lunes, 27 de abril de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES

Inicio la publicación de mi novela histórica "El barquero de los dioses". Fue publicada en lengua catalana en 2005 ("El narquer dels déus", Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona, Bellaterra, 2005). Narra el proceso de extinción de la cultura del antiguo Egipto (en particular la escritura jeroglífica)en el siglo V de la Era Común. Los personajes son ficticios, pero el contexto es rigurosamente histórico.

El texto catalán está siendo publicado en mi blog "finestral".

EL BARQUERO DE LOS DIOSES
Novela
José Montserrat Torrents

Inscripción
EGIPTO!
¿Ignoras, Asclepio, que Egipto es una imagen del cielo? Si, nuestra tierra es el templo del mundo. Pero llegará un tiempo en que parecerá que los egipcios han sido inútiles a los dioses y en que el culto divino será menospreciado. Porque toda la divinidad huirá de Egipto y subirá al cielo. Entonces Egipto quedará como una viuda, abandonada por los dioses.
Corpus Hermeticum: Asclepio







Capítulo 1

EL TEMPLO AMENAZADO

Año 450 de la era cristiana, primero del emperador Marciano.
Mes de Tout, septiembre de los romanos.

La turba de monjes y ciudadanos se enriscaba fatigosamente por el áspero sendero que arrancaba de los últimos campos de cebada de la ribera del Nilo. La trocha trepaba por el cantil del roquedo que cerraba por levante la llanura feraz de las tierras irrigadas por la crecida. Más allá, pasada la cresta de la montaña, se extendía el desierto arábigo, que ya no terminaba hasta la orilla del Mar Rojo. A la izquierda, la cima de la sierra avanzaba como un espolón y se desplomaba sobre el río. Matojos de aulaga pugnaban por sobrevivir en el pedregal al borde del sendero sorbiendo las brisas húmedas que se levantaban de la corriente.
El viento del Nilo aún no se había entablado. Los rayos del sol, blanqueados por la arena, caían a plomo sobre hombres y minerales, levantando de la tierra calcinada un denso bochorno.
Al frente de la fila, una docena de monjes jóvenes, con los hábitos negros de la orden pacomiana, trajinaban toda clase de pertrechos de construcción (es un decir, pues el talante de aquella lúgubre multitud inducía a pensar cualquier cosa menos que iban a construir algo): picos, palas, mazos, azadas, calces, barras de hierro y sogas. Tras ellos subía resollando una cuadrilla de aldeanos alquilados para acarrear costales de betún y haces de leña. Un buen trecho más abajo, caminando con sosiego, subían un centenar de hombres de traza inequívocamente ciudadana, envueltos en sus mantos de ruta con capuchones que les tapaban la boca y calzados con sandalias demasiado finas para aquellos andurriales. Algunos trajinaban odres de agua o cestas de viandas variadas, como si fueran a una romería.
Los seguían dos docenas de monjes, que se detenían con frecuencia para aguardar a tres monjes ancianos que, doblados sobre sus cayados, se arrastraban por la cuesta cada vez más rezagados. No había ningún vecino de los pueblos de los alrededores, aparte de los trajineros.
En la línea de la cresta de la sierra, junto al risco que se desplomaba sobre el río, se alzaba la mole majestuosa del templo de Osiris de Tene. Ofrecía la estructura rigurosamente cuadrangular de los templos del Imperio Nuevo. Estaba orientado de este a oeste, con la entrada en el lado de poniente. Tenía acceso por una ancha rampa de losas de granito, de muy poca inclinación, con una pequeña balconada en cada lado. Los pilones del frontal de la entrada, de piedra y ladrillo, tenían muy poca altura. Venía después un gran patio cuadrado, enlosado con basalto gris y circundado por un pórtico con columnas de granito. Las columnas de la parte de levante eran osiríacas, y tras ellas se abría el gran portal de la sala hipóstila, a la que se accedía por tres peldaños de basalto negro. Esta sala tenía ocho columnas rectangulares de gres que sostenían un techo de grandes bloques de granito. Al fondo, tres pequeñas puertas con dintel de alabastro daban paso a tres capillas completamente oscuras. El trazo más original de este templo era la galería posterior, con una hilera de columnas de granito rosa que cerraban el recinto por levante.
Cuando lo iluminaba el sol poniente, el templo se reflejaba en las foscas aguas del río, ofreciendo el arrebatador espectáculo de un templo boca abajo en la corriente. En tiempos remotos, muchos curiosos acudían al atardecer para gozar de la visión de la casa de los dioses fluctuando bajo las aguas. Hasta se había construido al pie del acantilado una especie de mirador de madera desde el cual, mediante un módico peaje, se podía disfrutar del espectáculo con toda comodidad. Los restos de la glorieta servían ahora de redil para una docena de ovejas.
El recinto del templo había sido minuciosamente vaciado de las estatuas que antiguamente contenía. No quedaba más que una, la imagen en mármol del emperador Constantino en postura de faraón, colocada a la izquierda de la sala hipóstila, con una alfombra de lana a sus pies y una jarra de flores frescas a cada lado. Las estatuas que habían adornado las salas del templo reposaban ahora en la cripta, almacenadas y envueltas en tiras de papiro.
Las pinturas de la sala hipóstila, que representaban episodios del ciclo mítico de Osiris, habían sido cubiertas con enramadas de laurel y de hojas de palmera. Quedaban, sin embargo, las inscripciones jeroglíficas que llenaban de arriba a abajo los muros exteriores. Nadie se había preocupado de borrarlas, porque nadie las entendía. A pesar de todos los despojos, la obra del templo aparecía limpia y bien conservada dentro de su austera desnudez.
Arriba de todo de la rampa de acceso, a dos pasos de los pilones de la entrada, una docena de hombres y mujeres permanecían en pie e inmóviles bajo los rayos ardientes del sol matinal. Llevaban la cabeza descubierta y vestían túnicas de lino largas hasta los pies, holgadas y de anchas mangas, sin distintivo alguno.
Diez pasos delante de ellos, un hombre uniformado con tunicela militar, clámide y casco de legionario de tropas auxiliares, enarbolaba un estandarte con las insignias del Senatus populusque Romanus. El confaloniero era Alquinos, centurión licenciado de Heracleópolis, fiel de la antigua religión. Alquinos había tomado parte en la batalla de Utus en el año 447, cuando el ejército romano fue derrotado por Atila. El centurión egipcio se había enfrentado valerosamente a un nutrido escuadrón de hunos y había salvado al tribuno de su cohorte, rescatando de paso el estandarte. Cuando se licenció, se le concedió como recompensa el privilegio de guardar la insignia en su casa. No era la primera vez que acudía con el confalón imperial para obstaculizar la tarea de los demoledores de templos antiguos.
El primer racimo de monjes desembocó del sendero, y después de una ligera vacilación, se apartaron hacia el lado derecho de la rampa de acceso, dejando caer por tierra, con estrépito del todo innecesario, las herramientas que trajinaban. Los porteadores de betún y leña se agruparon tras ellos. La turba de ciudadanos desembocaron uno tras otro y se desparramaron por la izquierda de la rampa. Cuando todos hubieron accedido a la plataforma y cesó el rumor de los pasos, el recinto del templo volvió a quedar sumido en un compacto silencio.
Los recién llegados miraban torvamente al pequeño grupo de los servidores del templo, que permanecían absolutamente inmóviles bajo la luz cegadora. Al cabo, hacia la pendiente del sendero se escucharon unos resoplidos, y los tres monjes ancianos entraron en el recinto, jadeando y refunfuñando. Tras ellos llegaron los demás monjes, que formaron una especie de corona al comienzo de la rampa del recinto.
Uno de los hombres abrió un odre y ofreció agua a los tres abades (las cruces que colgaban de su pecho acreditaban su dignidad monástica). Los tres ancianos se refrescaron las muñecas y bebieron un trago. Seguidamente, ya más serenos, avanzaron hacia la entrada del templo y se detuvieron a pocos pasos del portador del estandarte.
El confalonero proclamó en griego y con voz estentórea:
- Larga vida al emperador Marciano y a la emperatriz Pulqueria!
A su espalda, los servidores del templo recitaron rítmicamente:
- Larga vida al emperador Marciano y a la emperatriza Pulqueria!
Un denso silencio acogió esta proclama. La brisa del río se había entablado y murmuraba quedamente al acariciar los muros del templo, removiendo las túnicas de los servidores. Al cabo, un hombre de aspecto venerable se separó del grupo de los servidores del templo, avanzó unos pasos e interpeló en lengua griega a los recién llegados:
- ¿No alabáis la majestad de nuestro emperador y de su augusta esposa?
Los tres abades intercambiaron nerviosas miradas y recitaron con un hilo de voz:
- Larga vida al emperador y a la emperatriz!
Detrás de ellos, la turba de monjes y ciudadanos masculló un susurro inarticulado, tras lo cual cayó sobre la montaña un angustioso silencio. Al cabo, uno de los abades se dirigió al que, a pesar de la ausencia de insignias, podía identificarse como sacerdote del templo y dijo firmemente sin alzar la voz:
- Este templo es la casa del demonio, y Dios ordena que sea derribado como los demás de la comarca. Vosotros podéis salir con todas vuestras pertenencias. Nadie os hará daño.
El sacerdote respondió, esta vez en lengua egipcia y dirigiéndose a la turba:
- Vosotros sabéis que este edificio se halla bajo la protección de nuestros venerados emperadores. El gobernador es testigo de que todas las estatuas han sido retiradas, de acuerdo con los sacratísimos decretos imperiales, y depositadas bajo sello en la cripta. Queda solamente la estatua del emperador Constantino, de gratísima memoria, venerado antecesor de nuestro emperador Marciano. Un rescripto del emperador Teodosio, que en gloria esté, nos autoriza a mantener el edificio en buen estado para albergar la efigie de su gran antecesor. El rescripto está depositado en los archivos de Antinópolis, y nosotros poseemos una copia auténtica, en griego y en latín.
Los abades se consultaron y luego el portavoz dijo:
- Este rescripto ya ha caducado. Después de él se han promulgado nuevos decretos que ordenan el derribo de los templos idolátricos.
- Os equivocáis, o es que quizá no leéis bastante bien el griego. Ningún rescripto imperial ha ordenado la destrucción de los templos de Egipto, sino tan sólo la cesación de los sacrificios y de los actos de culto. No podéis ignorar que este edificio ha dejado de ser un templo y que ahora forma parte del patrimonio imperial como casa que custodia un recuerdo glorioso de la historia del imperio romano. En todo caso, nosotros tenemos un rescripto. ¿Tenéis vosotros alguno que establezca su abrogación?
El abad permaneció en silencio. Detrás de los tres ancianos, los monjes y los ciudadanos murmuraban y se agitaban. El confalonero gritó:
- Larga vida al emperador Marciano y a la emperatriz Pulqueria!
Nadie respondió. El sacerdote observó con ironía:
- Circula el rumor de que los monjes pacomianos de la Tebaida no son unos entusiastas de la familia imperial de Constantinopla...
El más joven, o el menos viejo, de los abades respondió airadamente:
- ¿Quién ha dicho esto? Nosotros somos súbditos fieles de este emperador como lo fuimos de Teodosio.
El sacerdote, entonces, levantó los brazos y exclamó con voz potente:
- Invoquemos, pues, sobre el emperador la protección del cielo. Larga vida al emperador Marciano!
Los abades levantaron los brazos con las palmas de las manos hacia arriba y gritaron todo lo fuerte que pudieron:
- Larga vida al emperador Marciano!
Los servidores del templo y la masa de monjes y ciudadanos unieron sus voces para clamar repetidamente:
-Larga vida al emperador Marciano!
Cuando el eco de las exclamaciones se hubo extinguido en los muros del templo, reinó de nuevo el más absoluto silencio. Los abades murmuraron entre ellos y al cabo, sin mirar ni al estandarte ni al templo, se volvieron y se dirigieron hacia la salida. La multitud les abrió paso, y uno tras otro de adentraron en el sendero de bajada, llevándose picos, palas, mazos, azadas, calces, barras de hierro y sogas. El viento de mediodía, que había regresado con fuerza, gemía entre las columnas de la galería del templo, como si quisiera arrancarles las plegarias que los hombres mal avenidos de aquel país habían hecho cesar.

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Capítulo 2

EL TEMPLO INDULTADO

En el día diecisiete del mes de Hatur, noviembre de los romanos, del año 450, primero del emperador Marciano, las aguas del Nilo lamían mansamente las primeras gradas de la escalinata del templo de Isis de Tkou, en la ribera oriental del río. Faltaban todavía tres meses para que la gradería emergiera de las aguas, pero el nivel del río iba bajando día tras día, dejando al descubierto los campos impregnados de tierra rojiza y fértil. Cada escalón del pequeño muelle estaba flanqueado por dos norays, de manera que las embarcaciones podían amarrar en cualquier época del año. El último escalón enlazaba con la rampa que subía hasta la plataforma del templo; la rampa se ensanchaba a medida que se aproximaba a los pilones de la entrada hasta abarcar toda la anchura del muro occidental del edificio, que era el que miraba al río.
El templo era una construcción típicamente ptolemaica, realizada sobre el modelo del templo de Edfú, aunque de tamaño más reducido. Sin embargo, el santuario interior ofrecía indicios de mayor antigüedad, que se discernían en el tipo de material empleado: piedra en la parte más antigua, contra gres en la más reciente. Más allá de los pilones de entrada se abría un gran patio cerrado, con muros sin columnas. Se pasaba a la sala hipóstila por una puerta muy alta con dintel de mármol gris. La sala hipóstila desplegaba dieciocho columnas de gres que sostenían un techo del mismo material. Diversos basamentos junto a los muros hacían sospechar que la sala había acogido muchas estatuas. Las paredes estaban desnudas, excepto la que daba al santuario, que aparecía decorada de arriba a abajo con inscripciones jeroglíficas en color de finísima textura.
Al santuario interior se accedía a través de una puerta notablemente pequeña. El recinto, todo de piedra rojiza, se componía de una capilla exenta con portal de bronce circundada por un peristilo de un solo orden de columnas. El techo estaba espléndidamente entablado con trabes de madera de Creta. El santuario, según era habitual en los templos egipcios, no tenía más abertura que la puerta.
De pie sobre la grada más baja del embarcadero, Pinedjem dejaba que las aguas del río lamiesen sus pies calzados con sandalias de esparto. Atardecía. El sol declinaba tras la muralla montañosa que cerraba el horizonte por la parte del desierto líbico. Los acantilados de la ribera oriental, besados por la luz postrera, se reflejaban confusamente en las aguas casi inmóviles. No soplaba ni la más ligera brisa. Una quietud de cristal flotaba sobre las riberas del Nilo en su paso por Tkou, la Anteópolis de los griegos. Muy espaciadamente, de la villa cercana, estirada sobre la misma ribera oriental del río, llegaba el grito de un boyero o el tintineo de los hierros martilleados sobre el yunque.
Pinedjem era el último retoño de una ilustre familia sacerdotal de Licópolis. Su padre había sido sacerdote estolista del templo de Anubis de Raquerreret, y transmitió a su hijo el conocimiento de la escritura jeroglífica, que desde siempre había sido cultivada en la familia. Pinedjem había cursado estudios helénicos, primero en Panópolis, con los retores griegos de la ciudad, y después en Alejandría, donde fue discípulo de la filósofa y matemática Hipatia. De regreso a su ciudad, se casó y tuvo dos hijos. Al enviudar fijó su residencia en el templo de Isis de Tkou, todavía abierto, y obtuvo del emperador Teodosio II un rescripto que le autorizaba a fundar un scriptorium, con la obligación de conservar en buen estado los edificios del antiguo recinto y con la prohibición expresa de practicar el culto público y la enseñanza.
Pinedjem sabía lúcidamente que en aquel momento él era el único conocedor de la antigua lengua de los faraones en todo el país de Egipto. El Filas, el anciano sacerdote Inební pretendía conocer el demótico, por más que Pinedjem sospechaba que lo único que sabía hacer era copiar las antiguas inscripciones para hacer otras nuevas. Los hijos de Pinedjem, convencidos de la irremediable decadencia de la religión antigua, se habían desentendido de ella y se habían helenizado completamente; ahora enseñaban retórica en las ciudades del Delta. Pinedjem sabía que la antigua lengua de Egipto se extinguiría con él, y sabía también que nada podía hacer para remediarlo: el rescripto imperial prohibía severamente la práctica de la enseñanza en Tkou.
El sacerdote de Isis era un hombre de talante tranquilo y sosegado. En Tkou llevaba un modo de vida sobrio pero agradable. Por nada del mundo quería ser confundido con un monje cristiano, con sus necios e irracionales rigores. En la Casa de Vida del templo de Tkou se vivía con comodidad; los huéspedes eran acogidos incluso con esplendidez. Tkou era uno de los pocos lugares de Egipto donde todavía se bebía cerveza, braceada y puesta en lagares en las bodegas de la Casa de Vida.
Los recursos para el mantenimiento del templo no venían todos del escritorio. La empresa medraba, pero no hubiera podido cargar con tanto dispendio. El presupuesto ordinario se redondeaba con ayudas provenientes del templo de Tot de Hermópolis, que regía un próspero negocio de tejidos. Los dispendios extraordinarios se cubrían de un modo también extraordinario. Cien años atrás, el tesoro del templo de Tkou había sido secretamente transferido al desierto, al país de los blemios, que eran fieles de la antigua religión. Cuando se terciaba, Pinedjem enviaba un mensajero al templo de Mandulis de Talmis, una de las ciudades blemias y nubias del valle superior del Nilo, con la orden de poner a la venta alguna de las piezas del tesoro que los sacerdotes blemios habían custodiado con toda fidelidad.
A Pinedjem le apasionaba la lectura, a la que dedicaba todas las horas del día y parte de las de la noche. Disponía de una buena biblioteca, pero la tenía leída y releída. En consecuencia, dependía de los libros que generosamente le prestaban los maestros de las escuelas de Panópolis; el transporte corría a cargo de Turi el barquero, que era el enlace de las comunidades de antiguos creyentes del alto valle del Nilo.
Al sacerdote de Tkou le gustaba dar largos paseos por el desierto acompañado por Nup, su perro negro. Visitaba las antiguas necrópolis y copiaba las inscripciones todavía visibles, y luego utilizaba estos datos para contrastar o rectificar el texto de los antiguos libros del Más Allá. Cuando completaba varias páginas de enmiendas, las encuadernaba en forma de códice y lo enviaba por medio de Turi al templo de Isis de Filas para tenerlo bien custodiado.
Pinedjem era viejo, muy viejo, pero su cuerpo, alto y esbelto, irradiaba una serena energía. Tenía la piel blanca de los escribas que han pasado su vida enclaustrados en los escritorios. Los cabellos, grises y abundantes, le caían hasta los hombros; ya no obtemperaba a la antigua costumbre sacerdotal de llevar la cabeza afeitada. Aquella tarde vestía una túnica de lino blanca hasta los tobillos, ceñida al talle con un cinturón de cuero. A su vera, el perro negro yacía sobre las losas de la escalinata en actitud tranquila y afectuosa. Hombre y bestia escrutaban río arriba como si aguardasen algo por aquella parte.
Repentinamente resonó un grito en la entrada del templo:
-Ya llegan!
Un hombre alto y robusto, vestido con un sayo corto color verde oscuro, surgió del arranque de la rampa de acceso y bajó corriendo a saltos.
Efectivamente, por la parte de mediodía se perfilaba sobre el agua el contorno de una barca de dos palos con las velas izadas, pero navegando a remo, pues la calma era absoluta en aquella hora vespertina. Cuando arribó a las gradas del embarcadero, uno de los tripulantes, un mozo de barba negra vestido con un simple calzón y descalzo, saltó a tierra con un calabrote, haló la barca hasta la ribera y amarró la soga a uno de los norays. Pinedjem, con los pies en el agua, ayudó a los pasajeros a saltar a tierra. Cuando todos hubieron pisado las primeras losas de la rampa de acceso, el anciano sacerdote los abrazó y los besó uno por uno, y acto seguido los precedió por la suave pendiente hacia la entrada del templo.
Los recién llegados eran cinco, contando el barquero; la tripulación permaneció en el barco. Junto a Pinedjem subía Nimlot, sacerdote estolista del templo de Tot de Tierra Adentro, en Hermópolis, vestido con un sayo de viaje y calzado con botas de cuero. Lo seguían su esposa Menat-Neter, sacerdotisa del mismo templo, con la misma indumentaria, y, más rezagados, conversando animadamente, marchaban Isidoro, gramático de Panópolis y Djedi, sacerdote puro del templo de Abidos. Turi, el barquero, y el servidor del templo, que era el que había divisado el barco cuando se acercaba, acarreaban entre los dos un gran cesto de fruta fresca: manzanas, peras, melones, uva e higos.
Muchos creyentes de la antigua religión en el valle del Nilo habían trocado sus nombres griegos o egipcios por nombres de la onomástica egipcia antigua. De esta manera se les antojaba estar más cerca del Egipto que amaban y añoraban, cuando el país era libre y adoraba a sus dioses.
Cuando la comitiva alcanzó la plataforma delante de los pilones de la entrada, Pinedjem se adelantó y abrió los anchos batientes de la puerta. Apareció el patio descubierto, sumido en la penumbra del día declinante. En medio del atrio habían dispuesto una mesa con manteles de algodón blanquísimos. Dos candelabros de plata iluminaban tenuemente el recinto. Sobre la mesa había un lebrillo y una jofaina de bronce. Un niño y una niña, vestidos con túnicas litúrgicas, velaban de pie junto a la mesa, y cuando vieron entrar al grupo tomaron la jarra y la jofaina y avanzaron para verter agua en las manos de los huéspedes. Cumplido el ritual de recepción, la comitiva, siempre encabezada por Pinedjem, atravesó el patio y entró en la sala hipóstila. El barquero y el servidor depositaron la cesta de fruta delante de la puerta del santuario, clausurada con un cerrojo. Entonces, Pinedjem y el servidor acompañaron a los huéspedes a las celdas en las que iban a alojarse en la Casa de Vida, unida al templo por un corredor cubierto con entrada directa desde la sala hipóstila.
Una hora más tarde se sentaron o se recostaron en torno a una gran mesa baja en la sala principal de la Casa de Vida, profusamente alumbrada con candelas de cera de abeja. En uno de los lados se sentaba Pinedjem entre Nimlot y Menat-Neter. El servidor del templo y los dos niños pusieron delante de cada comensal un cuenco de estofado de cordero con cebollas e higos. Después escanciaron cerveza en copas de vidrio. El pan era de trigo, muy horneado. De postres ofrecieron leche cuajada con almendras.
Conversaban en voz baja, cada cual con los que tenía más cerca, evitando una conversación general. Hablaban en lengua egipcia común, a pesar de pertenecer a distintas zonas dialectales. Hacia el final de la cena, Isidoro de Panópolis y Turi el barquero, que eran vecinos de mesa, enardecidos por sucesivos tientos de cerveza, comenzaron a alborotar. El resto de los comensales callaron y los escucharon sonrientes. Turi, que de los muelles del Nilo sabía historias de todo pelaje, contaba chismes y trapisondas de los oficiales bizantinos de la guarnición de Tebas, que no sabían ni un borrajo de egipcio y que tenían que habérselas con mercenarios nubios y etíopes que hablaban sus lenguas y el egipcio, pero no el griego. Isidoro metía baza contando anécdotas de la vida ciudadana de Panópolis. Al cabo, sin embargo, callaron y la cena terminó en silencio.
Una vez vaciadas las últimas copas, los jovencitos limpiaron la mesa y trajeron jarras de agua fresca, mientras el servidor del templo se apostaba en el exterior junto a la rampa de acceso. Entonces Pinedjem tomó la palabra para exponer el motivo de aquella convocatoria.
- Todos sabéis que hace muy poco, en el mes de Tout, los monjes pacomianos intentaron derribar el templo de Osiris de Tene. Es un templo clausurado, pero tiene un curador, que es Clemente, sacerdote estolista con residencia en Akoris, el cual lo mantiene en buen estado y lo abre para los visitantes. Clemente recibió aviso de lo que se fraguaba y tuvo tiempo para convocar a Alquinos, el centurión de Heracleópolis a quien todos conocéis. Alquinos acudió con las enseñas imperiales y las enarboló a la entrada del templo cuando llegaron los derrocadores. Con esto se consiguió que por esta vez desistieran, pero no nos cabe la menor duda de que volverán a intentarlo. Por este motivo os he suplicado que vinierais a Tkou para examinar conjuntamente la situación y ver lo que podemos hacer para defender lo poco que nos queda.
Nimlot intervino:
-El templo de Tene puede darse ya por perdido. Cualquier noche subirán y lo incendiarán. Clemente lo sabe y se prepara para abandonar Akoris y trasladarse a Filas.
- ¿El gobernador de Antinópolis no podría impedirlo?- preguntó Isidoro. –En Panópolis hace ya mucho tiempo que los magistrados pusieron fin a los desmanes de los monjes de Chenute, y en la actualidad los templos están cerrados, pero protegidos.
- Resume cual es la situación en Panópolis, Isidoro- rogó Pinedjem – y quizás también la de Egipto en general. Los de Panópolis estáis muy bien informados.
Isidoro era de linaje egipcio, pero pertenecía una familia helenizada desde el tiempo de los últimos Ptolomeos. Dominaba el griego y el egipcio, tanto el dialecto de Panópolis como la lengua vehicular común. Tenía abierta en su ciudad una floreciente escuela de retórica, frecuentada por alumnos tanto cristianos como adeptos de la antigua religión.
La situación en el Bajo Egipto, resumió, no había variado mucho desde los tiempos de Hipatia. Un buen número de familias patricias de Alejandría se había mantenido fiel a la tradición, aunque habían desistido por completo de mantener el culto. La enseñanza superior seguía estando en manos de los adeptos de la antigua religión. La población egipcia autóctona era ya cristiana en su mayor parte, aunque quedaban algunos reductos de adoradores. El único templo abierto era el de Narmutis, en la linde del desierto de poniente, y era muy frecuentado por fieles de ambas religiones.
En Panópolis, la Schmin de los egipcios, las relaciones entre cristianos cultos y los adoradores eran fluidas y pacíficas, puesto que la cultura helénica clásica era cultivada y apreciada por los estamentos más altos de la ciudad. Los adoradores solían ocupar cargos municipales y eran respetados por las autoridades imperiales. La prohibición del culto no les había afectado mucho, porque eran dados a profesar una religiosidad de tipo filosófico, ajena a las celebraciones litúrgicas. En la ciudad no había ningún templo abierto. En la comarca, los adoradores eran todavía numerosos y se empeñaban en mantener algunos lugares de culto. Tiempo atrás habían sido objeto de una ruda persecución por parte de los monjes del abad Chenute, que habían osado destruir incluso algunos altares domésticos. Recientemente, con la llegada de Dionisio, la situación había mejorado.
- ¿Qué tal le va a Dionisio el poeta?- preguntó Pinedjem.
- Su último arranque ha sido declararse cristiano sin que nadie se lo pidiera- explicó Isidoro con una sonrisa. –Y es que está vacante la sede episcopal...
-¿Qué dices? ¿Dionisio pretende ser elegido obispo de Panópolis?
- Parece que es cosa hecha.
Pinedjem dio las gracias a Isidoro y a renglón seguido habló del templo de Isis de Tkou:
- El estatuto oficial de este templo de Isis de Tkou es el de un taller de escribas. Hace treinta años, cuando sucedí al sacerdote Mereruká, hice llegar a manos de la princesa Pulqueria, hermana del emperador Teodosio, por medio de Ciro de Panópolis, un precioso códice de textos jeroglíficos antiguos copiados por mí y traducidos al griego. El emperador, al cabo de un año, transmitió al prefecto de Egipto un rescripto en el que me autorizaba a mantener mi taller de escritura en el templo de Isis de Anteópolis, de titularidad imperial, con la obligación de conservar el edificio en buen estado pero con prohibición expresa de dedicarlo al culto y a la enseñanza. Este privilegio es estrictamente personal, de modo que cuando yo desaparezca el edificio pasará a manos de la iglesia cristiana. Me consta, sin embargo, que los cristianos no quieren ocupar este templo, pues creen que es un lugar habitado por demonios, y que su intención es enviar a los monjes derrocadores para que lo derriben. Por el momento mantengo aquí un escritorio con cinco copistas y cinco encuadernadores que trabajan en las artes del libro. Copiamos y encuadernamos códices en griego y en egipcio común, y hasta de vez en cuando alguno de jeroglífico. Los copistas saben dibujar los signos, aunque no los entienden. Parece que los únicos que en Egipto conocemos la antigua lengua de los faraones somos el sacerdote escriba del templo de Filas, que conoce el demótico, y yo, que conozco el jeroglífico. Uno y otro somos, por lo demás, muy viejos, y mucho me temo que después de morir nosotros, cosa que no tardará en suceder, el conocimiento de la lengua sagrada se extinguirá para siempre en Egipto.

Un desolado silencio acogió las palabras de Pinedjem. Al cabo de unos momentos, Nimlot sugirió:
-¿No podríamos enseñar la lengua a alguien? A los escribas, a los jóvenes servidores, a los hijos de algunos devotos de la comarca...
Pinedjem respondió con pesar:
- Los escribas no tienen interés alguno en aprenderlo. Además, casi todos son cristianos. El niño y la niña que os han servido son nubios y apenas hablan el egipcio. Lo más grave, sin embargo, es que el gobernador, azuzado por los monjes, me ha recordado severamente la prohibición de abrir escuela. No puedo enseñar, sólo escribir y copiar.
Nimlot reflexionó un instante, tuvo un aparte con Menat-Neter y añadió:
-Nosotros tenemos, como sabes, dos hijos, un muchacho de trece años y una chica de doce. Podrían venir a servir a este templo y les enseñarías la lengua antigua. Son muy despiertos, uno y otra. Hablan el egipcio común y el griego.
Pinedjem sonrió tristemente:
- Entre mis trabajadores hay más de un espía de los monjes y del gobernador. Pronto se enterarían, y con la excusa de haber transgredido el rescripto imperial, me expulsarían y destruirían el templo. No, Nimlot, no hay nada que hacer, la lengua de nuestros antepasados morirá conmigo.
Apenas Pinedjem había terminado su ominoso discurso, Turi levantó la mano y descargó un tremendo puñetazo sobre la mesa haciendo tintinear toda la vajilla. Todos lo miraron asustados.
- Por las ranas del Nilo! Os acobardáis por nada! Vamos a ver: hay un maestro, no? Hay dos alumnos, no? ¿Qué hace un maestro con sus alumnos? Darles lecciones, digo yo. ¿Es necesario que maestro y alumnos vivan bajo el mismo techo, o bastará que alguien transporte las lecciones? Un barquero, por ejemplo. Nimlot, Menat-Neter: yo navego arriba y abajo del Nilo sin parar. Puedo llevar a vuestro templo de Tot de Tierra Adentro las hojas de las lecciones de Pinedjem, y luego devolver a Tkou las hojas con los ejercicios de vuestros hijos. Río abajo son tres días, río arriba son cuatro. Puedo combinarlo perfectamente con mi trabajo, y nadie meterá las narices en lo que transporto.
Las palabras de Turi fueron acogidas con murmullos por toda la asamblea. Pinedjem, Nimlot y Menat-Neter deliberaron sobre la oferta del barquero, y al cabo hicieron saber que la aceptaban. Un unánime clamor de alegría resonó por la sala. Isidoro abrazó a Turi exclamando:
-Transportarás la última sabiduría de Egipto sobre las aguas del Nilo!.
Menat- Neter levantó los brazos y declaró:
-Serás el barquero de los dioses!
Cuando el bullicio se hubo calmado, Djedi, el sacerdote de Abidos, se levantó y dijo en tono solemne:
- Esta decisión es demasiado importante para celebrarla sólo con agua. Pinedjem, ¿en qué estado se halla el vino de la bodega de Tkou?
El escriba respondió sonriendo:
- Lo tenemos muy bueno, de las viñas de nuestros amigos de Siout. Ahora mando traerlo.
En un santiamén los niños nubios llenaron las copas con un vino del color del aceite de oliva, fresco y algo turbio. Todos brindaron a la salud de la futura escuela ambulante, o más bien, rectificaron, navegante.
Pasado el recreo, Pinedjem suplicó a Nimlot que expusiera como iban las cosas en la región de Hermópolis.
Nimlot afirmó que el estatuto del templo de Tot de Tierra Adentro en la comarca hermopolitana seguía invariable. Oficialmente era una propiedad imperial arrendada por un particular como almacén de tejidos. Los negocios eran prósperos, pues el templo era proveedor exclusivo de las poblaciones más arriba de la primera catarata, y en particular de Filas. La riqueza hacía que la familia residente del templo fuese muy respetada en toda la provincia e incluso en todo el valle del Nilo. A vueltas con la legalidad, el templo estaba abierto y bien conservado, y recibía muchos visitantes. Se practicaba un culto discreto y ceñido a las consignas del emperador Teodosio: “plegarias puras”.
Luego llegó el turno de Djedi, el sacerdote uab, es decir, puro, del templo de Abidos. Djedi expuso con detalle la situación en la zona de influencia del templo de Bes de Abidos. La actitud firme de los fieles de la población había obligado al Dux, que residía en Ptolemáis, a tolerar la existencia del templo con sus doce sacerdotes, sin permitir, como es de suponer, el ejercicio del culto público. Se limitaban por lo tanto a acoger a los visitantes, que eran numerosos, y a celebrar “plegarias puras” y rituales privados.
- Así, pues, quedan cinco templos abiertos en Egipto- resumió Isidoro. - Filas, con culto completo; Abidos y Narmutis, con culto tolerado. Tkou y Hermópolis, con estatuto ambiguo.
- Ésta es la triste realidad- suspiró Pinedjem. Seguidamente se encaró con Turi: -Me parece, de todas maneras, que el que está mejor enterado de como van las cosas en el Alto Egipto es este hombre que no para de navegar río arriba y río abajo con su velero.
- No te falta razón –contestó el barquero. –Podría decirse que vivo sobre las aguas del Nilo. Transporto de todo, hombres, bestias y mercancías. Hablo con todos y todos hablan conmigo. Más de una vez me han requisado para el cursus publicus y me he visto obligado a llevar mensajes a los palacios de los magistrados. Hablo todos los dialectos egipcios, el griego y el nubio. Observo, escucho... y callo.
El barquero era un hombre de cuarenta años, alto y robusto, con la piel curtida por las intemperies del Nilo. Tenía una poblada barba negra que enlazaba con una cabellera oscura y enmarañada. Vestía ropa sencilla pero de gran calidad, y era de los que habían adoptado la nueva moda de los pantalones ceñidos, que él, sin embargo, moderaba con una túnica corta abierta por delante. Calzaba siempre botas de cuero de caña alta.
Turi pertenecía a una familia egipcia de barqueros establecidos es Siout, la Licópolis de los griegos, desde tiempos remotos. Se había iniciado con su padre en la navegación, saliendo incluso a mar abierto. Siendo todavía muy joven se había casado con una prima suya, tejedora y herbolaria. La muchacha murió de parto al cabo de diez meses, llevándose al hijo. Turi, para huir de su ciudad y de la tristeza, se enroló en una galera imperial y navegó por todo el Mediterráneo. Al cabo de cinco años regresó a Licópolis con un buen peculio. Contrató a los mejores maestros de hacha del puerto y se hizo construir un velero de dos palos del tipo “polícopon”, con las maderas más apreciadas y con todos los avances técnicos. Podía transportar en su barco hasta cien arrobas de mercancías. Cuando estuvo terminado le dio por nombre Rois, que significa alerta, y lo llevó a Hermópolis, donde Nimlot acababa de arrendar el templo de Tot de Tierra Adentro. Cerraron trato y Turi pasó a ser el transportista de la empresa de tejidos de Nimlot, la más importante de la provincia. Transportaba sobre todo hilo y lana en rama, pero también tejidos confeccionados. Navegaba continuamente desde El Fayum hasta Coptos, y cuatro veces al año hacía el periplo de Síene, donde desembarcaba las mercancías para Filas y Nubia. De vez en cuando recalaba en su cada de Siout para descansar y poner al día su contabilidad. Vivía solo, ya que después de la muerte de su compañera había decidido no ponerse más al alcance de la tragedia.
Turi había sido educado dentro de la más estricta fidelidad a la antigua religión. En su familia había sacerdotes de rango inferior, o pastóforos, que le habían iniciado en la liturgia ancestral. Su efímera compañera le había instruido en magia y farmacopea. Sabía leer y escribir en griego y en egipcio, y en las naves imperiales había llegado a entender el latín. No era hombre de estudios, pero le gustaba leer y año tras año había acumulado una respetable cultura, sobre todo en las cosas de Egipto. A diferencia de la mayoría de barqueros, que eran gente ruda y grosera, Turi tenía el talante de un ciudadano, a pesar de cuando se terciaba sabía encorajinarse y endilgar retahilas de palabrotas en media docena de idiomas y dialectos. Con los suyos era muy afectuoso, y tenía amigos y hasta alguna amiga en todos los puertos del Nilo. Ahora bien, las niñas de sus ojos eran los jovencitos del templo de Tot de Tierra Adentro.
Incitado por Pinedjem, Turi ensartó episodios y habladurías de las ciudades del Alto Nilo. Conocía los entresijos de la administración imperial, las rencillas de los magistrados, las grescas de los azules y los verdes, las socaliñas de los recaudadores de impuestos, los conflictos de los cristianos patriarcales con los cristianos melecianos, las pugnas de los obispos con los monjes... Su ciencia de la sociedad del Nilo le permitía dilucidar el grado del peligro en que se hallaba la comunidad de los antiguos creyentes frente a los poderes civiles, la población cristiana y los monjes. Los comensales lo escuchaban hechizados. Las jarras de vino se vaciaron por completo.
Cuando Turi dejó de hablar era ya medianoche. Pinedjem se puso de pie, meditó unos momentos con la cara entre las manos y pronunció la alocución que había preparado durante su paseo por el desierto con su perro:
- Amigos del alma, fieles de la antigua religión: a esta generación le ha sido otorgado el triste privilegio de ser testigo del cumplimiento de la profecía del discípulo de Tot: Egipto será abandonado por sus dioses. Ya lo habéis oído: somos los restos de un inmenso naufragio espiritual. Nada nos podrá salvar. Con nosotros, o todo lo más con nuestros hijos, desaparece la antigua religión de los egipcios, el culto divino que durante más de cinco mil años ha impulsado a los hombres y a las mujeres de las riberas del Nilo a levantar los ojos al cielo para esperar de los Señores del universo el don de la vida en el reino del Más Allá. Cuidemos, sin embargo, de no errar en el juicio acerca de lo que está sucediendo. Los grandes profetas de la antigüedad nos enseñaron que la divinidad es eterna, incorruptible e inaccesible. No son los dioses, por lo tanto, los que han sido expulsados de Egipto: a ellos no les puede afectar ningún mal de parte de los hombres. Somos nosotros los que hemos dejado extinguirse los tesoros del culto con el que pretendíamos comunicarnos con ellos. Hemos quedado sin mirada, sin voz y sin gesto. Palabras y gestos ajenos han sido impuestos a este pueblo de Egipto por invasores extranjeros que han destruido nuestros templos y han prohibido nuestras plegarias. No hay ya esperanza para nosotros. Pero cumpliremos nuestros deberes con la divinidad exiliada. No pretendamos, sin embargo, que los dioses nos oigan, porque ya no están aquí. Lo haremos por nosotros mismos, porque, con el cumplimiento de los antiguos preceptos salvamos nuestra dignidad espiritual, ya que no podemos salvar nada más. Que el recuerdo de Osiris nos acompañe.
La reunión se disolvió en medio de un silencio apesadumbrado. Todos se retiraron a las celdas que se les habían destinado. La próxima cita era a la salida del sol para proceder al solemne ritual del despertar del dios.
El ritual del Culto Diario o del Despertar engarzaba antiguas tradiciones solares con liturgias osirianas. La divinidad venerada, fuese cual fuese, se identificaba con Ra, el sol, en su ciclo cotidiano: salida, mediodía y puesta. El ceremonial de la salida era el más rico.
Cuando comenzaba a alborear se reunieron todos ante la puerta de la sala hipóstila. La tripulación del Rois había sido convocada, así como algunos fieles de los alrededores. Los participantes estaban revestidos con túnicas blancas de lino. Pinedjem lucía, además, un collar de oro y piedras preciosas que descansaba sobre su pecho formando tres signos de ankh, el jeroglífico con forma de llave o de cruz ansada.
En el lado derecho de la puerta aguardaba una mesa preparada con los alimentos que habían de ser ofrecidos a la divinidad: leche, vino, cerveza y fruta traída el día anterior por los visitantes. Las ofrendas de carnes de animales hacía siglos que habían caído en desuso.
Pinedjem encabezó la procesión, que penetró en la sala hipóstila, todavía a oscuras. Tras él, uno de los participantes sostenía un pebetero de bronce con brasas encendidas. Seguía Nimlot, que ejercía de lector, recitando las fórmulas del ritual osiríaco en la antigua lengua sagrada. Otros participantes sostenían bandejas con los alimentos y las bebidas que habían recogido de la mesa. Venían después el niño y la niña nubios, que traían el incensario y la naveta con los granos de incienso. El resto de los devotos seguían a continuación de dos en dos.
Llegados a la puerta del santuario, Pinedjem, mientras el lector seguía recitando las fórmulas preceptivas, procedió a la ruptura del primer sello, y acto seguido abrió la puerta de par en par. La comitiva penetró en el santuario, iluminado solamente por el fuego de las brasas. A los lados de la pequeña puerta de la capilla interior había sendas mesas con manteles blancos, sobre las cuales fueron depositadas las ofrendas. Acto seguido todos retrocedieron y dejaron solos a Pinedjem y al lector, que no cesaba de recitar las fórmulas sagradas destinadas a que los celebrantes fueran reconocidos por el dios en el momento de abrir la puerta del santuario interior.
Pinedjem rompió el segundo sello mientras murmuraba la antigua fórmula de reconocimiento:
“Me acerco a ti, mi pureza está en mis brazos, soy profeta e hijo de profeta; no retrocederé, soy profeta, vengo a realizar el ritual”.
Entonces abrió los batientes de la puerta, diciendo:
“Las dos partes del cielo se abren, las dos partes de la tierra están cerradas”.
Pinedjem entró solo en la capilla, alumbrada por un candil de aceite, y se postró en tierra ante el dios, mientras en el exterior los participantes entonaban las estrofas del Himno de Osiris. Terminado el canto, el celebrante, en silencio, se alzó, avanzó hacia la pequeña estatua de Osiris y la abrazó mientras recitaba:
“Ven a mí, Osiris-Ra, recibe este abrazo por medio del cual surges en este nuevo día y te manifiestas como rey”.
Entonces, regresando al aula del santuario, Pinedjem tomó el pan y la leche y los depositó en una mesita al pie de la estatua. Luego puso aceite nuevo en el candil y se retiró caminando de espaldas. Cerró la puerta de la capilla y la selló con el sello de arcilla. La procesión se encaminó a la salida; todos llevaban en la mano uno de los frutos ofrecidos al dios, que consumieron una vez salieron a la rampa de la fachada, bañados por la luz del sol que enrojecía las piedras del templo de Isis de Tkou.

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