sábado, 24 de febrero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DECIMOSÉPTIMA ENTREGA


AYIN
16

De Hospital de Órbigo a Astorga


Un sol pálido en un cielo agrisado e inmediato es lo que deparó a los caminantes aquel día de mediados de octubre. Por el lado de los Montes de León, cada vez más cercanos, se levantaba un nublado fosco que presagiaba lluvias vespertinas. Puesto que la etapa que les aguardaba era corta, quince modestos kilómetros, soslayaron el madrugón, y cual indianos acomodados tomaron un reposado desayuno en el hotel, sobre el verdeante paisaje de la ribera del Órbigo. Muy pasadas las nueve de la mañana se adentraron por la población de Hospital de Órbigo. Dejaron a su derecha la iglesia de San Juan y más allá, en la plaza, les fue mostrado el lugar donde según la tradición se levantaba el hospital de peregrinos. Anduvieron luego un cuarto de hora por el alfoz de la villa, peinado de acequias que enmarcan feraces tablares de huerta con frutales aparrados. Al cabo llegaron a la carretera nacional, pero no tuvieron que marchar por ella, sino por el tramo viejo, que discurre a la izquierda del nuevo vial. Allí se juntaron con un grupo de peregrinas y peregrinos franceses, locuaces y joviales, que atenuaban la monotonía de la ruta asfaltada con reiterados tientos a una bota de vino tinto que llevaban terciado de agua, según aseguraron. Aprobó el Caminante Mayor este proceder, por cuanto rocía las telas del hígado sin apesadumbrar el cerebro y mostró su aquiescencia con una tragantada de indiscutible connaisseur. Departiendo y soplando cobraron camino durante hora y media a través de un terreno ondulado y parduzco pero ya no páramo, salpicado de rebujales. La relativa fertilidad le viene al suelo de las aguas del Órbigo represadas valle arriba,
Rebasado un somero alto, pudieron abandonar por fin la ingrata compañía de los motores de explosión ("el planeta es lo que va estallar" farfulló el Caminante Mayor) y adentrarse por lo que fue indudablemente la vieja calzada, hasta el crucero de Santo Toribio. Luego, en menos de media hora de suave descenso entraron en el pueblo de San Justo de la Vega. En un mesón de la calle Mayor los caminantes invitaron a los peregrinos a un vaso de vino blanco del Bierzo con tapas, tras lo cual se separaron, pues los francos querían echar una ojeada a una talla de Gregorio Español conservada en la iglesia del pueblo.
El sol, redondo y tamizado por una neblina de blanco lechoso, trepaba hacia su cénit. Los caminantes atravesaron el puente sobre el río Tuerto y tomaron un camino a la derecha que dos kilómetros más adelante va a dar a un puente romano de tres arcos, a la salida del cual la calzada se esfuma y hay que volver a la carretera. Pasado el puente sobre el ferrocarril se desviaron hacia la izquierda para ascender a la ciudad de Astorga por la ruta tradicional de los peregrinos. Entraron en el recinto por la plaza donde había estado la Puerta Sol. Traspusieron los muros de lo que había sido el hospital de las Cinco LLagas y siguieron por la antigua calle de las Tiendas, en la judería, para desembocar en la plaza Mayor, agradablemente porticada. De aquí siguieron hasta la plaza de la Catedral, desde donde entraron en un tranquilo callejón más allá del hospital de San Juan. Poco después trasponían la entrada de la cayena del Sodalicio, un caserón no monumental pero si antiguo, con portada de dovela de piedra y largos balcones de hierro.
La cayena de instrucción de Astorga estaba regida por una historiadora gallega, especialista en temas priscilianistas. Había acarreado a la residencia su biblioteca, que llenaba las paredes de los salones, rebosando en los corredores. Saludó afablemente a los caminantes, los acompañó a sus celdas y anunció que el almuerzo se serviría dentro de media hora.
El refectorio, en la planta baja, era amplio y oscuro. Uno de los muros quedaba oculto bajo un gran tapiz rojo, debajo del cual había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. En la larga mesa se sentaban veinte comensales, todos ellos compañeras y compañeros del Sodalicio. No había niños, pues estos solían hacer etapa acampando en Rabanal del Camino. Se sirvieron judías blancas con tocino y de principio hubo guiso de gallina con chorizos del Bierzo. El vino, de Cacabelos, tinto para el común y blanco para los recién llegados, no faltando quien se improvisara una calabriada.
Los caminantes del Sodalicio solían demorarse varios días en Astorga, con el objeto de instruirse en la historia de los orígenes del cristianismo en Hispania, del priscilianismo y de la peregrinación compostelana y para continuar los ensayos de la Gran Dramaturgia y de la G.B. . Un pequeño grupo de expertos, bajo la dirección de la Magistra Domus, impartía cursillos a caminantes, adaptándose a los diversos planes itinerarios. Puesto que el Mair y Ramón Forteza se detenían sólo dos días, programaron a su intención la lección más apreciada del centro, que versaba sobre Prisciliano y el priscilianismo. La sesión fue anunciada para el día siguiente por la tarde.
Después de un breve descanso postprandial, Ramón Forteza salió a recorrer la ciudad, atento, como era debido, a sumergirse en el universo imaginativo de la cultura cristiana medieval. El Mair, por su parte, dedicó la tarde a las compras, pues, declaró, andaba ya escaso de relojes, bolígrafos, lupas, brújulas, linternitas y demás instrumentos mediadores de su relación con los niños. El Caminante barruntaba que buena parte de este acervo sería agotada aquella misma tarde en la sección infantil del hospital de Astorga.
Astorga fue población íbera, de astures y amacos. Augusto la hizo capital de la zona bajo el nombre de Asturica Augusta. Era una importante encrucijada de vías. Tuvo comunidad cristiana ya en el siglo III. Decayó en el período visigótico y fue arrasada por las invasiones norteafricanas. La peregrinación jacobea acarreó el renacimiento de la ciudad, que se hallaba en la encrucijada de dos rutas, el Camino Francés y el Camino de la Plata (que no tiene nada que ver con la plata) que venía del sur por Salamanca y Zamora. Astorga tuvo muchos hospitales de peregrinos, casi tantos como Burgos. Poco queda del esplendor medieval. Las murallas fueron concienzudamente apeadas; sólo subsiste un lienzo en la parte oriental. Las iglesias fueron amañadas con escaso respeto por las viejas piedras. La catedral mezcla con dudosa armonía estilos gótico tardío, renacentista y barroco. El edificio más interesante de la moderna Astorga es sin duda el antiguo palacio episcopal, obra de Antoni Gaudí, actualmente Museo de los Caminos.
El resto de la tarde y de la mañana del día siguiente fueron dedicados a lecturas históricas bajo la dirección de la Magistra Domus, que les asignaba las páginas esenciales. Por la tarde, de tres a ocho, tuvo lugar la Lectio sobre Prisciliano, a cargo de un especialista de Burdeos, auxiliado por varios residentes. Se expusieron mapas, se facilitaron fotocopias y se proyectaron diapositivas. Los asistentes plantearon una serie de cuestiones sobre la tradición priscilianista y la peregrinación jacobea, que fueron someramente obviadas por el conferenciante, que se declaró de estricta escuela histórica documental y en consecuencia poco dado al discurso histórico fantasioso. Terminada la Lectio, la Magistra Domus invitó a los participantes ajenos al Sodalicio a compartir la mesa con los sodales.

domingo, 18 de febrero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DECIMOSEXTA ENTREGA






SAMEKH

15

De León a Hospital de Órbigo

Trobajo del Camino, pasado el puente sobre el Bernesga, es una rebosadura de León. La antigua calzada es ahora la calle principal de la población, en cuesta arriba hacia el páramo, calle larga y atareada. A pesar de la hora temprana, a los caminantes no les fue difícil encontrar un mesón abierto para tomar la primera colación del día. La jornada se presentaba larga y tediosa: treinta kilómetros, buena parte de ellos por carretera o en su vecindad, hasta Hospital de Órbigo. De ahí que decidieran, como hicieron en la inacabable salida de Logroño, compensar el fastidio del camino con frecuentes paradas en hostales, mesones y figones. En este primero se contentaron con un café y un bollo de supuesta producción local.
Pasada la vía del ferrocarril, la calle se empina y en un par de carcovas sube a un alto donde dicen Mirador de la Cruz, desde el que se divisa una buena perspectiva sobre la aglomeración leonesa. De la mentada cruz no queda más que el basamento. Poco después, la calle desemboca en la carretera nacional 120, farragosamente transitada. Para remediar en lo posible el expolio de la calzada peregrina por parte de los vehículos con motor de explosión ("algo va a estallar ahí", rezongó el Caminante Mayor), los curadores del Camino han marcado rutas alternativas que aprovechan los corredores industriales y las pistas agrícolas. Los caminantes, siguiendo las flechas amarillas, cobraron camino por una pista de servicio de entorno más bien sórdido, lo que, añadido a la escualidez del páramo leonés en este tramo, les hizo rememorar con añoranza el generoso andadero de la parte de la llanura entre Soto y Mansilla.
El páramo entre León y Astorga alterna rellanos de raña con vallonadas fluviales, con muy leves diferencias de cota. La región es mayormente desarbolada, y ya lo era en la Edad Media. Hay pequeños rodales de encinas y quejigos, y restos de lo que fueron bosques de roble tojo, a juzcar por la indicación toponímica de Robledo de Valdoncina. Queda alguna viña, que se repuso tras la filoxera, aunque el terreno, por su excesiva altitud, nunca fue propicio a la vid. Se encuentran todavía restos de bodegas subterráneas, cuyas bocas abocinadas asoman inopinadamente sobre la raña.
En la ribera de un arroyo de aguas menguadas encontraron tres roulottes de gitanos, recién pintadas y bien pertrechadas. Se acercaron para saludar a los acampados y, después de la correspondiente neutralización de los perros, entablaron conversación con un personaje de cabellos largos y grises que estaba sentado en un sillón plegable a la sombra de una acacia examinando un grueso pliego de documentos. Manifestó ser miembro del Consejo de Instrucción de Niños del Departamento de Enseñanza de la Comunidad Autónoma de la Nación Gitana. A instancias de los caminantes adujo algunas noticias respecto al estatuto político de su pueblo.
La Comunidad Autónoma de la Nación Gitana surgió a raíz del debate sobre nacionalidades y hechos diferenciales en el seno del Estado. La comunidad gitana adujo que el hecho diferencial del pueblo gitano era el más claro y distinto de todo el país, muy por delante de los demás. En efecto, los gitanos pertenecen a una familia racial característica, tienen lenguas propias, religión ancestral, leyes y costumbres específicas y, por encima de todo, conciencia activa y pasiva de diversidad, con escasísima tendencia a la integración en el resto del tejido social. Después de largas discusiones, en el curso de las cuales hubo que desarmar uno por uno los prejuicios seculares, la comunidad gitana pasó a ser una Comunidad Autónoma más en el seno del Estado. Gozaban de un régimen autónomico de estatuto personal con competencias en los ámbitos de la economía, del comercio, de la industria, del orden público, de la justicia y de la educación. Tenían cámara legislativa elegida por sufragio universal y gobierno responsable ante ella. Tenían sistema judicial con dos instancias y agentes de policía judicial. Una cámara de comercio e industria asumía funciones ejecutivas en su ámbito. El sistema educativo se integraba con módulos especiales en el común del Estado. Quinientos mil gitanos españoles se acogían a este régimen. El interlocutor de los caminantes explicó que estaba estudiando un anteproyecto de reglamento de los maestros ambulantes, modelo funcionarial indispensable en un grupo humano de las características del pueblo gitano.
Los caminantes hicieron multitud de preguntas, tomaron notas, recogieron documentación y al cabo brindaron con un espeso vino tinto por la prosperidad de la nación gitana. Seguidamente se despidieron de su amable interlocutor y de otras gitanas y gitanos que se habían acercado y retomaron la polvorienta pista, que en cosa de media hora los condujo hasta Santa María del Camino. Allí se desviaron a la derecha para dar una ojeada al moderno edificio del santuario, obra de P. Coello, y a las desmesuradas estatuas de bronce de Eduard Subirachs. Vueltos a la calle principal del pueblo, que es la carretera, buscaron y hallaron un mesón en el que, bajo la noble advocación de Julio César, se hicieron servir un desayuno de fundamento, que consistió en tortilla de escabeche con ensalada y pan moreno, acompañado con un vino blanco de las bodegas del lugar.
Cuando salieron de Santa María del Camino el sol pugnaba por zafarse de los deshilachados celajes que cerraban el cielo por oriente y ascender por su ruta equinoccial, que se le ofrecía desnuda y azulada. Los caminantes, recompuestos por el excelente yantar, avivaron el paso, y pasando por el camino del cementerio regresaron, mal que les pesó, a la carretera nacional, que poco después atraviesa el trébol de la autopista Madrid-Oviedo. Bajaron a la vaguada del río Fresno, que ofrece un respiro de verdor después de la aridez del páramo industrializado y a poco llegaron a Valverde de la Virgen, que atravesaron sin detenerse. Siguiendo junto a la carretera, en un cuarto de hora se plantaron en San Miguel del Camino, "villa molto piccola, tutte capanne coperte di paglia", según el peregrino Laffi, del siglo XVII. A la salida del pueblo, una pista agrícola a la izquierda de la carretera suple la antigua calzada. El terreno vuelve a subir hasta alcanzar la cota de lo 915 metros en pleno páramo. Atravesado el arroyo Raposeros llegaron a Villadangos del Páramo una hora y media después de salir de San Miguel del Camino. En la parroquial de Villadangos se halla uno de los más famosas estatuas de Santiago Matamoros.
Era casi mediodía solar. El protagonista tronaba impoluto en su propio cielo ya moderado por la declinación otoñal. Los caminantes, por nada fatigados, favorecidos por la brisa constante de la paramera, decidieron trotar hasta Hospital de Órbigo, a donde pensaban llegar a tiempo para el almuerzo. En un café de Villadangos descubrieron una pinga de sidra de barril y se hicieron servir un buen vaso que mezclaron con un par de cucharadas de azúcar. La insólita alquimia suscitó la hilaridad de tres jóvenes peregrinas que sorbían su modoso café con leche acodadas a un velador. Arrancada conversación, decidieron marchar juntos hasta Hospital de Órbigo, contando con que la compañía iba a compensarles de la aridez de los once kilómetros a la vera del enloquecido vial.
Las peregrinas eran estudiantes de filosofía de la Universidad de Louvain-la -Neuve, es decir, de la parte valona de la Universidad de Lovaina. Habían salido de Vézelay a primeros de agosto. Llevaban ya setenta días de camino. Estaban, según declararon, robustísimas y se comían los kilómetros, dijeron, como churros. Por lo demás, dieron a entender que estaban perfectamente al tanto de las cosas del Sodalicio.
La conversación versó sobre filosofía y ciencia, argumentos en los cuales las peregrinas belgas mostraron un notable dominio. Se interesaron mucho por los puntos de vista de Ramón Forteza acerca de la fiabilidad de teorías científicas como la del Big Bang. Luego preguntaron al Caminante Mayor, con toda franqueza, cual era la posición de los pensadores del Camino Superior de Santiago respecto a las relaciones entre física y metafísica. El interpelado no se hizo de rogar, e hilvanó un largo discurso cuyo resumen figura en el cuaderno de Ramón Forteza:
"Nosotros, los sodales, nos queremos herederos de uno de los productos intelectuales más refinados creados por la antigüedad: el escepticismo. El escepticismo no fluye, como pretenden sus detractores, de una actitud de indiferencia y de desapego respecto a las cosas humanas. Escéptico es, según su voz griega, el que busca. Buscamos siempre, porque nunca nos satisfacen las respuestas que se nos ofrecen. Reconocemos nuestra ignorancia, pero nos guardamos muy bien de considerarnos los únicos ignorantes; los demás son tan ignorantes como nosotros, y además tienen la osadía de pronunciarse acerca de lo que desconocen. Lo nuestro es el silencio y la suspensión del juicio. Hemos asimilado muy bien la antigua lección sobre los límites del conocimiento (no hay ciencia de los principios de la ciencia, decía Aristóteles) y no se nos pasa por las mientes intentar transgredir estos límites, que, por lo demás, son por sí mismos infranqueables. Existe un cerco del límite, en el cual aceptamos movernos incluso con audacia, pero no existe más allá de él un cerco transcendente o hermético al cual tuvieran acceso unos individuos privilegiados. Tal pretensión es absurda y fraudulenta.
"Los creyentes, que pretenden saber acerca del origen y del fin del universo, han inventado nombres para designarnos, pues no les basta con la palabra "escéptico", quizás por excesivamente fría. Es así que nos llaman ateos o agnósticos, y se desgañitan por distinguir estas nociones. Nosotros no nos las aplicamos. Nosotros no formulamos aserciones acerca de lo que está más allá de los límites del conocimiento humano, ni afirmativas ni negativas. Nosotros no sabemos nada, pero ellos tampoco. Hablan donde debieran callar, y, a lo sumo, inclinarse reverentemente ante el misterio. Inclinarse es voluntario. Entre nosotros, unos se inclinan y otros no. Por mi parte, me complazco con frecuencia en buscar y sentir el vértigo del vacío que está más allá de los límites, que la ciencia me permite formular y la filosofía me enseña a intuir. Sentado, como quien dice, sobre el abismo, con los pies colgando al exterior, pongo la mirada en la oscuridad y pregunto, pregunto sabiendo que no obtendré ninguna respuesta. ¿Tiene sentido mi pregunta? Detrás de mí, algunos de los que no quieren o no pueden cabalgar sobre el cercado me dicen que no, que no me desgañite, que la pregunta no tiene sentido, y que, por lo tanto, no puede tener respuesta. No importa, les digo, yo no quiero privarme de la emoción de fijar en el vacío los ojos del espíritu, a sabiendas de que veré exactamente lo que vería un ciego sentado a mi lado, es decir, nada. Pero es mi propia nada, un trasunto de la barrera infranqueable de mi conocimiento. Y cuando me estrello contra esta barrera tengo la percepción de la transcendencia, que no es otra cosa que un reflejo de la infranqueable solidez del límite.”


Departiendo y caminando a paso muy vivo enfilaron una pista acondicionada a la derecha de la carretera hasta la entrada de San Martín del Camino, que atravesaron sin detenerse más que para beber agua en la fuente comunal. Después de San Martín. el camino, paralelo a la carretera, discurre por la parte alta de la vega del Órbigo, tierras feraces entreveradas de acequias y canales. A la vista ya de Hospital de Órbigo, el camino abandona la carretera general para ir a enlazar poco más adelante con la carretera local que lleva a la población cruzando el célebre puente romano del Órbigo. El Caminante Mayor narró para las peregrinas valonas la necia historia del duelo que sostuvo aquí el caballero Suero de Quiñones en 1434, comentando que más les valiera a los leoneses buscarse a otro héroe de más enjundia para espejearse en su leyenda. Luego se despidieron de las filósofas, que se dirigían al refugio de peregrinos y requirieron alojamiento en un hostal a orillas del río. Después de una rápida ducha bajaron al comedor y se derribaron sobre los sillones: habían caminado treinta kilómetros casi de un tirón. Para su felicidad, el cocinero ofrecía en el día cocido maragato, plato pensado para segadores y arrieros. Lo empujaron con vino blanco de Cacabelos a botella por cabeza y aun tuvieron arrestos para hacer pasar un tronco eclesiástico con su chocolate fondant. Siesta cumplida, desmayado paseo por las orillas del río, cena ligera y descanso a las diez.

domingo, 11 de febrero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DECIMOQUINTA ENTREGA

N

14

De Mansilla de las Mulas a León

Octubre pintaba de vinagre las hojas de los chopos en la gran alameda de la riba del Esla a la salida de Mansilla. Descansados y de excelente humor, los caminantes atravesaron el puente medieval de ocho ojos sobre el río Esla y anduvieron por la carretera vieja de León, abandonándola poco después para tomar a la izquierda una pista agrícola que corre paralela a la carretera sobre cuatro kilómetros. Pasaron un cruce que lleva por la derecha a San Miguel de Escalada y por la izquierda a Mansilla Mayor. La pista va entre la carretera, que es ya la nacional 601, y una acequia que riega extensos tablares de huerta. El día se levantaba claro. El sol pugnaba por escapar de unos inofensivos celajes, arrebolándolos como de puesta. Cuando se deshizo de ellos, vertió sobre las feraces vaguadas una lluvia de claridad azulada.
Antes de entrar en Villamoros hay un desvío a la derecha que lleva al cerro de Lancia, que fue sitio importante de los astures augustanos antes de los romanos. Los caminantes renunciaron a la excursión arqueológica y entraron en Villamoros de Mansilla, antes Villamoros del Camino Francés, por la carretera vieja, que atraviesa el pueblo, por lo demás desprovisto de servicios. A la salida de la población atravesaron la carretera y tomaron a la derecha un camino de tierra que en veinte minutos les dejó ante Villarente. Cruzaron el singular puente sobre el río Pormo, de veinte ojos y corcovado desde que lo construyeron en la Edad Media. A la salida, un devoto canónigo, un echacuervos de Triacastela, hizo levantar en el siglo XIV un hospital de peregrinos; queda la fábrica del edificio, con una puerta de arco de medio punto. El pueblo de Puente Villarente se estira luego a todo lo largo de la carretera. A la salida del poblado los caminantes se dieron el respiro de tres kilómetros por la antigua calzada hasta Arcahueja, o Arcabueja, que queda sobre una loma.
La placidez del trayecto invitaba a aminorar el paso y propiciaba la conversación distendida, que a la postre versó sobre filosofía, o más precisamente, sobre la historia de la filosofía, que era uno de los temas de estudio comunes en las cayenas del Sodalicio. El Caminante Mayor estaba firmemente convencido de que los grandes temas de la investigación filosófica y los límites de este tipo de conocimiento habían sido establecidos por los griegos de una vez por todas. Ramón Forteza objetó que ciertos progresos fundamentales de la matemática, como el cálculo infinitesimal, habían marcado profundamente el pensamiento occidental y habían hecho retroceder los límites fijados por los griegos. Al cabo, el debate fue a estrellarse en Kant, como no podía ser de otra manera.
A la salida de Arcahueja retomaron la dichosa carretera, por la vera de la cual caminaron pacientemente hasta Valdelafuente. Aquí comienza la extensa zona industrial de León. La carretera discurre entre fábricas y cobertizos, con la ventaja de que en la mayoría de los tramos hay aceras que permiten despreocuparse del tráfico. Tres horas después de salir de Mansilla los caminantes alcanzaron el Alto del Portillo, desde el que se divisa el impresionante espectáculo de la ciudad de León. Un kilómetro más adelante pudieron abandonar la carretera general y entraron en la ciudad por el antiguo itinerario, que es ya una avenida urbana que en el barrio de Puente Castro salva con un puente el río Torío. Aquí se hallaba el Castrum Iudeorum, una de las juderías más importantes de la Edad Media, desarraigada ya en el siglo XII.
Inde Legio, urbs regalis et curialis, cunctis felicitatibus plena. ("Luego viene León, ciudad real y administrativa, llena de toda clase de goces"). Así saluda el Liber Sancti Iacobi a la capital leonesa. El nombre le viene de la Legio VII Gemina, que aquí, junto al río, estableció un "castrum" poco antes del inicio de nuestra era. El campamento pasó a ser ciudad, que tuvo una discreta presencia durante las épocas romana y visigoda. A raíz de la invasión de los norteafricanos fue abandonada por completo, a mediados del siglo VIII. Por espacio de un siglo y medio, Legio fue una ciudad amurallada fantasma. Cuando los neovisigodos bajaron de sus montañas, la hicieron capital del reino cristiano, restaurando y ampliando las murallas, un buen lienzo de las cuales se conserva detrás de la colegiata de San Isidoro. León se convirtió en la ciudad más grande y espléndida de la Hispania cristiana. Sólo cuando el reino unificado de Castilla y León desplazó su centro de gravedad a Toledo, a principios del siglo XII, León comenzó a decaer políticamente. El Camino, sin embargo, mantuvo a la ciudad viva y próspera.
Los caminantes pasaron por delante de la iglesia románica de Santa Ana, cuyos alarifes, en el siglo XII, hicieron lo que pudieron. Seguidamente penetraron en el recinto medieval por la que había sido Puerta Moneda. Rebasaron la iglesia de Santa María del Mercado, el convento de la Concepción y enfilaron la rúa que antes se llamó de los Francos, pues éste era el barrio de ellos. Esta calle conserva muchas casas hidalgas con sus escudos. Uno de estos caserones era la cayena del Sodalicio en León, modesto lugar de paso para los caminantes. El edificio era de fachada angosta pero profundo y se apoyaba, decían, en la antigua muralla romana. Los caminantes, que eran esperados, fueron afablemente acogidos por la Magistra Domus, una mujer italiana de rasgos helénicos y voz musical como un bordón de órgano. Faltaba poco para el almuerzo, por lo cual los caminantes procedieron a un somero pediluvio, bajando al refectorio a la una y media en punto. Se alojaban en la residencia, en aquel doce de octubre, ocho miembros del Sodalicio, cinco mujeres y tres hombres, además de los recién llegados y de la regenta. Al entrar en la sala Ramón Forteza escudriñó todos los rincones como si buscara algo, hasta que a su lado alguien le dio un codazo y murmuró quedo: "No está. No la volveremos a encontrar hasta Villafranca del Bierzo".
En un ángulo del refectorio había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono.
Sirvieron una fresca Kartoffelnsalat, seguida de un suntuoso cordero asado al modo de Sahagún, acompañado de pimientos rojos braseados. De postre hubo pastel de castañas. Se puso vino tinto del Bierzo en picheles, pero para los llegantes se descorchó una botella de blanco de Cacabelos. "Estáis en todo", comentó el Caminante. "Casi en todo", repuso sonriente la Magistra.
Después de una sobremesa familiar y jovial (que viene de Jovis, no de joven, precisó el Mair), los caminantes se retiraron a dormir la siesta. A media tarde salieron para recorrer con comedimiento los monumentos de la ciudad, que son muchos, aunque desparramados por un tejido urbano que a copia de "voluntad de progreso" o algo parecido ha dado al traste con el carácter medieval del casco viejo. Visitaron la catedral, espectacular fábrica gótica del siglo XIII, edificada sobre los restos de la iglesia de Santa María de la Regla, que era de hecho el palacio de Ordoño II, construido sobre las termas romanas. La "Pulchra Leonina" tuvo la insólita ventaja de haber sido construida con relativa rapidez, circunstancia que redundó en una armoniosa trabazón del conjunto. Pasaron luego, atravesando el barrio antiguo mejor conservado, a la colegiata de San Isidoro, espléndido románico del siglo XI remozado en el XII. Se entretuvieron contemplando los capiteles y los tímpanos, bajando luego a la cripta para admirar los frescos del siglo XII. No olvidaron el códice visigótico de la Biblia en el museo.
Se acercaron luego al Hostal San Marcos, antiguo hospital de peregrinos, reedificado en el siglo XVI en airoso estilo plateresco. La sillería del coro, confiscado por el establecimiento turístico, es un prodigio de finura y reflexión. En el bar del Hostal tomaron un vino blanco y regresaron al albergue por la alameda que bordea el río Bernesga, muy animada a la sazón, pues era jornada festiva en el país.
Después de la cena, que fue sobria y a hora temprana, salieron a gulusmear por el viejo León. En una callejuela entre la catedral y el seminario pasaron por delante de un establecimiento con fanales rojizos que se anunciaba como whisky club. Mientras seguían paseando por la callejuela, los caminantes constataron que llevaban muchos días de total abstinencia de los denominados por antonomasia placeres de la carne, en modo alguno suplidos, antes bien acrecentados por la buena mesa de las residencias del Sodalicio. Puesto que, por otra parte, estaban convencidos de que la continencia llevada a un extremo no contribuía en absoluto al perfeccionamiento individual, decidieron explorar las posibilidades que en orden a la restauración del equilibrio psicosomático ofrecía la noche leonesa. Entraron en el local arrebolado y pidieron, por creer que era lo obligado, dos whiskies. Conversaron distendidamente con la encargada del local, a la que expusieron su propósito sin rebozo alguno. Amable y comprensiva, la dueña convocó a dos muchachas de agradable aspecto que se mostraron dispuestas, mediante una congrua retribución, a prestar a los caminantes el servicio que requerían, cosa que cumplieron con profesionalidad y solercia en el lugar adecuado.

domingo, 4 de febrero de 2007

LA AMATISTA

LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
DECIMOCUARTA ENTREGA



MEM







13

De Sahagún a Mansilla de las Mulas



.
Pasadas las siete de la mañana del once de octubre, en un amanecer cubierto y ceniciento, los caminantes salieron del caserón de la cayena de Sahagún, sumido todavía en silencio, cerrando cuidadosamente la puerta tras sí. Les aguardaban nueve horas de andadura a través del páramo leonés.
Bordeando la plaza Mayor se dirigieron hacia el puente sobre el río Cea, pasando por delante del convento de benedictinas, edificado junto al solar del antiguo cenobio cluniacense de San Facundo. En la calle, o más bien carretera, que desciende hacia el puente hallaron un café que abría las puertas. Recabaron noticia del estado de la cafetera exprés, y fueron informados por el ventero de que llevaba media hora calentándose, extremo que celebraron y elogiaron. Sorbieron un enérgico café con leche en el que mojaron un par de bizcochos recién horneados traídos de la tahona vecina y, ya desentumecidos, estrecharon la mano del amable profesional, que no quiso aceptar retribución alguna, y cruzando el río Cea por el puente de Canto, de cinco arcos, se dispusieron pacientemente a marchar por la carretera vieja de León hasta Calzada del Coto, a media hora de distancia. Junto al río Cea admiraron la tupida alameda llamada "Campo de las Lanzas de Carlomagno". Las hojas de los chopos se resignaban a su jalde otoñal, llenando el río de reflejos amarillentos. La leyenda de las lanzas ocupa el capítulo octavo del Libro de Turpín, que es el libro cuarto del Codex Calixtinus. Refiere que cuando las tropas del franco se aprestaban a entrar en batalla contra el moro Aigolando ocurrió un hecho milagroso: las lanzas de los cristianos reverdecieron como árboles.
En el bar del camping Ponce de León (éste fue un monje sanfacundino introductor de técnicas para la enseñanza de sordos y mudos) bebieron un vaso de vino blanco a la memoria del caballo de Carlomagno y siguieron adelante. Cuando la carretera vieja se entrecruza con la de circunvalación y la autovía de León, siguieron por la ronda hacia la izquierda hasta llegar a un crucero que señala el inicio del andadero que ya no tenían que abandonar hasta Mansilla de las Mulas.
Este andadero es una pista de tierra apisonada de no más de tres metros de anchura, flanqueado al lado de mediodía por una liña de árboles de sombra. Se extiende de Calzada del Coto a Mansilla de las Mulas, sobre un total de treinta y dos kilómetros. Está reservado a los caminantes, que disponen de zonas de descanso. Fue construido a iniciativa de la Junta de Castilla y León. Desgraciadamente, los mismos junteros tuvieron la ocurrencia de construir una autovía que entre Calzada del Coto y Burgo Raneros discurre a menos de quinientos metros del andadero, rompiendo su otrora plácido y silencioso entorno. A lo que se echa de ver, la providente Junta no quiso privar a los peregrinos de la provechosa penitencia de caminar tres horas oyendo a su derecha el rugido de los motores de explosión ("ahí estallaremos todos", apostilló el Caminante mayor).
En Calzada del Coto se bifurcaba el antiguo camino. Una ruta, al parecer la romana Via Traiana, iba por Calzadilla de los Hermanillos hacia Reliegos y Mansilla. Otra, más reciente y directa, pasaba por Bercianos y Burgo Ranero, y era conocida como Camino Real.
Sin entrar en Calzada del Coto, los caminantes se instalaron sobre el cómodo andadero y cobraron camino en poco más de una hora hasta Bercianos del Real Camino Francés, dejando a la izquierda la ermita de Nuestra Señora de Perales. En Bercianos se restauraron en el modesto mesón del pueblo con pan, chorizo y nueces. Faltando el café y siendo el vino de insegura filiación, optaron por media copita de aguardiente a título de viático, tras lo cual recuperaron la ruta.
La calzada jacobea discurre por un páramo de ancho horizonte, ligeramente ondulado, sin más árboles que la liña del nuevo camino. Hacia el norte se divisa la masa azulada de los montes astures. Hacia el sur y hacia el oeste la mirada se detiene sólo en la línea que trazan el cielo y la tierra al juntarse en el horizonte. Hazas de cereales, con cultivo extensivo, bien servido por una red de pistas agrícolas.
En poco más de hora y media llegaron los caminantes al Burgo Raneros. El nombre parece que le viene de una gran charca, que aquí llaman laguna, en la que efectivamente hay muchas ranas. La calzada discurre por la calle Mayor. Las mezquinas casas de adobe van cediendo el paso a construcciones de ladrillo, con ventanas de aluminio y puertas metálicas. El pueblo prospera a ojos vistas. Hacia el lado de la estación del ferrocarril un enorme silo desvela gráficamente la fuente de esta prosperidad. Los caminantes se dirigieron a un espacioso mesón en la parte norte del pueblo. Tomaron un café y encargaron una bolsa de provisiones: pan, queso y aceitunas. Vaciaron la bota de su vino recalentado y la llenaron de vino blanco leonés, que era el que ofrecía la casa. Antes del mediodía solar se hallaban de nuevo en el camino, acompañados por un peregrino al que hallaron bebiendo agua mineral en el café. Era un hombre de mediana edad, delgado, de cabellos largos y clareados, barbirrucio, vestido de algodón claro con un toque oriental.
La tarde se avecinaba limpia, con un cielo moteado de nubes altas y dispersas. El sol, harto de trepar, se vertía ya hacia el ocaso, donando luz y calor en forma de claridad tierna y madura.
El peregrino era francés, borgoñón por más señas y se presentó como hombre que, tras liquidar sus negocios terrenales, se había entrado por las vías de la sabiduría del Oriente, que en su caso era la doctrina del shivaísmo de Cachemira, que bebía en sus fuentes sánscritas. Proclamó con énfasis profético la superioridad de las sapiencias orientales, que en el curso de la historia habían librado a Occidente de su irremediable y por lo visto congénita penuria espiritual. "Ex Oriente lux", pregonó. El mundo occidental era una ciénaga de presunción, violencia y hedonismo. El caminante mayor corroboró amablemente el panegírico orientalista del borgoñón aduciendo dos preclaros ejemplos de la sabiduría de la India: la invención del cero y la teoría de la resistencia civil pacífica de Mahatma Gandhi. El borgoñón repuso con un cierto desabrimiento que no eran éstos los productos sapienciales a los que se refería, sino a profundas y misteriosas doctrinas acerca de Dios, del mundo y del hombre. El caminante mayor quiso saber si el peregrino se adhería a la máxima "ad clariora per obscuriora" (“a lo claro a través de lo oscuro”), y una vez se hubo cerciorado de que, efectivamente, ésta era una de las divisas que guiaban el ánimo del peregrino, propuso que, puesto que había llegado al arroyo de Buen Solana, con su charca y su alameda, hicieran un alto para consumir la merienda que tenían preparada, invitando al compañero de ruta. Declinó éste la invitación y prosiguió su camino. Los dos caminantes se sentaron a la sombra de los álabes ya amarillentos de un chopo y sacando sus provisiones comieron y bebieron apaciblemente.
Del Burgo Ranero a Reliegos hay dos horas y media por el camino nuevo, tan agradecido de andar. Después del arroyo de Buen Solana se cruzan todavía los de Valdeasneros y Utielga, de linfa más bien escasa, con sus ribazos de juncales y sauzgatillos. Se corta un vial que lleva a Villamarco, a la izquierda; la estación de ferrocarril queda a la derecha. Hay aquí una charca, llamada solemnemente Laguna Mayor (¡cómo debe de ser la Menor¡, apostillaron). A poco se atraviesa la vía del ferrocarril y enseguida se cruza el arroyo de Valdearcos. La campiña comienza a ondularse. Se entra en el ejido de Reliegos, que queda a menos de media hora.
Reliegos es hito antiguo sobre la Via Traiana. Palantia era su nombre romano. A la entrada de la población hay varias bodegas subterráneas con sus chimeneas de ventilación todavía enhiestas. A la derecha, en un altozano, las ruinas de una iglesia gótica. Los caminantes hicieron un alto para tomar un buen refrigerio en el café del pueblo, y siguieron adelante por la calle Real para llegar a Mansilla de las Mulas antes de que cayera la noche. La calzada nueva discurre todavía por el páramo, entre trigales y barbecheras. Mas adelante entra por el feraz valle del Esla. Se cruza el arroyo Grande. Hazas de cultivos y liñas de frutales hacen amena la ruta. Medio kilómetro antes de la villa termina el acogedor andadero que ha sostenido a los peregrinos durante treinta y dos kilómetros. Los caminantes hicieron votos para que el riego, natural o acarreado, no faltara a los árboles que flanquean la calzadilla, plantados con más buena voluntad que eficacia. Cumplido este deber de agradecimiento, se apresuraron a entrar en Mansilla de las Mulas.
Mansilla fue almodóvar. De sus antiguas murallas, en parte curvilíneas, quedan algunos lienzos, dos albacaras y el entero Arco de la Concepción, que mira a levante. Tuvo siete iglesias, de las que quedan tres: San Martín, románica, Santa María de la Asunción y Nuestra Señora de la Gracia. Tiene plaza Mayor con soportales de madera.
Los caminantes se dirigieron sin entretenerse al Hostal Las Delicias, donde, gracias a la diligencia de los compañeros de Sahagún, ya eran esperados. A pesar de la fatiga de las nueve horas de marcha prefirieron postergar el descanso hasta la noche, y habiendo convenido una cena a hora temprana, pasaron el resto de la tarde sentados a la mesa de un café de ambiente cargado y ruidoso. Consintieron en abotargarse como el resto de los contertulios y hasta jugaron con ellos unas partidas de dominó, que ganó sistemáticamente el mallorquín.
La cena que habían encargado consistía en el indefectible bacalao al estilo de Mansilla de las Mulas, que viene con huevos cocidos y pan frito. Lo regaron con vino blanco de Arganza, cerrando el excelente condumio con un arroz con leche casero, tras lo cual se dispensaron de sobremesa y corrieron a acostarse.