LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
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HETH
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De San Juan de Ortega a Burgos
La ruta santiaguesa, al abordar los Montes de Oca, se fue desjuntando en diversos itinerarios al filo de las necesidades de los peregrinantes. Los que no querían o no podían atravesar el puerto con sus vastos robledales rodeaban la masa montañosa por Arlanzón e Ibeas de Juarros. En Arlanzón, in strata publica peregrinorum según un documento de Alfonso VIII, hubo varios hospitales. Poco antes de Ibeas de Juarros se levantó una importante fundación hospitalaria de canónigos regulares, Santa María de Villalbura.
Desde el Alto de la Pedraja, donde se levantaba el hospital de Valdefuentes, los peregrinos podían uncirse al itinerario anterior por Santovenia y Zalduendo, que es el recorrido de la actual carretera de Burgos.
Los que habían optado por ir a gozar de la hospitalidad de San Juan de Ortega podían alcanzar Burgos por varios itinerarios. Desde San Juan se pasaba a Barrios de Colina y de aquí, por Olmos de Atapuerca y Rubena, se llegaba a Villafría, ya en las afueras de Burgos. Otra ruta pasaba por Agés y Atapuerca, uniéndose a la anterior en Olmos de Atapuerca. Los hodiernos curadores del Camino han optado por retornar a la strata publica peregrinorum, aparejando una pista-sirga junto a la carretera nacional 120, desde el cruce de Santovenia hasta Burgos. El peregrino del Codex Callixtinus tomó el camino más recto a través de las montañas, por Cardeñuela, que es el itinerario señalizado. Nuestros caminantes siguieron esta ruta.
El día amaneció húmedo y mortecino. Ya no llovía, pero el cielo, vestido de cierzos, presagiaba cualquier cosa. Los huéspedes del refugio fueron abandonando con pesar la acogedora cocina del párroco, olorosa de café. Los caminantes, pasada revista al gremio peregrinante, declinaron compañía y se adentraron solos por el bosque hacia Agés, que dista tres kilómetros y medio de San Juan. A la media hora atravesaron la llamada Trinchera del Inglés (un hoyo en el trazado de un ferrocarril que no llegó a construirse) y siguieron por una ancha pradera que la devoción ha jalonado con algunas cruces. A la izquierda se halla la ermita de la Virgen del Rebollo. El camino desciende luego hasta Agés, pueblecito apacible que no ofrece servicio alguno al andariego. Hasta Atapuerca se sigue por la carreterita local. A la izquierda aparece el antiguo puente sobre el río Vena, construido por San Juan de Ortega.
Atapuerca tiene tienda y mesón, donde se puede comer. El pueblo se ha hecho famoso por su importante yacimiento prehistórico, excavado por estudiosos de varias universidades españolas. Los excavadores sostienen que la sierra de Atapuerca fue ocupada por hombres o por homínidos hace más de un millón de años. Han exhumado restos del denominado por ellos "Homo antecessor", y sostienen haber hallado rastros de uso de instrumentos en estratos todavía anteriores.
El camino marcado arranca de la parte alta del pueblo. Asciende por una senda pedregosa. Pronto se adentra en un polígono militar rodeado de alambradas. La instalación no suele utilizarse por esta parte; de hecho los portillones están permanentemente abiertos. Tras un cuarto de hora de cuesta, caminando entre un bosque de encinas más bien clareado, se alcanza un alto. Se sigue por un altozano desolado teniendo a la derecha la cumbre de la montaña donde campea una enorme antena telefónica, y se inicia el descenso hacia la almarcha de Cardeñuela, que se alcanza en media hora, entrando por la carretera de Villalval. En todo este recorrido hay que estar muy atento a las señales, pues el camino no es más que un sendero con piel de piedra de monte que se pierde en las praderas. Otro sendero, igual de perdedor, sigue por el monte hasta Orbaneja.
En Cardeñuela los caminantes repusieron fuerzas en un mesón en el que la amabilidad de la mesonera suplía la parvedad de la oferta. Llevaban ya tres horas de andadura y quedaban otras tres bien cumplidas hasta el centro de Burgos. Por la carreterita local, llaneante y tranquila, llegaron a Orbaneja en media hora. La carretera sigue el valle del río Pico, medianamente frondoso: álamos, chopos, olmos, acacias. En Orbaneja hay bar, junto a la carretera. A medio kilómetro del pueblo un puente sobre la autopista A-1 representa la primera toma de la fastidiosa serie de alzaduras suburbiales que jalonan los seis kilómetros que faltan hasta Burgos. Media hora después del puente se pasa a rozar de los muros de una gran instalación militar, se atraviesa la vía del ferrocarril y se alcanza Villafría por la parte antigua.
Villafría está sobre la carretera nacional I y se halla unida a Burgos por una serie ininterrumpida de polígonos industriales. A la carretera se abren media docena de restaurantes y hoteles. Nuestros caminantes, considerando las ventajas de un moderado enturbiamiento de la sensibilidad para pernear una carretera de gran tráfico, entraron en un mesón y trasegaron entre los dos una botella de clarete fresco de Rueda , acompañado de tapas en mera función de sostenimiento. Y todo de pie, acodados al mostrador, pues, como solía justificar el Caminante mayor, que hacía dos días que no latinizaba, de torrente in via bibet, propterea exaltabit caput ("bebió del torrente sin agacharse, por lo cual va con la cabeza alta").
La carretera tiene buen arcén. Media hora después de Villafría comienzan las amplias avenidas de la ciudad. Los Caminantes se detuvieron para visitar la iglesia gótica de Santa María la Real y Antigua de Gamonal, que fue catedral cuando la sede del obispado se trasladó de Oca a Burgos. Poco después, en el paraje urbano llamado Molino de Capiscol, donde hubo un hospital de peregrinos, se juntan la ruta que procede de Ibeas y la antigua proveniente de Bayona.
Al acercarse al centro de la ciudad dejaron la carretera, a la sazón ya calle de Vitoria, y por la calle Covadonga alcanzaron el camino, luego calle, de los Calzados, que desemboca al pie de la muralla, en la plaza donde se alzan las ruinas del monasterio de San Juán y la capilla de San Lesmes, es decir, de San Adelelmo. Salvaron el foso, que en realidad es el arroyo Pico o Vena, por un puentecillo medieval y entraron en la ciudad vieja por el Arco de San Juán. Pasaron por delante de las iglesias góticas de San Gil y de San Esteban para ir a reposarse unos minutos en la parte alta de la plaza de la catedral. Seguidamente abordaron una de las callejuelas que suben al castillo. A las dos de la tarde, sudurosos y polvorientos, los caminantes traspusieron el amplio portal de la cayena del Sodalicio en Burgos, en el entorno de la catedral.
Ocupaba la residencia, que tenía la categoría de albergue de paso, una vetusta casa hidalga en un callejón que asciende hacia el seminario (en el que se halla un excelente refugio de peregrinos). El edificio había decaído grandemente. Fue almacén de granos y luego pobrísima casa de vecinos. El Sodalicio la reconstruyó de arriba a abajo, haciendo aflorar sus muchas piedras nobles. Cuando hospedó a nuestros viandantes presentaba un agradable aspecto, realzado por las largas hileras de tiestos con flores que se alineaban en los anchos balcones. Tenía planta, dos pisos y buhardillas a los cuatro vientos, amén de un patio trasero acondicionado como jardín. Podía alojar cuarenta huéspedes en habitaciones individuales o dobles. Había un refectorio, un aula de gran capacidad, un aula pequeña y una biblioteca. Los caminantes fueron recibidos por la Magistra Domus, danesa de nación, la cual, apercibido que se hubo de su estado psicosomático, sugirió la secuencia ducha - almuerzo - siesta, plan que fue acatado con obediencia perinde ac cadaver por los recién llegados.
Someramente aseados, puesto que les urgían otros apremios, los recién llegados se sentaron a la mesa con otros doce caminantes, siete mujeres y cinco hombres. La regenta les felicitó por su buena estrella, pues habían recalado en el albergue justo en el día en que la dieta recuperaba la sopa castellana, proscrita en los meses cálidos. A la sopa siguió un principio de cangrejos de río en salsa de tomate picante. Para instrucción de caminantes ignaros, la Magistra pasó aviso de que los bichos se agarraban con los dedos y se chupaban sin escrúpulos estéticos. Los comensales se aplicaron al negocio con gran algazara, incrementada por incesantes tientos al vino blanco de Rueda. El postre de yemas pasó sin pena ni gloria, pues la mayoría prefirió regar la sobremesa con un postrer vaso de vino. Mientras departían animadamente, la puerta del refectorio de abrió de golpe y una pelota de goma la atravesó dirigiéndose rauda hacia la última botella de vino que quedaba sobre la mesa, volcándola. Detrás de la pelota hizo desenfadado ingreso un zagal rubicundo que inició la delicada maniobra de recuperar el proyectil de encima de los manteles empapados. Detrás del zagal entró una jovencita a la que Ramón Forteza reconoció rápidamente. Todos los comensales se pusieron de pie, al tiempo que la mocita , balbuceando una excusa, agarraba al mozalbete por un brazo y lo sacaba del refectorio aferrado a su pelota. La tertulia se disolvió sin más, y los que habían venido de camino se retiraron para descansar, quedando todos emplazados para una sesión vespertina.
Ramón Forteza estaba desvelado. La jornada desde San Juan de Ortega no había sido agobiante y la comida, a fuer de bien cocinada, muy pasadera. Después de varios intentos desistió de conciliar el sueño, se levantó, calzó unas pargas que halló dispuestas al pie de la cama y se fue a fisgonear por el caserón. En los corredores era todo silencio. De puntillas, para no despertar a los sesteantes, bajó a la primera planta y exploró el salón estudio y la cocina. En el salón descubrió un clavicordio y varios atriles, y un armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Había también estanterías abarrotadas de libros, una larga mesa de lectura y dos sillones de cuero junto a un ventanal. Pero la mayor parte de la estancia estaba ocupada por tres hileras de macizos bancos de madera con almohadillas de raso rojo, dispuestos en semicírculo en torno a una gran chimenea.
Atravesando el refectorio se dirigió a la cocina, a la sazón desierta. Era una estancia espaciosa, iluminada por dos ventanales y un balcón que daba a un patio interior. Los muros estaban azulejados con alboaires de colores sobrios, como si de una capilla se tratara. Una mesa, de patas cortas y sólida cencha, arrimada a una de las paredes, mostraba a las claras estar destinada a los niños.
Renunciando a levantar la trampilla que llevaba al sótano, probablemente bodega, el caminante retornó al zaguán y subió sigilosamente por la escalera de baldosas. A la altura del primer piso se detuvo y echó una ojeada al holgado corredor que arrancaba del descansillo, con puertas a un lado y ventanas al otro. Las puertas eran de doble hoja y de madera pintada. Ramón Forteza avanzó sigilosamente hacia el fondo del pasadizo, donde una vidriera de colores claros tamizaba la luz posmeridiana. Al pasar junto a una de las puertas advirtió que estaba entreabierta. Lanzado ya al fisgoneo, no tuvo reparo en empujar suavemente una de las hojas hasta que pudo ver el interior de la estancia, tenuemente iluminada por una ventana con cortinajes. La pieza, totalmente horra de muebles, estaba enlosada con mármol agrisado. En el centro, sobre las puras losas, yacía Blanca, tranquilamente dormida con la cabeza apoyada en un brazo. Su negra cabellera se desparramaba por el suelo brillante. Vestía una túnica blanca que la cubría hasta los pies. Ramón Forteza la contempló unos instantes y a continuación volvió a cerrar la puerta, y con redoblado sigilo regresó a su celda en el segundo piso. Allí se sentó junto a la ventana y meditó largamente.
Mediada la tarde los dos caminantes salieron a pasear por la ciudad sin empeño arqueológico alguno, pues la tenían ambos harto conocida. Por una especie de connaturalidad se acercaron a los monumentos que hacen de Burgos una etapa principal en la ruta jacobea.
Burgos pasa actualmente por ciudad antigua, pero el impulso de su crecimiento le vino de ser ciudad nueva frente a las vetustas urbes visigóticas. En el transcurso del siglo XI, el modesto poblado que desde el año 884 se aglomeraba entorno al castillo experimentó dos fuertes estirones. Por una parte, comenzó a transitar por la ciudad el flujo de peregrinos que tomaba la nueva calzada jacobea de Nájera y Montes de Oca, acondicionada por Sancho el Mayor de Navarra. Por otra parte, la rápida expansión del reino castellano transformó el lugar en una capital política y religiosa de clara orientación renovadora y europeísta. Burgos era la urbe más importante que encontraban los peregrinos entre los Pirineos y Santiago. Ciudad de consciente vocación santiaguesa, llegó a contar con una treintena de hospitales para la acogida de caminantes. De uno de ellos, el Hospital del Rey, dice el peregrino Laffi que "puede albergar a dos mil personas e imparten a los peregrinos gran caridad y les dan un trato muy bueno en la comida y en la cama".
Al atardecer, los huéspedes del albergue del Sodalicio se reunieron en el gran salón, aderezado para sesión académica. Acudieron también algunos vecinos, mujeres y hombres. Todos hallaron holgado acómodo en los bancos que rodeaban una mesa colocada delante de la chimenea. La iluminación, indirecta y difusa, confería a la estancia una atmósfera de recogimiento.
El Mair introdujo la sesión. Se trataba, explicó, de una lección ordinaria del albergue del Sodalicio de Burgos, destinada a la instrucción de los sodales que pernoctaban en la ciudad. La lección estaba abierta a vecinos del lugar, conocidos y simpatizantes.
La Lectio versaba sobre las sociedades de libres constructores. La impartía un caminante mayor con cargo de Garante de Amistad (denominación, aclaró por mor de los profanos, tomada en préstamo a la masonería). El conferenciante explicó que en la Edad Media el Sodalicio se amparó en las sociedades de libres constructores para zafarse de la represión eclesiástica. Una de las costumbres más relevantes de la libre construcción era la peregrinación profesional. El compañero recorría el país durante varios años, ejerciendo su profesión y residiendo en los talleres anejos a las grandes obras, talleres llamados "cayennes" en Francia. Una cayena era un albergue con funciones de academia profesional. El conjunto estaba integrado por una hospedería, una escuela y los talleres. La cayena estaba gobernada por una "madre". Los compañeros itinerantes residían en la cayena durante todo el tiempo de su contrato de trabajo edilicio. Luego pasaban a otra ciudad, y de esta guisa recorrían el país entero en el espacio de unos pocos años.
Durante el receso que siguió a la primera parte de la Lectio, la Magistra Domus procedió a un pequeño cambio en la disposición del mobiliario de la sala. Apartó dos de los bancos de la primera fila para crear un espacio libre en el cual extendió una alfombra de colores apagados. Seguidamente acarreó un sillón tapizado de rojo y lo colocó en el centro de la alfombra. Por fin distribuyó media docena de cojines en torno al sillón.
Al punto sonó una campanilla y se reanudó la sesión. Cuando todos habían tomado asiento, se abrió la puerta que comunicaba con el refectorio y entró en el salón Blanca, la impertérrita durmiente sobre suelos de mármol; la acompañaban cuatro niñas y dos niños, vestidos todos con túnicas verde claro. La asamblea se puso en pie mientras, con paso rápido y seguro, la doncella se dirigía hacia el sitial y tomaba asiento, recogiéndose la amplia falda. Sus acompañantes se acurrucaron sobre los cojines a su alrededor y los presentes volvieron a sentarse. El conferenciante dio comienzo a la segunda parte de su Lectio, que consistió en una pormenorizada descripción de los caracteres de "La flauta mágica" de Mozart y Schikaneder, seguida de la elucidación de su simbolismo gnóstico recogido por los libres constructores.
Terminada la disertación hubo un breve diálogo y acto seguido se pasó a la audición de "La flauta mágica". Los altavoces habían sido dispuestos en el salón de actos, en el refectorio, en la cocina y en el zaguán de entrada, de modo que cada cual la escuchó donde más le placía, incluso paseando.
viernes, 29 de diciembre de 2006
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