretanto, el tabernero, conocido de Turi, les fue informando de las cosas notables del lugar.
El nombre egipcio de la villa había sido Djauti, que pasó a Siout en el egipció común. La divinidad principal era el dios lobo Uepauet, el “guía de los caminos”; de ahí que los griegos denominases a la ciudad Licópolis, “la ciudad del lobo”. También se había venerado a Anubis de Ra-querreret, el Anubis de los lobos.
- ¿Cómo sabéis todo esto?- preguntó Hermodoro. – No está escrito en ningún libro.
- Mi abuelo era sacerdote pastóforo del templo de Isis-Hator- respondió el tabernero con cierto orgullo. – Él me lo contó.
Y no quiso cobrarles el gasto.
A media tarde paró delante del hostal una calesa tirada por dos caballos tordos. El cochero, aparatado con un espléndido correaje militar, les invitó a tomar asiento en los bancos acolchados del interior. Salieron de la ciudad por la puerta de Poniente, y después de media hora de ruta por un camino muy bien calzado llegaron a la mansión de Isidoros, un gran edificio de piedra al pie de la montaña, rodeado de palmeras, pinos y olivos. Allí fueron recibidos con grandes muestras de afecto por los patricios y por un grupo de vecinos convocados a toda prisa. Después de un pequeño refrigerio, el cabeza de familia los acompañó a una somera visita de la finca.
Por el lado del río se desparramaba el espléndido verdor de la huerta, regada por un canal de la época faraónica cuidadosamente conservado. Una docena de norias con cangilones de madera subían el agua y la vertían en las acequias transversales. El secano se encaramaba por los altozanos de las sierras líbicas. El arbolado, geométricamente alineado, era ufano y bien podado. Las terrazas más frescas eran de frutales: manzanos, granados, higueras. En la parte más pedregosa había almendros, algarrobos y olivos. La viña, explicó Isidoros, estaba en unas lomas fronterizas con el desierto; daba un vino áspero muy apreciado en Siout.
La velada fue gozosa y espléndida. Alrededor de una inmensa mesa de madera de olivo se reunieron los más significados representantes de la antigua religión en la provincia de Licópolis. Los criados (“nacidos en la casa”, precisó el anfitrión) asaron dos cabritos y los sirvieron sobre una almohada de hierbas del desierto, acompañados por un pisto de cebollas, pimientos rojos y manzanas. El vino era, naturalmente, de las viñas de la casa, ligeramente agrio y mezclado en jarras de plata.
A la mitad de la cena llegó la chiquillería de la familia, que acababan de participar en un concurso deportivo en el gimnasio de Siout. Eran dos chicas y un chico, que se sentaron jadeando al lado de sus padres. Antes de ponerse a comer hicieron la señal de la cruz sobre la frente y sobre el pecho. Hermodoro lanzó una mirada inquisitiva al cabeza de familia, el cual respondió con un melancólico encogimiento de hombros. La velada prosiguió como si tal cosa.
A los postres (almendras con miel) Hermodoro puso sobre la mesa la pregunta que le ardía en la boca desde hacía horas:
- ¿Es cierto que Plotino era de Licópolis?
En la sala se produjo un gran silencio. Al cabo, el gramático de la escuela de niños respondió con aparente indiferencia:
- Es cierto que él no declaró nunca su raigambre licopolitana. Pero si la ponéis en duda por las calles de Siout os apederearán. Plotino es una gloria local.
- Dejémoslo así, pues- asintió Hermodoro plácidamente.- La glorias locales suelen ser una buena fuente de ingresos… Al fin y al cabo, en alguna parte hubo de nacer.
Entrada la noche, los huéspedes fueron acompañados a unas estancias del segundo piso, amuebladas con el más puro estilo egipcio antiguo. Hermodoro veló todavía un par de horas escribiendo sobre el alfeizar del ventanal, aspirando con fruición el aire penetrado de aromas selváticos. A lo lejos resonaban los aullidos de los lobos de Licópolis, que gemían desde la eternidad.
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Lunes 8 de PAOPE

Zarparon de Siout mediada la mañana. El tiempo se mantenía otoñal. El cielo del desierto, blanquecino como siempre, mostraba retazos de nubes grisáceas que desfilaban sobre el cauce del río empujadas por el viento del norte. Había cesado el bochorno. El Rois, con las velas alegremente hinchadas, navegaba río arriba con la velocidad de un caballo al trote.
Sobrepasado Licópolis, las montañas arábigas se abrían para mostrar el gran zarpazo de una hoz que se adentraba en el desierto ofreciendo un paso hacia el Mar Rojo. Más arriba, el cauce del río se ensanchaba y aparecían islas e islotes cubiertos de vegetación, algunos de ellos incluso cultivados. Las montañas, a ambos lados, se alejaban, dejando anchas llanuras cuidadosamente trabajadas. Una red de canales con esclusas permitía represar el agua de la crecida para regar en la estación seca. De vez en cuando se divisaban grupos de hombres y mujeres sacando agua del río y de los canales con cangilones perchados.
- Mucho trajín para nada- comentó Turi displicente.
La etapa siguiente era el templo de Isis de Tkou, donde eran esperados por Pinedjem, advertido ya de la llegada de los visitantes.
- Si sigue soplando este bóreas llegaremos a Tkou antes de oscurecer- observó Turi.
- Mejor sería llegar por la mañana- sugirió Hermodoro. – A Pinedejem le importunaría una llegada tan tardía.
- Nada más fácil. Amarraremos en un islote que conozco bien, un estadio antes de Tkou. Vive allí una familia de los nuestros que nos proporcionarán todo lo que nos haga falta.
Al anochecer, el Rois fondeaba en una pequeña bahía de la Isla de las Ranas, a reparo de la corriente. La familia de pescadores que malvivía en el islote acogieron a los viajeros con grandes muestras de alegría. Orsíesi se apresuró a comprarles pescado, que a duras penas consiguió pagar, pues aquellos humildes adoradores habrían tirado la casa por la ventana para obsequiar a tales visitantes. Con el pescado fresco y las hortalizas de los huertos de Siout, Orsíesi cocinó la olla más gloriosa jamás catada en el Valle del Nilo desde la época ramesiana, según dictaminó Hermodoro.


Martes 9 de PAOPE

Al día siguiente, cuando ya el sol se había desembarazado del horizonte de las montañas arábigas, el Rois atracó en el fondeadero del templo de Isis de Tkou. Dos servidores del templo aguardaban en el muelle. Uno de ellos corrió escalinata arriba para advertir a Pinedjem. El otro ayudó a anudar las amarras al noray e invitó a los visitantes a desembarcar; él, dijo, quedaría al cuidado de la embarcación.
El grupo de navegantes al completo subió despacio por el ancho graderío de acceso al recinto. Los estibadores acarreaban cajas y fardos que contenían los obsequios de Hermodoro: aceite de oliva, cera de abeja, resmas de papiro y de pergamino y un juego de copas de cristal tallado. Turi traía, como de costumbre, cestos de fruta freca comprada en Siout.
Pinedjem los recibió en el rellano de la escalinata. Iba vestido con una sencilla túnica de lino blanco, ajustada a la cintura con un ceñidor de seda azul. Abrazó a todos uno por uno y les ofreció agua de espliego de un lebrillo que un niño, de túnica verde y descalzo, sostenía a su vera. Después entraron en el atrio del templo conversando familiarmente.
Hermodoro y Pinedjem no se conocían personalmente. El primero, mucho más joven, había vivido casi siempre lejos de Egipto, ejerciendo cargos diplomáticos en el Imperio. Pinedejem, por su parte, terminados abruptamente sus estudios en Alejandría, había permanecido siempre en el Alto Egipto, residiendo en los escasos templos todavía abiertos. Pero cada uno de ellos sabía quien era el otro y se sentían hermanados en la causa común por la preservación de la antigua religión.
Pinedjem los acompañó a la Casa de Vida, donde se alojaron en celdas individuales espléndidamente dispuestas. La estancia de Hermodoro tenía un amplio ventanal encortinado que miraba a poniente por encima del río. Sobre una mesa de mármol encontró volúmenes con obras de Estrabón, Pausanias y Diodoro de Sicilia, amén de algunos códices en lengua egipcia.
Al mediodía les fue ofrecida una colación de fruta y tortas de centeno, servida en un extremo del jardín junto al lago, a la sombra de unos frondosos robles. Seguidamente Pinedjem guió a Hermodoro en una detallada visita del recinto. Recorrieron el templo, demorándose especialmente en la Uabit o Sala Pura y en el terradillo de las observaciones astronómicas. Después, atravesando el jardín y pasando junto al lago, salieron del recinto amurallado para ir a ver la curiosa construcción del monolito, cuya sala había sido construida con un solo bloque de roca. Allí saludaron a unos campesinos que regresaban de las tierras altas con media docena de cabras de ubres henchidas.
- ¿Son de los nuestros? – preguntó Hermodoro.
- Si, todos los campesinos de los alrededores son fieles de la antigua religión.
- ¿Y a qué es debido?
- No es nada extraño. Los humildes acaban adoptando las creencias de los poderosos, y aquí, en este reducto, los poderosos somos nosotros. Más allá de aquellas palmeras comienza el territorio del obispo de Anteópolis, y allí son todos cristianos.
A la puesta del sol tuvo lugar la celebración del ritual vespertino. Acudieron también algunos vecinos; en total unas treinta personas, que en una vistosa comitiva atravesaron el atrio y la sala hipóstila para detnerse delante de la puerta del santuario donde Pinedjem ofició los rituales osirianos según la ordenación festiva. De regreso al atrio fue ofrecido un refrigerio.
Poco después, los viajeros y los de la casa se reunieron alrededor de la larga mesa puesta en un ángulo de la sala hipóstila. Orsíesi había querido colaborar con el cocinero de Pinedjem y entre los dos habían preparado una cena digna de la mesa de un faraón: pastelillos de hígado de codorniz, pescaditos fritos con ajos y piñones y un cordero asado que trincharon entre los dos con la más consumada arte cisoria. De postres, frutas en arrope y melón fresco. Bebieron vino blanco del Fayum y, en la sobremesa, como era de esperar, la renombrada cerveza del templo de Isis de Tkou.
Mientras saboreaban los primeros vasos de cerveza, la conversación, hasta aquel momento general y animada, fue menguando hasta que se produjo un silencio absoluto. Todos sabían que había llegado el momento tan esperado, la hora del diálogo entre el sacerdote del templo de Isis y el embajador de Bizancio. Y la conversación fluyó, viva, rica y documentada.
Pinedjem reseñó detalladamente la reunión que hacía casi dos años había tenido lugar en Tkou para examinar la situación de la antigua religión en el Alto Egipto. Hermodoro se mostró particularmente interesado en hacerse una idea de las relaciones entre griegos y egipcios.
- Los griegos de las ciudades han renunciado casi del todo a las prácticas rituales.- explicó Pinedjem. – Se limitan a una religiosidad personal y de talante filosófico. De esta manera soslayan conflictos con el poder civil. En algunas ciudades, como en Panópolis, ya lo veréis, siguen dominando el campo de las letras. Hasta los cristianos llevan a sus hijos a las escuelas de los adoradores griegos. Ha habido incluso obispos que nadie pudo dilucidar si eran del todo cristianos, como Sinesio de Cirene, al cual traté en Alejandría, y el actual obispo de Panópolis, Dionisio, el poeta…
- Pensaba ir a visitar a Dionisisio- interrumpió Hermodoro.
- Os recibirá muy bien. Es una persona amable, sumamente culta y tolerante.
- Conozco bien su libro de poemas. Es ya un manual escolar.
- Ahora trabaja en un comentario al evangelio de Juan.
- No me lo imagino comentando el evangelio de Mateo, precisamente,,, Juan, quitadas cuatro narraciones pintorescas, podría ser un texto de nuestros herméticos.
- Leo una traducción egipcia del evangelio de Juan. Para mi, el autor era un judío del Nilo.
- Os he interrumpido cuando ibais a hablar de los creyentes de raigambre egipcia. Proseguid, por favor.
- Éstos lo tienen peor. Su religiosidad estaba ligada a los rituales: visitas a los templos, procesiones, festivales del Nilo, culto de las imágenes… Todo esto se ha ido al traste con la represión imperial. Les queda el culto doméstico, no impedido por la ley, y la magia ligada a los grandes nombres sagrados.
- ¿Hay culto clandestino?
- Si, y por ahora bastante tolerado. Hay capillas de Isis en algunos cuarteles y en las cofradías de navegantes. Turi lo sabe bien.
- Hacemos lo que podemos- corroboró el aludido con modestia,
- Los juegos deportivos ofrecen también alguna ocasión de manifestar públicamente nuestros signos. Los adoradores somos, por tradición, los custodios de las enseñas de los distintos equipos. De esta manera, jugando hábilmente con la rivalidad entre verdes y azules, conseguimos mantener algunos lugares de culto en el centro de las ciudades.
- Tengo entendido que Narmutis, en el Delta, sigue siendo un centro de culto de Isis bastante próspero.
-Así es, hasta tal punto que el poder civil no se atreve a cerrarlo. Temen una airada reacción popular. Se han especializado en rogativas para la fertilidad femenina, y esto da un gran rendimiento.
- ¿Y Filas?
- Filas es un caso especial. La religión antigua se practica allí íntegramente y con libertad. Hay allí una numerosa comunidad de sacerdotes egipcios, nubios y blemios. En fin, ya lo veréis, puesto que es vuestro destino final.
- ¿Son competentes los sacerdotes de Filas?
- Son buena gente. Acogen a todo el mundo con gran hospitalidad. Tienen una hospedería con parte abierta y con parte de pago. En realidad Filas es un buen negocio…
- ¿Va mucha gente?
- De la comarca, si. De río abajo, sólo la gente acomodada puede permitirse este viaje. Reciben visitantes de todo el Imperio.
- ¿Devotos?
- Sobre todo, curiosos. No olvidéis que se trata del último centro de culto antiguo reconocido que existe en el Imperio Romano.
- ¿Qué lenguas emplean?
- Casi siempre el egipcio. Pero los sacerdotes nubios y los blemios hacen el culto en sus propias lenguas.
- ¿Conocen la escritura sagrada?
- No. Leen textos antiguos transcritos a la escritura egipcia común. Hay un solo escriba que conoce el demótico, y es muy viejo. Cuando él desaparezca, nadie más en Filas conocerá la lengua egipcia antigua.
- ¿Quién conoce la lengua sagrada de Egipto en la actualidad?
Pinedjem suspiró.
- Sólo yo y mis pequeños discípulos del templo de Tot de Tierra Adentro. Ellos son nuestra última esperanza.
- ¿Los alejandrinos no la conocen?
- Los alejandrinos no se han interesado nunca por los jeroglíficos. Lo poco que saben de ellos es fantástico e inconsistente.
¿Pero, intelectuales como Hipatia o Sinesio no se interesaron por ella?
- No, o muy poco. Hipatia era griega de pies a cabeza. Lo mismo hubiera podido vivir en Atenas que en Alejandría.
- ¿Conocisteis a Hipatia?
- Fui discípulo suyo.
- ¿Podríais hablarme de ella, si no os resulta gravoso?
Pinedejem permaneció unos momentos en silencio. Después bebió unos sorbos de cerveza y desgranó una vez más la historia de la vida y de la muerte de Hipatia. Cuando se extinguieron sus últimas palabras y volvió el silencio, ya el sol acariciaba con rayos rojizos el arquitrabe de la galería posterior del templo de Isis de Tkou.

Miércoles 10 de PAOPE

Cuando Hermodoro se despertó el sol arrancaba ya irisaciones aceitosas de las aguas del Nilo. Se lavó en un vuelo y salió al vestíbulo de la Casa de Vida. No se veía un alma. A su alrededor era todo silencio, roto sólo por los ladridos de los perros de Anteópolis que rondaban por el canal que separaba el templo de la ciudad. Rodeando el recinto por el exterior, Hermodoro bajó a grandes zancadas hacia el embarcadero. Cuando llegó a la ribera oyó los ladridos del perro de Pinedjem, que bajaba con su amo por la escalinata del templo. Hermodoro salió a su encuentro, y los dos hombres se abrazaron afectuosamente.
- Parece que os vais- dijo Pinedjem sencillamente.
- Parece –respondió Hermodoro algo confuso-. El caso es que acabo de levantarme y encuentro a mi gente con el barco aparejado para zarpar. Debe de ser que quieren aprovechar el viento del norte para remontar el río.
- Id, y que los cielos os acompañen. Saludad a los hermanos de Filas y decidles que Pinedjem se prepara para emprender el viaje a poniente. El destino de nuestra religión queda en sus manos.
Hermodoro, profundamente conmovido, no supo qué responder, y se limitó a fundirse en otro abrazo con Pinedjem. Por fin, sin abrir boca, se volvió y, ayudado por un sirviente, entró en el barco. El Rois, con todo el trapo desplegado, enfiló lentamente río arriba, haciendo proa a la villa de Anteópolis, camino de Panópolis.
El día era claro y frescal, con luminosidad del desierto. El viento, que persistía del norte, rizaba la superficie del agua, arrancando reflejos cristalinos. El Rois avanzaba animoso río arriba. A ambos lados, las montañas que encajonaban la corriente avanzaban con acantilados rocosos y enjutos. De vez en cuando se abría un valle que se dilataba en vegas verdeantes asediadas por llanuras blanquecinas que reflejaban el sol ardiente de los dos desiertos. La pequeña villa de Esfún, la Afroditópolis de los griegos, se arracimaba al pie de los riscos de poniente. Con toda su insignificancia poseía un acreditado taller de copia en griego y en egipcio, según informó Orsíesi.
Al anochecer el viento amainó. Turi hizo arriar las velas, y puesto que Hermodoro se negó en redondo a que se sacaran los remos, bajó el ancla al reparo de un espeso juncal de la ribera de poniente. El lugar era salvaje y solitario. Las aguas se estancaban en remansos verdosos. “Nido de cocodrilos”, dictaminó Turi, y ordenó que nadie saliese del barco. Y como quien más quien menos estaban muertos de sueño, engulleron cuatro frutos secos, bebieron un sorbo de vino y se retiraron a dormir.


Jueves 11 de PAOPE

A punta de día cortó el aire un silbido penetrante y alargado. Turi se precipitó a cubierta, y habiendo confirmado su sospecha, se apresuró a despertar a Hermodoro.
- Deprisa, Hermodoro, que pasan los cazadores de cocodrilos!
Hermodoro saltó a cubierta en cuatro saltos y se izó sobre el castillo de popa para mejor atalayar toda la superficie del río. Toda la tripulación se amontonó en la borda para ver el sobrecogedor espectáculo.
Por el centro de la corriente bajaban raudas media docena de barcas de remos que rodeaban un velero de un puente con las velas arriadas. El velero cortaba el agua a inexplicable velocidad. Sus remeros, que manejaban cuatro larguísimos remos, se limitaban a asegurar que el fuste avanzara de hilo.
- Han cazado un cocodrilo y ahora la bestia los arrastra río abajo explicó Turi-. Ponen un anzuelo bien apetitoso en la ribera y cuando el cocodrilo lo ha tragado se dejan arrastrar un buen rato por el animal furioso. Cuando lo han fatigado lo van arrimando a la ribera donde les aguardan otros cazadores con las redes.
Efectivamente, al otro lado del río se divisaba un grupo de hombres que enarbolaban lagas pértigas. Otros llevaban arpones. Los del velero iban frenando la carrera del cocodrilo mientras iban recuperando sedal. Cuando la barca de los cazadores pasó cerca del Rois, todos pudieron ver el cocodrilo que se agitaba pavorosamente y saltaba sobre el agua con terribles coletazos, luchando inútilmente por librarse del anzuelo. Ya no nadaba, sino que saltaba enloquecido en el mismo lugar. Entonces se acercaron las barcas pequeñas y lo fueron empujando hacia la ribera con enérgicos golpes de remo en el agua, aunque si acercarse demasiado. El cocodrilo, de repente, se precipitó sobre el arenal y se puso a saltar frenéticamente, abriendo y cerrando las fauces con golpes aterradores. Al cabo se detuvo y los cazadores le lanzaron varias redes. El cocodrilo se incorporó y comenzó a saltar nuevamente, pero cuanto más saltaba más se enzarzaba y al cabo quedó inmovilizado sobre la arena. Los hombres lo ataron poco a poco con cuerdas, y cuando lo tuvieron bien atado lo cargaron en un carro y se alejaron en dirección al puertecillo de Esfún, donde lo transfirieron al velero que tenía que llevarlo a Anteópolis.
- Los habitantes de Anteópolis son famosos desde la antigüedad por su afición a cazar o matar cocodrilos- explicó Turi-. De hecho, por esta región ya quedan pocos.
- ¿Y qué hacen con ellos? –preguntó Hermodoro intrigado.
- Los venden a los curadores de los espectáculos de circo. Vienen a buscarlos incluso desde Roma.
Hermodoro sonrió irónicamente:
- ¿Y no te extraña, amigo, que unos egipcios maten cocodrilos? En Egipto, el cocodrilo ha sido siempre un animal sagrado, la manifestación corpórea del dios Sobek. ¿Cómo es que unos egipcios los matan y otros los adoran?
- Pues la verdad es que no lo entiendo. ¿Podéis explicármelo?
- Hace pocos días os hablé de la persistencia del culto de los animales en la religión antigua. Pues bien, cada región, cada principado adoraba a su animal y no a los otros. El panteón animal común fue una creación de la política religiosa de los faraones. En algunos casos, como por lo visto en Anteópolis, la antigua demonización del cocodrilo resistió a la nueva creencia y la gente siguió matándolos.
- Hasta que no quedará ninguno –concluyó Turi-. Fijaos como éste han tenido que ir a cazarlo muchos estadios río arriba de Anteópolis.
Soplaba viento de poniente, caldeado por el desierto. Turi decidió izar velas y ceñirlo, aprovechando que en aquel tramo el Nilo discurría de través hacia el noroeste. El Rois avanzaba penosamente río arriba. A mediodía el viento amainó del todo, y Hermodoro tuvo que consentir que se armaran los remos. Con todo, al anochecer no habían progresado gran cosa y decidieron fondear junto a una playa pequeña y amena para aguardar el bóreas de la madrugada. Turi envió dos hombres a un villorrio que se vislumbraba entre las palmeras para mercar provisiones frescas. Volvieron con dos patos, cebollas, legumbres y queso de cabra. Alumbraron una buena fogata en la cala y Orsíesi combinó los ingredientes aportados para ofrecer una excelente cena. Como refrescaba, después de cenar reanimaron el fuego con leña de la provisión del Rois, se acurrucaron alrededor de la lumbre y conversaron largamente de las cosas de Egipto mientras hacían circular una odrina de vino de Siout. A la medianoche se retiraron a dormir en el barco, dejando un centinela para avisar de la llegada del viento.




Viernes 12 de PAOPE

Al alborear se levantó un tenue bóreas. Turi mandó izar todo el velamen y el Rois navegó río arriba junto a la ribera para evitar la fuerza de la corriente central. Durante todo el día el viento fue racheando entre el primero y el cuarto cuadrante, de modo que al anochecer pudieron fondear en el muelle de Schmin, la Panópolis de los griegos.
A pesar de las precauciones que había tomado Hermodoro para preservar el carácter privado de du periplo, el gobernador de Panópolis había sido informado. Apenas habían amarrado en el muelle principal de la ciudad, delante de los pórticos de Trajano, un oficial se presentó para saludar a Hermodoro y transmitirle una invitación del gobernador para el día siguiente. El embajador de Bizancio, aunque de mala gana, tuvo que aceptar. Decidieron, pues, dedicar todo el día siguiente a visitar la ciudad. A primera hora, Orsíesi acudiría a la residencia episcopal para concertar una entrevista con el obispo Dionisio.
Panópolis era una ciudad grande y próspera, capital de una provincia. Antiguamente había sido un centro del culto del dios Min, identificado con Pan por los griegos. La estatua ictifálica del dios era famosa por la longitud de su falo (“siete dedos”, precisa un cronista). Se adoraba también Horus en su figuración de Haroeris, e Isis. Había tenido templos levantados por Tutmosis III, Ramsés II y Ptolomeo XIV, restaurados luego por Domiciano y Trajano. La ciudad era en la actualidad el centro cultural más importante del Valle del Nilo. La población era en su mayor parte griega. Los egipcios vivían en un barrio que se extendía río abajo y se dedicaban a la confección de tejidos de lino, que eran apreciados en todo el Imperio.
Los adeptos de la antigua religión eran más numerosos en Panópolis que en otras partes de Egipto. Muchas de las familias patricias de la ciudad se habían mantenido fieles a las tradiciones ancestrales. Sin embargo, habían renunciado al culto externo y se limitaban a promover la cultura griega clásica. Había numerosas y excelentes escuelas, que acogían alumnos de ambas religiones procedentes de todo el Valle del Nilo. Prosperaban las academias filosóficas y filológicas, y los talleres de escribas producían libros en griego y en egipcio.
La región de Panópolis había sido, en los pasados decenios, escenario de las tropelías del abad pacomiano Chenute que, al frente de sus cuadrillas de monjes derrocadores y apaleadores, recorría toda la comarca derribando templos y depredando lugares de culto, hasta el punto que en más de una ocasión tuvo enfrentamientos con las autoridades civiles debido a la violencia y a la ilegalidad de sus procedimientos. Tal fue el caso, por ejemplo, del templo de Pneuit; Shenute irrumpió en el edificio con sus monjes y se llevó el mobiliario sagrado. Los sacerdotes lo denunciaron ante el tribunal del prefecto de Antinópolis, pero al cabo las autoridades civiles se desentendieron del asunto y no pasó nada. Ahora Chenute tenía más de cien años y ya no se movía de su convento de Atribis, cerca de Panópolis, pero sus discípulos derrocadores seguían cometiendo sus hazañas por toda la región. Ciertamente, la accesión de Dionisio a la sede episcopal de Panópolis había contribuido a moderar los conflictos entre cristianos y fieles de la antigua religión. Los templos, decía Dionisio, caerán por sí solos, no hace falta arrimarles yuntas de bueyes.

Sábado 13 de PAOPE

El obispo invitó a los expedicionarios por la mañana del día siguiente. Acudieron a la cita Hermodoro, Turi y Orsíesi. Dionisio los recibió con estudiada simplicidad, como un ciudadano cualquiera. No vestía hábitos monacales, como la mayoría de prelados, sino que llevaba la túnica corta y la esclavina de los maestros de retórica, y como tal se presentó: un maestro de retórica al que las circunstancias habían obligado a aceptar la gravosa carga del episcopado. “Como Sinesio de Cirene hace años”, precisó.
La conversación, distendida desde el primer momento, tuvo lugar en un porche hipóstilo que daba al jardín de la residencia episcopal. Todos se sentaban en bancos de madera y boga alrededor de una mesa puesta con fruta e hidromiel (éste es el único aspecto que Turi criticó después, el del hidromiel). Dionisio les mostró algunos valiosos códices de la biblioteca de la escuela cristiana y algunos ushebtis hallados en las ruinas de los templos y de las mastabas de los alrededores. Hablaron un poco de todo. Dionisio y Hermodoro tenían muchos amigos comunes y los fueron repasando uno tras otro.
- ¿Qué sabéis últimamente de mi compatriota Ciro?- preguntó Dionisio.
- Ya se ha retirado. Llegó al cargo de prefecto de palacio tras su conversión al cristianismo.
- El pobre Ciro se hartó de la inquina de los cortesanos a causa de su fidelidad a la antigua religión. En una corte dominada por el fanatismo de la princesa Pulqueria las cosas no eran nada fáciles. Ciro claudicó.
- Suena raro que un obispo cristiano se exprese en estos términos…
Dionisio sonrió y prosiguió impertérrito:
- Mi historia corre de boca en boca, las habréis oído de todo pelaje. Sin embargo, Hermodoro, es bien sencilla, y os la diré en cuatro palabras sinceras. Conozco por propia experiencia qué es vivir contra corriente. Mi libro de poemas clasicistas cimentó mi renombre en todo el Imperio, pero mi adhesión a los dioses antiguos me cerraba todas las puertas. Al fin me decidí a leer los libros cristianos; no los productos groseros de los monasterios, sino los grandes maestros, los evangelios, Pablo, Valentín, Orígenes, Gregorio de Nisa… Llegué a la conclusión de que la concepción cristiana de la divinidad, del mundo y del hombre no era muy diversa de la de nuestros sabios egipcios, sobre todo de los de la tradición hermética, que era la que sentía yo más próxima a mi talante espiritual. Por otra parte, no me cabía duda de que la religión ancestral había entrado en su última fase e iba directa a la extinción, no espontánea, sino inducida. No me sentí con vocación de héroe. Comencé a escribir un comentario al evangelio de Juan. Me sentía cómodo. Al terminar el primer capítulo ya era cristiano, a mi manera, claro está. Nadie me ha pedido nunca una profesión de fe. Yo, como Sinesio, tengo mi propia religión, y dejo que el pueblo crea lo que los monjes le ponen delante, santos, milagros, ángeles, demonios, cielos e infiernos.
- ¿Seguís trabajando en este comentario?
- Si, siempre que puedo. Las tareas administrativas me agobian. Un obispo, en la actualidad, no es más que un funcionario cualificado del Imperio. En cuanto me sea posible me libraré para dedicarme de lleno a las tareas literarias.
- Quizás entonces volveréis a los dioses de vuestros padres…
- No creo haberlos dejado nunca. Vuestros dioses y las divinidades cristianas son lo mismo con distintos nombres.
Turi interrumpió con vehemencia:
- Esto mismo declaró Hermodoro hace poco, cuando nos hablaba del faraón Akhenatón! Creo que vosostros dos estás del mismo lado.
Dionisio respondió citando un pasaje de Orígenes: “A veces el que parece que está dentro está fuera, y el que parece que está fuera está dentro”.
- Al final- resumió Hermodoro con melancolía- nos quitarán hasta el derecho a la pureza de conciencia.
Dionisio permaneció en silencio, como apesadumbrado. Al fin, pusos amistosamente la mano sobre el hombro de Hermodoro, diciendo:
- Cuando lleguéis al templo de Isis de Filas, recordadme en vuestras plegarias.
El obispo se empeñó luego en acompañarlos hasta el barco para saludar a la tripulación y ofrecerles un odre de vino dulce de las viñas del obispado, el mismo, observó, que se usa para la misa.


Domingo 14 de PAOPE

Hacia la hora tercia del día siguiente el viento del norte se entabló francamente, y Turi decidió aprovecharlo para navegar hasta Psoi, la Ptolemáis de los griegos, a cinco estadios río arriba. A primera hora de la tarde atracaron en el muelle central de la ciudad, justo al lado de la galera del dux, en cuyo palo mayor ondeaban las tres banderas del Imperio. Hermodoro saltó a tierra sin dilación portando su morral, y anunció que pasaría la noche en un hostal de la ciudad y que volvería por la mañana del día siguiente. Turi y la tripulación se limitaron a deambular por el muelle sin perder de vista el barco. Al cabo se arrellanaron en los bancos de una taberna que abría sus puertas cerca del agua y pasaron la velada bebiendo vino y masticando higos secos.
Ptolemáis Hermiou, Psoi en lengua egipcia, en la ribera occidental del Nilo, era entonces la ciudad más grande de Egipto después de Alejandría; el dux de las Dos Tebaidas había fijado en ella su residencia principal. El poblamiento de Ptolemáis coincidió con el despoblamiento de Abidos y de Dióspolis Parva, río arriba. La ciudad era griega de pies a cabeza. Había tenido templos dedicados a Zeus, a Dioniso, a los Dioscuros, a Asclepio y a la Isis helénica. La tradición local pretendía que Psoi ocupaba el solar de la legendaria ciudad de Tinis, cuna de las primeras dinastías del Egipto unificado.
En el año 430 la ciudad había sido atacada por los blemios a raíz de la guerra abierta del Imperio contra aquellos indómitos pobladores del desierto. Desde entonces había sido fortificada y había pasado a ser el centro de operaciones de las campañas contra los nómadas de ambos desiertos. La habitaban, en consecuencia, muchos militares con sus familias.
Hermodoro subió a buen paso la escalinata que llevaba del muelle al Ágora del Agua, amplísima plaza porticada abierta por el lado del Nilo. En mitad de la plaza, una vez fuera de la vista de sus compañeros, paró a un muchacho para preguntarle en lengua griega:
- ¿Conoces la casa de huéspedes de Timoteo?
- Si señor, la conozco- respondió el zagal, y quedó plantado con una cara de pillo que no dejaba dudas acerca del cariz que tenía que tomar la conversación.
- Hala, pues, acompáñame- dijo Hermodoro sonriendo mientras ponía en su mano una moneda de plata.- Y todavía me harás otro servicio.
- Todo lo que queráis, señor- murmuró el chico con naturalidad, sin inquietarse ni poco ni mucho acerca del tipo de servicio de qué se trataba. Y arrancó calle arriba. Salieron de la plaza por un arco que daba a la vía principal, ancha y bien enlosada. Llegados a una plazuela en la que un antiguo templo de Asclepio había sido transformado desenfadadamente en iglesia cristiana, doblaron a la izquierda y se adentraon por un callejón pisado con cantos rodados, al final del cual, sobre una pequeña elevación, se levantaba un decente edificio de piedra y ladrillo, rodeado de un pequeño jardín de cipreses y laureles.
- Éste es el hostal de Timoteo – señaló el zagal.
- Muy bien- dijo Hermodoro- ven, entra conmigo y aguárdame; te daré un mensaje para que lo lleves en seguida.
Hermodoro entró en el hostal y se dirigió a un sirviente que le salió al encuentro:
- Quiero una habitación con salón y alcoba, con balcón al porche.
El sirviente lo invitó a entrar y se apresuró a advertir al hostalero. Éste acudió con cachaza nilótica, pero cuando divisó a Hermodoro se precipitó a presentarse con grandes aspavientos de respeto.
- Señor embajador, cuanto honor para esta casa! ¿En qué puedo serviros?
- ¿De qué me conocéis?- exclamó Hermodoro, sorprendido.
- Yo era maestresala en el Hostal de los Mirtos, en Antioquía, cuando aguardabais la partida de la caravana que iba a la India. Os serví muchos días, porque la expedición tuvo que retrasarse debido a la fuga de dos guías del desierto.
- Ahora os recuerdo. A ver, pues, si me servís tan bien en Ptolemáis como me servisteis en Antioquía. De momento quiero bañarme y arreglarme, y al anochecer me tendréis preparada la cena.
Hermodoro pidió una tableta y un cálamo y escribió un mensaje que luego introdujo en una escarcela que le facilitó el hostelero. Hizo entrar al zagal, que aguardaba en el atrio, y le encargó llevar inmediatamente el mensaje al palacio del dux, diciendo que aguardaba respuesta. El chico, azuzado por el hostelero, salió a todo correr.
Hermodoro se bañó en la piscina del hostal, descansó un poco y se revistió la túnica de personaje áulico que llevaba cuidadosamente doblada en el zurrón. Poco después llegó el zagal acompañado por un decurión de las tropas imperiales, el cual saludó respetuosamente al señor embajador y le anunció que el dux le aguardaba aquella misma tarde en la residencia oficial. Hermodoro despachó al oficial con la respuesta de que acudiría a la cita al cabo de una hora. Luego ordenó que dieran merienda al muchacho, y mientras el chico se hartaba de buñuelos de miel, Hermodoro lo sometió a un ceñido interrogatorio acerca de la gente de Ptolemáis y la vida de la calle, materias en las que el cuestionado se mostró sumamente experto. La población de la ciudad, explicaba con la boca llena, era mayormente griega, y los egipcios que vivían en ella estaban totalmente helenizados; él mismo era de padres egipcios, pero hablaba muy poco la lengua común, pues apenas salía de la ciudad. En la ciudad había un obispo y una catedral, pero ningún monasterio. De hecho, los monjes tenían prohibido circular por la villa, aunque él sabía que venían disfrazados de campesinos o de curas de pueblo. Corría mucho dinero, ya que después del ataque de los blemios hacía veinte años la ciudad se había ampliado y había recibido muchos nuevos habitantes, sobre todo militares.
Bien bañado el uno y bien merendado el otro, Hermodoro y el zagal, a media tarde, se encaminaron al palacio del dux.
La residencia ducal era una verdadera ciudadela, edificada en el extremo noroeste de la ciudad, de cara al desierto. Se accedía por un puente levadizo , delante del cual estaba la torre del cuerpo de guardia. Hermodoro despidió al zagal y fue acompañado por un oficial al interior de la fortaleza. Atravesaron el patio de armas, subieron por una escalinata de gradas muy bajas, entraron en el cuerpo del edificio y, sin dilación, el embajador fue recibido por Maximino, dux de las Dos Tebaidas.
Maximino recibió a Hermodoro con un afectuoso abrazo. Se habían conocido en la corte de Constantinopla en tiempos del emperador Teodosio II. El dux había sido advertido del viaje de Hermodoro al Valle del Nilo, y esperaba poderlo consultar acerca de un asunto de suma importancia, sin parar mientes en el carácter privado de la expedición del embajador, extremo que, por otra parte, éste se abstuvo de recordar. Los dos dignatarios se sentaron uno a cada lado de una gran mesa de madera sobre la que estaba extendido un gran mapa del Alto Nilo, de Nubia y de los óasis. Un servidor se acercó con una jarra de vino, pero Hermodoro hizo saber que bebería solamente hidromiel.
Conferenciaron toda la tarde hasta el oscurecer. Un taquígrafo tomaba nota de lo que le indicaba el dux. Desplazaban pequeñas fichas de color arriba y abajo del mapa. Examinaron pliegos de documentos. Consultaron con un oficial del cuerpo de exploradores. Al cabo, Maximino se levantó pesadamente, puso su mano sobre el hombro de Hermodoro, que trasegaba su cuarta copa de hidromiel, y murmuró con voz que no ocultaba su emoción:
- El Imperio y los habitantes del Valle del Nilo os estarán infinitamente agradecidos por haber aceptado esta difícil tarea. Por mi parte, ya sabéis que he sido siempre un gran admirador de vuestra doble faceta de diplomático y de escritor. Huelga decir que os ofrezco mi apoyo en todo lo que decidáis emprender. En lo tocante al futuro de vuestra antigua religión, los beneficios de mi agradecimiento serán forzosamente limitados debido a la tozuda oposición de los estamentos cristianos.
- Lo sé perfectamente, Maximino- respondió con calma Hermodoro.- Obraremos por el bien del pueblo egipcio, del cual formamos parte. Nuestra religión está en las últimas, y nada la podrá salvar. Filas, si todo va bien, será una burbuja del antiguo Egipto escapada de la historia.
Los dos hombres se despidieron afectuosamente. Maximino acompañó a su visitante hasta el patio de armas, ofreciéndole una escolta hasta su alojamiento. Hermodoro rechazó el ofrecimiento alegando el carácter privado de su visita, atravesó el puente levadizo y recorrió las calles bien empedradas de Ptolemáis para llegar a su hostal antes de que oscureciera. Estaba medio muerto de hambre.
El hostalero, informado por el chico de la visita de Hermodoro al dux, le aguardaba un poco inquieto. Anunció que la cena sería servida en seguida en la sala del apartamento, y el mismo se ocupó de ello. Primero subió un pastel de porros y cebollas adobado con hinojo. Después ofreció dos codornices rellenas de piñones, el plato típico, explicó, de Ptolemáis. El plato fuerte consistió en un civet de liebre con peras. El vino, blanco del Fayum. De postres, queso de leche de yegua y un cesto con una gran variedad de frutas. Hermodoro comió con buen apetito, bebió moderadamente y, habiendo despedido al servico, salió al balcón y se recostó en un banco almohadillado para tomar el fresco y contemplar la luna en creciente. Allí estuvo varias horas, meditando acerca de la conversación que había tenido con Maximino y dilucidando qué parte de ella tendría que relatar a sus acompañanyes del barco. De madrugada, arrecido por la humedad, se retiró a la alcoba para descansar.


Lunes 15 de PAOPE

Al día siguiente, alto ya el sol, Hermodoro se presentó en la pasarela del Rois. Le sorprendió encontrar una multitud de curiosos merodeando en torno a los norays en que estaba amarrado el barco. Sus hombres estaban alegres y risueños.
- Os veo un poco agitados- observó irónicamente.
- No hay para menos, Hermodoro- respondió Orsíesi, que se atareaba en torno a unos cestos.- Veréis: al alborear han abordado el barco un grupo de soldados y han depositado en cubierta doce cestos llenos de toda clase de víveres de lo más fino: carnes en salazón, quesos, embutidos, aceite de oliva, frutos secos, y dos odres de vino, uno blanco y uno tinto. Y todavía olivas negras del Fayum, pasas del Delta, pastelillos de Coptos, ajos de Siout, pimienta y una odrina de vino dulce de Chipre. Y se han largado sin decir ni mu. Pensamos que algo tendréis que ver con la cosa…
- Un poco, quizás si- murmuró Hermodoro.- Es un obsequio del dux Maximino. Ya os contaré lo que hemos hablado. Ahora, si todo está a punto, zarpemos.
-Todo está a punto menos en viento- refunfuñó Turi.- El poco que hace sopla del sur.
- Por esta vez armaremos los remos- sugirió Hermodoro.- Tenemos que irnos; hay demasiados curiosos en el muelle que meten la nariz en lo que estamos haciendo.
- Venga, pues, hombres, armad los remos!
Los tripulantes sacaron los remos de sus estibas y comenzaron a instalarlos en los escálamos. Entonces tuvo lugar un suceso que los dejó a todos estupefactos, un acontecimiento que les ofreció tema de conversación para el resto del viaje.
El Rois habia amarrado a poca distancia de la galera imperial, que estaba permanentemente aparejada para zarpar. Un oficial de la galera se presentó en la pasarela del barco y pidió hablar con el patrón. Turi acudió rápidamente con cara de pocos amigos, refunfuñando “y ahora que les pica”. Bajó al muelle y se dispuso a escuchar al oficial.
- ¿Qué queréis hacer con estos seis remos?
- Vogar río arriba hasta que dé la vuelta el viento.
- ¿Vais muy lejos?
- Queríamos llegar a Abidos esta noche.
- No llegaréis. La corriente es muy fuerte en esta parte del río.
- Si no llegamos hoy llegaremos mañana. No tenemos prisa.
- El comandante dice que os podríamos remolcar un par de estadios, hasta un lugar donde el río se ensancha y podréis remar pegados a la ribera, donde no hay tanta corriente.
Turi quedó tan aturdido que no acertó responder. Desde la cubierta del Rois la tripulación observaba intrigada. Hermodoro se había retirado al castillo de popa y observaba el suceso más divertido que sorprendido.
El oficial prosiguió imperturbablemente:
- Os largaremos un calabrote, atadlo bien. Comenzad a colocaros con la proa hacia fuera.
Y con la misma cachaza con que vino regresó a la galera. Una vez hubo subido a bordo, resonó una sarta de órdenes y de palabrotas, y la galera se llenó de una frenética actividad. Una veintena de soldados desembarcaron y se dirigieron con algazara a una taberna bajo los porches de la plaza. La pasarela fue retirada. El primer orden de remos comenzó a moverse, primero con un desbarajuste total, pero pronto de manera ritmada, sin tocar agua todavía.
Un tripulante de la galera arrojó una maroma con un rezón sobre la cubierta del Rois. Los hombres de Turi se apresuraron a cogerlo y fijarlo en la estaca de sirga. Otros bajaron a tierra, soltaron la amarra, volvieron a cubierta y retiraron la pasarela. En el muelle, una multitud expectante observaba las maniobras.
La galera, a golpes de remo lentísimos, se puso en movimiento. El calabrote se tensó, el Rois pegó un salto y se separó de la ribera.
- ¿Todo va bien?- gritaron desde la galera.
- Todo va bien- respondió Turi.
La galera salió del puerto majestuosamente, seguida del Rois, que detrás de ella parecía un gozquecillo persiguiendo a un elefante. El gentío prorrumpió en gritos y vivas. Los marineros de la galera saludaban alegremente como si salieran de campaña. Los del Rois no se habían recuperado todavía de la sorpresa y trabajos tenían en procurar que el el barco no oscilase demasiado con las ondas que levantaba la galera, a pesar de que ésta navegaba con un solo orden de remos.
Con todas estas maniobras había pasado el mediodía, y Orsíesi sirvió una comida fría preparada con una selección de los manjares enviados por el dux.
- Este Maximino!- comentó Turi sorbiendo una raja de melón.- ¿Tan amigos erais, Hermodoro?
El interpelado hizo un gesto evasivo y se concentró en la pera de agua que estaba mordisqueando. Pero cuando terminó el refrigerio y los tripulantes de hubieron desparramado por la embarcación, Hermodoro hizo un signo a Turi y a Orsíesi, y los tres se congregaron en el castillo de popa con un vaso de vino en la mano.
- Éramos conocidos, - razonó Hermodoro- aunque no puede decirse que fuésemos amigos. En la corte imperial es raro hacer amistades; enemistades si, tantas como queráis. Él perseguía un cargo en el consejo imperial, y el emperador me perseguía a mi para que le hiciera algunos trabajos sucios… Bien, vayamos a lo nuestro. Es el caso que Maximino ha recibido el encargo de negociar una paz definitiva con los blemios, algo más que las treguas que se han ido acordando y que no han durado más allá de una inundación.
- Uno de los peores ataques de los blemios tuvo lugar precisamente aquí, en Ptoilemáis, hace unos veinte años- contó Orsíesi.- Los asaltantes, llegados por sorpresa al amparo de una tempestad de arena, iban sobre todo a la búsqueda de botín, y aun así hubo bastantes muertos e incendios. Yo acudí porque tenía aquí un hermano que se ocupaba de las fuentes públicas.
- Pues bien- prosiguió Hermodoro- fue a raíz de estos estragos que Ptolemáis fue fortificada y pasó a ser la residencia del dux. Maximino acaricia un proyecto de paz y alianza que podría interesar a los blemios, pero antes de iniciar las conversaciones oficiales querría sondear las intenciones de los principales caudillos de este pueblo. Puesto que los blemios son fieles de la antigua religión, Maximino piensa que nuestra mediación podría allanar el camino hacia futuras negociaciones.
Vaya- exclamó Turi- os ha propuesto una embajada a los jinetes del desierto.
- No exactamente- prosiguió Hermodoro.- Maximino piensa que la persona más indicada sería Pinedjem, pero reconoce que su ancianidad es un impedimento para arriesgarse a un penoso viaje por el desierto. Entonces ha pensado en Nimlot, que goza de gran prestigio entre los devotos del Valle del Nilo.
- Maximino parece muy bien informado de nuestras cosas…
- Y que lo digas. Lo sabe todo… En fin, no es nada extraño, es su trabajo.
- ¿Qué pensáis hacer?
- En Filas hablaré con los sacerdotes blemios que viven allí. Después, al regresar, me detendré otra vez en Tkou para examinar el asunto con Pinedjem. Si está de acuerdo, iré a hacer la propuesta al templo de Tot de Tierra Adentro.
- ¿A dónde habrá que ir a encontrar a los blemios?
- En las Montañas Esmeraldinas. Allí reside el que es considerado príncipe de los blemios del norte. El mes de Tobe, enero, sería la época más adecuada para la expedición.
- Me sé de dos personitas que querrán agregarse a la excursión…
- ¿Te refieres a los pequeños escribas? Es demasiado arriesgado…
- Me consta que ya son conocidos entre los sacerdotes blemios como escribas de la lengua sagrada. Su presencia podría resultar muy eficaz.
- Puede que si, pero no creo qui Nimlot y Menat-Neter consientan. De todas maneras, dejaremos caer una insinuación.
El Rois, remolcado por la galera imperial, surcaba el agua con una rapidez estremecedora. Los hombres estaban relajados, y, sin descuidar la vigilancia, intercambiaban gritos y guasas con los tripulantes de la galera, los cuales, ociosos, se habían agrupado en la popa para mofarse de aquel enano que dando retozos perseguía a un gigante.
Aguas arriba de Ptolemáis las montañas se desplomaban sobre el Nilo formando acantilados rocosos en cuyos angostos desfiladeros se divisaban numerosas tumbas de espelunca. “Cosa griega”, comentó Orsíesi con dissplicencia.
Pasada la Isla de los Sapos, el Nilo se ensanchaba y, como había anunciado el oficial de la galera, era ya posible costear fuera de la corriente central. La galera se detuvo y el contramaestre gritó que soltase el calabrote de sirga. Los del Rois se apresuraron a hacerlo, y al mismo tiempo izaron las velas del trinquete para ponerse al pairo mientras armaban los remos. La galera desplego toda la vela, viró hacia el centro de la corriente y se desplazó suavemente río abajo aprovechando la brisa del sur. De pie en el castillo de popa, el capitán alzó los brazos para saludar a los del Rois.
- Venga, a vogar, y en un par de horas estaremos en Ebot – exclamó Turi alborozado.
La barcada les costó más de lo que esperaban, porque con frecuencia tenían que regresar al centro de la corriente para esquivar los bancos de arena de la ribera. Aun así, a primera hora de la tarde daban fondo delante del antiguo canal de Abidos, en la ribera occidental del Nilo, ya impracticable para cualquier tipo de embarcación. Turi propuso pernoctar en el barco, porque Ebot, la Abidos de los griegos, se hallaba a un par de horas tierra adentro por un mal camino. Mientras Orsíesi preparaba un festín faraónico con las provisiones ofrecidas por el dux, Turi y otro marinero arriaron el bote y vogaron hasta la ribera para acercarse a una aldehuela que se columbraba en el palmeral y apalabrar tres monturas para cabalgar hasta Abidos al día siguiente.
Al anochecer se reunieron todos en cubierta alrededor de la mesa que Orsíesi había puesto. La cena duró tres largas horas, dada la solemne calma que los egipcios suelen manifestar en esta clase de actos. Puesto que durante el día se dejaba sentir todavía el bochorno, Orsíesi ofreció al consumo los productos más perecederos, todo ello regado con el espeso vino tinto del Fayum. El pan, de trigo candeal, como el que se veía solamente en las mesas de los ricos.
Aquella noche, en el Rois, todo el mundo durmió profundamente. Puesto que estaban anclados lejos de la ribera, no hubo necesidad de establecer turnos de guardia. La luna creciente velaba por los suyos.



Martes 16 de PAOPE

Los despertaron los silbidos de los mulateros, que tenían ya a punto los caballos para ir a Abidos. Hermodoro, Turi y Orsíesi se apresuraron a desembarcar a medio vestir, dejando que el remusgo del río supliese las abluciones matinales. Montaron en sendos caballos de silla, robustos y mansos, que los mulateros llevaban cogidos de los morriones. En hora y media llegaron a Ebot, pueblo grandote de aspecto abandonado y miserable.
Ebot, la Abidos de los griegos, había sido la gran necrópolis de las primeras dinastías egipcias. Pero el sucesivo esplendor le vino de la tradición según la cual escondía una tumba en la que se conservaba la cabeza de Osiris. Abidos vino a ser una meta de peregrinaje osiriano. Muchos devotos, entre ellos diversos faraones, se hicieron edificar monumentos votivos, desde templos grandiosos hasta sencillas estelas de piedra. La ciudad, que había sido grande y próspera, era ahora un villorrio extendido a lo largo de un canal que llevaba siglos obstruido, y sometida a la continua amenaza de las arenas del desierto, contra las cuales se había construido un muro de defensa.
En la época ptolemaica, el culto de Osiris fue gradualmente substituido por el culto de Serapis. Más adelante, el gran templo de Seti I, denominado el Memnonion, pasó a ser el centro de un renombrado oráculo del dios Bes, clausurado oficialmente en el año 359, pero muy frecuentado todavía en la actualidad. De hecho, el santuario de Bes era en aquellos momentos el único templo abierto en el Valle del Nilo más abajo de la primera catarata, con una docena de sacerdotes como residentes ordinarios.
Los expedicionarios dejaron las cabalgaduras en un ventorro que recibía a los peregrinos y concertaron el regreso para la primera hora de la tarde. Seguidamente, Orsíesi, que conocía el rodal, los guió hasta la entrada principal del templo de Seti I.
El grandioso edificio estaba casi intacto. Tan sólo en un ángulo de la muralla se habían construido algunas casas aprovechando el material de derribo de unas antiguas capillas. Subieron por la rampa de acceso y pasando entre los dos pilones, sin puerta, entraron en el primer patio, en el cual crecían algunos sicomoros con aspecto de bien regados. Pasado el segundo patio entraron en una primera sala hipóstila y luego en una segunda; en el fondo de ésta se abrían siete capillas, horras de estatuas pero limpias y pulidas.
Delante de la capilla central había un hombre de aspecto campesino revestido con una túnica sacerdotal de lino con una estola azul cruzada sobre el pecho. Estaba sentado en el suelo en posición de escriba. El sacerdote miró a los recién llegados sin sorpresa. Orsíesi se le acercó y le habló al oído. El hombre se levantó y avanzó sonriendo hacia los visitantes, diciendo:
- Bienvenidos al templo de Osiris y de Bes. Que los dioses os concedan paz y prosperidad.
- Que ellos os protejan- respondió Hermodoro. - ¿Sois el sacerdote de este templo?
- Uno de ellos.
- ¿Cuántos sois, si se puede saber?
-Por ahora residimos aquí doce sacerdotes, y seis más van y vienen por toda la comarca.
- ¿Y nadie os estorba?
- Estamos bien protegidos por la población del entorno, toda ella fiel a la antigua religión.
- Pero, los monjes ¿no han intentado expulsaros?
El sacerdote sonrió maliciosamente.
-No se acercan por aquí, a pesar de que tienen permiso para transformar el vecino templo de Nectanebo en monasterio. Temen al dios Bes.
- Si le temen es que creen en él.
- A veces pienso que creen en él más que nosotros. Para ellos, los dioses egipcios son diablos, seres bien reales.
El sacerdote, tras haber comprobado que no acudían más peregrinos, se ofreció para mostrarles el templo.
En el segundo patio les hizo admirar los bajorrelieves de Ramsés II con su extensa inscripción jeroglífica.
- ¿Leéis los jeroglíficos?
El sacerdote inclinó la cabeza y contestó mirando al suelo:
- Ninguno de nosotros, desgraciadamente, conoce la lengua sagrada. El último escriba que la conocía murió hace treinta años. Lo sacerdotes de este templo somos todos hijos de la región. Pertenecemos al cuarto orden sacerdotal; no tenemos ni tan sólo un estolista, aunque nos adornamos con las insignias de las clases supeiores… La disciplina se ha relajado, hacemos lo que podemos, o lo que queremos.
- ¿Y no habéis encontrado a nadie para enseñaros?
- ¿Quién podría hacerlo? No quedan otros escribas que Pinedjem en Tkou y algún viejo sacerdote de Filas. Además, nosotros somos gente rústica y nunca podríamos aprender una cosa tan difícil. A duras penas hemos aprendido el griego.
Pasaron a la segunda sala hipóstila, en la que el guía hizo observar la calidad de la decoración de la época de Seti I. Las siete capillas estaban adornadas con magníficos relieves, maravillosamente bien conservados.
- Todo esto está muy bien entretenido – comentó Hermodoro en tono elogioso.
- En obra de arte entendemos un poco. Cuidamos los monumentos e incluso los restauramos. Nuestro taller ha sido autorizado por el dux.
Salieron del templo y, rodeando la muralla, pasaron por delante de un edificio largo y bajo, con multitud de puertas que se abrían a un amplio patio; era la residencia de los sacerdotes. Cada uno tenía su celda, como una casita con un huerto en la parte trasera, explicó el acompañante. Seguidamente entraron en el largo corredor que llevaba al Osireion, es decir, a la tumba de Osiris, que había sido en realidad el cenotafio de Seti I. Después del corredor venían dos vestíbulos profusamente decorados con textos del Libro de los Muertos. La sala mayor representaba una isla rodeada por un canal sin puente de acceso alguno, símbolo, explicó el sacerdote, de la colina primordial de la creación del mundo. En el fondo se abría otra sala cuyo techo estaba decorado con representaciones astronómicas que suscitaron en Hermodoro un interés vivísimo.
- Me admira la calidad de estas pinturas y su buen estado de conservación- volvió a observar.
- Desde siempre ha habido sacerdotes en este templo. Esto, y el clima, hace que todo esté intacto.
Cuando regresaron al primer patio del templo de Seti I encontraron a un hombre y a una mujer que traían una cesta tapada con hojas de palmera. Hablaron con el sacerdote y éste, seguidamente, despidió a los visitantes y entró en el templo con los recién llegados.
¿Qué es lo que van a hacer?- curioseó Hermodoro.
- Van a consultar el oráculo de Bes- explicó Orsíesi.
- ¿Y qué es lo que consultan?
- Asuntos familiares y de la salud.
- ¿Y cómo responde el oráculo?
- Por mediación del sacerdote, evidentemente. Les entregará una tableta o un papiro con la respuesta, en griego o en egipcio. A cambio, los devotos hacen una ofrenda para el mantenimiento de los sacerdotes.
- No veo como con el contenido de la cestita que he visto se pueda mantener toda esta fábrica y una comunidad tan numerosa.
- Esto tenéis que preguntárselo a vuestro amigo Nimlot- concluyó Orsíesi burlonamente.
Mientras recorrían el resto de los monumentos de Abidos, no tan bien conservados, ni mucho menos, como el templo de Seti I, Hermodoro estaba meditabundo. Al cabo, mientras paseaban por las salas desiertas del templo de Ramsés II, soltó lo que barrenaba:
- Si todo lo que nos queda son una docenas de sacerdotes ignorantes escribiendo fórmulas mágicas, ya se puede ir todo río abajo.
Agotaron la mañana visitando el templo de Osiris, muy ruinoso, y las pintorescas tumbas de perros y de ibis en la cercana necrópolis, que arrancaron de Hermodoro nuevas expresiones de disgusto. Después, pasando por el interior de la población, de calles mal empedradas y llenas de suciedad, se encaminaron al hostal, donde les prepararon un comistrajo, después del cual emprendieron la cabalgata de regreso. A media tarde, sin tropiezo alguno, abordaron el Rois.


Miércoles 17 de PAOPE

De madrugada, antes de la salida del sol, se entabló un franco bóreas, frío y seco. Turi despertó a la tripulación y ordenó izar toda la vela; después dejó dos hombres de vigilancia y envió a los demás a dormir hasta pleno día. El Rois, empujado por el viento, arrancó río arriba con gallardía, iluminando tenuemente las aguas con el farolillo de aceite colgado de la proa.
Tres estadios más arriba de Abidos, el río dibujaba un codo y fluía de este a oeste. El barco hizo la bordada con dificultad, pues el viento le venía travesío. Turi amolló el trinquete y se aferró al gobernalle, consiguiendo que el madero navegase medio de bolina. El Rois se mostró digno de su renombre velero. Un estadio más allá el río se enderezó, deslizándose más correctamente de sureste a cierzo. El barco avanzó a buen paso, y a primera hora de la tarde ya fondeaban delante de Dióspolis Parva, en la ribera occidental del Nilo. La ciudad, por más que capital de provincia, era una población insignificante, y para acabarlo de arreglar, apartada del río. Presentaba un templo de época ptolemaica, medio en ruinas, y un gran monasterio pacomiano agarrado a la muralla. En el barco nadie se dignó bajar, aparte de dos hombres que fueron a buscar agua de boca.
Después de Dióspolis Parva, el Nilo hacía un gran codo y comenzaba a fluir nuevamente de nordeste a suroeste. Hubo que arriar toda la vela, armar los remos y navegar penosamente río arriba con el viento silbando en las drizas. Menos mal que Orsíesi seguía produciendo maravillas culinarias con los suministros ducales, de modo que los remeros vogaron voluntariosamente con la perspectiva de una excelente cena con vinos a tutiplén.
Hermodoro pasó toda la jornada sentado sobre una estera junto al castillo de popa, escribiendo y bebiendo agua.
Un estadio más arriba el río recuperaba su dirección de sur a norte. El viento había amainado casi por completo. Hermodoro sugirió recoger los remos y aguardar un viento favorable. Turi hizo echar el ancla y fondeó a cincuenta codos de la ribera. La luna creciente, amarilla y límpida, se desprendía de las montañas arábigas. Orsíesi batió una cazuela y convocó a todos a su cena principesca. Antes de retirarse a dormir, Turi estableció turnos de guardia para espiar la llegada del viento. Faltaban todavía diez estadios para llegar a Dendera, y el barquero sabía que este recorrido era uno de los peores del Valle del Nilo, puesto que el río tomaba la dirección de este a oeste, raramente favorecida por los vientos.

Jueves 18 de PAOPE

Al amanecer, una brisa del norte les quitó las legañas de los ojos más temprano de lo que pensaban. Turi decidió aprovecharla, mal que fuera un par de estadios. Con todo el velamen izado y el timón bien agarrado, el Rois navegaba fatigosamente río arriba.
- No os hagáis ilusiones- advertía Turi desde el timón- este perillán de río girará al nordeste y nos hará un buen corte de manga.- El barquero de los dioses lo conocía bien a su río, y lo amaba, sin privarse de largarle de vez en cuando alguna chanza. Efectivamente, el sol, que les venía de cara, se les fue desplazando hacia la derecha, y poco a poco el trapo fue quedando flaccido hasta que el barco se paró del todo.
- Arriad velas y armad los remos!- gritó Turi mirando de reojo a Hermodoro. Pero éste, ensimismado en sus papeles, no dijo nada o se hizo el desentendido. Al cabo de pocos minutos, seis remeros vogaban río arriba, mientras Turi iba manteniendo la embarcación lo más cerca posible de la ribera. Orsíesi sacaba de vez en cuando la cabeza por la escotilla y confortaba a los remeros con pregustaciones verbales del almuerzo que andaba preparando.
El Nilo se deslizaba apaciblemente por medio de una llanura ancha y feraz. Los cultivos, a ambos lados, arrancaban de las mismas riberas y se extendían hasta las serranías, que emergían azuladas en el horizonte. El Rois se cruzaba con frecuencia con pequeños faluchos y con alguna barca, todo de aspecto local. Hacía bochorno. Los hombres se iban alternando en los remos, incluso Hermodoro, que insistió en agotar su turno. Al mediodía, Turi, suspirando, decidió fondear y dejarlo correr hasta media tarde; a fin de cuentas, no iban a destajo, sino que eran excursionistas, y esto tenía sus privilegios. Todos estuvieron de acuerdo. Recogieron los remos y se instalaron sobre las esteras a lo largo de la orla, regodéandose en la comida que Orsíesi había proclamado. El cocinero-guía no les defraudó, a pesar de que las privisiones frescas del libramiento del dux ya se habían agotado. Pudo ofrecer, con todo, pescado fresco que había comprado a unos pescadores de un falucho que se les había acercado.
A media tarde, Turi, que no dejaba de escudriñar el horizonte, vislumbró por el lado de poniente, sobre el desierto, una especie de barda luminosa.
- Hay tempestad de arena en el desierto- anunció-, en un santiamén se nos echará encima el viento de poniente. Venga, largad todo el aparejo, tenemos que aprovecharlo.
De entrada fue un vientecillo extraviado en la bonanza del valle. Por la parte del desierto se levantaron tolvaneras. Luego la superficie del agua comenzó a rizarse, y de golpe las velas se tensaron. El Rois dio un salto y se lanzó río arriba como alelado. Los hombres saltaban y bailaban sobre la cubierta, lanzando gritos en honor de Isis de Filas, que les había favorecido con aquella ponientada porque sabía que peregrinaban a su santuario.
- Si no amaina, al anochecer amarraremos en el muell de Tentore- anunció Turi ufanosamente.
El viento se fue dando cada vez más fuerte, hasta que se convirtió en un nubarrón que no tardó en descargar un chaparrón impetuoso y refrescante. Turi hizo amollar la vela de proa para que el quillado no orzase, se aferró al gobernalle y condujo el madero volando sobre el agua hasta el puertecillo de Dendera. Fondearon en medio de la rada, echaron el ancla y se dispusieron a pasar la noche. Al caer la tarde, el viento flaqueó hasta amainar del todo, y una luna creciente hizo su esplendorosa aparición sobre las montañas arábigas. Orsíesi dictaminó que sería imperdonable no dar las gracias a Isis de modo adecuado. Entonces sacó a cubierta la imagen de la diosa que estaba permanentemente depositada en el fondo del castillo de popa, puso ante ella un pebetero y quemó incienso mientras salmodiaba una de las antiguas aretalogías de Isis en la lengua sagrada, que no entendía pero que sabía recitar. Cuando hubo terminado, de la oscuridad del muelle brotó un grito vibrante:
- Gloria a la Madre!
- Gloria!- corearon varias voces de hombres y de mujeres.
Los navegantes miraron sorprendidos hacia la oscuridad, y a la pálida luz del fanal pudieron percibir un grupo de gente que les contemplaba en silencio desde el muelle. Un hombre vestido con un sayo blanco avanzó hacia el agua y gritó:
- Aguardad un momento, adoradores!
Y salió corriendo muelle adelante. Al cabo de un rato regresó con un cesto repleto de fruta y una odrina de aceite, que entregó a los navegantes. Orsíesi le dio las gracias en nombre de sus compañeros y prometió que, llegados a Filas, elevarían preces por la prosperidad de los antiguos adoradores de Tentore. La gente se retiró en silencio, y los del barco se dispusieron a cenar y a gozar de las peras, los melones, los dátiles y las nueces de los inesperados adoradores de Dendera.


Viernes 19 de PAOPE

Amanecía cuando Hermodoro, Turi y Orsíesi emprendieron la caminata de dos horas por la vía calzada que llevaba al recinto de Dendera, en el confín de las tierras cultivadas, ahora ya, en realidad, en pleno desierto.
El nombre de la población en egipcio común, Nitentore o simplemente Tentore, conservaba el nombre antiguo: Oni de la Diosa. Esta diosa era Hator, a la cual estaba dedicado el templo principal, edificado en época ptolemaica y romana.
Los pobladores del lugar se desparramaban por todo el valle fluvial, sobre todo alrededor del vial que unía la ciudad antigua con el puerto sobre el Nilo. La actual Tentore era poco más que una aldea agobiada por la inmensa fábrica del templo.
De camino, los excursionistas alcanzaron dos carretas de bueyes conducidas por sus boyeros. Orsíesi entabló conversación y les hizo explicar a donde iban y qué carga llevaban. Los hombres dijeron que transportaban materiales para la nueva iglesia cristiana de Tentore: herramientas, escaleras de madera, ladrillos y cemento.
-Ahora han tenido la ocurrencia de construir una iglesia en Tentore- comentó Turi sarcásticamente-, donde viven sólo cuatro gatos.
- Con toda seguridad lo que pretenden es asfixiar la religión antigua- sugirió Hermodoro.
- En Tentore hace mucho tiempo que no hay culto antiguo. No es como Abidos. Tentore es un lugar abandonado visitado sólo por curiososs. Ya veremos donde diablos estarán construyendo esta iglesia.
Después de un estadio y medio comenzaron a caminar entre las dunas del desierto. Tentore resaltaba hacia poniente como un oasis de verdor. Cuando se acercaron, el sol, ya arrancado de las brumas de las montañas arábigas, iluminaba sesgadamente la inmensa mole del templos de Hator. Súbitamente, Hermodoro se detuvo y exclamó:
_ ¿Pero que es esto, Turi? Este templo está completamente pintado de azul y de amarillo!
- Así es, Hermodoro- contestó Turi, sonriendo-. No os lo he dicho para daros una sorpresa. El templo de Tentore es uno de los pocos templos egipcios que conservan su pintura. Sabéis sin duda que los templos antiguos estaban pintados.
- Si, claro, los templos griegos también lo estaban. Pero en Egipto no había visto ninguno tan luminosamente pintado como este. Qué azul más intenso!
El pueblo de Tentore era pequeño pero limpio y bien entretenido, estirado sobre la vía romana. Saltaba a la vista que las casas habían sido construidas aprovechando los excelentes materiales de los templos. El alfoz estaba primorosamente cultivado. Era evidente que una autoridad había actuado en tiempos recientes. Los visitantes pidieron por el hostal y un par de zagales que parecían aguardarles los acompañaron alegremente a una casa más alta que el resto, edificada alrededor de un patio enlosado lleno en aquel momento de gente muy atareada. Turi encargó un desayuno, y mientras aguardaban que les sirviesen se sentaron en un banco de piedra en el porche, fisgoneando las idas y venidas de los alarifes y de los peones que trabajaban en las obras de la nueva iglesia.
Mientras desayunaban, torreznos con pan recién horneado y vino de las viñas de Tentore, el hostalero se les acercó para curiosear un poco y ponerse al cabo de quienes eran aquellos visitantes tan bien vestidos y que encargaban comida sin preguntar los precios. Al cabo de un rato de conversar pareció haberse hacho una idea del talante de los huéspedes y sugirió como quien no quiere la cosa:
- Si os interesa, puedo ofreceros un guía especial para visitar el templo.
Los tres excursionistas intercambiaron miradas maliciosas, y al cabo Turi dijo:
- ¿Qué tiene de especial el guía que nos ofreces?
El hostalero agitó las manos con expresión de vaguedad y añadió:
- Bueno, se trata de una mujer que hizo el aprendizaje de estas cosas antiguas en la Casa de Vida de Abidos, antes de que la cerrasen, hace ahora unos veinte años. Es muy entendida, y los visitantes quedan muy satisfechos.
- Muy bien, ya la puedes llamar. La contratamos para todo el día.
Al cabo de un rato se presentó ante ellos una mujer de media edad vestida con una túnica blanca ceñida al talle por un cíngulo de lana azul, con una cinta blanca en la cabeza que recogía sus cabellos negros y abundantes. Llevaba colgado de un hombro un zurrón del que sobresalían tres teas de resina. Los miró uno por uno en silencio y al cabo murmuró:
- Me llamo Serena. Bienvenidos en nombre de Osiris que cabalga sobre el sol naciente.
Los tres visitantes se levantaron y la saludaron con una profunda inclinación. Para entonces ya sabían que se hallaban ante una sacerdotisa. La mujer les invitó a seguirla y se encaminó decididamente hacia el recinto de los templos.
Atravesaron la gran portalada del muro exterior, que en algunos tramos tenía quince codos de altura, y se hallaron en el interior del recinto sagrado. Lo primero que vieron fue un grupo de obreros ocupados en derribar la parte posterior de un airoso edificio antiguo parcialmente porticado.
- Es, o era, el mammisi de Augusto- informó la guía-. El obispo de los cristianos ha obtenido el permiso de aprovechar los materiales para edificar una nueva iglesia, que es aquella construcción que veis acoplada a un ángulo del templo de Hator. También pueden utilizar los materiales de derribo del mammisi de Nectanebo, en la otra parte.
- ¿Y por qué no utilizan las piedras del templo de Hator?- refunfuñó Turi con displicencia-. Son de granito gris, mucho mejores que éstas, que son de gres.
- El templo de Hator es una propiedad imperial, y no se puede tocar. Las órdenes son de conservarlo tal como está. Como podréis apreciar, se halla en perfecto estado. Viene mucha gente a visitarlo, y esto contribuye a la prosperidad del pueblo.
- ¿Y tenían que venir a hacer su iglesia aquí precisamente, dentro del recinto sagrado? Más allá tienen todo el espacio que quieran.
La sacerdotisa respondió tranquilamente:
- El templo de Hator y de Osiris recibe muchos visitantes movidos por algo más que la curiosidad histórica. Las salas internas, a pesar de haber sido despojadas de las imágenes de los dioses, conservan, con su grandiosidad, el recogimiento de los misterios, y son una invitación a la plegaria. Nosotros mismos, cuando estaremos en el santuario, cerraremos las puertas, y en la oscuridad del templo rezaremos a nuestros dioses. Los cristianos saben muy bien que muchos devotos de la antigua religión acuden a este templo, uno de los más bien conservados de Egipto, para hacer plegarias puras y ofrecer libaciones a Osiris en su capilla del terrado. Pero lo que más les solivianta es que acuden también muchos cristianos para sentir la emoción de la grandiosidad mistérica y orar a su dios bajo estas naves. Vienen también muchas mujeres con ofrendas votivas para el dios Bes con ocasión del parto. Es por esta razón que los principales del cristianismo en la provincia han decidido edificar una gran iglesia al lado mismo de la entrada del templo para desviar la corriente de la religiosidad tradicional y llevarla a sus ritos.
- ¿Y lo conseguirán, que os parece?
- Creo que si. Cuando los monjes canten sus himnos el lengua egipcia bajo las amplias naves del nuevo templo, nuestro grandiosos monumento de piedra aparecerá como un simple residuo de un pasado ya muerto.
Rebasadas las obras de la iglesia, entraron en el patio del templo, desnudo y sin decoración, pero pintado de verde intenso. En la sala hipóstila, tenuemente iluminada por lucernas intercolumnares, la guía les hizo admirar la decoración del techo, que representaba el cielo diurno y el cielo nocturno. Las columnas de esta sala estaban pintadas de azul, de verde y de amarillo. Después pasaron al naos. Allí la oscuridad era total, y la guía encendió una de las antorchas que llevaba en el zurrón. El espacio era de una rara complejidad arquitectónica, lleno de capillas y criptas. Ésta era la parte más antigua del conjunto, de la época de los reyes griegos, precisó vagamente la guía. No había ninguna estatua, como era de esperar, pero los muros estaban cubiertos de relieves y de inscripciones perfectamente conservadas. Delante del santuario, la sacerdotisa, alzando los brazos, recitó en la antigua lengua sagrada, un himno del ritual osiríaco. Después, desde la capilla “uabit”, la pura, subieron a la terraza , en la que se levantaba un templo superpuesto, dedicado a Osiris. En una de las capillas de este templo había la representación de un zodíaco circular, que llamó poderosamente la atención de Hermodoro. En la capilla principal, la sacerdotisa vertió un chorro de vino sobre una roca que emergía del pavimento, enrojecida ya por las libaciones.
Pasaron todo el día visitando el templo y los monumentos de los alrededores: el lago sagrado, el sanatorium, el templo de Isis y el mammisi de Nectanebo. La sacerdotisa manifestó poseer amplios conocimientos históricos y arqueológicos acerca de todo el recinto. Hermodoro no se cansaba de formularle preguntas, que ella respondía con seguridad. Ahora bien, aparte de lo referente al lugar sagrado de Dendera, la mujer no sabía nada de nada.
Pasado el mediodía regresaron al hostal, donde tomaron un refrigerio. Mientras daban cuenta de una jarra del generoso vino blanco de Dendera, la sacerdotisa contó su historia. Su abuelo había sido sacerdote estolista del templo de Abidos cuando el culto estaba todavía activo y esplendoroso; sabía un poco de lengua sagrada y podía descifrar las principales inscripciones de los muros del templo. Su hijo, el padre de Serena, se había iniciado como sacerdote “uab” o pastóforo, pero se hizo cristiano para poder acceder al puesto de recaudador de impuestos de la comarca. A raíz de la muerte de su madre, Serena fue puesta bajo la custodia de su abuelo en el templo. Así fue como creció y se educó en el seno de la antigua religión en la Casa de Vida del templo de Abidos. Cuando murió el último servidor del templo de Hator y Osiris de Dendera, ahora hacía veinte años, Serena fue enviada a sustituirlo bajo la denominación, tolerada por el gobernador, de guía de los monumentos antiguos. Como todos los sacerdotes de su tiempo, Serena practicaba una religiosidad muy ligada a la magia, que era el servicio que les reclamaba el pueblo, tanto el tradicional como el cristiano. Había visitado a Pinedjem en Tkou y sabía muy bien quien era Nimlot: cada cinco años enviaba un equipo de albañiles para restaurar el templo.
El sol declinaba hacia los desiertos líbicos. Los visitantes se despidieron afectuosamente de la sacerdotisa y emprendieron el camino de retorno al puerto de Dendera. Sus ojos se hallaban todavía deslumbrados por los vivísimos colores del templo de Hator, mientras su espíritu se sumergía en la melancolía del doble anochecer, el que en torno a ellos difuminaba los contornos de las montañas líbicas y el de la ineluctable aniquilación del Egipto que todos amaban.

Sábado 20 de PAOPE.

La próxima etapa era Keptos, diez estadios río arriba. Con viento favorable podrían hacerla en una singladura, pero para los cinco primeros estadios no se podían hacer ilusiones, porque el río se empeñaba en ir de soslayo. Sin embargo, al alborear se levantó un vientecillo del nordeste que les permitió orzar hacia levante con todo el trapo alzado. A medida que iban avanzando el río se iba enderezando y el Rois ganaba andadura. A mediodía, el bóreas, impetuoso, les daba ya francamente de popa. Turi condujo el quillado al centro de la corriente para no tener que esquivar las barcas que costeaban. Cuando por el lado de poniente comenzó a alzarse un escarpado cerro, el navío corría ya francamente hacia el sur. A puesta de sol amarraban, satisfechos y descansados, en uno de los muelles del puerto de Coptos, en medio de barcos de carga.
Keptos, la Coptos de los griegos, había sido un importante centro comercial en tiempo de los faraones. Tres rutas a través del desierto la unían con los puertos del Mar Rojo. La ciudad era todavía próspera en la época ptolemaica. Tenía un santuario famoso, donde se veneraba al dios ictifálico Min. A raíz de una insurrección en tiempos de Diocleciano, la ciudad fue prácticamente abandonada, y ahora era un esquelético núcleo urbano patéticamente instalado en medio de un campo de ruinas. Sin embargo, el hecho de ser el punto de partida y de llegada de las rutas del Mar Rojo le permitía tener un mercado bastante activo.
Puesto que estaban bien provistos, y que la villa no ofrecía ningún atractivo, los navegantes se limitaron a renovar la provisión de agua y se dispusieron a pasar la velada y la noche en el barco.



Domingo 21 de PAOPE

Antes de alborear, el vigilante de turno despertó a Turi para anunciarle que el viento golpeaba fuerte del norte. Turi dio orden de izar todas las velas y zarpar, colocando dos fanales bien espabilados en proa. El río era muy ancho en aquel lugar y podrían navegar a oscuras por medio de la corriente sin peligro. La luna ya se había puesto. El cielo era de un negro azulado purísimo y la luz de las estrellas bastaba para vislumbrar las riberas. Turi tomó el timón, puso un hombre en proa y otro en popa y mandó a los demás a descansar, pues si querían llegar a Tebas la noche siguiente quizás les tocaría vogar duramente.
Durante el desayuno, Turi y Hermodoro hablaron del programa de la visita a Tebas y su entorno.
Tebas era la patria de Hermodoro. Así era como se le conocía en el mundo literario: Hermodoro de Tebas. Pero había abandonado la ciudad en su juventud. A los diecinueve años, su padre lo envió a Alejandría para estudiar letras y matemáticas, y ya nunca más regresó a su ciudad natal. De su juventud tebana recordaba las largas excursiones con sus compañeros de escuela a través de los inmensos campos de ruinas de los monumentos antiguos, tanto los del entorno de la ciudad como los de la orilla occidental. Por otra parte, ya no tenía en Tebas ni parientes ni amigos.
Al fin resolvieron pasar en Tebas un par de días, y proseguir luego río arriba. Hermodoro tenía prisa para llegar a Filas y plantear a los sacerdotes blemios la cuestión suscitada por el dux Maximino.
El viento del norte se fue manteniendo, como solía suceder en el mes de Paope, y con una plácida navegación el Rois se tragó los diez estadios hasta Tebas en poco más de diez horas. A media tarde fondeaban ya en el puerto de la ciudad.
Los antiguos egipcios la llamaban Uaset, los griegos Tebas y Dióspolis Magna. En lengua egipcia común, el nombre de la ciudad, Pape, evocaba el segundo mes de año, Paope. Esta palabra significaba en realidad “harén”, y se refería al templo de Luxor como “el harén de Amón”. “Al harén, pues!” clamó Turi radiante. Y todos desembarcaron para sacar el vientre de pena en las tabernas e incluso en los burdeles de Tebas.
La que había sido la gran capital del Egipto faraónico, la ciudad de las cien puertas, era ahora una villa provinciana que vivía a expensas de la guarnición del ejército imperial acuartelado desde finales del siglo III en el recinto del antiguo templo de Amón. El puerto era todavía extenso y bien pertrechado, pues tenía que acoger las naves del ejército. La población se extendía a lo largo de la ribera, interrumpida por las murallas de la fortaleza militar, que caían a plomo sobre el río. Más allá se extendían los inmensos recintos de los templos de Karnak, a los que su misma grandiosidad había preservado de una completa destrucción.
Turi estableció turnos de vigilancia para los próximos dos días. El resto del tiempo era de licencia para la tripulación. Orsíesi decretó cocina abierta, de modo que cada cual hiciera el horario que más le cumpliera.
Hermodoro y Turi salieron a dar una vuelta por las calles de la ciudad, bastante animadas en aquella hora vespertina. La mayoría de transeuntes eran soldados de la guarnición, que no cerraba sus puertas hasta una hora después de la puesta del sol. Hermodoro quiso comprobar si existía todavía el Hostal del Halcón, a donde solía ir a beber cerveza con su padre. Rodearon los muros del patio de Nectanebo, doblaron la esquina para ir a la puerta de levante y entraron en el recinto. El patio había sido ocupado por una población de casitas construidas con la sólida piedra de los monumentos faraónicos.
- La taberna del Halcón estaba en medio del patio, que en mi época era un yermo- reseñó Hermodoro.
Avanzaron hacia el centro del recinto por un callejón estrecho y tortuoso. Desembocaron en una plaza en el centro de la cual se levantaban los muros de una iglesia cristiana. Hermodoro permaneció inmóvil y silencioso contemplando aquella mole de piedra oscurecida, tenuemente iluminada por la luz de la luna. Al fin se volvió y propuso con un dejo de melancolía:
- Vayamos al muelle a beber un vaso de vino.
La calle que bordeaba el Nilo, ancha y bien enlosada, estaba llena de tiendas y de despachos de bebida. Entraron en un local más bien arreglado que los demás, con una gran parra en el porche. Tomaron asiento en el exterior y pidieron una jarra de vino blanco. Mientras bebían y observaban el movimiento de la calle, cada vez más clareada, se les acercó un oficial vestido con túnica corta y manto. El hombre se dirigió a Turi y lo saludó jovialmente. Turi se pusos de pie y le estrechó las manos fervorosamente. Después de volvió a Hermodoro y presentó al recién llegado:
- Kauit, decurión del cuartel de Tebas; creo que os he hablado de él alguna vez.
Hermodoro, sin levantarse, saludó afablemente al soldado y lo invitó a sentarse con ellos y beber un vaso de vino.
- Lo haré, pero a toda prisa, porque están a punto de cerrar las puertas del cuartel- dijo Kauit.- ¿Estaréis muchos días en Tebas?
- Hasta pasado mañana; podemos vernos mañana, si te parece- repuso Turi.
- Muy bien. Puedo pedir dispensa del servicio para todo el día. ¿Os gustaría una excursión a las tumbas de poniente?
- Sin duda. Hermodoro las conoce mejor que nosotros, pero creo que le agradará volver a recorrerlas.
Hermodoro asintió y se concertaron para el día siguiente a la hora prima. El soldado escapó en medio de una turba de hombres que corrían hacia el cuartel. Hermodoro y Turi estuvieron todavía un buen rato contemplando la luz del crepúsculo que se difuminaba sobre las montañas líbicas. Cuando hubo oscurecido marcharon muelle abajo para ir al encuentro del barco, que se mecía suavemente sobre las negras aguas del Nilo.

Lunes 22 de Paope-

El día se levantó turbio, con nubes bajas que rozaban las cumbres de las montañas líbicas.
- Tanto mejor, así no nos agobiará el calor del desierto- sentenció Turi.
Poco después de que el cornetín de la fortaleza anunciase la apertura de puertas, compareció Kauit acompañado por dos auxiliares que acarreaban sendas acemilas.
- En la otra orilla alquilaremos un par de asnos y estos hombres los conducirán con la res frumentaria- explicó alegremente-. Haremos una excursión con todas las de la ley. Os propongo visitar el templo de Hatsepshut.
Todos estuvieron de acuerdo, sobre todo Hermodoro, que contó que lo visitaba con frecuencia con sus compañeros de escuela. Los militares subieron al barco, y con cuatro golpes de remo el Rois atravesó el río hasta el embarcadero de Tebas occidental. En el mismo puerto alquilaron un par de asnos ya habituados a triscar por aquellos andurriales, según dijeron los mulateros: “Basta con arrearles un latigazo en el anca y enfilan hacia el Valle de las Tumbas Reales”.
- ¿Vienen muchos visitantes?. Inquirió Turi con curiosidad.
- Bastantes. De eso vivimos.
Hermodoro, Turi, Orsíesi, Kauit y los dos auxiliares tomaron el amplio vial que a través de bancales de cultivos rojizos y húmedos por la crecida llevaba derecho a las primeras estribaciones de las montañas líbicas, que se alzaban enhiestas y agrestes ante ellos. Luego de media hora de camino recto y llano llegaron a un campo a la vera del cual se erguían dos altas estatuas que a pesar de su deterioro manifestaban claramente que representaban el mismo personaje, no se sabía cual. Rebasados los colosos, el camino se hacía más angosto y comenzaba a serpentear por los yermos pedregosos del desierto. Pasados dos cabezos arenosos apareció a la derecha la mole del templo de Ramsés II, con sus airosas columnatas todavía intactas. A la izquierda, ya en pleno desierto, se columbraban los muros de ladrillo de un monasterio cristiano, en cuyo recinto cimbreaban varias palmeras.
- En mis tiempos había dos monasterios en esta parte- observó Hermodoro-. ¿Cuántos hay ahora?
- Media docena- informó Kauit-. Aprovechan todo lo que pueden de las antiguas estructuras. Lo que no lo necesitan no lo derriban, lo dejan tal cual. Se limitan a rascar las pinturas y los relieves de las partes bajas. Las partes altas suelen estar intactas.
- ¿No han invadido todavía el templo de Hatsepshut?
- Todavía no. Puede que lo encuentren demasiado grande y demasiado agreste. Además, a medio millar de pasos hay ya el monasterio de san Epifanio. No suelen instalarse tan cerca los unos de los otros.
Pasado el templo de Ramsés II el camino comenzaba a adentrarse por los desfiladeros de las montañas líbicas. Todo alrededor el paisaje era puramente mineral, sin asomo de vegetación. Hermodoro señaló los riscos tras los cuales se abría el Valle de las Tumbas Reales, accesible sólo desde el norte. Siempre ascendiendo llegaron a un collado desde el que se oteaban las ruinas del gran templo sin identificar que cerraba por mediodía la vista sobre el templo de Hatsepshut. Rodeándolo por debajo desembocaron en la ancha vaguada en cuyo arranque estaba edificado el templo de la reina.
Dejando los asnos y los auxiliares en una hoyada donde crecían algunos exiguos sicomoros, los expedicionarios entraron en el templo por la portalada de la primera terraza, cuyos muros estaban todavía intactos. Por una rampa que dejaba debajo de ella un pórtico con una doble hilera de columnas subieron a la segunda terraza, porticada en los cuatro puntos cardinales. En el ángulo izquierdo de esta terraza, bajo el pórtico que sostenía la tercera terraza, Hermodoro les hizo admirar los bajorrelieves que figuraban la expedición enviada por la reina al país de Punt. La tercera terraza, ya excavada en la roca, consistía en una sala hipóstila, a la izquierda de la cual había la capilla dedicada a la reina. Al fondo de la terraza, el santuario era una verdadera espelunca que se estrechaba a medida que se adentraba en la roca. Por el lado de levante, la terraza se abría como una gran balconada desde la que se divisaba el grandioso panorama del desierto, los cultivos, el valle del Nilo y las lejanas montañas arábigas.
- Esta reina pidió a su arquitecto que convirtiese en piedra su ansia de poder- comentó Hermoro-. Miradlo bien: esto no es un templo, es un monumento a la soberbia de quien se siente elevado por encima del resto de los mortales. Un templo consiste en una serie de espacios que convergen hacia el interior, hacia el lugar recóndito donde se celebra el culto. Esta construcción está vuelta hacia el exterior, es una atalaya para contemplar el mundo a los pies del poderoso. Además, es indestructible. El arquitecto introdujo sus terrazas en el roquedo y ¿quién puede destruir un agujero? Se podrán derribar las columnas, pero siempre quedará esta gigantesca concavidad, este mordisco en la roca que sólo un faraón de Egipto podía concebir. Hatsepshut quiso demostrar que un faraón de Egipto es más que un hombre o una mujer, que la fuerza del poder supera a la de su portador.
La expansión de Hermodoro fue acogida en silencio. Los expedicionarios recorrieron sin prisa todos los rincones del templo, entreteniéndose en los numerosos bajorrelieves y en las extensas inscripciones, echando de menos la presencia de los pequeños escribas que les habrían podido descifrar aquella profusión de palabras ignotas.
Orsíesi, entretanto, había bajado hasta el primer muro, donde aguardaban los auxiliares con los asnos, y había puesto el servicio a la magra sombra de los sicomoros, poniendo en el centro, sobre un bloque de pizarra, las provisiones preparadas por Kauit. No faltaba la cerveza, que todavía malteaban algunos taberneros de Tebas. Los excursionistas fueron bajando, y a medida que llegaban, Orsíesi les hacía despachar unos sorbos de cerveza para remontar el ánimo. Con este eficaz tratamiento, la melancolía que les había dejado el recorrido por aquella maravilla destinada a la ruina se fue disipando, y la comida transcurrió con jovialidad y con un punto de regocijo. Los dos soldados auxiliares eran del Fayum, jóvenes y agradables, e hicieron desternillar de risa a todos con chistes contados en su dialecto, que trastocaba las erres por las eles. Para redondear la fiesta, el día se fue levantando, y cuando emprendieron el camino de regreso a Tebas, el cielo ofrecía el prodigioso espectáculo de nubes negras coloreadas en escorzo por un sol que suspiraba ya por el reposo de las montañas líbicas.
Llegados al Rois, que les aguardaba en el embarcadero de Tebas occidental, tuvieron la agradable sorpresa de constatar que los hombres de Turi no habían perdido el tiempo y había pasado todo el día merodeando por las aldeas de la ribera para hacer acopio de provisiones frescas. Atravesaron el río y, al punto de desembarcar, Kauit ofreció a los visitantes, tripulación incluida, una visita a la fortaleza imperial. Dejaron los dos auxiliares a la custodia del barco y bordearon el muelle hasta el cuartel.
La entrada del gran recinto amurallado se hallaba en la amplia plaza al borde del río que cerraba el muro del patio de Nectanebo. Los edificios centrales de la administración militar ocupaban los que había sido el patio de Ramsés II, cuyas columnas eran claramente visibles en los muros. El resto de la construcción era nuevo, excepto la fábrica del templo. El cuartel acogía en permanencia una guarnición de dos mil soldados, dotados de carros y de caballería para intervenciones rápidas en el desierto. Se trataba de una verdadera ciudadela, más grande y más activa que los escuálidos restos de la antigua Tebas.
Kauit era un oficial de baja graduación, pero su competencia en las cosas del desierto le habían granjeado el respeto de sus superiores y de la tropa. Se añadía el hecho de que en el cuartel había un cuerpo formado íntegramente por nubios, y éstos profesaban todos la antigua religión. Puesto que Kauit era el unico oficial no cristiano, su posición en la vida interna de la guarnición era la de un enlace indispensable.
Kauit condujo a sus visitantes a la sección nubia. Los soldados disponían de una gran sala de esparcimiento, con una cantina y espacios para juegos. En aquel momento había una treintena de hombres, algunos sentados en bancos y acodados en largas mesas de madera y otros practicando el tiro al blanco con lancetas. Kauit presentó a los visitantes; los nubios los acogieron afablemente y los invitaron a beber un vaso de vino con canela. Después los guiaron hacia un extremo de la estancia, donde una puerta con el dintel pintado se abría a un trascuarto oscuro y silencioso. Cuando todos hubieron entrado y sus ojos se hubieron habituado a la oscuridad, vieron al fondo un ara sobre la cual se alzaba una magnífica estatua de Isis amamantando a Horus, iluminada por una lamparilla de aceite. Después de un largo y conmovido silencio, uno de los nubios recitó en su lengua una plegaria rítmica. Terminada la recitación, Hermodoro se hizo adelante y, sacando una moneda de oro de su escarcela, la depositó sobre el altar. Entonces todos se retiraron.
Aquella noche, en el Rois se cenó deprisa y corriendo. Cada cual deseaba retirarse para rememorar las emociones de aquella densa jornada tebana. Medio echados en cubierta o apoyados en la orla, los viajeros contemplaban los contornos de las montañas líbicas, iluminadas por la luz aceitosa de la luna llena.



Martes 23 de PAOPE.
Las madrugadas eran ya frescas. Solía soplar viento del norte, a veces una brisa casi imperceptible, que poco o mucho movía las artes siempre izadas del barco. Era la estación del año preferida para los que querían remontar el Nilo. El río, a pesar de que bajaba de nivel día tras día, llevaba todavía bastante caudal para asegurar una navegación sin riesgos. El Rois, al amanecer, se deslizaba ya río arriba pegado a la ribera izquierda. Los hombres dormían todavía. Sólo Turi en el timón y otro marinero en proa, a la mira de la ruta, estaban despiertos.
Hermodoro había manifestado una cierta premura para llegar a Filas. La distancia, desde Tebas, era de cincuenta estadios. En modo alguno, precisó, pretendía forzar la velocidad del crucero; renunciaba, sin embargo, a entretenerse visitando los monumentos a lo largo de la ruta. Los más cercanos, hasta Edfú, ya los había recorido en su juventud. Del resto podía prescindir. Decidieron, pues, aprovechar los vientos y las noches plenilunias, y dedicar las calladas al aprovisionamiento. Sólo en caso de necesidad navegarían a remo.
A hora tercia cruzaron por delante de Hermontis, Ermont en lengua egipcia, la “On de Montu” de los antiguos. En tiempos faraónicos había sido un simple lugarejo, atarugado en torno al templo de Montu, pero ahora había crecido y precedía ya a Tebas: era capital de provincia y tenía obispo cristiano.
La brisa boreal, oscilando entre el primer y el cuarto cuadrante, se fue manteniendo durante todo el día, permitiendo una navegación pausada pero continua. La zona por la que discurría el río no era muy habitada. Abundaban los tremedales y los barbechos enlodados. Los cultivos eran escasos y reducidos a los alfoces de las aldeas que se agarraban a los estribos de las cordilleras que caían sobre el Nilo.
Al anochecer echaron el ancla en el puerto de Esna, Esne en lengua egipcia, en la ribera occidental. Era una población grandota, desparramada en torno a los restos monumentales del templo de Knum, un edificio bastante bien conservado, circundado por un pórtico de una belleza desafiante, más griega que egipcia. Hermodoro y Turi fueron a visitarlo para estirar las piernas. Cuando se aproximaron pudieron constatar que delante mismo del templo se estaba edificando una iglesia cristiana que aprovechaba los materiales del primer patio del templo, bastante derruido.
- Estas iglesias cristianas- comentó Hermodoro – parecen escuelas o salas de administración de justicia; un templo es otra cosa, está pensado para los dioses, no para los hombres.
En el puerto les recomendaron no navegar de noche, pues se sabía que bajaba de Síene una flota imperial, y aquella gente tenía muy pocos miramientos con las demás embarcaciones. Decidieron, pues, pernoctar en el puerto de Esna. En la cena les aguardaba una agradable sorpresa. Orsíesi no había perdido el tiempo, y había mercado dos docenas de latés, el pescado que abundaba en las aguas de Esna, motivo por el cual algunos le decían Latópolis. Bien guisado con un sofrito de cebollas y ajos y sazonado con hierbas del desierto, el pescado resultaba gustoso y de buen pasar. Buena cena, buen vino y un frescor agradable les devolvieron a los mejores momentos de la expedición.
Durante la segunda vela nocturna pasó la flota imperial que bajaba de Síene. Ostentaban una iluminación esplendorosa, como si fueran embarcaciones de la procesión del Nilo.
- Parece que llevan prisa- comentó Turi, despertado por el centinela. Y sin pensarlo dos veces llamó a dos hombres, largó todo el aparejo y puso el barco a los tres cuartos de la corriente. El Rois, perezoso como si acabara de levantarse de una digestión demasiado pesada, resbaló río arriba en medio de la quietud más absoluta. La luna llena alumbraba las aguas como si fuera de día.


Miércoles 24 de PAOPE.
El bóreas se mantuvo constante, de modo que cuando el sol, grueso y rojizo, se mostró por encima de las montañas arábigas, el Rois ya cruzaba por delante de Nekheb y Nechen. Estas dos poblaciones habían sido centros de primera importancia en los momentos más remotos de la historia egipcia. En la actualidad no pasaban de ser pequeñas localidades sin categoría. Nekhen, la Hieracónpolis de los griegos, se arremolinaba en torno a su puertecillo; la ciudad antigua, casi en ruinas, se hallaba tierra adentro. En estos rodales las montañas arábigas se acercaban al río, desplomándose en forma de acantilados rocosos. La faja de cultivos era estrecha o inexistente. Al otro lado, la cadena líbica se abría en valles anchos y generosos.
Como quien no quiere la cosa, mediada la tarde amarraban el Rois en el muelle de Edfú, Etbo en lengua egipcia, la Apolinópolis Magna de los griegos. La villa se erguía sobre un cabezo rocoso y se hallaba rodeada por una muralla de construcción reciente.
Hermodoro, Turi y Orsíesi desembarcaron para ir a visitar el gran templo de Horus, que se levantaba en medio de la población. Las viviendas habían invadido el patio descubierto, pero habían respetado por completo el resto de la antigua estructura. Al lado izquierdo de la entrada, una capilla cristiana había sido construida en el vestíbulo del mammisi, sin invadir las estancias interiores.
El templo estaba abierto, pues servía de depósito de materiales diversos para los vecinos que ocupaban la explanada. Se trataba de un edificio del final de la época ptolemaica, informó Orsíesi, sorprendentemente bien conservado. Muchos bajorrelieves mostraban todavía el esplendor de las antiguas coloraciones. Encima de la puerta de la primera sala hipóstila pudieron admirar una gran estatua del halcón de Horus. Los cristianos, como de costumbre, se habían limitado a repicar las imágenes de los primeros niveles, sin preocuparse por eliminar las que se hallaban en alturas poco accesibles, por significativas que fueran. El templo se hallaba por entero recubierto por inscripcionbes jeroglíficas. Un tabernero que regía un establecimiento en el patio les contó que su padre había visto todavía grupos de sacerdotes del templo de Dendera que acudían a copiar las inscripciones, encaramados en escaleras que las gente les alquilaba.
- Vete a saber a donde ha ido a parar todo este material- comentó Hermodoro.
- A buen seguro que está recogido en el templo de Filas- observó Turi. –Pinedjem poseía varias copias, y yo mismo he transportada cajas de documentos de Tkou a Filas.
- Plega a los dioses que todavía podamos conservarlos- enfatizó Hermodoro.
El tabernero, habiendo vislumbrado la categoría de aquellos apacibles visitantes, se ofreció a prepararles una cena con los más renombrados platos locales: pescado frito y guisado de ciervo de las montañas líbicas. Los interpelados se mostraron conformes y fueron invitados a sentarse en un largo banco de piedra delante de la taberna, al reparo de una parra en la que zumbaba un enjambre de abejas que libaban los agraces para producir, dijo el tabernero, la mejor miel de las Dos Tebaidas.
- Ya puedes prepararme una jarra de esta miel- ordenó Orsíesi sin dilación.
Desde el banco columbraban la fastuosa columnata del pórtico del templo, iluminada por los rayos del sol poniente. Soplaba un vientecillo del Nilo que refrescaba el ambiente bochornoso del patio.
El tabernero sacó una jarra de vino dulce del Gran Oasis, el mejor, aseguró, del desierto tras las montañas.
Al cabo de un rato acudieron unos cuantos vecinos embarrados hasta las rodillas.
- Regresan de los campos- explicó el tabernero-. Las aguas bajan y hay que apresurarse para la primera siembra.
Los labradores saludaron a los forasteros y se sentaron en el banco de piedra. El tabernero les trajo una odrina de vino que fue pasando de mano en mano. Los hombres lanzaban miradas codiciosas a la elegante jarra que yacía en el suelo delante de los forasteros.
Súbitamente apareció en la puerta de la taberna un muchacho medio desnudo, de cabellos negros y larguísimos recogidos en una trenza. Llevaba en la mano izquierda una vara de almendro de la que colgaban teselas de distintas medidas, atadas por una punta con cordeles de esparto. Con una varilla metálica que empuñaba con la otra mano percutía las lajas arrancándoles una sonoridad arpegiada nítida y sorprendente. Después de unos cuantos arpegios prorrumpió en un grito agudísimo como de halcón al ataque y enlazó con una extraña melodía que oscilaba en cuartos de tono en un registro vocal altísimo. La línea melódica del canto era tan continua que parecía que el cantor no respiraba. Las palabras de su recitado eran claramente pronunciadas, pero en una lengua ininteligible.
- ¿En qué lengua canta?- preguntó Hermodoro.
- Es la lengua de los blemios- respondió Turi, que escuchaba extasiado.
El rapaz cantó largo rato, sin fatiga aparente, sin bajar de tono, acompañándose con percusiones irregulares de su primitivo instrumento. Al cabo se interrumpió en medio de una prolongada secuencia y quedó inmóvil apoyado en la jamba de la puerta. Uno de los campesinos le lanzó una moneda que el chico cogió al vuelo.
Hermodoro abrió su escarcela e hizo signo al muchacho para que se acercara. Cuando se aproximó vieron que cojeaba ligeramente.
- ¿Hablas egipcio?- preguntó Hermodoro mientras le alargaba una moneda de plata.
- Si, señor- repuso el chico mientras tomaba la moneda con expresión de incredulidad.
- ¿De dónde eres?
- De las Montañas Esmeraldinas.
- ¿Eres blemio?
- Si, señor.
- ¿Cómo te llamas?
- Razés.
- ¿Eres cristiano?
El muchacho lo miró atemorizado e inclinó la cabeza sin responder.
- Escucha- prosiguió Hermodoro bajando la voz,- nosotros somos adoradores de Isis. No tienes nada que temer.
- ¡Madre de los dioses!- exclamó el niño, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
El tabernero, intrigado, se había acercado y agarró al muchacho por un brazo, rezongando:
- Hala, vete, no importunes más a estos señores.
- ¿De dónde lo has sacado?- preguntó Hermodoro.
- Lo compré en el mercado de Coptos, los venden a buen precio. Éste era ya cojo, y me lo dejaron por cuatro chavos. Tiene una pierna un poco más corta que la otra, ¿lo veis? Pero canta muy bien, y pensé que sería una buena atracción para mi hostal.
- ¿Qué edad tiene?
- Dice que tiene doce, aunque aparenta menos.
- ¿Cuánto pides por él?
El tabernero, oliendo un buen negocio, se hizo el remolón:
- No lo vendo. Además de cantar, me ayuda en la cocina, cuida los animales, limpia… Es muy dócil. No, no, no está en venta.
Hermodoro y Turi intercambiaron una mirada de inteligencia. El niño, en el entretanto, se había retirado al interior de la casa. Al poco asomó la cabeza para avisar de que la cena estaba a punto en el comedor.
Cenaron espléndidamente. El tabernero servía los platos, mientras el pequeño blemio escanciaba el vino con un chorro impecable. Hermodoro insistió en que el hostalero bebiera con ellos. Mientras bebían, ya un poco enturbiados, Turi comentó como quien no quiere la cosa:
- Este vino es mejor que el que nos regaló el dux Maximino.
El tabernero puso los ojos en blanco pero no dijo nada. Los huéspedes siguieron comiendo y bebiendo sosegadamente,
Había oscurecido por completo. Hermodoro pidió la cuenta. El tabernero, sin vacilar, anunció una cantidad exorbitante. Turi, furioso, iba a agarrarlo por el cuello, cuando el hombre, sin inmutarse, añadió:
- El chico está incluido.
Hermodoro rompió a reir, y, abriendo la escarcela, puso cinco monedas de oro en manos del tabernero. Éste las tomó con una reverencia y dirigiéndose al pequeño blemio le dijo:
- Recoge tus cosas y vete con estos señores.
- Y no olvides el instrumento! – añadió Turi.
El muchacho desapareció y en un abrir y cerrar de ojos volvió con un hatillo de ropa y la vara de las lajas, que utilizaba como cayado. Sin vacilar, se puso al lado de Hermodoro. Éste hizo gesto de despeinarlo mientras decía:
- Ponte una esclavina, que ahí fuera hará frío.
Y los cuatro, acompañados por un campesino con una antorcha, se encaminaron hacia el muelle. En el barco, Turi improvisó un habitáculo debajo de la escala del castillo de popa, delante de la estancia de Hermodoro. El niño depositó su hatillo y la vara de las lajas, y preguntó qué tenía que hacer.
- Espera- dijo Turi-, enseguida comenzarás a trabajar.
Turi convocó a toda la tripulación, encendió una lamparilla delante del altar de Isis y pidió al pequeño blemio que recitase una plegaria en su lengua. Y cuando todos esperaban una secuencia de chillidos estridentes, el cantor, con los brazos alzados, entonó con voz profunda y aterciopelada una salmodia melancólica y prolongada que se esparció sobre las aguas del Nilo plateadas por la luna llena. Cuando terminó, Orsíesi, con toda naturalidad, se acercó al muchacho y dijo:
- Isis pide que cuidemos a su hijo. Venga, chico, a dormir.
Y, tomándolo por un brazo lo acompañó a su celdilla, lo hizo acostar e intentó cubrirlo con la ropa que llevaba en el hatillo; pero era tan mezquina que no alcanzaba a taparlo del todo. Entonces Hermodoro trajo su manto y lo envolvió completamente. Alrededor del castillo de popa todos se entretenían y nadie amagaba retirarse, hasta que en la quietud de la noche fluvial, la respiración acompasada del pequeño blemio les dio a entender que Horus se encontraba ya con su padre Osiris sobre la ruta de las estrellas invisibles navegando hacia la Puerta de Levante.
Jueves 25 de PAOPE.
Despuntaba el día cuando Turi, sigilosamente, despertó a cuatro hombres y les ordenó coger los remos. Una extraña bonanza planeaba sobre el valle del Nilo. El río estaba inmóvil como una balsa de aceite.
- Se avecina una borrasca- argumentó.- De momento, esta calma puede durar varias horas, y nuestro amigo se concome para llegar a Filas. Tendremos que vogar.
Los hombres comenzaron a remar, mientras Turi se instalaba en el gobernalle y mantenía el Rois lo más cerca posible de la ribera. Al cabo de un rato se adormeció. De repente sintió que tiraban de su sayo, y vio a su vera al pequeño blemio.
- ¿Qué tengo que hacer?
- No tienes que hacer nada, Razés. Vuélvete a la cama y no te muevas hasta que vaya a llamarte.
El rapaz no se movió.
- ¿No me has oído?- farfulló Turi.
- Es que me gustaría quedarme a tu lado mirando el río. Me gusta oir el chapoteo del agua.
- Bien, pues envuélvete en la capa y siéntate sobre estas cuerdas. Y si te da por cantar, no te prives.
Pero el niño no cantó, y al cabo de poco rato había vuelto a dormirse apoyando la cabeza en los pies de Turi. “Este barco pronto parecerá una escuela flotante”, murmuró el barquero para sus adentros, sin asomo de disgusto.
Cuando el sol comenzó a incendiar con nubes rojizas las montañas arábigas, Hermodoro salió a cubierta. Miró en silencio a los remeros y se acercó a Turi, que se hacía el desentendido mirando hacia la ribera de levante.
- ¿Cuándo me toca? – preguntó Hermodoro sencillamente.
- A hora tercia. Id a desayunar, y luego, si os apetece, agarrad vuestro remo. Y ahora llevaos a este dormilón, que Orsíesi le haga comer, a ver si lo engordamos un poco.
Razés se había despertado, y agarrado a los pies de Turi miraba a Hermodoro con rostro expectante.
- Vamos, Razés-, dijo Hermodoro tomándolo de la mano.- Creo que Orsíesi nos ha preparado unos buñuelos de miel para chuparse los dedos.
A hora tercia, con un sol ya alto y un tiempo cada vez más cerrado, Hermodoro ocupó su banco de remero. Al primer empujón se le escapó un regüeldo como un estallido de látigo. Los demás remeros soltaron los remos y se desencuadernaron de risa sobre los bancos. El marinero que estaba al timón les recriminó:
- A vogar, gandules! En este plan no llegaremos a Síene ni para la próxima inundación!
- Han sido los buñuelos de Orsíesi- explicó Hermodoro impertérrito.- Se ve que eran más de viento que de miel.
A hora sexta, cuando se iba a proceder al relevo de los remeros, estalló la tormenta que se había estado aprestando toda la mañana. Pasado el primer aguacero, y puesto que el viento, fuerte, venía del desierto líbico, Turi decidió barloventear, para lo cual dio orden de largar todo el aparejo. El Rois, crujiendo y dando retozos, cortó el agua río arriba por medio de la corriente.
A media tarde, cuando la tormenta hubo amainado, y el Rois navegaba ya a sotavento, Hermodoro convocó a Turi y a Orsíesi ante el altar de Isis y pidió que fuesen a buscar a Razés, el cual, sin atender a su cojera, se encaramaba como una ardilla por los aparejos y repasaba el cordaje. Cuando todos se hubieron reunido delante del altarillo, Hermodoro desarrolló un folio de pergamino y leyó el escrito que había redactado en lengua griega:
“Yo, Hermodoro de Tebas, ciudadano romano, residente en Constantinopla, otorgó a Razés de las Esmeraldinas la manumisión completa e incondicional y lo colocó bajo la custodia del sacerdote mayor del santuario de Isis de Filas, con una dotación de doscientos solidi que serán destinados a su manutención y a su educación. Firman conmigo como testigos Turi de Licópolis y Orsíesi el Barquero. Sobre el Nilo, el día 25 de Paope del año tercero del emperador Marciano.”
Hermodoro depositó el pergamino sobre el ara de Isis y lo firmó con el recado de escribir que sacó de su escarcela; después firmaron Turi y Orsíesi. Entonces, Hermodoro arrolló el pergamino y lo puso en manos de Razés que lo observaba todo sin acabar de comprender lo que ocurría, y le dijo:
- Ahora eres un hombre libre, Razés; puede ir a donde quieras.
El muchacho tomó el rollo, lo miró con incredulidad y por fin se dirigió a Turi:
- ¿Quiere decir que ya no soy un esclavo y que podré regresar con mi gente?
- Así es- respondió Turi-, pero el señor embajador te ha dotado con doscientos solidi para que puedas educarte en Filas. Aprenderás a escribir griego y egipcio y perfeccionarás tu arte musical. Te conviene aceptarlo. Siempre estarás a tiempo de volver a tus montañas.
Razés quedó pensativo. Al cabo, se acercó a Hermodoro, le tomó una mano y dijo sencillamente:
- Gracias, romano.
Después se dirigió nuevamente a Turi:
- Si, me quedaré en Filas con los sacerdotes blemios, pero iré a mi país en cuanto pueda. Y ahora ¿qué hago con esto?
Turi sugirió:
- Puedes confiarlo a alguno de nosotros hasta que lleguemos a Filas.
- Bien. ¿me lo puedes guardar tú, tío Turi?
Todos rompieron a reir.
- Lo que me faltaba!- exclamó Turi-. Ahora coleccionaré sobrinos a lo largo del Nilo. Dámelo, si que te lo guardaré. Y ahora, vete a tomar el fresco.
Cuando salieron a cubierta, Orsíesi se inclinó ceremoniosamente ante Razés y le espetó:
- ¿El señor ciudadano blemio se dignará bajar a ayudarme a cortar cebollas para el sofrito?
Río arriba, las montañas arábigas se iban aproximando al valle fluvial, formando pavorosos acantilados que se reflejaban en las aguas encalmadas del Nilo. De vez en cuando la cadena rocosa se interrumpía para dejar paso a hondonadas pedregosas y desfiladeros con torrenteras secas que propiciaban una escuálida vegetación de matorrales polvorientos. No se divisaba ningún poblado. La ribera occidental era un poco más amena; las montañas la ceñían de lejos y en los llanos la inundación habia dejado bancales de limo rojizo que el sol no había secado todavía. En algunos cabezos se divisaban aldehuelas de aspecto miserable. Al anochecer Turi hizo amarrar el Rois a unas estacas de madera encajadas en unas rocas de la ribera derecha. En tierra no había nada que ver, de modo que después de una cena ligera todo el mundo se retiró a dormir por si al día siguiente hubiera que madrugar. A medianoche, la luna llena se abrió paso entre dos riscos de las montañas arábigas e inundó el valle de una luminosidad suave y lechosa. En el barco todos dormían y nadie se dio cuenta. La luna, sin embargo, siguió su curso dejando rieles de plata sobre las aguas del río de Egipto.

Viernes 26 de PAOPE.
A hora prima comenzó a soplar una ventolina del norte que fue rápidamente aprovechada para izar todo el trapo y navegar río arriba rozando la ribera oriental, menos expuesta a embarrancamientos. Lo que al principio parecía una brisa enflaquecida se fue robusteciendo y se afianzó como una tramontana que silbaba en las drizas con gran gozo de la tripulación. Puesto que nada en aquel inhóspito paraje fluvial invitaba a detenerse, el Rois navegó sin parar hasta el congosto de Horemheb. Orsíesi entretuvo a la tripulación con recursos culinarios, y dictaminó que, dada la proximidad de Síene, en la que podrían aprovisionarse de todo, sería vergonzoso llegar a la ciudad con la bodega llena. Todo el mundo estuvo de acuerdo, y se mostraron dispuestos a hacer todo lo posible para que la dignidad del equipaje no quedara en entredicho. Y cumplieron. Cuando, al atardecer, el Rois ascendía por el congosto de Horemheb, los escarpes que ciñen el río se enviaban el uno al otro las estentóreas canciones marineras de los tripulantes del barco, acompañadas por las lajas de Razés, provocando una batahola como si un ejército se estuviese enardeciendo para entrar en combate. La luna llena hubiera permitido la navegación nocturna, pero, atendida la condición de la marinería, Turi consideró más prudente fondear en el embarcadero de una cantera abandonada y aguardar la salida del sol.


Sábado 27 de PAOPE.
El vientecillo del norte era flaco pero constante. Turi hizo largar todas las velas, y antes de la salida del sol el Rois navegaba voluntariosamente río arriba. A media mañana se acercaba a Embo. Hermodoro quiso hacer una breve parada para dar una ojeada al templo ptolemaico de Sobek, mientras Orsíesi aprovechaba para comprar fruta y pescado fresco. Hermodoro se llevó al pequeño blemio para comenzar a instruirlo en las cosas helénicas. Llegados al patio del templo, vieron que había un mercado, abigarrado y ruidoso. Al pasar por delante de una tienda de ropa, Hermodoro se detuvo, examinó algunas prendas y ordenó al tendero que probara dos vestidos a Razés, uno de diario, con capuchón, y otro de lucimiento, con capa. Razés salió del probador ataviado con una túnica corta de lana a la moda romana, ceñida con un cinturón de cuero con una escarcela. El resto de la ropa les fue entregado en un capazo de esparto.
- Ahora vamos a comprar calzado, si te parece bien- dijo Hermodoro.
- Sois muy generoso conmigo, embajador. ¿Cómo os lo podré pagar?
- No te hagas líos, zagal. Todo este ajuar te lo pagas tú con tus dineros, que bastantes tienes. En adelante ya no tendrás que dar las gracias a nadie.
Antes de llegar a la tienda del zapatero, Hermodoro puso en manos de Razés una moneda de oro (“de las tuyas”, insistió) y lo empujó:
- Anda tú solo, y que no te engañen.
Razés, caminando con cachaza de terrateniente, se acercó a la tienda. El zapatero lo examinó de arriba a abajo, y, convencido, le mostró un par de sandalias con suela de cuero y unas botas de media caña apropiadas, explicó, para transitar por caminos fangosos, como lo eran casi todos en aquella época del año. Razés probó los calzados y preguntó el precio. Entonces Hermodoro, que observaba la operación desde la esquina, fue testigo de un suceso que nunca hubiera podido imaginar. Razés, con el puño cerrado delante de las narices del zapatero, lo zahería con las expresiones más enérgicas del egipcio popular, tratándolo de ladrón, de aprovechado y de explotador de forasteros. El hombre, aturdido, viendo que la gente comenzaba a arremolinarse para ver lo que pasaba, tomó al muchacho por un brazo y lo hizo entrar en la tienda. Al cabo de un rato Razés salía muy ufano con dos pares de zapatos atados con una tira de piel. Se reunió con Hermodoro y explicó con toda naturalidad:
- Me pedía cuatro didracmas y le he dado dos.
Hermodoro murmuró pasándole la mano por el cabello:
- Creo que tendré que nombrarte administrador de mis negocios. ¿Dónde has aprendido a mercadear de esta manera?
- El chico no respondió enseguida. Al fin, levantó la vista hacia Hermodoro y dijo sencillamente:
- He sido mercancía antes que mercader.
Y ya no hablaron más.
Después de una rápida visita al templo de Sobek, bastante bien conservado, regresaron al barco para proseguir la ruta. El viento seguía favorable. Navegaron toda la tarde, y al anochecer echaron anclas delante de un palmeral de la ribera oriental. Hacía una noche de luna tibia y mágica. Después de la cena, Razés, sin que nadie se lo pidiera, trajo su instrumento y amenizó la velada con coplas de pastores en tono agudo, para terminar con un himno isíaco en tono grave.
-

Domingo 28 de PAOPE.
No todo era coser y cantar sobre el Nilo. De madrugada, mientras el sol naciente enpolvaba de luces azuladas las aguas del río, una calma aplastante se había instalado en el valle. No merecía la pena izar las velas. Turi consultó con la tripulación. Todos estuvieron de acuerdo en que había que esforzarse para llegar a Síene aquella misma tarde. Se harían turnos de remo de dos horas; todos irían pasando, excepto Orsíesi y Razés. El cocinero había hecho una buena provisión de víveres y aseguró que las comidas que iba a prepararles pasarían a las crónicas de Egipto. En cuanto al vino, saldrían a media odrina por cabeza.
Ocho estadios antes de Souan, la Síene de los griegos, el valle del Nilo se estrechaba considerablemente. El río discurría entre acantilados. De vez en cuando aparecía un bancal amenizado con palmeras. Ni rastro de población. La angostura del curso hacía que la corriente fuera muy rápida. Los barcos que iban río abajo pasaban raudos y gozosos. El Rois, mal dotado para la navegación a remo, avanzaba penosamente.
Poco después de la hora nona se levantó un soplo del desierto líbico. Turi decidió voltearlo; conocía bien su barco y sabía que, incluso con aquella corriente tan fuerte, podía hacerlo. Largaron todo el aparejo y orzaron hacia el centro del río. No podían transitar cerca de las riberas porque el madero escoraba y podían topar con los márgenes rocosos. Turi, auxiliado por uno de los tripulantes, agarró el gobernalle, mientras el resto de la tripulación se distribuía por toda la cubierta y por el aparejo, a punto de cargar o descargar. De esta guisa, poco a poco pero sin flaquear, virando de cuando en cuando para ganar el barlovento, el Rois remontaba el Nilo. Pasadas dos hora, el valle se ensanchaba y el barco pudo navegar más apartado de la corriente central .
La oscuridad les cayó encima cuando faltaban todavía dos estadios para Síene, pero a nadie se le pasó por las mientes detenerse para pasar la noche. Lucía una luna espléndorosa y no era peligroso navegar de noche. Por si acaso, alumbraron todos los fanales, pues a aquellas alturas Orsíesi ya no regateaba el aceite. Antes de terminar la primera vela nocturna amarraban el barco en el puerto de Síene.
A pesar de la hora tardía y de las fatigas del día, los tripulantes quisieron bajar a tierra. Turi les dio licencia hasta la tarde del día siguiente. Hermodoro, Turi, Orsíesi y Razés permanecieron en el barco, cenando con tranquilidad, apurando los restos de la bodega y haciendo proyectos para la estancia en Filas.



Lunes 29 de PAOPE.
Ya no haría falta estar mirando el cielo para arrancarle los signos de los vientos. El Rois iba a permanecer amarrado en el muelle de Síene varios días, no sabían cuantos, encajado entre las enormes gabarras que transportaban la sienita, el renombrado granito rojo de la comarca.
Por la mañana se dispersó el personal. Los tripulantes acordaron turnos de vigilancia, y los que libraron se desparramaron por la ciudad, sobre todo por el mercado. Turi fue a visitar a sus clientes para apalabrar cargamentos para el retorno. Orsíesi y Razés salieron a retozar por la población. Hermodoro acudió a visitar al tribuno del destacamento militar para recabar las últimas informaciones acerca de los movimientos de los blemios.
Souan, la Síene de los griegos, era la última población egipcia antes de la primera catarata. La villa se extendía entre el río y los riscos de las montañas nubias. En tiempos faraónicos, la capital de la provincia estaba en Elefantina, la isla que se alarga delante de la ciudad; Souan era meramente un puerto, un mercado y un barrio de obreros. Los romanos habían fortificado la ciudad, muy expuesta a los ataques de los blemios, y en la actualidad era una auténtica ciudadela, cuyos muros se encaramaban por las colinas de los alrededores. La principal actividad de la población era la explotación de las canteras de granito rojo, con el cual se habían edificado muchísimos monumentos de la época faraónica. Durante los períodos de paz, el mercado era un centro de intercambios comerciales con las gentes del desierto, nubios y blemios.
Hermodoro ventiló rápidamente sus obligaciones protocolarias y se apostó a la puerta de una taberna con un vaso de vino en la mano, cierto de ver pasar a los suyos uno tras otro. Los primeros en comparecer fueron Orsíesi y Razés. El niño había mercado una magnífica daga de acero con vaina de cuero y la llevaba colgada del cinto con discutible marcialidad. Orsíesi se había limitado a comprar algunos víveres para la tarde, y había comenzado a sondear aprovisionadores para el viaje de retorno. De repente llegó Turi, jadeando y agitado:
- Mañana es fiesta grande en Filas. Hay la procesión nocturna del menguante. No nos lo podemos perder.
- Tenemos que estar allí- asintió Hermodoro.- Preparemos enseguida la expedición. ¿Qué hay que hacer?
- Lo más urgente es apalabrar monturas y un par de guías nubios. Voy a por ello.
Al cabo de media hora, el eficiente navegante ya había organizado la expedición. Cuatro mulas, que cabalgarían por turnos, dos asnos para la impedimenta y dos guías especializados en el acompañamiento de visitantes a Filas. Como daba por descontado que todos los tripulantes se unirían al grupo, encomendó a uno de sus clientes la vigilancia del Rois durante su ausencia. La salida quedó fijada para el día siguiente de madrugada. Llegarían a Filas hacia el mediodía.

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