lunes, 23 de abril de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
VIGÉSIMQUINTA Y ÚLTIMA ENTREGA


OCÉANO

Océano: éste era el nombre de la etapa complementaria del Iter Magnus. El Sodalicio no recogía la tradición del final del peregrinaje en Finisterre. Los antiguos acudían a contemplar el ocaso del sol sobre el Mare Oceanum desde diversos puntos de la costa, principalmente entre el cabo San Adrián y el cabo Finisterre. La confraternidad había dispuesto una red de alojamientos, casi siempre para una sola persona, en la vertiente marítima conocida como Costa da Morte. En la mayoría de los casos se trataba de familias que acogían a los sodales como huéspedes por cuenta del Sodalicio. Los caminantes, a su llegada a la Cayena de Santiago, examinaban las diversas ofertas y hacían saber su elección. Ramón Forteza escogió la aldea de Touriñán, cerca del cabo del mismo nombre, en la cual residiría solo con la familia de acogida.
La noche del Ritual de la Gran Blasfemia el caminante tuvo un sueño angustioso, aunque no exactamente una pesadilla, pues era totalmente ajeno a este tipo de trastornos. Soñó que se escindía en dos, y que una parte de sí mismo regresaba al Instituto Max Planck de Berlín, mientras su otra parte emprendía el camino del mar. Cuando despertó se palpó el cuerpo convulsivamente para cerciorarse de su integridad; recordó entonces uno de los poemas védicos que había oído recitar al Caminante Mayor:
"Soy una sola cosa, no estoy dividido,
mi alma está unificada,
mi vista está unificada, lo está mi oído;
soy uno, indiviso, yo entero".

Se levantó muy tarde. A su alrededor reinaba el más absoluto silencio. Su compañera de celda había desaparecido. Se vistió, recogió sus enseres en el morral y bajó al zaguán. No había nadie; la puerta estaba abierta. Salió a la ronda fuera murallas, y por Casas Reales, Ánimas y Azabachería bajó hasta la catedral y atravesó la plaza del Obradoiro hacia el oeste. Cerca del convento de San Lorenzo encontró el mojón del camino de Finisterre y siguió adelante, siempre hacia Poniente.
Caía una lluvia fina, el orvallo de Galicia. Sobre los bosques de robles y eucaliptos flotaba una tenue neblina, que se abría de vez en cuando para dejar al descubierto un caserío o una vaguada. No hacía frío, aunque la sensación de humedad era intensa.
La ruta hasta Vidán y Lamas discurría a poca distancia de la carretera de Noia. En Roxos, la senda marcada oblicuó hacia el oeste, atravesando las forestas del Monte de Acosta y las vaguadas de los arroyos Luceiro y Armeiro hasta Aguapesada. Dejando a su derecha Ames y Lens, el caminante descendió hacia el valle del Tambre por una corredoira que a través de los bosques lleva por Trasmonte a Ponte Maceira; el puente es una hermosísima obra de ingeniería medieval. Por carretera ascendió a Barca y luego, abandonando las señales y los mojones que invitaban a desviarse hacia Negreira, siguió hasta Chancela. Al poco volvió a enlazar con la senda marcada, que es una vereda para caminantes abierta en el bosque de robles y eucaliptos, perfectamente señalizada y abrazada por una tupida vegetación de tojos y helechos. El camino discurre por la ladera sur del feraz valle de Barcala. Poco antes de Zas, la corredoira desemboca en la carretera, ancha pero poco transitada. Pasado Zas, el camino asciende hacia As Penas por el bosque, ya más clareado, y, otra vez por carretera, se desploma sobre Vilaserio.
Había anochecido. Pidió alojamiento en el mesón y, después de un discreto interrogatorio, se lo ofrecieron; era obvio que lo habían identificado. Había caminado treinta kilómetros sin parar y sin comer.
Al día siguiente salió de Vilaserio por la carretera, y poco después del cruce de la que va de Santa Comba a Muros, tomó a la izquierda la vereda marcada hasta As Maroñas, atravesando las estribaciones del Monte Barbeira; el terreno se iba mostrando cada vez más árido. El cielo seguía cerrado, pero no llovía.
De As Maroñas a Ponte Olveira la ruta atraviesa la zona montañosa del monte Aro, siempre por estrechas carreteras asfaltadas que serpentean entre pobres aldeas y caseríos. Atravesó el río Xallas por la Ponte Olveira y en Olveiroa siguió la senda que, sin distanciarse mucho de la carretera, lleva a Hospital de Logoso, remontando los arroyos que bajan al río Xallas. En Hospital abandonó el camino de Finisterre y siguió el que lleva al Santuario de Nuestra Señora de la Barca en Muxía, también meta peregrinal. Por el momento siguió la carretera hasta Dumbría, donde se alojó en un hostal en el interior de la población.
Al amanecer, el cielo seguía cubierto; hacía viento y frío. A punta de día, el caminante emprendió su última etapa hasta el Océano. De Dumbría pasó a Sebra por una pista que le fue indicada y de allí atravesó los bosques del Monte de San Pedro Mártir y, orientándose por el fragor de los motores, alcanzó la concurrida carretera de A Corunha a Finisterre. La siguió, muy incomodado, hasta Morancelle, donde tomó el desvío de Pereiriña. Comenzó a caminar bajo un inmenso bosque de altísimos eucaliptos, que habían dejado sobrevivir algún luco de pinos y de robles. Pasó por Frixe, población de casitas dispersas de buena apariencia y siguió por la carretera, cada vez más solitaria, hacia el mar. Después de una vaguada, el bosque se fue clareando hasta desaparecer por completo, y la ruta entró en los inhóspitos yermos del cabo de Touriñán. El pueblo, en realidad una pequeña aldea, está situado en la ladera de un altozano, de cara al norte. El cabo Touriñán, al que se accede por una carreterilla, se halla a tres kilómetros de distancia. El entorno es desértico y desolado, la costa abrupta y rocosa, con ribazos verdosos.

Ramón Forteza se dirigió directamente al alojamiento que le habían indicado en la cayena de Santiago. Lo recibieron sin sorpresa alguna, como si lo aguardaran. El ama era una mujer todavía joven, de ancha cara céltica, madre de dos rapaces, una niña y un niño, que a la sazón volvían de la escuela, que estaba en Frixes. La mujer instaló a Ramón Forteza en una amplia estancia del segundo piso de la casa, una vieja pero sólida construcción de piedra, remozada con ladrillos enjabelgados. Desde las ventanas, hacia el norte, por encima de los tejados de las casas vecinas, se veía el mar. La casa y la calle eran tranquilas y silenciosas. Sólo se oían de vez en cuando los gritos de los niños que jugaban en una plazoleta vecina; pero ésta era cosa que nunca había molestado a Ramón Forteza. El recién llegado ordenó su escueto ajuar y se sentó junto a una ventana hasta que hubo anochecido por completo. Luego le avisaron para la cena, que fue con la familia, los dichos más el padre, un hombre bastante mayor que la mujer, robusto, callado y servicial.
La cena principiaba con un caldo gallego, y así cada día, sin faltar uno solo. Seguían pescado, huevos o simplemente quesos. El huesped tenía delante una jarra de vino blanco, los demás bebían agua, excepto los domingos, cuando sacaban de un tonelete un par de vasos de vino tinto prensado por ellos mismos. Los niños bebían grandes cantidades de leche y charlaban sin parar, contando las peripecias de la jornada escolar. Adoraban a su maestra. Ramón Forteza, recordando el arte dialogante del Mair, entraba con facilidad en su conversación. Después de la cena, la familia se sentaba junto a la lumbre del hogar y cada cual se entregaba a sus tareas. El padre leía el periódico, la madre leía o cosía, los niños hacían los deberes. Ramón Forteza, hundido en un viejo sillón, sacaba su pipa y se sumía en la morosa contemplación de los troncos que ardían en el hogar.
Los días siguientes a su llegada llovió sin parar, un orvallo fino e invernal. Al cabo, un buen día amaneció un cielo gris blancuzco que se fue abriendo dejando entrever retazos de claridad. A mediodía, el viento había acabado de barrer las nubes y el cielo refulgía con un azul denso y frío, como de metal bruñido. El sol, resplandeciente en su horizonte más bajo, comenzó a declinar sobre el mar. Las aguas bullían embravecidas, como dispuestas a absorber el rojizo disco de fuego que se cernía sobre ellas. Al fin, el aro de luz, todavía en plena potencia fulgurante, entró en contacto con las aguas, que lo fueron devorando sin tregua. Airado, el astro todopoderoso se hundió por fin en las aguas del océano, y una bienhechora penumbra se extendió sobre la tierra. Ramón Forteza, erguido sobre la última cornisa del acantilado, no apartaba los ojos de la línea del horizonte marino en la que se había sumergido el sol invicto. En esta actitud lo hallaron la joven madre y los niños cuando, a la anochecida, alarmados por su ausencia, fueron a buscarlo provistos de linternas. El niño le cogió de la mano, y apartándolo del acantilado lo condujo con pasos mesurados, como quien guía a un ciego, a través de los campos yermos y de los caminos pedregosos, precedidos ambos por la madre y la niña que alumbraban la noche con su candil de carburo.
El invierno siguió al otoño, con muchas lluvias, pero sin grandes fríos. Cada día, a media mañana, Ramón Forteza atravesaba el alfoz hacia poniente y salía a la vista del mar sobre un acantilado áspero y siempre solitario. Se sentaba en alguna hendidura rocosa y pasaba las horas contemplando el océano. Cuando llovía se refugiaba en una profunda concavidad abierta en la pared de los riscos, siempre de cara al mar. Si hacía demasiado sol, retrocedía hasta un bosquecillo de pinos y chaparros retorcidos por el viento y se sentaba a la escuálida sombra de los sufridos árboles, mirando el mar a través del ojo de una hoz que quebraba el acantilado al sur del altozano. Al anochecer, Ramón Forteza regresaba al pueblo y acudía al zaguán de una casa que hacía las veces de mesón, donde se sentaba a beber un orujo y a fumar su pipa, saludando a todos pero sin conversar con nadie. A veces sacaba una libreta de tapas verdes y escribía.
Compartía la vida doméstica con la familia. Se acostaba temprano y se levantaba tarde. Había traído poca ropa, por manera que tuvo que ir recomponiendo su ajuar. Un sastre que pasó por el pueblo le confeccionó una amplia capa de lana, arrebujado en la cual soportaba mejor los vendavales de su Tebaida atlántica.
Muy dado a meditar sobre el tiempo, Ramón Forteza dividía el suyo según tres modalidades. La primera consistía en el "curso cotidiano", y se hallaba regida por la consueta de las personas con quien convivía. Para el cómputo de este tiempo disponía de una capacidad de percepción sumamente precisa, de manera que, a pesar de no usar reloj, sabía en todo momento la hora que marcaba el reloj del comedor de la casa. La segunda modalidad era el "modo de presente anímico", según el cual los intérvalos temporales venían determinados por las dimensiones de sus actividades intelectuales. Esta modalidad regía la mayor parte de su vida en el acantilado. En ocasiones, una sola unidad de este tiempo llenaba todo el intérvalo entre la llegada y la partida. En otras ocasiones, este espacio era llenado por distintas unidades de contemplación, seriadas según un "antes" y un "después" totalmente independientes del movimiento. La tercera modalidad tenía lugar cuando quedaba transido frente al océano. En este trance, el intérvalo entre la llegada frente al mar y la suave sacudida de la capa con la que los niños intentaban rescatarle entrada la noche, permanecía absolutamente vacío, igual que en las raras ocasiones en que dormía sin soñar y tenía la impresión de cerrar los ojos y volverlos a abrir seguidamente, cuando en realidad, o mejor dicho, según el reloj del comedor, había dormido ocho horas. Así como dos cuerpos en el espacio son contiguos si entre ellos no hay nada, por más que un observador externo pueda discernir entre ellos una gran distancia, así Ramón Forteza no percibía el discurrir de tiempo alguno en las diez o doce horas en las que permanecía frente al mar con la mente vacía. Por esto a su alrededor las cosas envejecían más rápidamente que él.
Algunas veces la furia de los elementos desatados le impedía toda forma coherente de pensamiento. En aquella Costa da Morte se desencadenaban tremendas galernas que levantaban en el mar olas como montañas coronadas por una cresta hirviente. El oleaje rompía contra las rocas con estampidos sordos y continuos como el tronar de los cañones en una batalla. El viento rugía entre las oquedades del precipicio, inclinando los troncos de los escasos árboles que habían resistido los anteriores asaltos. La lluvia barría la tierra desde el océano, golpeando sobre el paisaje mineral como salvas de proyectiles. El temporal podía durar días enteros. Ramón Forteza se guarecía entonces en alguna de las profundas cuevas de la accidentada costa, envuelto en su recia capa bejarana.
Otros días, los menos, el cielo aparecía despejado, y al atardecer podía entregarse al turbador espectáculo del sol hundiéndose en el abismo del océano. De vez en cuando, por tiempo apacible, regresaba de noche al acantilado y contemplaba el cielo estrellado, hasta la madrugada.
Cuando las agonías de la corteza terrestre no se lo estorbaban, el solitario se entregaba a la incansable contemplación de las riquezas espirituales acumuladas en su ánimo durante el Camino Superior de Santiago. Su prodigiosa memoria le permitía reproducir en sus más nimios detalles todas las secuencias de su iniciación, verbales y figurativas. Recitaba en latín el antiguo itinerario de Aimerico. Recorría las veredas, subía y bajaba cerros, atravesaba bosques, cruzaba puentes, caminaba por las calles de los pueblos de la Calzada. Rememoraba las Lectiones del Maestro, las tenidas con los compañeros, las conferencias de los expertos del Sodalicio. Revivía la epopeya de los mozárabes, el drama de Prisciliano, los arduos trabajos de Domingo de la Calzada y de Juan de Ortega. Podía volver a escuchar los conciertos de los coros y de las orquestas del Sodalicio. Asistía una y otra vez, siempre conmovido, a la Gran Dramaturgia, y volvía a participar en la Gran Blasfemia. Conversaba con los compañeros y con los niños. Muchas veces se le presentaba la imagen de Blanca, etérea y silenciosa, sentada a la cabecera de una mesa, durmiendo en el suelo o tendida sobre el altar en Santiago. Pero jamás se preguntó acerca del paradero de la doncella. Gozaba de la inmensa libertad ganada en la iniciación a la Vía Láctea. Profundizaba en su vida sin temor al futuro, sin sentir la pesadumbre de la proximidad del dolor y del horizonte de la vejez, pues la piadosa compañía de la muerte amiga le libraba de las angustias de la inseguridad. Había luchado y había vencido: tenía en sus manos su propia vida y su propia muerte.
Un día de finales de mayo, tibio y soleado, mientras Ramón Forteza contemplaba desde el acantilado la luz del sol jugueteando con las olas, la mujer fue a su encuentro y le dijo:
- Has visto el sol hundirse en el océano. Ya puedes regresar.



DEL OCÉANO A PUENTE LA REINA


Regresó por el camino de los peregrinos de Finisterre, por donde había venido, pero se entretuvo juguetonamente, permitiéndose errabundeos por los pueblos del circundo. La primavera estaba avanzada, el clima era muy suave y el caminante estaba dispuesto a dormir al raso si no hallaba alojamiento. Los bosques de la comarca de las Camariñas estaban en plena floración, rebosantes de nueva vida. Por Dumbría y Ponte Olveira pasó a la comarca de Mazaricos, en la ladera sur del monte Aro. Subió a la cumbre del monte y bajó por el otro lado hasta As Maroñas. Descansó luego en Negreira y al cabo, poniéndose sobre la vereda marcada y ya conocida, se dejó guiar hasta Santiago.
Entró en la ciudad por el barrio de San Lorenzo; subió a la catedral, atravesó la plaza del Obradoiro, y por Azabachería, Ánimas y Casas Reales salió a la ronda fuera murallas donde estaba la Gran Cayena.
El enorme edificio ofrecía inequívocos signos de abandono. Todas las ventanas estaban cerradas. La puerta estaba atrancada con tablones clavados en el dintel. A través de las rejas de las ventanas de la planta baja podían verse cristales rotos. Ramón Forteza se sentó en los escalones de una casa al otro lado de la calle y estuvo largo rato contemplando el viejo caserón. Le parecía increíble que en algún momento pasado aquella casa hubiera rebosado movimiento y vitalidad. Su aspecto era ahora ruinoso, como si llevara largo tiempo deshabitada. A lo mejor, barruntó el Caminante, es que lleva largo tiempo deshabitada. Al fin se levantó y se puso a deambular sin rumbo por las calles del viejo Santiago. El recuerdo guió sus pasos hacia el subterráneo donde se había celebrado el ritual de la Gran Blasfemia. Embocó la sombría callejuela y se fue aproximando con expectación. La gran verja que cerraba el acceso a la cripta estaba abrazada con un pesado candado. A la mortecina luz del callejón podía vislumbrarse el arranque de la escalera, enmohecido y lleno de mugre. Un penetrante hedor de humedad y podredumbre emergía de la negrura del fondo.
Ramón Forteza se apartó de la verja y prosiguió su caminata errática por la ciudad. De golpe tuvo una inspiración y se dirigió apresuradamente al mesón de la calle del Vilar donde había tenido su última plática con el Caminante Mayor. El mesonero estaba como de costumbre detrás del mostrador. En el fondo del local, junto a la pared, vio la mesa que habían ocupado y en la que habían bebido las tres botellas de Fefiñanes. Se acodó en la barra y pidió un vino blanco. Mientras el mesonero se lo servía le miró fijamente a los ojos, pero el otro no parecía reconocerlo.
Ramón Forteza apuró su vino y salió a la calle. Caminó todavía varias horas por la ciudad, y al anochecer pidió alojamiento en San Martín Pinario. A la mañana siguiente, muy temprano, tomó el camino de los peregrinos con la intención de llegar a Arzúa. Subió al Monte del Gozo, bajó a Labacolla, orilló el aeropuerto y por Amenal, Rúa, Santa Irene, Brea, Salceda, Calle y Raido llegó a Arzúa a media tarde. No le extrañó ya comprobar que lo que había conocido como residencia del Sodalicio era ahora un refugio de peregrinos con ropa tendida en los balcones. Recabó alojamiento en casa Teodora, paseó por la villa, entró en un mesón, pidió un orujo y, acodado en una mesa en el fondo de la sala, meditó largamente.
Admiró una vez más el extraordinario dominio de los miembros del Sodalicio sobre la realidad humana y material. Su presencia en el Camino de Santiago había sido palpable, arraigada y rica. Luego se habían desvanecido por completo, sin dejar el más mínimo rastro, como si no hubieran existido. ¿Habían existido?, se preguntó Ramón Forteza. ¿No habría sido su vivencia en el Sodalicio una potente alucinación? En Touriñán, frente al mar, habia experimentado largas y profundas alucinaciones que se convertían en la fuente de inspiración para los centenares de folios escritos que transportaba en su morral como único bagaje. No le cabía la menor duda de que había recorrido el Camino de Santiago desde Puente la Reina, y de que antes de la peregrinación habia leído una gran cantidad de libros sobre las cuestiones esenciales del mundo y del hombre. Cabía la posibilidad de que la potencia de la Vía Láctea hubiese suscitado en su espíritu las imágenes del discurrir del Sodalicio como armazón literario para entretejer la multitud de ideas y de impresiones que se acumulaban en su mente a lo largo de la ruta, cuajada de sol y de vino blanco. De cualquier manera, la vivencia, alucinatoria o real, había sido lo bastante fuerte para vertebrar un universo coherente y pletórico de significados, mucho más próximo a la realidad total que las experiencias palpables del discurso cotidiano. Un mundo del que emergía, además, la figura de Blanca como astro luminoso que llenaba su alma de paz y de impulso vital. Ramón Forteza reconoció que estaba sumamente interesado en contemplar lo que le estaba sucediendo; se dio a sí mismo como espectáculo y decidió proteger lo sucedido y lo por suceder de toda clase de interferencias exteriores. Su regressus sería un viaje entre las cosas, no entre las personas. Asistido por un segundo orujo, resolvió deshacer el Camino hasta Eunate, de cara al sol naciente. Consultó el Arcano y entre Santiago y Puente la Reina diseñó veintidós jornadas.

Junio entró en Galicia, tibio y luminoso. Ramón Forteza emprendió la etapa hasta Palas do Rei con ánimo esperanzado y ojos y piel receptivos, abiertos a todas las sensaciones del hermoso país que atravesaba. Saludaba a los peregrinos, que miraban divertidos al insólito paseante antijacobípeta. Hizo colación en Melide, recordando la atafea que allí había compartido con el Caminante Mayor. Durmió en Palas do Rei y al día siguiente prosiguió hacia Portomarín. La villa rebosaba de peregrinos. Por la noche, sentado al fresco de los soportales, participó en una alegre y desenfadada queimada. Llegó a Sarria a primeras horas de la tarde del día siguiente, y se le antojó aprovechar la dilatada luz diurna para caminar hasta Triacastela, donde se alojó con los Villasante, sin pretender ya ser reconocido y sin mencionar al caminante mayor. A punta de día, que en esta época del año es hora muy temprana, salió hacia el Cebreiro, donde pidió alojamiento en el hostal. Pasó toda la tarde, fresca y lluviosa, acodado a la larga mesa del refectorio, bebiendo ribeiro y charlando con los peregrinos de paso; rehuía el trato con los sujetos de la caterva del automóvil.
Por la mañana del quinto día del mes de junio, con un sol esplendoroso pero no agobiante, descendió por la trocha hacia el Valcarce, y llegado a Ambasmestas emprendió con coraje la dura cuesta hacia Paradela, recorriendo a la inversa el itinerario que había seguido cabalgando los briosos caballos pirenaicos del Sodalicio. Algo fatigado y con los ojos enrojecidos por un sol que se precipitaba ya a la cita solsticial, llegó a media tarde a Villafranca del Bierzo.
Desde el puente sobre el río Burbia lanzó una rápida mirada a los sauzgatillos que habían sombreado sus sosegadas conversacionnes con Blanca cuando llevaban a pacer los caballos, y siguió ansioso hacia la calle del Agua. Se detuvo frente a los dos caserones que habían sido sede principal del Sodalicio. Uno de ellos tenía las ventanas atrancadas, y el zaguán, visible desde el portal abierto, servía de almacén de granos. El otro estaba completamente abandonado, con las ventanas tapiadas y la puerta cerrada con dos cadenas.
Ramón Forteza dio un rodeo por la calle escalonada que sube hacia el centro de la villa y no le costó encontrar una brecha en el muro del patio posterior. Irrumpió en el jardín abandonado, y de allí pasó al patio trasero del otro edificio. Entró por una ventana sin postigos, y una vez en el interior reconoció al instante el zaguán de la cayena. Se dirigió sin vacilar a una escotilla lateral y bajó al sótano. La gran sala, tenuemente iluminada por una franja de ventanucos que daban al patio, presentaba un aspecto de suma devastación.. Las paredes, desconchadas y mugrientas, rezumaban humedad. El suelo era de tierra removida, con recovecos de ladrillejos resquebrajados. Ramón Forteza estuvo largo rato contemplando aquella desolación, rememorando con lucidez el espléndido espectáculo de la Gran Dramaturgia. Buscó con la mirada el ángulo que habían ocupado los cantores y la orquesta; quedaban todavía restos del enladrillado, pero no había ni rastro del estrado de madera. Mientras evocaba los turbadores acordes de las Lamentaciones de Jeremías, el sótano pareció iluminarse repentinamente. Un rayo de sol entraba por uno de los ventanucos y venía a incidir sobre el rincón de los cantores. Ramón Forteza se acercó lentamente a la mancha de luz; algo resplandecía entre los trozos de ladrillo. Mientras se acercaba dejó de percibir el brillo, pero hurgó entre los detritos y, conteniendo el aliento, extrajo el anillo de amatista. Lo frotó contra la manga para limpiarlo, lo depositó cuidadosamente en la palma de la mano y lo expuso a los rayos del sol. La amatista brillaba quedamente como si quisiera hablarle. Estuvo largo rato contemplándola, ajeno totalmente a la desolación que lo rodeaba y a la penumbra en que se había sumido el subterráneo. Al cabo se puso el anillo en el dedo anular de la mano izquierda; le venía holgado. Salió a la calle y se dejó llevar por la sirga peregrinal hasta las afueras de la ciudad. La noche le sorprendió recostado en un roble a la vera de una viña cerca de Valtuille de Arriba.
En su interior, el Camino Superior de Santiago reivindicaba su intacta realidad, sin competir con las realidades del camino de regreso. Ambos caminos se entrelazaban en la circularidad del anillo de amatista, tan real en la ida como en la vuelta. Ramón Forteza tenía vívida conciencia de que los tesoros espirituales adquiridos en el Iter Magnus no eran fruto de su propia espontaneidad; había sido receptor de unos dones que superaban ampliamente sus capacidades creativas. No había sido un sueño, como en el drama de Calderón de la Barca, ni una mera apariencia, como en las lecciones de las Upanishads. El príncipe Segismundo cree que una parte de sus vivencias son sueño, y otra parte realidad. Pero Ramón Forteza se hallaba en este punto en el lugar del espectador, que sabe que ambos momentos son reales. En cuanto a los maestros upanishádicos, robustecen la realidad de su ser absoluto por el procedimiento de debilitar hasta la extinción la realidad del mundo exterior. Ramón Forteza no se sentía obligado a optar entre dos universos incompatibles. Por medio de la solidez visible y tangible de la amatista podía vivir en las dos vertientes de su ser, iluminando la opacidad de la una con el fulgor de la otra. En el espacio del Iter Magnus había también un anillo de amatista tan real como el suyo, portado por la doncella del Sodalicio. No era pertinente preguntar dónde, pero Ramón Forteza sabía que en algún intérvalo de la realidad Blanca jugueteaba con el anillo, que le venía holgado, y pensaba en su cita para el Iter Magnus pasados cuarenta años, cuando ambos universos volverían a converger y las dos amatistas brillarían con un solo fulgor. Poco le importaba renunciar a las representaciones sensibles del Sodalicio cuando encerraba en su ser más íntimo la entera realidad del Camino Superior de Santiago. Su alma estaba marcada por hitos indelebles que le conducirían con firmeza por su propio camino hasta el fin. Había aprendido. Había aprendido a liberarse de las tinieblas de la luz divina para dejarse guiar por el brillo tenue pero seguro del cielo nocturno. "Has visto el sol hundirse en el Océano; ahora ya puedes regresar", le había dicho la mujer. Había aprendido a no despreciar la débil lucecita de la razón: "Es débil, sí, pero no hay otra", había dicho el Lector de las Antítesis. Esta débil lucecita guiaría su vida de investigador del cosmos. Nunca, por más hallazgos que consiguiera, se consideraría otra cosa que portador de una pequeña luz, como la niña de la Gran Dramaturgia con su candil. Pero nunca tampoco consentiría en despreciarla en aras de pretendidas iluminaciones venidas de más allá de lo límites.
Durmió tendido en el suelo entre dos vides. La noche era clara, y la Vía Láctea se mostraba en el cielo nocturno como un resplandeciente cendal de estrellas.


************************************************

Las viñas con su tronco retorcido, sin pámpanos al sol, tristes, desnudas, secas y horras del fruto del otoño, Bierzo primaveral desconocido, lo vieron caminar con paso firme, rostro adusto y mirada traspasada. A través de un paisaje acuchillado por la ruta asfaltada que devora viñedos y caminos seculares, rozó los arrabales de Escombreras, cruzando sobre el Sil por Pons Ferrata. Comió lo que le dieron unos niños en la plaza Mayor ponferratina, y caída ya la noche prosiguió hasta Molinaseca sin fatiga. Durmió bajo la puente ojival, arrullado por aguas fragorosas. Desayunó con pan y vino recio que en la calle Real le fue ofrecido, y recabó el camino solitario que atraviesa los montes de León. Verdeaban los chopos, los castaños dilataban sus ramas ya floridas, y en el fondo del valle, sin reposo, rugían ya las aguas del deshielo. Cruzó Riego de Ambrós y El Acebo siguiendo por la estrecha carretera. Trepó por el atajo hasta el collado donde la Cruz de Hierro ve pasar la lenta procesión de peregrinos. Dando la espalda al sol de mediodía, ciego a la luz astral, Ramón Forteza apresuró su andar por un camino sobre el que al avanzar retrocedía. Cruzó Manjarín muerto y desolado, pasó Foncebadón sin ser olido, descansó en Rabanal hospitalario y bajó por la tierra calcinada. La Maragatería agonizaba bajo siglos de un sol devastador. Intramuros de Astorga se alojó en una fonda tras la catedral. Antes de amanecer ya estaba en ruta para una gran zancada paramera que abreviase la inhóspita calzada bajo la cual la vieja senda gime. Poco antes de León paró en la Virgen del Camino, cayendo traqueteado sobre el colchón dudoso de un hostal. Pasó Trobajos del que fue Camino, León atravesó parando sólo para beber dos vasos de buen vino y seguir a Mansilla de las Mulas. Traspuso las murallas de la villa, cruzó la breve huerta de su ejido y penetró en el páramo anhelado camino de Reliegos, andadero de silenciosas sombras pasajeras. El paso moderó, presto al descanso de la llanura horra de horizontes. Ligero ya de piés y aligerado de ánimo retomó el vial rojizo de la mano del cielo y de la tierra, que en este mar de lomas agrisadas se funden en un trazo en lejanía. Cruzó la vía del tren y se adentró por el páramo llano, sin un árbol, vacío y silencioso, tan vacío como por fin su espíritu se hallaba. Erró Ramón Forteza por las hazas, saltando regatillos no esperados, hasta el atardecer, cuando, rendido, llegó a Burgo Raneros y llamó a la ventana de la fonda Norte. Cenó con la hospedera su cocido en mesa familiar nunca negada, y durmió con la paz del peregrino que deja tras de sí el opus perfectum . Amaneció con nueva luz en su ánimo, sabedor de su noche luminosa, de su ruta sin puntos cardinales, ajeno al sol que supo sepultar en las aguas de donde no debió haber salido. Plácida jornada le deparó el páramo infinito, y entró en Sahagún a mediodía. Sahagún, pueblo grande y mal curado del desgarro de luchas fratricidas. Pisó San Tirso con viva emoción, sin comprender si fue lo allí vivido, o no fue, o quizás tan sólo pasó sin fuerza suficiente para ser. Sus pasos inconscientes lo llevaron al recio caserón de la Cayena: Ventanales y puertas atrancados. Volvió sobre sus pasos sin sentir llamada alguna hacia ninguna parte, sin pensar en el tiempo transcurrido, sin la angustia del tiempo por venir. No estaban los sillares de su alma roídos por el tiempo como el viejo casal del Sodalicio en Sahagún, pues no había sillares en su alma, ni alma tampoco en su vivir ausente. Buscó el techo sencillo y fraternal de Pacho el hospedero en el barrio de la estación, su sopa castellana, la paz de los sucesos cotidianos. Celajes de gozosa primavera fueron sus compañeros en Templarios. El páramo volvía a recibirlo con fraternal abrazo peregrino. Caminaba ligero y sin fatiga, llegando a Calzadilla de la Cueza justo al colgarse el sol del mediodía. Comió con sobriedad en el hostal y volvió con presura a la calzada que ahora discurría por el llano seco y desarbolado hasta Carrión. Cenó en el Resbalón con apetito, durmió luego diez horas como un niño, soñando en las riberas de su mar de aguas azules bajo cielos claros. Con paso sosegado rebasó Villalcázar de Sirga en el Camino, sin parar hasta Frómista en la Tierra de Campos, cuyos campos son de tierra. Luego, al amanecer, subió al canal que quiso redimir la soledad del páramo en la ausencia de la mar. Dejólo en Bobadilla del Camino para cruzar más tarde el Pisuerga, y al caer el sol Castrojeriz acogió su fatiga en su silencio. Después de anochecido le llevaron sus pasos soñadores a la casa que fue del Sodalicio en su primera travesía solar hacia Poniente. Sin extrañeza vio un caserón de muros desconchados, las ventanas tapiadas con ladrillos, atrancada la puerta con tajones de madera. Cubrió la larga etapa hasta Burgos en ocho presurosas horas, sin parar más que en Hornillos del Camino para una refección tomada in via .Traspuso la ciudad sin detenerse yendo a buscar yacija en Gamonal. Con sol de primavera a sus espaldas atravesó los montes desolados hasta San Juan de Ortega equinoccial, cual peregrino insólito acogido. Subió por la vaguada aun no encendida por trochas de un paisaje envilecido, cayendo en Vilafranca Montes de Oca al tocar la campana Ave María. Comió en el mesón con refocilo, sin prisa por llegar a Belorado, a donde recaló en la anochecida. Bajo los soportales contempló la plaza tantas veces recordada, la graciosa figura de la niña urgiéndole el regreso a la cayena. Pasó a Santo Domingo por Grañón, sin darse cuenta apenas de la ruta ajetreada, sucia y enloquecida. Pidió ser recibido en el refugio que aloja a los que van hacia Poniente. El jardín del inmenso casalicio que fue de la Cayena era una algaida de arbustos y hierbajos descuidados. Columbró los oscuros robledales que ciñen el país de los viñedos por los que transitó con pies gozosos. Pasando por Azofra llegó a Nájera habiendo trasegado dos cuartillos del pálido clarete azofreño. Posó en el mismo hostal donde posaron con el Mair en el círculo primero del ser y la apariencia entremezclados. Parando en Navarrete aportó en Logroño al sol del mediodía. Cayó en la tentación bien recibida de los gratos mesones de la villa. Dejó luego al sol seguir su curso y salió para Viana al caer la tarde, llegando al almodòvar con las sombras de una noche de estrellas soberanas. Embebido en la luz ya solsticial, reposó la mirada en el octógono de la joya mudéjar del camino y siguió sin respiro hasta Los Arcos para tomar la trocha solitaria que hacía de calzada en pos de Estella. En la vieja ciudad se demoró frente al portal de lo que fue cayena, aunque sólo quizás lo pareciera. En su dedo el anillo de amatista fijó la realidad del otro cuerpo aquí por vez primera contemplado y en Santiago adorado sobre un mármol, librado de la nada y del vacío gracias al brillo quedo de la piedra. Víspera solsticial, postrer camino de este regreso que ida parecía. Sereno caminaba el caminante hacia el confin-principio de otro velo que se levantaría cuando el sol cayera en el declive de su ruta. Llegó a Puente la Reina a media tarde, siguiendo sin parar hasta Eunate. Cabe la airosa claustra octogonal, yació en la tierra cara a las estrellas.



Eunate

Una luzada de sol arrebolado de aurora, carmín, morado, oro, le acarició los ojos al amanecer. Se había retirado a un cabezo boscoso que coronaba los majuelos a mediodía del alfoz de Eunate. Desde su cobijo de pinos y quejigos avistaba el vallejo del río Robo con su liña de chopos y fresnos, y la venustez del recinto de la capilla en el margen izquierdo. Cuando el sol comenzó a derramarse sobre la iglesuela en lanza de piedra dorada, Ramón Forteza bajó al regato y se lavó en las limpias aguas, tibias ya de estío. Luego regresó a su luco, y sentado bajo un pino, meditó largamente.
De Eunate a Eunate, el ciclo se cerraba. El hombre viejo que había salido de Eunate en un equinoccio de otoño se había transmutado en el hombre nuevo que llegaba a Eunate en un solsticio de verano. El cambio era real, tan real por lo menos como el anillo de amatista que se aprestaba a resplandecer bajo la luz meridiana. El caminante evocó con minucia los pasos que le habían conducido a la iniciación. Todo había comenzado en el Instituto Max Planck de Berlín, cuando, al cabo de varios años de investigación en física cuántica, había caído en una áspera desconfianza en el poder de la razón y del conocimiento humano en general. A su alrededor podía observar tres actitudes distintas: los optimistas que confiaban en la fuerza de la razón, los escépticos que la negaban y los que se refugiaban en los mitos y en las creencias irracionales. Un compañero de laboratorio, inmerso en las mismas perplejidades, le habló de la aventura del Iter Magnus y del Camino Superior de Santiago, y así fue como entró en contacto con el caminante mayor. Ahora, terminada ya la iniciación, reposaba, gozando de la paz de los dones recibidos. El Iter Magnus había puesto en sus manos una pequeña linterna que proyectaba un tenue rayo de luz, débil, pero suficiente para alumbrar su camino. Sabía ya que la blanda claridad del candil no tenía fuerza suficiente para iluminar el bosque a través del que serpenteaba la senda de su vida. Pero la paz de su espíritu residía en la firma decisión de jamás desviar el rayo de luz fuera de la angostura del camino, por el que marcharía serenamente hasta encontrar el otro límite, frente al que tampoco se rebelaría. Sí, proseguiría investigando el universo, pero ya jamás pretendería traspasar el estrecho cerco del límite para extraviarse en las oscuridades del misterio. No, era inútil pedir más luz; bastaba con confiar en el frágil candil que alzaba ante sus ojos la niñita del Iter Magnus, porque no había más luz que ésta.
Era ya mediodía. Una luz cegadora caía sobre el hexágono de Eunate. Los muros de la capilla se debatían en aquella catarata de blancura, intentando salvaguardar un adarme de sombra bajo las arquerías. El circundo de trigales y viñedos parecía arder en el aire inmóvil. Sentado en uno de los ángulos de la capilla, alzó Ramón Forteza la mirada hacia las ágiles nervaduras de la bóveda, admirando una vez más la simplicidad y la elegancia de la construcción. Rehizo en su imaginación el primer encuentro con el caminante mayor en Eunate, la brevedad del saludo, la afabilidad de la compañía tan sencillamente ofrecida. Iba a preguntarse por donde andaría el Mair, pero desechó al punto este pensamiento por inadecuado a su situación actual. El mundo presente del Mair ya no era el suyo, y jamás volverían a converger. Acarició el anillo de amatista, su talismán de seguridades, y sintió una vez más la certeza de la recomposición de la dualidad de los dos círculos en Eunate pasados cuarenta años; las dos amatistas volverían a brillar con un solo resplandor cuando Ramón Forteza y Blanca, hechos caminantes mayores, emprendieran de nuevo la ruta del Iter Magnus para instruir a otros iniciandos en el Camino Superior de Santiago.
De repente se dio cuenta de que no estaba solo. La ermitaña salía de su celda con un cesto de ropa y bajaba hacia el restaño del río bajo el puente. Era una mujer alta, de cabello gris plateado, vestida con una túnica de color verde claro larga hasta los pies. Con andar resuelto, sin percatarse de la presencia del forastero, se acercó a la corriente, se arrodilló en la arena y se puso a remojar la colada. Ramón Forteza se acercó despacio al puente, se acomodó en el pretil y fisgoneó sin disimulo las operaciones de la ermitaña. Más que lavar, la mujer parecía juguetear con el agua, sumergiendo sus manos en la corriente y levantando salpicaduras. En un momento dado, el sol arrancó un reflejo quedo de un anillo que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda. Ramón Forteza reconoció sin asomo de duda el anillo de amatista. ¿Cómo podía haber llegado a manos de aquella mujer de pelo plateado?
La ermitaña volvió la cabeza hacia el puente. Cuando vio al caminante tuvo un sobresalto. Se levantó y, sin vacilar, subió por el talud hasta encontrarse frente a frente con el sorprendido observador. La mujer musitó quedamente:
- Has tardado mucho, Ramón Forteza.
Y se arrojó en sus brazos.
El caminante solo acertó a murmurar:
- Blanca...
Permanecieron enlazados largo tiempo, en silencio, juntando los anillos de amatista, que refulgían en sus dedos con su propia luz, ajenos al resplandor solar que agostaba la tierra alrededor de la capilla de Eunate. Al cabo, Ramón Forteza preguntó:
-¿Falta mucho para el Iter Magnus?
-Si, falta todavía mucho.
-Entonces, recoge tus cosas y vámonos.
-No tengo nada que recoger.
-Pues vámonos. Tenemos tiempo para tomar el tren nocturno en la estación de Campanas.
- ¿Hacia dónde vamos?
- Hacia el norte.

M

Esta es la ultima entrega de LA AMATISTA. Con esta insercion cierro este blog. Quiero decir que ya no volvere a insertar ningun otro texto. No se como se cierra un blog. Tampoco se como lo abri. Agradezco a los que lo mantienen el servicio que nos han prestado, al autor y a las pocas docenas de lectores que lo han detectado. No se quien mantiene este artefacto; no es ni fantasmagorico ni misterioso, pero si inaferrable
Dentro de pocos dias comenzare a insertar mi novela “El barquero de los dioses” en mi otro blog . (Este texto no tiene acentos porque escribo desde un teclado frances...).

No hay comentarios: