LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DECIMOCUARTA ENTREGA
MEM
13
De Sahagún a Mansilla de las Mulas
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Pasadas las siete de la mañana del once de octubre, en un amanecer cubierto y ceniciento, los caminantes salieron del caserón de la cayena de Sahagún, sumido todavía en silencio, cerrando cuidadosamente la puerta tras sí. Les aguardaban nueve horas de andadura a través del páramo leonés.
Bordeando la plaza Mayor se dirigieron hacia el puente sobre el río Cea, pasando por delante del convento de benedictinas, edificado junto al solar del antiguo cenobio cluniacense de San Facundo. En la calle, o más bien carretera, que desciende hacia el puente hallaron un café que abría las puertas. Recabaron noticia del estado de la cafetera exprés, y fueron informados por el ventero de que llevaba media hora calentándose, extremo que celebraron y elogiaron. Sorbieron un enérgico café con leche en el que mojaron un par de bizcochos recién horneados traídos de la tahona vecina y, ya desentumecidos, estrecharon la mano del amable profesional, que no quiso aceptar retribución alguna, y cruzando el río Cea por el puente de Canto, de cinco arcos, se dispusieron pacientemente a marchar por la carretera vieja de León hasta Calzada del Coto, a media hora de distancia. Junto al río Cea admiraron la tupida alameda llamada "Campo de las Lanzas de Carlomagno". Las hojas de los chopos se resignaban a su jalde otoñal, llenando el río de reflejos amarillentos. La leyenda de las lanzas ocupa el capítulo octavo del Libro de Turpín, que es el libro cuarto del Codex Calixtinus. Refiere que cuando las tropas del franco se aprestaban a entrar en batalla contra el moro Aigolando ocurrió un hecho milagroso: las lanzas de los cristianos reverdecieron como árboles.
En el bar del camping Ponce de León (éste fue un monje sanfacundino introductor de técnicas para la enseñanza de sordos y mudos) bebieron un vaso de vino blanco a la memoria del caballo de Carlomagno y siguieron adelante. Cuando la carretera vieja se entrecruza con la de circunvalación y la autovía de León, siguieron por la ronda hacia la izquierda hasta llegar a un crucero que señala el inicio del andadero que ya no tenían que abandonar hasta Mansilla de las Mulas.
Este andadero es una pista de tierra apisonada de no más de tres metros de anchura, flanqueado al lado de mediodía por una liña de árboles de sombra. Se extiende de Calzada del Coto a Mansilla de las Mulas, sobre un total de treinta y dos kilómetros. Está reservado a los caminantes, que disponen de zonas de descanso. Fue construido a iniciativa de la Junta de Castilla y León. Desgraciadamente, los mismos junteros tuvieron la ocurrencia de construir una autovía que entre Calzada del Coto y Burgo Raneros discurre a menos de quinientos metros del andadero, rompiendo su otrora plácido y silencioso entorno. A lo que se echa de ver, la providente Junta no quiso privar a los peregrinos de la provechosa penitencia de caminar tres horas oyendo a su derecha el rugido de los motores de explosión ("ahí estallaremos todos", apostilló el Caminante mayor).
En Calzada del Coto se bifurcaba el antiguo camino. Una ruta, al parecer la romana Via Traiana, iba por Calzadilla de los Hermanillos hacia Reliegos y Mansilla. Otra, más reciente y directa, pasaba por Bercianos y Burgo Ranero, y era conocida como Camino Real.
Sin entrar en Calzada del Coto, los caminantes se instalaron sobre el cómodo andadero y cobraron camino en poco más de una hora hasta Bercianos del Real Camino Francés, dejando a la izquierda la ermita de Nuestra Señora de Perales. En Bercianos se restauraron en el modesto mesón del pueblo con pan, chorizo y nueces. Faltando el café y siendo el vino de insegura filiación, optaron por media copita de aguardiente a título de viático, tras lo cual recuperaron la ruta.
La calzada jacobea discurre por un páramo de ancho horizonte, ligeramente ondulado, sin más árboles que la liña del nuevo camino. Hacia el norte se divisa la masa azulada de los montes astures. Hacia el sur y hacia el oeste la mirada se detiene sólo en la línea que trazan el cielo y la tierra al juntarse en el horizonte. Hazas de cereales, con cultivo extensivo, bien servido por una red de pistas agrícolas.
En poco más de hora y media llegaron los caminantes al Burgo Raneros. El nombre parece que le viene de una gran charca, que aquí llaman laguna, en la que efectivamente hay muchas ranas. La calzada discurre por la calle Mayor. Las mezquinas casas de adobe van cediendo el paso a construcciones de ladrillo, con ventanas de aluminio y puertas metálicas. El pueblo prospera a ojos vistas. Hacia el lado de la estación del ferrocarril un enorme silo desvela gráficamente la fuente de esta prosperidad. Los caminantes se dirigieron a un espacioso mesón en la parte norte del pueblo. Tomaron un café y encargaron una bolsa de provisiones: pan, queso y aceitunas. Vaciaron la bota de su vino recalentado y la llenaron de vino blanco leonés, que era el que ofrecía la casa. Antes del mediodía solar se hallaban de nuevo en el camino, acompañados por un peregrino al que hallaron bebiendo agua mineral en el café. Era un hombre de mediana edad, delgado, de cabellos largos y clareados, barbirrucio, vestido de algodón claro con un toque oriental.
La tarde se avecinaba limpia, con un cielo moteado de nubes altas y dispersas. El sol, harto de trepar, se vertía ya hacia el ocaso, donando luz y calor en forma de claridad tierna y madura.
El peregrino era francés, borgoñón por más señas y se presentó como hombre que, tras liquidar sus negocios terrenales, se había entrado por las vías de la sabiduría del Oriente, que en su caso era la doctrina del shivaísmo de Cachemira, que bebía en sus fuentes sánscritas. Proclamó con énfasis profético la superioridad de las sapiencias orientales, que en el curso de la historia habían librado a Occidente de su irremediable y por lo visto congénita penuria espiritual. "Ex Oriente lux", pregonó. El mundo occidental era una ciénaga de presunción, violencia y hedonismo. El caminante mayor corroboró amablemente el panegírico orientalista del borgoñón aduciendo dos preclaros ejemplos de la sabiduría de la India: la invención del cero y la teoría de la resistencia civil pacífica de Mahatma Gandhi. El borgoñón repuso con un cierto desabrimiento que no eran éstos los productos sapienciales a los que se refería, sino a profundas y misteriosas doctrinas acerca de Dios, del mundo y del hombre. El caminante mayor quiso saber si el peregrino se adhería a la máxima "ad clariora per obscuriora" (“a lo claro a través de lo oscuro”), y una vez se hubo cerciorado de que, efectivamente, ésta era una de las divisas que guiaban el ánimo del peregrino, propuso que, puesto que había llegado al arroyo de Buen Solana, con su charca y su alameda, hicieran un alto para consumir la merienda que tenían preparada, invitando al compañero de ruta. Declinó éste la invitación y prosiguió su camino. Los dos caminantes se sentaron a la sombra de los álabes ya amarillentos de un chopo y sacando sus provisiones comieron y bebieron apaciblemente.
Del Burgo Ranero a Reliegos hay dos horas y media por el camino nuevo, tan agradecido de andar. Después del arroyo de Buen Solana se cruzan todavía los de Valdeasneros y Utielga, de linfa más bien escasa, con sus ribazos de juncales y sauzgatillos. Se corta un vial que lleva a Villamarco, a la izquierda; la estación de ferrocarril queda a la derecha. Hay aquí una charca, llamada solemnemente Laguna Mayor (¡cómo debe de ser la Menor¡, apostillaron). A poco se atraviesa la vía del ferrocarril y enseguida se cruza el arroyo de Valdearcos. La campiña comienza a ondularse. Se entra en el ejido de Reliegos, que queda a menos de media hora.
Reliegos es hito antiguo sobre la Via Traiana. Palantia era su nombre romano. A la entrada de la población hay varias bodegas subterráneas con sus chimeneas de ventilación todavía enhiestas. A la derecha, en un altozano, las ruinas de una iglesia gótica. Los caminantes hicieron un alto para tomar un buen refrigerio en el café del pueblo, y siguieron adelante por la calle Real para llegar a Mansilla de las Mulas antes de que cayera la noche. La calzada nueva discurre todavía por el páramo, entre trigales y barbecheras. Mas adelante entra por el feraz valle del Esla. Se cruza el arroyo Grande. Hazas de cultivos y liñas de frutales hacen amena la ruta. Medio kilómetro antes de la villa termina el acogedor andadero que ha sostenido a los peregrinos durante treinta y dos kilómetros. Los caminantes hicieron votos para que el riego, natural o acarreado, no faltara a los árboles que flanquean la calzadilla, plantados con más buena voluntad que eficacia. Cumplido este deber de agradecimiento, se apresuraron a entrar en Mansilla de las Mulas.
Mansilla fue almodóvar. De sus antiguas murallas, en parte curvilíneas, quedan algunos lienzos, dos albacaras y el entero Arco de la Concepción, que mira a levante. Tuvo siete iglesias, de las que quedan tres: San Martín, románica, Santa María de la Asunción y Nuestra Señora de la Gracia. Tiene plaza Mayor con soportales de madera.
Los caminantes se dirigieron sin entretenerse al Hostal Las Delicias, donde, gracias a la diligencia de los compañeros de Sahagún, ya eran esperados. A pesar de la fatiga de las nueve horas de marcha prefirieron postergar el descanso hasta la noche, y habiendo convenido una cena a hora temprana, pasaron el resto de la tarde sentados a la mesa de un café de ambiente cargado y ruidoso. Consintieron en abotargarse como el resto de los contertulios y hasta jugaron con ellos unas partidas de dominó, que ganó sistemáticamente el mallorquín.
La cena que habían encargado consistía en el indefectible bacalao al estilo de Mansilla de las Mulas, que viene con huevos cocidos y pan frito. Lo regaron con vino blanco de Arganza, cerrando el excelente condumio con un arroz con leche casero, tras lo cual se dispensaron de sobremesa y corrieron a acostarse.
domingo, 4 de febrero de 2007
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