LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
SÉPTIMA ENTREGA
WAU
6
De Santo Domingo de la Calzada a Belorado
Rápidas nubecillas de viento se perseguían por un cielo azul frío cuando los dos caminantes abandonaron, no sin reconcomio, el grato cobijo de la cayena de Santo Domingo de la Calzada. El día se presentaba ventoso y templado, como de ajustada obediencia otoñal. Tenues cendales de niebla dibujaban una pincelada blanca sobre las barbecheras. Cruzaron el río Oja, llamado también Glera, por el puente construido por Santo Domingo y se alinearon disciplinadamente sobre el arcén izquierdo de la antigua carretera nacional 120, que usurpaba la calzada peregrina. El gran tráfico discurre por una variante que rodea la población.
La ruta avanza cortando transversalmente los someros valles fluviales que descienden de las cadenas montañosas de la Demanda y de Picos de Urbión, con sus estribaciones de Suso, Yuso y Ayago. Después del Oja, el itinerario atraviesa los arroyos Zamaca, Reláchigo, San Julián, Redecilla y Trambasaguas, que mandan las aguas al río Tirón, el cual se brinda al Ebro por Haro. Camino de cuestas y bajadas, por más que de poca monta.
Tras media hora de andadura sostenida, los caminantes rebasaron la cruz llamada de los Valientes, memorial de un juicio de Dios que tuvo lugar en el medioevo, y prosiguieron, ya por la carretera general, hasta el cruce de Grañón, un kilómetro antes del pueblo.
Grañón fue ciudad murada y con castillo, muy antiguo, como que podría remontar al conde Fernán González. Tuvo tres monasterios. Sobre las ruinas del de San Juan se levantó en el siglo XIV el templo parroquial. Hubo también un hospital de peregrinos que subsistió hasta el siglo XIX. El pueblo es grande, algo desangelado y con escasos servicios para los viandantes. Laffi lo encontró ya, en el siglo XVII, "pequeño y pobre". Los nuestros obtuvieron un parco desayuno de pan, chorizo y café, prometiéndose membrudo resarcimiento para más adelante.
De Grañón a Redecilla se puede ir por pistas agrícolas en cosa de tres cuartos de hora si no se pierde la ruta. La antigua calzada jacobea pasaba más o menos por aquí, pero fue enteramente devorada por los cultivos, que de paso se comieron los bosques. Los modernos curadores del Camino han aparejado una ancha pista que corre paralela a la carretera general, ajetreadísima, hasta Belorado. El paisaje que contempla el moderno peregrino es muy distinto del que rodeaba a los jacobípetas medievales. Las viñas ya casi han desaparecido y la tierra es un tapiz de campos de trigo y de cebada, sin apenas arbolado, a no ser algún bosquete ripícola de chopos y sauces blancos.
Redecilla del Camino tuvo hospicio de peregrinos, cuyo edificio sigue en pie. Los caminantes se acercaron a la iglesia para echar un vistazo a una notable pila bautismal del siglo XII. Allí se les agregó un caminante solitario, que, a tenor del afectuoso saludo que intercambió con el Mair, pertenecía al Sodalicio.
Siguieron por la pista agrícola y jacobea hasta Castildelgado, que tuvo también hospicio, y poco después se desviaron para rendir visita al pueblo natalicio de Santo Domingo el ingeniero, Viloria. Un kilómetro más allá de la aldea regresaron al sucedáneo de calzada. El trazado es ancho, y los caminantes pudieron marchar de tres de fondo y conversar para entretener la monotonía del avance. Sobre sus cabezas el cielo extendía una bóveda de radiante seda azul.
El nuevo compañero era praguense y astrónomo de profesión. Iba de caminante mayor, según declaró, pero sus dos iniciandos, un checo y un eslovaco, embarrancaron en Cahors y manifestaron que proseguirían la ruta cuando hubieran aprendido la lengua occitana, que en la ciudad vieja de Cahors sigue viva. El astrónomo decidió proseguir descabalado, y se citaron en Sahagún para mediados de octubre.
El praguense hablaba perfectamente el castellano, pero la conversación de aquella mañana se desarrolló en alemán. El astrónomo entretuvo a sus compañeros con una larga disertación acerca del lugar de la astronomía en la cultura occidental.
-La observación continuada de los astros -comenzó diciendo- significa, en todas las culturas, el arranque del discurso inteligente. El desafío que plantea el juego de regularidades e irregularidades de los cursos siderales no puede ser afrontado con los instrumentos conceptuales que sirvieron para las técnicas elementales de la agrimensura, la arquitectura y la medicina. Se requería, a la par que un gran despliegue de imaginación, la puesta a punto de conocimientos matemáticos más avanzados. Había, además, una condición objetiva previa: la cuidadosa observación de los cielos diurnos y nocturnos y la prolongada anotación de las observaciones. Esta observación repetida y no trivial sólo puede tener lugar en las regiones de la tierra donde los cielos son permanentemente claros. ¿Habéis leído el Epínomis de Platón?
-Lo hemos leído -repuso el caminante mayor en nombre de los dos-, aunque no sabemos si es de Platón.
-Poco importa. Dice Platón, o quien fuera el autor del diálogo :"Las primeras observaciones se debieron a la belleza de la estación de verano de que satisfactoriamente gozan Egipto y Siria: los hombres contemplan allí siempre, al descubierto, todos los astros, porque la parte del cielo que les ha tocado permanece siempre limpia de nubes y sin lluvias; y desde estos lugares se han extendido por todas partes estas observaciones y han llegado hasta aquí, luego de la experiencia de innumerables milenios". Así, pues, la astronomía, que ha sido la puerta de la inteligencia científica, es posible sólo allí donde los cielos son claros.
-En este país que pisamos los cielos suelen ser claros- observó el caminante.
-Lo eran menos en la antigüedad -repuso rápido el astrónomo-. El caso es que en las regiones donde los cielos suelen estar nublados, la astronomía sólo puede practicarse sobre la base de los registros realizados por los observadores del cielo nocturno de los paises de la franja mediterránea templada de Europa, Asia y Africa. El canónigo Copérnico, que puso patas arriba la astronomía de su tiempo, se lamentaba de no haber visto nunca el planeta Mercurio: en las llanuras de Polonia el horizonte está siempre nublado al amanecer y al atardecer, únicos momentos en que puede verse este planeta compañero del sol. ¿Y recordáis el final de Galileo Galilei de Brecht?
-Si -contestó el caminante-, vi la representación en Berlín: Galileo, ciego, pregunta: ¿Cómo está la noche? Y su hija contesta: Clara.
-Las noches claras son indispensables para la astronomía -prosiguió el praguense-; ahora bien, las observaciones y los experimentos son una parte esencial e insubstituible de la ciencia, pero no son toda la ciencia. Los resultados de las observaciones y de los experimentos, expresados en series y en medidas, deben ser ordenados, reducidos a sistema y explicados por medio de teorías. Y en esta parte del mundo, los grupos humanos que se han hecho cargo de la sistematización teórica de los conocimientos atesorados por las gentes del sur han sido las gentes del norte. Ya lo reconoció también el autor de la Epínomis :"Todo lo que los griegos reciben de los extranjeros lo embellecen y lo llevan a perfección". Los griegos de ahora son los germánicos y los anglosajones. Pero también nosotros, los del norte, para observar el cielo, tenemos que trasladarnos al sur.
-A Belorado, por ejemplo -terció el caminante, de buen humor.
-O junto a la primera catarata del Nilo. En resumen: la mujer o el hombre que desee reproducir en su propio espíritu el proceso de crecimiento de los saberes humanos y no limitarse a aplicar sus resultados, debe iniciarse en la astronomía, partiendo de la observación del sistema solar y avanzando en las interpretaciones de acuerdo con la calidad de los conocimientos matemáticos poseídos, siempre mejorables. Por esta razón la ciencia astronómica es enseñada y cultivada a lo largo del Camino, donde los cielos son claros. Más allá de los símbolos y de las apariencias, ella nos ofrecerá los términos y los conceptos en que nos expresaremos cuando la iniciación nos haya liberado de las brumas de las creencias cosmogónicas.
Departiendo animadamente los caminantes cubrieron en casi dos horas los últimos siete kilómetros de sirga, arribando a Belorado por la ermita de Santa María de Belén cuando ya las manecillas del reloj cosquilleaban las partes del mediodía solar.
Belorado (el Belfuratus del Codex Calixtinus, es decir, hermoso foramen, o sea, hoyo) fue villa repoblada en 1116 por Alfonso el Batallador con designios fronterizos. Tuvo hospital de peregrinos, llamado de Santa María de Belén. En el siglo XIII había en la villa ocho iglesias. Queda la parroquial de Santa María, del siglo XVI, al pie del alcor del castillo. La plaza Mayor es porticada y recoge la vitalidad de la población, que es mucha, debido a las factorías de productos de piel que prosperan en ella.
En Belorado fueron cordialmente recibidos en una espaciosa casa de la plaza Mayor, sobre los porches. La residencia pertenecía al Sodalicio y estaba regentada por dos mujeres de mediana edad, sumamente afables y discretas. Declararon tener noticia de la llegada de tres caminantes, por lo cual habían ya dispuesto el almuerzo. Los recién llegados manifestaron no tener nada que objetar y se sentaron a la mesa con otros tres compañeros, dos mujeres y un varón. De primero sirvieron una fresquísima ensalada de tomates y pimientos, aliñada con aceite de oliva virgen de Alcaraz, de regosto terroso. Luego apareció una olla podrida burgalesa, con alubias rojas, en versión moderada, esto es, aligerada de las costillas de cerdo. Lo acompañaron con un clarete del país atemperado en la bodega de la casa, y tantos tientos dieron a la jarra que al cabo, apiadados del subir y bajar de las solícitas regentas, decidieron ir a tomar los postres a la bodega, al pie de la barnacha..
Al caer de la tarde, después de una cumplida siesta, Ramón Forteza salió a orearse por las acogedoras calles del centro de Belorado, y entró en una tienda para comprar un par de piezas de fruta. Había tres clientas y, después de saludar y pedir turno, se apostó junto a la puerta para entretenerse fisgoneando el trajín callejero. La hora era bonancible y la gente se había echado a la calle para recoger el primer fresco de la anochecida. Una jovencita esbelta, de pelo largo y negro, vestida con pulcra ropa tejana, bajaba por la calle. El caminante la reconoció al instante: era la misteriosa doncella que en ocasiones presidía los actos del Sodalicio. La muchacha entró en la tienda y saludó jovialmente. Las mujeres respondieron al saludo y luego se hizo en la botica un respetuoso silencio. La abacera compuso su cara más maternal y se dirigió a la chica:
-¿Qué te falta, Blanca?
- Una bolsa de pipas. ¿Cuanto es?
- Nada, hija, por tan poca co...
En la trastienda resonó un carraspeo varonil e insistente, de evidente intencionalidad significativa. La abacera se apresuró a rectificar:
- Eso, son veinticinco pesetas, Blanca.
La muchacha pagó y se dirigió hacia la puerta. Al pasar junto al aparador reparó en el caminante, que la miraba pasmado. Tuvo un sobresalto, amagó un saludo y traspuso la puerta sin volver la cabeza. En la calle se unió a un grupo de rapaces que enfilaban hacia la plaza, donde se les oyó alborotar. En la botica se reanudaron las conversaciones.
Ramón Forteza sintió la imperiosa necesidad de darse un garbeo bajo los porches de la plaza. Dio un par de vueltas para inspeccionar las tascas y los cafés que animan el recinto y al cabo se decidió por una cafetería de estilo totalmente californiano que tenía veladores bajo los porches, casi a reparo de la música infernal que atronaba en el interior. Se arrellanó en el sillón metálico, pidió un agua mineral y se dispuso a no perder ripio de lo que pasaba en el recinto porticado.
Es de saber que en el centro de la plaza Mayor de Belorado se levanta un elegante templete de música, que cuando no la hay, y si la hay también, sirve de solaz, patio de gimnasia y circuito ciclista para el mocerío de la población, que es asaz fecunda. El atento observador no tardó en distinguir la inconfundible silueta de la vestal del Sodalicio, entregada, junto a un bullicioso corro, a toda clase de ejercicios gimnásticos en torno a las barandas del templete de música. La comunidad retozona compartía tres bicicletas, con intervalos de uso repartidos con la más estricta equidad, sin interferencia alguna del derecho de propiedad. Cuando le llegó la vez a Blanca, saltó sobre la máquina y, departiéndose de la carrera de obstáculos del templete, se puso a agotar su turno dando pausadas vueltas a la plaza a tocar de los porches. Al pasar por delante de la mesa donde el observador coronaba su tercer botellín de agua mineral, se detuvo en seco, puso pie en tierra y saludó con la más natural cortesía:
- Buenas tardes, mallorquín.
Y siguió adelante, antes de que el saludado, confuso, acertara a corresponder al saludo.
Caía la tarde. Menguaba la algazara infantil a copia de sucesivos y laboriosos rescates por parte de adultos cualificados que arrastraban pieza tras pieza hacia la cena familiar. Blanca se había recostado en una grada del templete. Los niños se despedían de ella cariñosamente. Los adultos la ignoraban, sin atreverse a mirarla. Al fin quedó sola, erguida, mirando hacia la postrera luz del crepúsculo. Al cabo se levantó con un cierto dejo de pesadumbre y enfiló hacia los porches. De repente volvió sobre sus pasos, se dirigió decidida hacia el café donde el observador liquidaba su factura y dijo sencillamente:
- Vamos, Ramón Forteza, que a las viejas no les gusta que nos retrasemos para la cena.
Y uno junto a otra, en silencio, se encaminaron a la cercana casa del Sodalicio.
Cenaron frugalmente, sopa y verduras hervidas. Habían llegado más caminantes y la mesa, presidida por la donosa figura de Blanca, flanqueada por dos niños, exhalaba grato calor de convivialidad. La conversación, a pesar de la abstemia total decretada por las regentas, era animada, en castellano y en francés. A los postres compareció un violín. Los niños se apresuraron a desarropar un piano en el fondo de la sala y pusieron una partitura en el atril. Junto al piano había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono.Una de las regentas se sentó en la banqueta del piano y digitó unos acordes, sobre los que un caminante violinista afinó su instrumento. Cuando los niños se durmieron con las cabecitas apoyadas en los brazos, Blanca se levantó para llevarlos a acostar. Todos los contertulios se pusieron de pie y no se volvieron a sentar hasta que la muchacha hubo salido cerrando la puerta tras sí. Y la velada prosiguió ennoblecida por los conciertos de violín y piano de Beethoven y Schubert.
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