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LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DÉCIMA ENTREGA
TETH
9
De Burgos a Castrojeriz
Inmersos todavía en la sublimidad de la música y de las palabras, al alborear volvieron a ponerse sobre el Camino, que en una larga etapa de nueve horas iba a conducirlos a Castrojeriz.
La Magistra Domus los despidió con un excelente café y unos bizcochos de artesanía burebina. Más no les era menester, pues trazaban tomar desayuno cumplido en Tardajos, a donde llegarían en un par de horas.
El día se levantaba frescal; el sol se hacía anunciar en un cielo sin nubes, de un azul otoñal. Salieron de la ciudad vieja por la Puerta de San Martín, atravesaron el río Arlanzón por el puente de Malatos, casi frente al Monasterio de las Huelgas y caminaron diez minutos por una amplia avenida que coincide con la carretera nacional 120, dejando a su izquierda el antiguo Hospital del Rey, en la actualidad Facultad de Derecho. Rebasadas las vías del tren dejaron la avenida para tomar a la derecha una antigua carretera, a poco pista, que discurre durante media legua por la vega del Arlanzón. Después, dejando Villalbilla a la izquierda, cruzaron el Arlanzón por un puentecillo y volvieron a uncirse a la carretera nacional poco antes del puente sobre el río Ubierna, alcanzando el hermoso crucero a la entrada de Tardajos en cosa de media hora.
Tardajos fue villa romana bajo el nombre de Augustóbriga. Los documentos medievales la denominan Oterdaios y acreditan que tuvo hospital de peregrinos.
En una fonda a la entrada del pueblo les aguardaba el ventero con la mesa puesta, proveimiento solícito de la Magistra Domus, que había anunciado su llegada. El desayuno fue de fundamento, pues hasta Castrojeriz, a veintiocho kilómetros, no había ni botica ni alfolí. Les fueron servidas unas migas con tocino y chorizo, seguidas de una ensalada de cogollos. El pan, moreno, y el vino blanco de Aranda. Un par de tazas de café acabaron de dejarlos bien pertrechados para una caminata de siete horas que pensaban coronar de un tirón, sin más parada que un descanso en Arroyo Sambol para masticar cuatro almendras y cuatro nueces que traían de viático. Por si se hubieran secado las fuentes, el mesonero les llenó la bota con carraspada hecha con pie de la casa.
Salieron de Tardajos pasando por delante de la recia iglesia parroquial de Santa María, rodeada de olmos y acacias, y por una carretera local llegaron a Rabé de las Calzadas, a media legua, atravesando el río Urbel. Después de Rabé, la ruta jacobea consiste en una ancha pista pedregosa conocida todavía como "camino francés". La otra calzada que pasaba por Rabé era la antigua vía romana de Clunia a Juliobriga. El entorno del camino es puro páramo castellano, extensivamente cultivado. Los caminantes reconocieron el acierto del noble peregrino Harff y de su séquito, de finales del siglo XV, que en Burgos dejaron los caballos y siguieron en mulas, llevando además un asno para las provisiones y el cobre de cocina. El Camino asciende durante media hora hasta alcanzar un otero desde el que comienza la bajada llamada "Cuesta de Matamulos". Dos kilómetros más adelante aparece Hornillos del Camino, cuya calle Real (y única) es la misma calzada santiaguesa. Un mesoncillo a la derecha de la calle ofrece a los caminantes sencillo e inesperado refrigerio.
Hornillos tuvo hospital, leprosería y monasterio benedictino bajo la advocación de Nuestra Señora de Rocamador, por lo que al punto se echa de ver quienes lo fundaron.
Después de Hornillos, el Camino vuelve a subir durante media hora. Rebasa un alto y se entra por los restos pedregosos del Despoblado de la Nuez. Aquí y allá aparecen lajas de la antigua calzada. Media hora más tarde se cruza el arroyo Sambol. A escasa distancia, a la izquierda de la vereda, los vecinos del cercano pueblo de Iglesias han reconstruido parte del antiguo monasterio de San Boal (o sea, Baudilio) para austero a la par que sereno refugio de peregrinos. Nuestros caminantes pararon, como habían convenido, para darse un respiro antes de reanudar la andadura que en menos de tres horas les llevaría a Castrojeriz. Bebieron agua de la alfaguara, comieron su provisión de frutos secos, revisaron el estado de sus pies, protagonistas de la dura jornada y, dados los correspondientes vistobuenos, requirieron de nuevo la calzada.
Superado un tercer alto, el Camino atraviesa la carretera que lleva a Iglesias, y a continuación se esfuma entre los sembrados por espacio de un kilómetro, convenientemente señalizado. Al poco el caminante tiene la sorpresa de divisar un campanario que parece emerger del mismísimo pedregal. Es la torre de la iglesia de Hontanas. El nombre le viene al pueblo de las muchas fuentes que refrescan su árido ejido. A pesar de ser población "in publico itinere beati Iacobi sitam", no tenía acogida para los peregrinos. Laffi, en el siglo XVII, se lamenta en estos términos: "In questo disgratiato luogo mangiammo un poco di pane con aglio e bevemmo un poco di vino e cosí andassimo a letto per terra, perche no ci era altro". Nuestros caminantes bajaron por la calle Real y frente a una casa que llaman todavía "mesón de los franceses" un zagal que iba en bicicleta les hizo saber que el pueblo disponía de un pequeño bar que se abría según los flujos del peregrinaje. Por no desairar la solícita indicación pararon en el local y trasegaron un clarete de ignota procedencia cuyo suave empuje les levantó los ánimos para atacar los ocho kilómetros de la última etapa hasta Castrojeriz.
A la salida de Hontanas el Camino Francés abandona la carretera asfaltada para atrochar por la margen derecha del arroyo Garbanzuelo, pasando por las casi imperceptibles ruinas de la capilla de San Miguel. Nuestros caminantes optaron por mantenerse sobre el asfalto, horro de tránsito y bien sombreado por frondosos chopos. Caía la tarde, y la luzada del sol declinante, a la par que cuajaba en la llanura, porfiaba en insinuarse por debajo del ala de los sombreros.
Una media legua antes de Castrojeriz, la carretera pasa por debajo de dos imponentes arquerías ojivales, restos del antiguo convento de San Antón, fundado en el siglo XII por la orden de los antonianos, especialistas en la curación del "ignis sacer" o fuego de San Antón, una especie de eripisela gangrenosa; curaban también a los cerdos. Se divisan todavía en el muro del convento dos alhacenas de piedra donde los frailes depositaban víveres para los peregrinos que transitaban de noche.
De San Antón a Santiago hay cuatrocientos cuarenta y seis kilómetros. De San Antón a la entrada de Castrojeriz hay poco más de media legua de carretera desarbolada. La visión en lontananza del castillo aligera lo extenuante de este último trecho.
A la entrada de la villa, algo apartada, se levanta la hermosa colegiata de Santa María del Manzano (o de Almazán). La fábrica es románica del siglo XII, de tres naves. Los caminantes dejaron la visita para más adelante, pues les correspondía estancia de dos noches en esta etapa. Remontaron la colina sobre cuya vertiente meridional se asienta Castrojeriz y entraron en la población por una larguísima calle que la atraviesa de uno a otro cabo, como que no es otra cosa que la sirga peregrinal. Al final de ella, junto a la iglesia de San Juan, una ancha casa solariega con fachada de adobe y piedras a tizón albergaba la cayena de Instrucción del Sodalicio. Traspusieron el alto portal y se hallaron en un amplio zaguán solado con lajas barrancosas y tenuemente iluminado por dos ventanucos enrejados que daban a la calle. Un banco de madera recorría el muro a la derecha de la entrada. A la izquierda había un aparatoso arquibanco. De uno de los muros colgaba un gran tapiz negro. Debajo del tapiz había un armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Los caminantes, aligerados de sus balixas , se dejaron caer derrengados sobre el duro asiento. El caserón olía a silencio. Una ligera brisa tecleaba en las persianas de un balcón tras el cual se adivinaba un patio en penumbra, junto a cuya puerta relucían los arabescos del alizar del ninajero. Al cabo de un rato, una cabecita infantil de género impreciso asomó por el vano de la escalera y anunció con calma:
- Están todos en el Cillero de los Poetas.
- No estamos nosotros para versos, querido infante-, repuso el Mair. -¿Tienes mando en la plaza?
_ Sí, ejerzo de minordoma. Venid, os veo muy despernados. ¿Podéis subir las escaleras?
- Según lo que hallemos tras ellas. Nuestras urgencias están entre pecho y espalda. ¿A qué hora se cena en este Parnaso?
-A las nueve, después del recital. Pero ya os preparo merienda. Pasad al refectorio.
Precedidos por la rapaza, que sonreía maternalmente, los dos caminantes entraron en el comedor y se sentaron en el extremo de una larga mesa de madera sin manteles. Un amplio ventanal con vidriera dejaba filtrar la luz del atardecer. La niña dispuso ante ellos dos platos y dos vasos y, sin mediar postulado alguno, les sirvió una ensalada de queso de cabra y aceitunas de Aragón, con pan candeal y una jarra de clarete de Aranda. La minordoma se sentó frente a ellos y amenizó la merienda con una detallada reseña de sus progresos en el clavicordio. Apurada la segunda jarra, los caminantes manifestaron delicadamente una veleidad de descanso. La mozuela no se hizo de rogar y, cargando airosamente con los morrales, les precedió hasta unas claras estancias en el segundo piso, advirtiendo que les llamaría para la cena.
El Sodalicio tenía en Castrojeriz su cayena de instrucción del Camino Castellano. Era un casón antiguo y espacioso, preparado para alojar una treintena de huéspedes, además de los sodales permanentes, que eran diez. La cayena estaba especializada en musica instrumental: violín, viento, clavicordio y arpa. Se distinguía también por su cultivo del canto gregoriano y mozárabe. Siempre que llegaban caminantes se cantaban maitines en la vecina iglesia de San Juan, con nutrida asistencia de lugareños. Y luego estaban los poetas.
Poco antes de las nueve se produjo en el caserón revuelo de pasos y de abrir y cerrar de puertas. Los caminantes bajaron a la planta baja donde fueron saludados por la Magistra Domus, una compositora austríaca de mediana edad. Luego pasaron a la cena, que compartieron con tres docenas de comensales.
Sirvieron de primero una sopa de verduras con tropezones. Aparecieron luego unas albóndigas de bacalao según receta, avisó la Magistra Domus, de las clarisas de Castrojeriz. De postre hubo arroz con leche y peras de Carrión. Los vinos, tinto de la Tierra de la Nova y blanco de La Seca.
Durante la cena, los dos caminantes, que eran los únicos miembros del Sodalicio llegados aquel día por el Camino, recabaron información sobre la escuela de poetas de Castrojeriz, el denominado Cillero de los Poetas. Era el caso que uno de los músicos residentes en la cayena, clavicordista, participaba también en la comunidad de vates, que por lo demás eran totalmente ajenos al Sodalicio.
-La escuela poética de Castrojeriz -explicó- partía de una observación lingüística y filosófica: la nervadura de las metáforas y figuras aducidas por la poética occidental estaba constituida por analogías relacionadas con la luz y con la vista. En muchos casos la raíz luminosa se hallaba ya en el supuesto lenguaje indoeuropeo. "Idea" se relaciona con "video"; "día" se relaciona con una palabra que significa "luz", de la cual proviene también la palabra "dios"; las ideas deben ser "claras", es decir, luminosas; los colores y sus matices juegan un importantísimo papel en la expresión; lo negativo se relaciona con la oscuridad. La mente humana, proseguían los poetas de Castrojeriz, se asoma al mundo a través de los sentidos, en primer lugar el de la vista, después el del oído, y luego el tacto, el gusto y el olfato. El mundo conocido viene configurado por el medio sensorial predominante; por esto se habla de una "visión del mundo". ¿Qué sucedería con una mente humana que se asomase al mundo principalmente a través del sentido del olfato? Puede concebirse una sensibilidad perruna alimentando un cerebro humano. El universo de los perros es un espacio de olores. El resultado será todavía inteligente, pero de una inteligencia expresada en modos, en figuras y en analogías olfactivas. Y puesto que el primer producto de la inteligencia es el lenguaje, la sensibilidad olfactiva dará lugar a un lenguaje apropiado, distinto del lenguaje visual y auditivo. La escuela de Castrojeriz experimentaba con este lenguaje perruno por medio de la expresión poética, por considerarla más creativa. Su procedimiento de trabajo consistía en ponerse en "situación de olfato" colectivo, relacionarse en el seno de ella por medio de expresiones lingüísticas adaptadas o creadas y, en instancia ya individual, componer poemas en el lenguaje perruno resultante.
Ramón Forteza, sumamente interesado, recabó aclaraciones, que le fueron ofrecidas con aquilatada precisión. La sobremesa discurrió sosegada sobre este argumento, con internamiento en el campo de los procesos del conocimiento humano. A la medianoche, la Magistra Domus levantó la tenida, anunciando maitines gregorianos para el día siguiente después del desayuno. Ramón Forteza tuvo que llevar en volandas a la minordoma, que, con ostentosa dimisión de sus deberes, se había dormido apoyada en su brazo.
A la mañana siguiente, a las diez, los miembros del Sodalicio, los poetas y algunos vecinos de la villa se reunieron en la iglesia de San Juan para cantar la hora canónica de maitines según el ritual romano anterior a la catástrofe litúrgica inducida por el Concilio Vaticano II. Los músicos habían formado un pequeño coro polifónico, de manera que en la celebración se alternaron los modos gregorianos con la polifonía renacentista y barroca, con piezas de Palestrina, Vitoria, Guerrero y antífonas inéditas procedentes de los archivos de las catedrales de Coria y de Orihuela.
Después de maitines los dos caminantes giraron una despaciosa visita a la villa de Castrojeriz, Castrum Sigerici, la Quatre Souris de los peregrinos franceses, dedicando especial atención a la colegiata de Santa María del Manzano.
Castrojeriz era ya plaza importante en el siglo IX, en competencia con Burgos. De su florecimiento es buena muestra la grandiosidad de sus monumentos: la mencionada colegiata, Santo Domingo y San Juan. De la antigua iglesia de Santiago de los Caballeros no queda nada. El solar de la iglesia de San Esteban es ahora plaza Mayor.
Por la tarde subieron al castillo, del que no quedan más que las macizas murallas. Al bajar callejearon sin rumbo, conversando acerca del tránsito de la escritura silábica a la alfabética en el mundo semítico antiguo. Al cruzar por delante de un portal abierto de par en par les pareció escuchar un apagado gemido. Se asomaron a la penumbra del zaguán y vieron en una esquina, a resguardo del aire, un niño sentado en un sillón de ruedas. Enflaquecido y canijo, acurrucado sobre el asiento, su aspecto era el de un anciano. Una manta le cubría las piernas. Parapléjico, barruntó Ramón Forteza. El caminante mayor se acercó al muchacho y le puso una mano sobre el hombro. El niño le miró con ojos ausentes y entristecidos. El Mair le habló quedamente, pronunciando las palabras con lentitud. Y arrancaron a conversar. El enfermito articulaba trabajosamente, pero se expresaba con inteligencia. Hablaron del Camino, de los peregrinos, del castillo, de caballos y de perros, de tartas con nata y de libros de cuentos. El rostro del niño se fue animando y ya no parecía un viejo. El caminante mayor sacó un bolígrafo de plata y anotó las señas del muchacho, prometiéndole que le mandaría una postal desde Santiago; luego le regaló el bolígrafo y se despidió besándole en la frente. Cuando salieron al aire libre, el caminante avizoró el rostro trasmudado del Mair. Bajaron en silencio las escaleras que llevan a la parte baja de la villa y se sentaron en un banco de piedra en el fondo de un jardincillo que intentaba disimular lo ruinoso del entorno. Estaban solos, y el Mair lloró largamente con la cara entre las manos. El caminante le oyó murmurar: "¡No, los niños no, los niños no!". Pero los niños sí, pensó Ramón Forteza, apesadumbrado. Así estuvieron largo tiempo, en silencio. Al cabo, el Mair se levantó y echó a andar hacia la cayena, con los hombros hundidos y el paso desacostumbradamente vacilante, como envejecido de golpe.
La cayena de Castrojeriz era etapa principal para los caminantes del Sodalicio. El proceso de inmersión imaginativa en las figuraciones de la religión creacionista alcanzaba en la villa un punto de inflexión. La cayena introducía a los caminantes en el espíritu y en la práctica de la liturgia de las horas, por medio de la cual el monje colma y satura su entera jornada con la presencia del Autor del Universo. En adelante, el "mundus imaginalis" del caminante constituirá una sólida masa de conciencia, para utilizar la expresión de la Mandukya Upanishad, sin intermitencias. De esta manera el iniciando se instala en el estrato más alto y más exigente de la religión psíquica o anímica, el estado perfecto del contemplador del mundo y su origen. Sólo así, por medio de la asunción de la totalidad, podrá proceder a la total erradicación de la creencia, en el momento en que la luz de la razón, aduciendo su propio ritual, imponga su ley definitiva.
El resto de la jornada lo emplearon los caminantes en curiosear los ensayos de los músicos. Al atardecer participaron en las vísperas en la iglesia de San Juan. Luego, después de una cena ligera, se retiraron a descansar a hora tempestiva, pues trazaban madrugar para ponerse en camino a la salida del sol.
viernes, 5 de enero de 2007
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