jueves, 5 de abril de 2007

la amatista

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
VIGÉSIMOPRIMERA ENTREGA

RESH

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De Villafranca del Bierzo a O Cebreiro


Un sol avinagrado entre celajes de púrpura alumbró al apelde la jornada del 26 de octubre, cuando los caminantes, muy a pesar suyo, abandonaron el cálido cobijo de la cayena de Villafranca del Bierzo. La antigua calzada romana y jacobea ha sido aplastada por la carretera nacional VI por espacio de once kilómetros. En ningún trecho de la peregrinación es tan dura y tan peligrosa la marcha por el arcén de la carretera, frenéticamente transitada. Para ahorrar a los compañeros del Sodalicio el fastidio de dos horas y media de forzado consorcio con los motores de explosión ("el estallido se oirá en Marte", pronosticó el Mair), los responsables de la cayena habían dispuesto un servicio de caballerías que llevaba a los caminantes por la Sierra del Real hasta Ambasmestas, donde el camino abandonaba la autovía para tomar la antigua carretera, de muy escaso tránsito. Componían la recua, en esta ocasión, un guía berciano, los dos caminantes, un residente de la cayena, dos niñas y dos niños, para los cuales cada pasaje de caminantes era una emocionante excursión por las estribaciones de la Sierra de los Ancares. Las monturas eran los recios caballos pirenaicos negros de la escudería del Sodalicio, destinados de ordinario al transporte de los niños.
La cabalgata cruzó al amanecer el puente sobre el río Burbia, tomando enseguida la pista que asciende abruptamente hacia la Sierra del Real. En hora y media, sin forzar las monturas, llegaron a Pradela, donde hicieron alto para desayunar y abrevar los caballos. Vino luego la parte más ardua de la excursión, ya por senderos de montaña. Bajaron hasta el arroyo de Paradela, subieron por la ladera opuesta hasta el collado entre Lamagrande y La Portela de Valcarce para bajar, ya más suavemente, hasta la carretera de Balboa, que siguieron hasta Ambasmestas pasando por debajo de la siniestra nacional VI. En las escarpaduras del sendero los caballos parecían hallarse en su propio elemento, habituados como estaban a apezuñarse por las asperezas del Pirineo occitano.
En Ambasmestas los caminantes descabalgaron para seguir a pie por la tranquila carretera vieja. Los acompañantes, después de un largo descanso, regresaron a Villafranca por el mismo camino.
La carretera vieja sigue el curso del río Valcarce. En Vega de Valcarce los caminantes pararon para hacer una sobria colación, no porque el lugar estuviera falto de ofertas gastronómicas, sino porque les esperaba una costera medianamente dura hasta O Cebreiro. Siguieron luego hasta Ruitelan, que es palabra llana, y de aquí a Herrerías, donde abandonaron la carretera para entrar por un camino local todavía asfaltado.
El Valle de Valcarce es una espesura de robles, castaños, nogales y hayas, amén de toda clase de árboles y arbustos de riba. La vaguada es angosta y no permite muchos cultivos. Es terreno de huertas, que se apretujan en tablares por las empinadas laderas. Hubo por aquí varios "castros", pequeños castillos destinados a la vigilancia y al cobro, en general abusivo, de peajes. Se señalan los de Auctares, probablemente sobre Trabadelo, y el de Sarracín, después de Vega de Valcarce. En Herrería hubo un hospital llamado de los Ingleses.
Pasado el barrio del Hospital, todavía sobre la carreterilla local, cruzaron un puente sobre el río Valcarce y comenzaron a subir la cuesta que no iban a dejar hasta O Cebreiro, ocho kilómetros más arriba. Atavesaron el río otra vez y poco después abandonaron el asfalto para tomar una pista que guarda indicios de la antigua calzada. Cruzaron el río por última vez y ascendieron por la ladera, abandonando el valle de Valcarce para subir hasta la loma en que se asienta La Faba, pequeño pueblo de montaña que va sustituyendo sus viejas casas por modernas construcciones de ladrillo. Con las viejas casas desaparecen también los hórreos, aunque en las eras quedan los almiares.
Mientras subían, a paso lento pero sostenido, conversaron acerca del Gran Ritual de Santiago de Compostela. La ceremonia tenía todas las trazas de ser antiquísima, aunque en cada ocurrencia sufría modificaciones y se le añadían elementos nuevos, sobre todo en el apartado de la música. El núcleo de la ceremonia estaba constituido por una misa en rito mozárabe, por lo cual cabía sospechar que se trataba de una liturgia anterior a la reforma gregoriana del siglo XI. Muy arcaicos eran también los elementos procedentes de la tradición esotérica europea, pues no había memoria del momento de su introducción.
En la cayena de Santiago había expertos que periódicamente ofrecían conferencias acerca de la Gran Blasfemia y de sus ritos. El material litúrgico y musical se hallaba impreso y se entregaba a los sodales en el momento de su llegada a Santiago.
Cuando el Consejo del Intersticio pasaba a Consejo Nocturno, cinco años antes del Iter Magnus, designaba un Magister Musicae y un Magister Caeremoniarum que diseñaban la celebración y preparaban todos los requisitos. Uno de sus principales cuidados era seleccionar y formar a las doncellas que participaban en el rito. Éstas, en número de tres, eran escogidas entre las familias de miembros del Sodalicio, de preferencia residentes en España. De este modo había sido elegida Blanca, que llevaba ya dos años de preparación y había participado en varias ceremonias desde el mes de marzo.

En La Faba termina el bosque y comienza el yermo. En poco más de media hora, siempre por el antiguo camino, los viandantes llegaron a Laguna de Castilla, pequeña aldea montañera, en la que vieron algunas vacas cortezosas de estiercol roznando alrededor de un hórreo con patatas amugronadas. A la salida de la población optaron por dejar la antigua calzada, muy pedregosa, y seguir por una pista mucho más agradecida de andar, por la que en menos de media hora llegaron a O Cebreiro, a 1.300 metros de altitud, ya en Galicia. A partir de aquí y hasta Santiago, el Camino está marcado con un mojón de piedra cada medio kilómetro.
El peregrino Aimerico Picaud dedica a Galicia mucho más espacio que a Castilla y León juntos:
"Después, pasada la tierra de León y los puertos del Monte Irago y Monte Cebrero, se encuentra la tierra de los gallegos. Abunda en bosques, es agradable por sus ríos, sus prados y riquísimos pomares, sus buenas frutas y sus clarísimas fuentes; es rara en ciudades, villas y sembrados. Escasea en pan de trigo y vino, abunda en pan de centeno y sidra, en ganados y caballerías, en leche y miel y en grandísimos y pequeños pescados de mar; es rica en oro y plata, y en tejidos y pieles silvestres, y en otras riquezas, y sobre todo en tesoros sarracenos. Los gallegos, pues, se acomodan más perfectamente que las demás poblaciones españolas de atrasadas costumbres, a nuestro pueblo galo, pero son tenidos por muy iracundos y litigiosos."
La iglesia de O Cebreiro es románica de tres naves, aunque edificada sobre un cuerpo anterior, probablemente del siglo IX. En el siglo XI se fundó aquí un centro de acogida de peregrinos con la acostumbrada tríada: hospital, monasterio, iglesia. Fue confiado a los monjes de San Geraldo de Aurillac, de la orden benedictina. La casa, muy deteriorada, estuvo en servicio hasta la desamortización de Mendizábal. En el poblado de O Cebreiro se conservan en buen estado algunas pallozas, habitáculos de raigambre prehistórica, dedicadas en la actualidad a museo y a refugio de peregrinos.
Junto a la iglesia, un modesto monolito recuerda a don Elías Valiño, el párroco asendereador, que dedicó su vida a redescubrir y señalizar el Camino de Santiago desde Roncesvalles. "Abrió caminos": es el mejor elogio que se puede hacer de un hombre", comentó el Caminante Mayor.
Los caminantes se aposentaron en el hostal Geraldo de Aurillac, que ya no es hospicio de peregrinos, sino alhóndiga de gente que viaja sobre vehículos con motor de explosión ("lo que estallará es el Planeta", rezongó el Caminante Mayor), por lo demás muy buen puesta y agradable. Caía la tarde y hacía mucho frío, por lo que, dejando la visita del poblado, harto pequeño, para el momento de la partida, se acurrucaron junto al fuego del hogar manteniendo al alcance de la mano una jarra de vino grueso, apretado y caliente. A las ocho cenaron en una larga mesa con varias peregrinas y varios peregrinos. No faltó el caldo gallego, al que siguió una fuente de pimientos con chorizos de la casa, terminando con queso del lugar.



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VIGÉSIMOSEGUNDA ENTREGA



SIN


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De O Cebreiro a Triacastela


A las ocho de la mañana, con el sol oculto tras la niebla matinal, no muy mal intencionada, los caminantes sorbieron un café con leche hirviente y, pasando en revueltas por las calles del curioso y en realidad artificioso pueblo de O Cebreiro, enfilaron la carretera que recubre la antigua calzada. La ruta discurre por las alturas de la sierra de Rañadoiro, que forma parte de la estribación de mediodía de la Cordillera Cantábrica. Durante siglos esta muralla montañosa, que se interponía entre la Hispania interior y el mar al norte, fue trabajosamente atravesada por esta calzada, que antes de serlo de peregrinos lo fue de emigrantes, de mercaderes y de guerreros.
Pasaron sin detenerse por Liñares, donde hay un mesón, y ascendieron al Alto de San Roque, desde donde se divisa un hermoso panorama sobre los valles y derrocaderos que descienden al río Sil. Allí pudieron dejar la carretera y por una trocha clareada de pisadas ajenas entraron en Hospital de la Condesa, que parece que fue doña Egilo, en el siglo IX. Poco después, el camino vuelve a abandonar la carretera para subir al Alto del Poio, pasando por Padornelo, villorrio costanero casi deshabitado. Su antigua iglesia de Santa Magdalena es ahora cementerio.
Después de dos horas de andadura desde O Cebreiro, sin aprietos, los caminantes alcanzaron el Alto del Poio, donde hay dos mesones. Entraron en el de la izquierda, donde el Caminante Mayor tenía amigos, y pidieron desayuno, que les fue servido con solicitud. Sin demorarse más de lo necesario y con un sol ya brillante, de claridad tierna y madura, anduvieron por una vereda abierta a la derecha de la carretera hasta Fonfría, donde hay ciertamente una fuente, ni más fría ni más caliente que las demás de esta sierra. Aquí hubo un hospital, que perduró hasta el siglo XIX.
Después de Fonfría el camino inicia el descenso, requebrando la carretera. En Biduedo, donde hay una cantina intermitente, la carretera vieja vira hacia el valle, mientras un nuevo y ancho vial trepa por la ladera del monte Caldeirón para buscar el barranco del Ouribio, que vierte aguas a Triacastela. La antigua calzada peregrina toma por enmedio, entre losas y margas de color de cinabrio, iniciando la bajada sobre el caserío de Filloval. Después de un breve trecho por la vieja carretera, la pista, muy arreglada, se desvía a la derecha hasta As Pasantes. Luego se adentra por el pueblo de Ramil, cuyas casas están construidas a lo largo de la sirga jacobea. Tiene buenos caserones con escudos en las fachadas. El camino se hunde ahora en una fronda de hayas y robles. A pesar de los esfuerzos realizados para su entretenimiento, su manifiesta utilización como cañada hace que con frecuencia sea un tapiz de lodo y boñigas. Diez minutos más tarde la vereda entra en Triacastela, villa muy atenta al renovarse de la peregrinación. Tuvo un monasterio y un hospital. De los "tres castillos" no queda ni el recuerdo. El Codex Calixtinus dice que en Triacastela. "los peregrinos toman una piedra y la llevan consigo hasta Castaniola para hacer cal destinada a las obras de la basílica apostólica".
El Caminante Mayor guió decidido a su compañero hasta el mesón Villasante, a la salida del pueblo por la parte de Sarria. Allí era conocido, si no esperado. Los llegantes tuvieron tiempo para ducharse y bajar luego al comedor, donde les fue servido un almuerzo abundante, sabroso y casero, con el vino en jarra y el aceite en alcuza.
Por la tarde, después de una buena siesta, salieron a pasear por la población, que no tiene mucho por ver. Se sentaron en un café y se dedicaron a ver transcurrir el tiempo, sazonando la tarea con un par de jarras de excelente sidra de barril. Llegaron tres peregrinos.







TAU

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De Triacastela a Sarria

Despabilados y bien desayunados luego de bien dormidos, los caminantes se despidieron de la afable mesonera y emprendieron la breve excursión hasta Sarria, distante poco más de diecisiete kilómetros.
Desde Triacastela los peregrinos tenían dos opciones. Una consistía en seguir la calzada que discurre por el valle del río Ouribio. Esta ruta tenía el aliciente de pasar por la abadía de Samos, que ofrecía buena hospitalidad (tres días a ración de monje), pero era algo más larga. El Camino Francés optó por un itinerario a través de las montañas, más fragoso pero más corto. Puesto que el primer itinerario transcurría enteramente por el asfalto, y que, por otra parte, la comunidad de Samos relega los peregrinos a un refugio extramuros del cenobio, los caminantes se decidieron por el Camino Francés.
Un sol otoñal y gallego pugnaba por escapar de los celajes matinales que se agarraban a la tierra por el lado del Cebreiro. Soplaba un cierzo cortante que incitaba a aligerar el paso. Los caminantes, a la salida de Triacastela, tomaron una carreterilla a la derecha que a poco atraviesa el arroyo Valdoscuro, y a fe que el nombre le viene bien dado, pues el valle por el que discurre el camino es una masa arbórea oscura, solitaria y bella. Diez minutos después la carretera, nueva, asciende hacia la izquierda para llegar a San Xil por la ladera de la sierra Da Meda, mientras el Camiño sigue por el fondo del valle. Pasado un puente sobre el arroyo, la vereda, que hasta hace poco era un cenagal, ha sido enlosada de nuevo, conformando una discreta propuesta de calzada peregrina. Pronto llegaron a A Balsa, caserío manifiestamente ganadero, hundido en el olor pesado y caliente del estiercol. Ascendieron luego por el bosque hasta enlazar con la carretera a la altura de la fuente de la Vieira, recién aparejada. Subiendo siempre dejaron a su izquierda el caserío de San Xil, y tras dos kilómetros de cuesta coronaron el Alto de Riocabo, a 896 metros de altitud. El día se había levantado y un sol como de ponciles maduros lucía ya, crecido, peregrinando por su cielo entre nubes deshilachadas.
Del Alto de Riocabo arranca una pista que luego se convierte en trocha o corredoira y que ataja hasta Montán, que tiene iglesia de fábrica humildemente románica. El Camiño, bien señalizado, sigue entre campos y alquerías hasta Fontearcuda, donde hay efectivamente una fuente. Pasado el caserío la trocha salta sobre la carretera, y las señales invitan a retroceder un poco en dirección a Lousada, para enderezarse de nuevo y bajar hasta un regato por una corredoira no muy bien puesta que entre ribazos verdes sale a Furela. Aquí se retoma la carretera y no se la deja ya prácticamente hasta Sarria. Los caminantes subieron a la capilla de San Roque y otearon lo que les quedaba de andadura a través del plácido valle de los Perros. En Pintín, diez minutos después, hallaron un ventorro abierto y se concedieron un refrigerio. Descendieron luego a Calvor, la Villa Calvaria medieval, en cuya iglesia se guarda una curiosa pila de agua excavada en un capitel de alabastro visigótico. Los caserios se van sucediendo, cada vez más arreglados, con indicios de suburbialidad acomodada. Liñas de chopos bordean los ribazos. Pasaron Aguiada, una de cuyas casas es llamada hospital, San Mamed do Camiño, San Pedro do Camiño, Carballal y Vigo de Sarria, donde abordaron la carretera general que se adentra ya en el núcleo de Sarria. Era mediodía solar cuando pasaron el Puente Viejo sobre el río Ouribio, en una zona agradablemente urbanizada, y ascendieron hacia la colina en la que se levanta la villa antigua, al pie del castillo. En la calle Mayor, cerca de la iglesia del Salvador, el Sodalicio tenía una residencia de tránsito. No había celador permanente, de modo que cuando no residía ningún caminante la casa permanecía cerrada. La llave la guardaba un vecino muy entrado en las cosas del Sodalicio. Los caminantes hallaron en la residencia un grupo compuesto por una Caminante Mayor, una caminante y dos caminantes varones, andaluces todos. El Mair y la otra Caminante Mayor eran viejos conocidos, y mientras ellos rememoraban el Iter Magnus de cuarenta años atrás, los iniciandos concertaron el reparto de tareas. A Ramón Forteza le tocó limpiar y hacer las camas. Una de las andaluzas se comprometió a preparar un almuerzo aceptable y una cena gallega de artesanía.
Por la tarde, después de un breve descanso, Ramón Forteza salió a visitar la villa. El Mair, con el morral atiborrado como un buhonero, fue a girar visita al hospital.
La villa de Sarria, de origen desconocido, medró con el Camino. Fue plaza fuerte, arrebujada en torno a su castillo. Tiene la iglesia de San Salvador, de basta fábrica románica y portadas del primer gótico. Frente a la iglesia, un enorme caserón ocupado por los juzgados fue el hospital de San Antonio. Siguiendo la loma se llega al monumental convento de la Magdalena, con elementos góticos y platerescos. En el siglo XIII fue hospital, pasó a convento de agustinos y ahora lo es de mercedarios.
Al oscurecer, Ramón Forteza se reunió con los caminantes andaluces en una tasca de la calle Mayor frecuentada por los peregrinos. Charlaron y bebieron sidra. Hacia las ocho regresaron a la residencia para preparar la prometida cena, que consistió en empanadas de sardinas, quesos frescos con aceitunas y castañas con leche. El vino, Albariño blanco. A las diez de la noche era todo ya silencio en la residencia del Sodalicio en Sarria.

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