sábado, 17 de marzo de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
VIGÉSIMA ENTREGA

KOF
19
De Ponferrada a Villafranca del Bierzo

Serían las nueve de la mañana de un espléndido día otoñal cuando los caminantes salieron del hotel Madrid para requerir la avenida urbana que enlaza con la antigua carretera nacional VI (la nueva rodea la población). Lucía un sol limpio y tranquilo, apenas entorpecido por los celajes mañaneros, aunque cielo arriba aguardaban algunas nubes blancuzcas como lana cardada.
La antigua calzada peregrina, nuevamente señalizada, se adentra en la llanura berciana dando un rodeo por Columbrianos, hoy ya suburbio de Ponferrada. Su moderna calle de las Eras fue nada menos que Camino Real. Pasado un túnel bajo el camino de hierro, la ruta se despereza entre casas y huertas hasta Fuentes Nuevas, que la acoge cumplidamente como Calle Real. Vienen luego diez minutos de mero secano, pasado el cual se entra en Camponaraya, pueblo estirado todo lo largo de la carretera. Camponaraya tuvo dos hospitales de peregrinos y conserva viejos caserones con escudos en las fachadas. Los caminantes decidieron celebrarlo con un gran vaso de sidra de barril fresca y cosquilleante, saboreada en uno de los muchos mesones que abren a la calle Mayor, hasta hace poco bastardeada por la carretera nacional VI.
A la salida de Camponaraya la pista marcada se desvía hacia la izquierda, cruza la nueva autovía por una pasarela de uso exclusivamente jacobeo y, pasado un altozano apretado de vides, desciende sin prisa hacia el vallecico del arroyo Magaz. Luego, por el paraje de San Bartolo entra en Cacabelos atravesando un festival de viñedos
Cacabelos fue villa berciana importante en la Edad Media, como lo atestiguan las dos iglesias que subsisten y el recuerdo de varios hospitales. Llegó a ser capital del Bierzo. Actualmente es una población activa, dedicada a la producción de excelentes vinos. Un urbanismo inteligente, que ha sabido aunar las antiguas piedras con las modernas veleidades lo convierte en un lugar amable y hospitalario. Muchas de sus casas conservan las antiguas solanas voladas. La plaza Mayor es porticada. Otra plazuela, llamada del Mercado, también con soportales, acoge bodegas y tambarrias y hasta algún bar. Los caminantes se sentaron a descansar bajo los soportales de la plaza Mayor y pidieron un vino blanco. Preguntó el mesonero de cual de las uvas preferían, la Doña Blanca, verde amarillenta, o la Godello, con la que se hace también el vino de Valdeorras. Indecisos, y para no acabar como el asno de Buridán, los caminantes acordaron catar un vaso de cada una. Reconfortados por los soberbios caldos, volvieron al camino, tomando la carretera hacia Villafranca, de la que les separaba hora y media de marcha.
A la salida de Cacabelos cruzaron por el puente sobre el río Cúa, en cuyo alema se bañaban unos niños, pues hacía buen sol. Pasaron por delante del santuario de la Quinta Angustia, preguntándose cuales serían las otras cuatro, y remontaron la carretera hasta Pieros, que es una calle a la derecha del vial. En el circundo de Pieros se hallan las ruinas del Castrum Bergidum, en la actualidad Castro de la Ventosa, poblado de astures, que subsistió hasta la Edad Media. De este emplazamiento proviene el topónimo del Bierzo. La llanura berciana, que de este a oeste se extiende entre Molinaseca y Villafranca es una tierra singular, rodeada de montañas, feraz, pulcramente cultivada, industriosa y activa. Sus vinos son excelentes, soleados, frescales. Los bercianos se tienen por gente diferente de sus vecinos y se precian de campechanos y divertidos.
Pasado el cruce de Valtuille de Arriba, abandonaron la carretera por detrás del mesón Las Ventas. No es más que una trocha que se volatiliza en unas barbecheras, que hay que atravesar para desembocar en una pista. Cruzaron un arroyo y subieron por los majuelos. El sol se desparramaba sobre los viñedos, pintando bajo los pámpanos redondos finas randas luminosas. De pronto comenzaron a divisar a su derecha, más allá de una vaguada, algunas de las iglesias de Villafranca. Cinco horas después de salir de Ponferrada llegaban a la iglesia románica de Santiago, en la parte más alta de la ciudad, deteniéndose en ella para admirar la Puerta del Perdón. Bajaron luego hacia el castillo y por una calle escalonada, pasando por delante de la antiquísima Fonda del Comercio, todavía activa, llegaron a la plaza Mayor, parcialmente porticada. Por un callejón a la izquierda bajaron hacia la calle de Ribadeo, antes del Agua, la antigua vía de los hidalgos. Allí, junto a la casa natalicia de Enrique Gil y Carrasco tenía el Sodalicio su cayena principal en el Camino, ocupando dos amplios caserones.
Villafranca del Bierzo es un típico producto del Camino de Santiago. Los "francos", que constituían el grueso del peregrinaje, se instalaron en lo que debió ser una pequeña aldea en tiempos de Alfonso VI. Los cluniacenses, estos francos elevados a la segunda potencia, edificaron aquí, con ilimitada magnificencia, la acostumbrada tríada jacobea: hospital, iglesia y monasterio. El lugarejo convertido en ciudad pasó a llamarse con toda naturalidad Villafranca. Cuando acudieron a poblarla los naturales del país tuvieron que organizar su propio municipio, pues los francos, como en Pamplona y Estella, mantuvieron el suyo.
Situada en un valle ubérrimo, en el horcajo de los ríos Valcarce y Burbia, la villa medró rápidamente, de lo cual son buenos testimonios los edificios que todavía restan: iglesia de Santiago, románica del siglo XII; San Francisco, románico-gótica con elementos mudéjares; San Nicolás, mole del barroco jesuítico; el convento de la Divina Pastora, antiguo hospital de Santiago; la colegiata de Santa María de Cruñego (es decir, de Cluníaco), desmesurada aun con haber quedado a medio hacer en el siglo XVI; el convento de la Anunciata, del siglo XVII; el Castillo de los Marqueses.
El peregrino Laffi, del siglo XVII, tiene muy lisonjeras palabras para esta villa: "Es éste un hermosísimo lugar situado en un valle entre cuatro altísimas montañas, donde confluyen dos grandes ríos. Es el último pueblo del Reino de León, aunque mejor se le podría llamar ciudad, por ser muy grande y rico. Tiene muchos conventos, tanto de frailes como de monjas, una gran plaza y hermosísimos edificios. También tiene un gran hospital para peregrinos. Por la mañana nos dirigimos a los Padres Jesuitas para decir la misa, y nos dieron limosna y de desayunar. En esta gran villa, digo grande porque hay ciudades que no son tan grandes ni nobles como ésta, hacen bastante caridad a los peregrinos, sobre todo a aquéllos que llevan el ferraiolo , que aquí llaman capa".
Desde tiempo inmemorial el Sodalicio tenía en Villafranca, a las puertas de Galicia, su principal cayena del Camino. Es aquí donde tenía lugar la Gran Dramaturgia, que se representaba siete veces durante el período del Iter Magnus. La cayena ocupaba dos antiguos caserones en la calle de Ribadeo, en la parte contraria al río. Uno de ellos tenía un patio, agenciado como jardín interior. Después de una alta puerta cochera venía un vasto zaguán desnudo de muebles, tamizadamente iluminado por dos ventanales enrejados. De uno de sus muros pendía un gran tapiz bordado de oro, debajo del cual había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Una escalinata de piedra llevaba a la planta noble, de techo alto. Un amplio salón ocupaba toda la crujía. Altos ventanales lo inundaban de luz, apenas tamizada por cortinajes con alzapaños. Profusión de muebles de todos los estilos daban a la estancia un aspecto entre desenfadado y suntuoso, aunque siempre acogedor. Una gran puerta de cuarterones con marco de madera festoneada comunicaba con el edificio contiguo, cuya primera planta estaba ocupada por dos refectorios. Las dos plantas superiores estaban destinadas a aposentos individuales y colectivos, con capacidad para doscientas personas.
Del subterráneo se hablará en su momento.
Los caminantes entraron en la cayena cuando los residentes comenzaban a almorzar. El Mair se dirigió sin vacilar a uno de los refectorios, donde fue acogido con gran alborozo. Ramón Forteza lanzó una rápida mirada a la cabecera de la mesa. Efectivamente, allí estaba Blanca, charlando animadamente con los dos niños que la acompañaban. Cuando reparó en el caminante agitó la mano en un jovial saludo, haciendo clara ostentación del anillo de amatista. Los recién llegados se aligeraron de sus balixas y se sentaron a la mesa. La comida era sencilla pero bien preparada. El vino, en picheles, clarete y blanco de la cooperativa de Villafranca. Al terminar el almuerzo, la Magistra Domus se acercó a Blanca, que se levantó. Todos los comensales se pusieron de pie hasta que hubo salido con sus dos acompañantes. Luego volvieron a sentarse y arrancaron una larga sobremesa durante la cual el Mair fue muy escuchado. Después, cada cual vacó a sus tareas y los recién llegados se retiraron a descansar.
La cayena de Villafranca del Bierzo era el lugar donde los caminantes del Camino Superior de Santiago culminaban su formación participando en la Gran Dramaturgia. Los caminantes ordinarios se demoraban tres semanas en la residencia. Durante su estancia en Santo Domingo de la Calzada cada sodal supo el papel que le tocaba representar en la escenificación. Desde su llegada a Villafranca los caminantes trabajaban en los ensayos junto con el Cuerpo de Tragedia, que eran los actores y los músicos de la Compañía Permanente de Villafranca.
A todas horas del día resonaban en los caserones de la calle Ribadeo cantos y músicas instrumentales. La orquesta constaba de cuarenta instrumentistas. El coro, de sesenta cantores, que podían dividirse en ocho voces. El resto de los residentes eran actores, figurantes y tramoyas. Treinta niños y niñas del Sodalicio acudían en cada período para participar en la representación, como cantores, como instrumentistas o como actores. Llegaban a la casa más o menos una semana antes, inundándola de gritos, de juegos y de correteos a los que nadie se molestaba en poner coto.
El Mair y Ramón Forteza, a fuer de sodales ya formados, llegaron también una semana antes de la representación, que iba a tener lugar el día 24 de octubre. Ramón Forteza formaba parte del coro como barítono y había participado en los primeros ensayos en Santo Domingo de la Calzada. Los caminantes mayores, mujeres y hombres, no solían actuar, y componían, junto con algunos invitados, el único público de la representación.
Los días transcurrían plácidos en el valle del Bierzo. Todas las mañanas había ensayo de la coral. El resto del tiempo era libre, aunque había opción para concurrir a conferencias y seminarios sobre los grandes temas del Camino Superior de Santiago. Ramón Forteza impartió sus habituales lecciones sobre teoría de la relatividad, sobre física cuántica y sobre el Big Bang. Pasaba muchos ratos en la biblioteca de la cayena, notablemente rica en obras de historia, de filosofía, de ciencia, de arte y de cuestiones actuales. Daba, solo o con otros sodales, largos paseos por los alrededores y frecuentaba, según la costumbre del Sodalicio, los bares y mesones de la población. Algunas veces se hacía el encontradizo con los niños, que llevaban los caballos a pacer en el caz del Burbia. Entonces se sentaba con Blanca bajo los sauzgatillos de la ribera y conversaba largamente con la muchacha, que era un pozo sin fondo de preguntas y curiosidades. Mientras hablaban solían juguetear con los anillos de amatista, limpios ya y resplandecientes.
El Mair hacía frecuentes y discretas escapadas a Ponferrada para visitar a los niños del Hospital.
La víspera de la representación de la Gran Dramaturgia, Ramón Forteza fue convocado, junto con otros once caminantes, a una tenida de iniciación en una de las aulas de la cayena. Presidían la sesión tres caminantes mayores. Se trataba, explicaron, de declarar a los iniciandos algunos puntos del Arcano del Sodalicio.
El Arcano es una disciplina practicada por la mayoría de grupos mistéricos e iniciáticos. El Sodalicio no se consideraba misterioso en absoluto y sólo parcialmente iniciático, pero por respeto a las tradiciones en las que recolectaba su universo imaginario, había forjado también su acervo de conocimientos arcanos. La transmisión a los iniciandos tenía lugar precisamente durante su estancia en Villafranca del Bierzo. El Arcano no podía ser escrito ni comunicado a ningún ser humano fuera del Sodalicio. No se prestaba juramento, puesto que, por una parte, no había por quien jurar y, por otra parte, no se veía que perjuicio podía causar a la confraternidad la divulgación de los conocimientos arcanos. Se trataba, en resumidas cuentas, de una costumbre más arqueológica y estética que disciplinar.
El primer capítulo del Arcano revelaba los nombres antiguos del Sodalicio.
El segundo capítulo del Arcano versaba sobre la simbología del Iter Magnus. Se desveló el significado del número veintisiete, el de las letras hebreas que designaban las etapas y el de otros símbolos aritmológicos dispersos por el Camino. Se explicó la distinción entre octógono, octava y ogdóada.
El tercer capítulo del Arcano trataba de la Doncella y de su constelación simbólica.
El cuarto capítulo del Arcano resumía las finanzas del Sodalicio.
Ramón Forteza se atuvo a la disciplina más estricta y se abstuvo de consignar en su cuaderno el contenido de la revelación del Arcano, contentándose con una reseña general de la tenida. El lector que quiera penetrar por su cuenta en los misterios de la simbología arcana del Sodalicio podrá hacerlo con suma facilidad accediendo a los textos de los que ella bebe, entre otros el Timeo de Platón con el comentario de Calcidio, el Opificio Mundi de Filón de Alejandría, el Midrash Rabba, los escritos de Ezra de Gerona, el Corpus Hermeticum, el Libro I del Adversus Haereses de Ireneo de Lyón, los Fenomenos de Arato de Soli y el Harmonices Mundi de Juan Kepler.
Llegó por fin el día de la Gran Dramaturgia. El acto tenía lugar en una espaciosa sala que se había aparejado en los sótanos de los dos edificios que componían la cayena. Era un local de paredes desnudas y enjabelgadas. El suelo era de rasilla basta y a trechos muy cuarteada. La mitad del espacio estaba ocupado por varias hileras de bancos de buena factura. En el extremo opuesto a la entrada se levantaba un gran estrado de madera flanqueado por dos tribunas. A la derecha del estrado había un entarimado para la orquesta y el coro. El lado opuesto estaba ocupado por una gran alfombra en cuyo centro destacaba un sitial forrado de terciopelo rojo, rodeado de cojines y traspuntines esparcidos por el suelo.
Poco antes de las diez de la noche comenzó a entrar el público, compuesto por Caminantes Mayores, sodales que no participaban en la representación y por invitados. Una nubada de niñas y niños se sentaban alrededor del severo sillón dentro del que casi desaparecía la frágil figura de Blanca, vestida, como los demás niños, con una túnica verde claro. Los componentes del coro y de la orquesta, vestidos con túnicas gris claro, iban ocupando sus lugares.
Sonaron, lejanas, las campanadas de las diez. Se apagaron las luces de la sala. El escenario se iluminó con una densa luz negra. Las tribunas de ambos lados permanecían a oscuras. Lentamente, cuatro focos de luz amarillenta se proyectaron sobre el basamento del escenario, y se vio que el estrado estaba montado sobre un friso del que destacaban cuatro gárgolas representadas por cuatro actores, dos mujeres y dos hombres, con la cabeza y los brazos metidos en sendos cepos.
La orquesta irrumpió con la pieza de obertura, composición de un músico del Sodalicio, en mi bemol mayor. Cuando los últimos armónicos del acorde final se hubieron disuelto entre los muros del salón, las figuras de las gárgolas entonaron a cuatro voces, con brutal desafinamiento, el primer versículo del Miserere. El juego de luces y los agobiantes resoplidos de los cantores daban a entender que eran aquellas míseras gárgolas las que sostenían todo el peso del escenario, y por tanto de la representación.
La luz del escenario se hizo más intensa y apareció una protuberancia montañosa formada por un grupo de actrices y actores amontonados en el centro. Iban completamente desnudos y embadurnados con un ungüento que absorbía la luz negra de los focos y los convertía en uniformes muñecos de brillo apagado.
El coro y la orquesta interpretaron un oratorio con letra del Himno al sol de Milton, composición de un músico del Sodalicio, en mi bemol mayor, mientras detrás del amontonamiento de cuerpos desnudos emergía lentamente un disco solar rojizo.
Terminado el oratorio, cayó sobre el escenario un golpe de oscuridad, y simultáneamente se iluminó la tribuna del lado derecho, en la que compareció una figura humana revestida con un hábito rojo con capucha. Era el Lector de las Tesis. La primera Tesis era una lectura del pasaje bíblico de la creación del hombre y de la mujer.
Se iluminó la tribuna del lado izquierdo y apareció el Lector de las Antítesis, revestido con una túnica verde sin capucha. El Lector de las Antítesis denunció la obra del Demiurgo por haber creado un ser consciente sometido al dolor.
La dramaturgia prosiguió según el mismo esquema. El Lector de las Tesis leía pasajes bíblicos en los que Dios aparecía expulsando a Adán y Eva del paraiso, ordenando a los israelitas matar a todos los ancianos, mujeres y niños de Jericó, confabulándose con Satán para torturar a Job y gloriándose, por boca de Jesús, de su providencia sobre los lirios del campo. El Lector de las Antítesis execraba la crueldad del Creador, identificaba a Dios con Satán y ponía de manifiesto la hipocresía de la Providencia que cuidaba sus flores mientras millones de niños sucumbían a las enfermedades y en los cataclismos. Después de cada episodio, las cuatro gárgolas rugían un nuevo versículo del Miserere.
En el escenario, los figurantes desnudos plasmaban las escenas descritas por el Lector de las Tesis.
Terminadas las lecturas, apareció en el escenario una figurante niña con un candil encendido. El Lector de las Tesis proclamó:
¡Mirad cuan débil, vacilante y temblorosa es la luz de la razón.
Desde su tribuna en el lado izquierdo, el Lector de las Antítesis contestó:
Si, es débil, vacilante y temblorosa la luz de la razón, pero no hay otra.
Sobre el escenario cayó un golpe de oscuridad. El coro y la orquesta interpretaron un himno en mi bemol mayor. Los focos iluminaron el amontonamiento de cuerpos, detrás de los cuales un disco solar rojizo se hundía lentamente. Las luces del escenario se fueron fundiendo mientras un foco de luz blanca iluminaba el sitial de la Doncella. Al término se apagaron todas las luces del proscenio y se encendieron las de la sala.

Cuando Ramón Forteza salía del teatro subterráneo con los demás cantores se dio cuenta de que había perdido el anillo de amatista. Recordó que había estado jugando con él durante la representación. Probablemente se le cayó sin que se diera cuenta, pues le venía holgado. Regresó al estrado de los cantores y buscó en el suelo. Los tablones del entarimado estaban bastante separados; debajo de ellos las baldosas aparecían agrietadas, dejando entre ellas grandes boquetes por los que muy bien podía haberse escurrido el anillo. El hecho es que no lo encontró, y fue a acostarse muy cariacontecido, por más que no cayó en la ingenuidad de dar valor simbólico a esta pérdida.

No hay comentarios: