viernes, 15 de mayo de 2009

EL BARQUERO DE LOS DIOSES. 7 y 8

7


LA ESCUELA CRISTIANA

Aconsejados por Pinedjem, Nimlot y Menat-Neter resolvieron mandar a sus hijos a Teodosiópolis a fin de perfeccionar su conocimiento de la lengua griega. En la familia del templo de Tot y en su entorno, la lengua ordinaria era la del pueblo, denominada sencillamente “lengua de los egipcios” o “egipcio” (taspe nrefenkeme). Por otra parte, Nimlot y Menat-Neter hablaban un griego muy elemental, y apenas sabían escribirlo. Como sacerdotes de los órdenes inferiores, su instrucción en la Casa de Vida del templo de Tot se había limitado al aprendizaje de la liturgia y a la memorización de textos antiguos; sus conocimientos de escritura jeroglífica y demótica eran escasísimos.
La lengua egipcia culta había tomado muchos préstamos del griego. No en vano había sido cultivada sobre todo por escribas cristianos, que habían traducido al egipcio contemporáneo las escrituras sagradas cristianas y otros muchos escritos religiosos. En todas las ciudades del Nilo los escribas eran bilingües, escribían en griego y en egipcio. Los jóvenes escribas del templo de Tot, si querían estar a la altura de sus futuros colegas, tenían que dominar el griego.
Nimlot había tenido tratos con un maestro de gramática que regía una escuela en la ciudad de Teodosiópolis, río abajo de Hermópolis, y que alojaba a los alumnos forasteros en la escuela, que era su propia casa. A pesar de ser cristiano de segunda generación, era amante y cultivador de las letras helénicas, lo que le había conducido a una actitud de respeto hacia la cultura y la religión ancestrales. Se había mostrado bien dispuesto a acoger en su pequeña comunidad escolar a los dos alumnos del templo de Tot. Quedó convenido que Tírsit y Totmés residirían en la casa del profesor una semana cada mes. Turi sería, obviamente, el encargado de transportarlos; en manera alguna hubiera cedido la tarea a otro.
La fama de la extraordinaria inteligencia de Tírsit se había extendido por todas las ciudades del Nilo medio; Stéfanos quería comprobar por si mismo si lo que se decía era cierto o había alguna exageración.
El régimen de vida en el internado del gramático Stéfanos era disciplinado y al mismo tiempo familiar. Los residentes eran cinco chicos y dos chicas, todos de alrededor de trece años. Excepto Tírsit y Totmés, eran todos cristianos. Sin embargo, aleccionados por el maestro, acogieron con muy buenas disposiciones y con una pizca de curiosidad a los dos escribas del templo de Tot. Quedaron boquiabiertos cuando el maestro les reveló que aquel chico y aquella chica sabían interpretar los jeroglíficos de los templos antiguos.

- Tírsit –solicitó un día (hablaban en griego) Inés, una de las residentes, hija del inspector de los mercados de Antinópolis- tengo una tableta de madera con una inscripción jeroglífica. ¿Podrías leérmela?
- Muéstramela.
Con gesto rápido, Inés sacó la tableta de entre los pliegues de su blusa. Se echaron a reir. Tírsit tomó la pieza y la tradujo sin vacilación:
- Es un pasaje del Libro del Hades. Dice: “Te tomará de la mano para guiarte en la oscuridad”.
-¿Eso dice?- exclamó Inés emocionada-. És muy bonito. Tírsit, explícame los jeroglíficos.
Tírsit, mirándola con seriedad, dijo:
- No está permitido, Inés. Sólo los fieles de la antigua religión los pueden conocer.
- Qué lástima! Son tan hermosos, los jeroglíficos... Se perderán. Ya pronto nadie los sabrá leer.
- Es cierto, Inés, se perderán, pero regresarán allí de donde salieron.
- No te entiendo, ¿qué quieres decir?
- No te atosigues, Inés bonita. Mira, te mostraré una cosa que si que te puedo enseñar: el nombre de nuestro emperador Marciano escrito en jeroglífico.
- Oh, si- exlamó Inés entusiasmada.
Tírsit, tomando una hoja de papiro virgen, dibujó cuidadosamente con tintas de colores el cartucho con el nombre del emperador:

M A R K I A N O S

Inés tomó la hoja y la contempló hechizada. Besó a Tírsit y corrió a refugiarse en el jardín, donde pasó largo tiempo mirando aquello que para ella era más que un simple dibujo.
A la escuela acudían también alumnos externos. Las clases comenzaban una hora después del alba y se prolongaban hasta el mediodía. Entonces los externos se marchaban y los residentes iban a almorzar, en el jardín se hacía buen tiempo, sino en la misma aula convertida en comedor. Comían legumbres muy cocidas, sopas de pasta, un poco de carne de cordero, pan, queso y fruta. Bebían agua, pero de vez en cuando Turi les obsequiaba con un barrilete de cerveza del templo de Tkou, y entonces bebían un trago con la cena, con gran jolgorio.
Por la tarde estudiaban cada cual por su cuenta. Antes de la puesta del sol salían de paseo acompañados por un pedagogo cretense, que hablaba un griego muy divertido. Solían salir al ejido para ir a pisar los primeros pedregales del desierto. Recogían plantas y fragmentos de cerámica que luego mostraban al profesor, el cual se los explicaba. A puesta de sol cenaban, y después de un rato de cantos y recitaciones (el cretense era un excelente intérprete de cítara) se retiraban a dormir a una gran estancia bajo el tejado, donde había siete colchones con un pequeño armario de madera al pie de cada uno.
Las relaciones de la pareja del templo de Tot con los alumnos externos no eran tan equilibradas como las que mantenían con los residentes. Algunas familias habían manifestado al gramático sus reservas acerca de la presencia de aquellos dos idólatras. En los cursos se reflejaba de vez en cuando esta tensión. Sin embargo, la autoridad del maestro bastaba para mantener la tranquilidad. En todo caso, Tírsit y Totmés se acomodaban siempre entre sus compañeros de residencia. No hubo nunca, por lo demás, ningún incidente notable. Tan sólo alguna broma y alguna mueca.
El más dado a la impertinencia era un rapaz rubio y pecoso, hijo del párroco de la iglesia de san Jeremías. Un día se levantó en plena clase y, mirando de reojo a los “idólatras”, pidió que se rezase una plegaria por el alma del obispo de Oxirrinco, que acababa de morir. El maestro accedió, y todos se pusieron de pie y con los brazos alzados rezaron un Padrenuestro. Tírsit y Totmés participaron en la plegaria con todos los demás. A la salida, el aprendiz de provocador no pudo contenerse y les interpeló:
-¿Cómo es que rezáis con los cristianos?
- Nosotros rezamos con los devotos de todas las religiones- respondió Totmés. –Todas las religiones son ríos que van a parar al mismo mar. Por esto somos tolerantes. Hemos rezado con vosotros por el alma del obispo de Oxirrinco para que los cielos lo reciban.
Stéfanos, que había captado la conversación, tomó familiarmente el brazo del hijo del párroco, y mientras lo acompañaba hasta la puerta abundó en lo acaecido:
- Ves, Georgios, los adoradores no están tan lejos de nosotros como tú creías.
El joven saludó al maestro con una inclinación y se marchó pensativo.
Un atardecer, acabado el estudio, Tírsit y Totmés regresaban del río a donde habían ido a tomar el fresco. Cuando pasaban por delante del mercado, dos hombres trajeados como ciudadanos acomodados los pararon y se les dirigieron en lengua egupcia:
- ¿Tenéis un momento, hermopolitanos?
Totmés, algo desconfiado, respondió:
- Tenemos que volver a la escuela, señor, no podemos entretenernos.
- Es que queríamos pediros un favor. Es sólo un momento.
Los dos hermanos se detuvieron, expectantes. Uno de los hombres desplegó un pergamino que llevaba bajo el brazo y lo puso ante los ojos de Tírsit, diciendo:
- Léelo, por favor. Está en lengua egipcia común.
Totmés, que había dado una ojeada al pergamino, se echó a reir:
- Está al revés, señor, dadle la vuelta, por favor.
El hombre respondió, encarándose solamente con Tírsit y mirándola fijamente:
- Da lo mismo. Léelo, por favor.
Tírsit, risueña, leyó sin dificultad el texto puesto cabeza abajo. Cuando hubo terminado, el hombre tomó el pergamino, lo enrolló y dijo a su compañero en lengua griega:
- - ¿No te lo decía?
- ¿Y cómo lo ha hecho?
- Lo ha leído como si estuviera al otro lado de un espejo.
- ¿Insinúas que...?
- Quiero decir que si pasara por delante de un espejo no se reflejaría en él.
Los dos hombres se alejaron sin más. Tírsit y Totmés, intrigados, regresaron a la escuela.
Transcurrida una semana, un día al atardecer llegaba Turi para recoger a los dos estudiantes. Entraba en la casa con una sonrisa de oreja a oreja, saludaba a todos y abrazaba a los suyos con bufidos de alegría. Traía regalos para cada uno de los residentes: un vaso de estaño, un estuche de cálamos, un velo para la cabeza, unas pantuflas, una caja de dátiles del Fayum... Y para el maestro, siempre lo mismo: un barrilete de cerveza del templo de Tkou, la más espesa de aquella parte del Nilo. Cenaba con los internos y después de cenar embarcaba con la pareja y navegaba río arriba. Había dispuesto un pequeño y cómodo camarote a popa del barco, entre las cajas de mercancías, cubierto con una vela. Tírsit y Totmés se acurrucaban en aquel nido y dormían plácidamente, mecidos por el vaivén de la embarcación y velados en su sueño por el barquero de los dioses, que daba gracias a los cielos por el privilegio de llevar en su barco aquellos dos seres a los que había ya consagrado toda su vida. Al cabo de dos días de navegación, si los vientos eran favorables, atracaban en el muelle de Hermópolis, o en el embarcadero del templo si el canal era navegable.

-Tírsit- cuchicheó una tarde Totmés, mientras los dos estudiaban agachados sobre un códice de Tucídides- me han contado que en las afueras de la villa, al pie de la montaña, hay las ruinas de un templo de Sobek. Dicen que queda en pie toda la parte de santuario. Podríamos ir a verlo...
- Pero que estás diciendo, pedazo de alcornoque. ¿Cómo quieres que vayamos tú y yo solos?
- Podríamos ver si Stéfanos nos lleva de excursión...
- No querrá. No se arriesgará a llevarnos a un templo del diablo, como dicen ellos.
- Pues podríamos ir tú y yo un día por la tarde. Decimos que vamos a leer a la orilla del río, como otras veces, y nos llegamos al templo. A la hora de la cena ya estaríamos de regreso.
- Lo veo una insensatez, Totu. Si Stéfanos nos pesca se enojará mucho.
- No nos descubrirá. En tres horas podemos ir y volver.
Aquella noche la pasaron revolviéndose en sus camastros, inquietos por la aventura del día siguiente. Por la mañana se dormían durante las lecciones. Después de comer, cogieron ostentosamente un rollo de la gramática de Diógenes, sus sombreros de paja y un odre de agua y emprendieron la bajada hacia el río. Pasada la primera bocacalle, volvieron atrás y por una callejuela lateral salieron a la empalizada occidental, en dirección al desierto. Nadie les prestaba atención, cosa que les tranquilizó bastante. En el puente del canal encontraron a dos de sus compañeros de clase que estaban pescando y que les saludaron jovialmente observándolos con cierta curiosidad. Atravesaron presurosamente el alfoz arbolado y llegaron a la linde del desierto. Hacía mucho calor y la luz del sol parecía resquebrajar las piedras. Tenían sed, pero prefirieron reservar el agua para la vuelta. Más allá de los rastrojos, el camino se perdía en el erial pedregoso. La ruta, que diez estadios más adelante enlazaba con la calzada del Pequeño Oasis, estaba señalada con un mojón cada cien pasos.
Al cabo de media hora de caminar ansiosamente llegaron a un paraje en el que la pista se adentraba por un congosto que se iba hundiendo entre los riscos de las montañas líbicas. Abandonando la ruta marcada, según les habían indicado, avanzaron por el altozano al pie de la serranía, sobre un terreno pedregoso moteado de aulagas y carrasquizos agostados. Media hora más tarde divisaron las columnas del templo de Sobek, que relucían al pie del acantilado basáltico. Se aproximaron cuidando de no pisar alguna de las víboras que solían refugiarse en las ruinas.
El templo de Sobek de Teodosiópolis estaba en ruinas desde antes de la época de los griegos. Ninguna crónica local recordaba haberlo visto abierto. Debió de ser abandonado en tiempos de los últimos faraones, y se fue desmoronando siglo tras siglo. El risco lo había protegido de las arenas del desierto, y estaba demasiado alejado de la ciudad para haber servido de cantera de materiales para los constructores, que, además, habían tenido a su disposición la mole del templo de Hator a cuatro pasos de la población.
Tírsit y Totmés subieron emocionados por la escalinata ya casi lisa, atravesaron el patio de grandes losas de granito y entraron en la sala hipóstila, que conservaba muchas de sus columnas, aunque el techo de había desmoronado completamente. Después, con los brazos alzados en actitud de oración, entraron en el santuario, que se conservaba casi intacto a pesar de haber servido de refugio de pastores y cazadores. Allí se demoraron un buen rato, recitando pasajes de los himnos de Sobek-Re y disfrutando del frescor del recinto. Después bebieron un sorbo de agua y emprendieron melancólicamente el camino de retorno.
El sol lucía todavía en un cielo blanquecino, bañando la planicie yerma con una luz densa y lechosa. Soplaba un vientecillo del desierto que contribuía a acentuar la sensación de bochorno. Con los sombreros de paja hundidos hasta las cejas, los dos hermanos bajaban por la suave pendiente del erial en dirección al Nilo, esperando encontrar en algún momento los mojones de la ruta caravanera. En el fondo del ejido, junto a las tierras cultivadas, destacaba la gran mancha rojiza del convento meleciano de Santa María de las Viñas, con su torre cuadrada coronada de almenas como una fortaleza.
Pasada la última colina antes del valle fluvial por donde discurría la ruta, advirtieron sobre el camino polvoriento un grupo compacto de personas inmóviles bajo el sol. De entrada pensaron que se trataba de una caravana que iba o venía del desierto, pero cuando se aproximaron vieron con sorpresa que era un grupo de chicos de la ciudad, entre los cuales pudieron distinguir algunos de los alumnos externos de la escuela de letras griegas. Cuando la pandilla de chicos descubrió a los dos hermanos que descendían por la pendiente del otero, rompieron a vociferar. Tírsit, atemorizada, se agarró al brazo de su hermano. Éste intentó tranquilizarla:
- No te azores, Tírsit, son los chicos del pueblo. No nos han reconocido. Deben pensar que somos saqueadores de tumbas.
Pero cuando se acercaron a un tiro de piedra de la cuadrilla de vociferantes, comprobaron despavoridos que el griterío iba dirigido contra ellos:
- Idólatras! Adoradores del diablo!
Totmés, protegiendo con su cuerpo a Tírsit, encogida a su espalda, se acercó decididamente a los vociferantes:
- Hemos ido a visitar las ruinas del templo de Sobek. Vosotros también las habéis visitado.
- Habéis ido a adorar a vuestros dioses infernales- gritó un muchacho robusto, mayor que el resto de la tropa.
- Habéis querido embrujar a la pequeña Inés con vuestras fórmulas diabólicas- gritó un chico al que Totmés reconoció como alumno de la escuela.
Tírsit lanzó un gemido de pavor. Totmés la agarró de la mano y se puso a correr en dirección a la ciudad a través de los rastrojos. Las primeras piedras, debilitadas por la distancia, les golpearon sin herirles. Pero los agresores les perseguían profiriendo gritos horrísonos, y pronto los cantos, cada vez más grandes, les golpearon con fuerza, abriéndoles heridas que comenzaron a sangrar bajo las ropas. Totmés colocó a Tírsit delante de él intentando protegerla con su cuerpo, pero todo fue inútil. La turba enfurecida los alcanzó y los rodeó sin dejar de apedrearlos. El cuerpo de Totmés era ya una mancha roja tendida en el suelo; debajo de él Tírsit gemía, mucho menos alcanzada que su hermano.
Los apedreadores, cuando los vieron tendidos en el suelo y ensangrentados, dejaron de arrojarles piedras y los contemplaron en silencio. El mozo de más edad se hizo adelante, levantó violentamente el cuerpo casi inerte de Totmés y volvió a rebotarlo por tierra. Luego agarró a Tírsit por el cabello y la puso en pie.
- Desnudémosla! – rugieron los energúmenos. Al oir este grito, Totmés se levantó bruscamente y arrojándose sobre el mozallón le propinó un puñetazo al estómago, y cuando el otro se dobló de dolor le dio una patada en la cara que lo tumbó por el suelo escupiendo los dientes. Con un griterío atronador los demás muchachos se abalanzaron sobre Totmés y Tírsit y comenzaron a rasgarles la ropa.
De repente resonó un grito estentóreo:
Alto!
Una especie de inmenso pájaro negro saltó en medio del barullo enarbolando un nudoso bastón con el que amenazó a los atacantes. Por un momento todos quedaron inmóviles y sorprendidos.
El monje meleciano les abroncó:
- Malvados! Facinerosos! ¿Así es como deben comportarse unos chicos cristianos? ¿Es esto lo que os han enseñado vuestros maestros?
Luego se dirigió directamente a algunos de los muchachos, que habían adoptado una actitud avergonzada y temerosa:
- Tú, Georgios, y tú, Hieraclas, ya estáis volviendo a casa. Y los demás también. Ya hablaré de este asunto con el párroco. No os escaparéis. Venga, arreando!
La cuadrilla de muchachos desfiló con la cabeza gacha. Mientras tanto, Tírsit había intentado arrebujarse con su túnica rasgada; los asaltantes le habían dejado el pecho al descubierto. El monje se quitó la esclavina y envolvió con ella el busto de la niña, moteado de cardenales. Luego, entre los dos levantaron a Totmés, que seguía tendido en el suelo, y, sin intentar vestirlo, porque su ropa había quedado completamente hecha jirones, lo ayudaron a caminar. Sus heridas eran numerosas pero superficiales, y pronto dejaron de sangrar. Paso a paso, entre los gemidos de Totmés, los suspiros de Tírsit y las palabras de aliento del monje, que no salía de su enojo, emprendieron el camino hacia el convento meleciano, que distaba menos de medio estadio.
Cuando pasaron el cancel del convento y entraron en el claustro, toda la comunidad acudió conmocionada. El prior ordenó que Totmés fuera trasladado inmediatamente a la enfermería, mientras que Tírsit, que por ser mujer no podía entrar en la clausura, tenía que ser atendida en la sala de visitas. Los dos hermanos hicieron saber enérgicamente que de ninguna manera estaban dispuestos a separarse, y entonces, el prior, atendida la condición de la doncella y la excepcionalidad de las circunstancias, autorizó que pudiera acompañar a su hermano y ser atendida con él en la enfermería. Las crónicas dicen que nunca había entrado una mujer en el convento de Santa María de las Viñas, y que jamás volvió a entrar otra.
- Y para colmo, idólatra!- abundaba el cronista.
En la enfermería, con toda la comunidad arremolinada en la puerta, Totmés fue cuidadosamente despojado de sus andrajos, lavado y ungido con aceite lenitivo. Después le vendaron los cortes más profundos y lo acostaron con las sábanas de lino que tenían reservadas para la visita del obispo.
Con Tírsit, de entrada, no sabían como arreglárselas. Era manifiesto que la muchacha, a pesar de no presentar heridas importantes, no podía quedar eternamente envuelta en la esclavina del abba Gregorios. Desvestir a una doncella, sin embargo, era una operación que no estaba prevista en las reglas monásticas. Al cabo, el prior convocó al monje más anciano, que apenas se tenía en pie, y éste, siguiendo las instrucciones del enfermero, vuelto de espaldas, procedió a curar a la niña, distrayéndola con leyendas del ciclo de Osiris que había aprendido de su padre, que había sido adorador de los dioses. Cuando la tuvo bien aliñada la vistió con un camisón de estameña fina y la llevó a acostarse al lado de su hermano. Dejaron encendido un candil de aceite, entornaron la puerta de la enfermería y acudieron al refectorio, donde el prior concedió dispensa de silencio a fin de que el abba Gregorios pudiese narrar los acontecimientos y examinar luego todos lo que convendría hacer al día siguiente.
Aquella misma tarde, un mensajero del convento se había desplazado a la escuela de Stéfanos para contarle lo sucedido. El gramático quedó anonadado. Su primera reacción fue de ira contra aquel par de audaces que habían transgredido gravemente las normas de la escuela. Enseguida, sin embargo, comprendió que los hechos rebasaban el ámbito de la simple falta disciplinar y alcanzaban una dimensión pública. Ante todo envió al pedagogo cretense al muelle con el cometido de rogar a los barqueros que salían que localizasen a Turi y le transmitiesen la orden de acudir rápidamente a Teodosiópolis. Los barqueros, muchos de ellos –todo el mundo lo sabía- devotos de la antigua religión, cumplieron el encargo con tanto celo que al día siguiente al amanecer Turi atracaba en el puerto con un esquife ligero empujado por seis remeros que habían vogado toda la noche contracorriente para llegar a Teodosiópolis.
Las siguientes gestiones de Stéfanos, puesto que se le había dicho que no podría acudir al convento de Santa María hasta el día siguiente, fue visitar al presidente del municipio y al párroco. El munícipe, aliviado al saber que su hijo no se hallaba entre los agresores, prometió una encuesta exhaustiva a partir del día siguiente. El párroco se mostró consternado pero declinó cualquier res ponsabilidad y se remitió a las actuaciones de la autoridad civil.
Turi, apenas hubo desembarcado, alquiló un carro, lo llenó de mantas y se encaminó, acompañado por los seis remeros, al convento de Santa María de las Viñas. Llevaban seis cestas de fruta para la comunidad. Por el camino encontraron al gramático y al pedagogo. Llegados al convento, fueron admitidos inmediatamente y tuvieron la sorpresa de hallar a Tótmés y Tírsit recostados sobre unos cojines en el claustro y desayunando dátiles con leche de cabra, vestidos los dos cómicamente con hábitos monacales.
Turi y Stéfanos agradecieron al prior su noble conducta. El prior respondió que no habían hecho otra cosa que seguir los preceptos de la religión cristiana, y luego obsequió a los visitantes con una muestra de los mejores quesos de las cabras del convento, famosos en toda la comarca. Más tarde, los dos excursionistas fracasados fueron acomodados en el carro y emprendieron el camino del muelle, donde los aguardaba la barca rápida para llevarlos de regreso al templo de Tot de Tierra Adentro.









8

LA TUMBA INVIOLADA

Turi prolongaba cada vez más sus estancias en el templo de Tot. No podía hacer otra cosa. Llegaba con los cuadernos gramaticales de Pinedjem y entonces, sea porque esperaba un cargamento del Delta, sea porque el viento no era favorable, sea porque era imprescindible ayudar a Nimlot a preparar un pedido de ovillos de lana, se instalaba en la Casa de Vida y convivía con la familia sacerdotal, que lo acogía de todo corazón. De vez en cuando bajaba al puerto donde tenía amarrado el barco y concertaba con los demás barqueros la expedición de sus negocios. Todos respetaban aquel hombre que en toda la confraternidad de los navegantes del Alto Nilo era conocido con el sobrenombre de Chioor em nenute, el barquero de los dioses, y se encargaban voluntariosamente de despachar sus mercancías. Desde el incidente del templo de Sobek, los barqueros, muchos de ellos devotos de la antigua religión, se mantenían alertados acerca de lo que sucedía en el templo de Tot de Tierra Adentro, en particular de lo concerniente a los dos pequeños escribas. Los más asiduos competían en acopiar todo cuanto podían de códices, rollos, tabletas y fragmentos de cerámica para ofrecérselo a los estudiantes. De resultas, Tírsit y Totmés habían tesaurizado una pequeña biblioteca que guardaban escondida en una caja de madera atarugada entre los fardos de lana de una de las capillas del santuario.
Después de grave suceso de Teodosiópolis, los dos hermanos no habían regresado a la escuela de Stéfanos, a pesar de que tanto el maestro como el magistrado les habían dado garantías. Nimlot no lo veía claro, y no dejaba de preguntarse qué era lo que realmente había sucedido en aquella ciudad. Tenía barruntos de que la fama de la extraordinaria inteligencia de Tírsit había ido dejando lugar a la sospecha de que la niña era bruja y estaba poseída por el diablo. Turi le había informado de que los magistrados de las ciudades vecinas pretendían dilucidar si los dos estudiantes del templo de Tot habían aprendido los jeroglíficos y quién les había enseñado. Nimlot y Menat-Neter llegaron a la conclusión de que lo mejor era que sus hijos llevaran una vida retirada y no llamaran la atención.
En las seis semanas que habían pasado en la escuela, los dos hermanos habían progresado mucho en letras griegas, puesto que uno y otra eran aplicadísismos en sus estudios. Huelga decir que a estas alturas Tírsit era una consumada helenista. El gramático Stéfanos, inconsolablemente dolido por el incidente, les había enviado por medio de Turi el códice de Tucídides que habían comenzado a leer; disponían además de los textos griegos azarosamente suministrados por su amigos barqueros. Su dedicación principal, sin embargo, era la lengua egipcia antigua, que al cabo de año y medio de estudios intensos y casi ininterrumpidos habían llegado a dominar.
Ahora solían trabajar en la sala hipóstila, en un rincón preparado para ellos al reparo de dos columnas y de unas cortinas confeccionadas con muestras de lana fina. Allí pasaban horas y más horas, sentados sobre una alfombra en la posición de los escribas, con los códices y los papiros desparramados a su alrededor. Turi había instalado su puesto de guardia tres columnas más allá. Cuando los hermanos estudiaban, Turi se sentaba en su rincón sobre una estera de esparto, y mientras vigilaba, damasquinaba una piel de carnero con un punzón de hierro que mantenía al rojo sobre unos rescoldos. No permitía que nadie se acercase a los estudiantes, aunque se tratase de alguien de la familia; en este punto era intratable. Si entraba Nimlot acompañado por unos clientes, Turi se levantaba al punto y les rogaba que atravesaran en silencio la sala hipóstila. La familia acogía con irónica indulgencia el comportamiento del barquero, conscientes de que era la manifestación del arrasador afecto que sentía por los dos hermanos. Por otra parte, la presencia del barquero los confortaba y los sosegaba. Turi, gracias al ascendiente que tenía en la confraternidad de los navegantes, representaba una garantía de seguridad. En caso de peligro, una cuadrilla de barqueros y remeros podía acudir al templo en pocas horas, dispuestos a todo. Los cristianos debían saberlo, pues en las últimaas semanas habían dejado de merodear por el entorno.
Cuando llegaba la hora de la partida, Turi guardaba celosamente en su morral, envueltos en una pieza de lana, los trabajos de los jóvenes escribas, abrazaba uno por uno a toda la familia y emprendía la travesía río arriba hacia el templo de Isis de Tkou. Al cabo de pcos días regresaba con los ejercicios revisados por Pinedjem y con una nueva mano de textos para el estudio del mes siguiente. Si por azar sus asuntos lo acercaban a Teodosiópolis, no dejaba de llevar una cesta de fruta fresca al convento de Santa María de las Viñas. Había trabado amistad con el abba Gregorios, con el que mantenía largas conversaciones sobre las serpientes del desierto. El abba Gregorios era un gran experto en la materia. De hecho, el día en que socorrió a los escribas del templo de Tot bajaba de la serranía de inspeccionar una guarida de cobras, fiera ya rara alrededor de los lugares poblados. Con el veneno y la grasa de las serpientes confeccionaba pociones y pomadas medicinales que el convento vendía con gran provecho.

Un atardecer del mes de Parmoute, el abril de los romanos, la comunidad de la Casa de Vida hacía sobremesa con un huesped venido de Uaset, la Tebas de los griegos, miembro del círculo de devotos de aquella ciudad. Se dedicaba a proveer de abonos de nitrato a los campesinos de la comarca. Iba a buscar los nitratos a las montañas líbicas, al otro lado del río. Pasaba con frecuencia por el Valle de las Tumbas Reales. A veces incluso acompañaba a grupos de visitantes de todas las provincias del Imperio, atraídos por la grandiosidad de las tumbas y de los templos funerarios de los faraones. Las angostas hoces en las que se abrían las cavernas de las tumbas estaban permanentemente vigiladas por soldados del cuartel de Luxor, a fin de prevenir la depredación de los tesoros de las tumbas que de vez en cuando se descubrían; las antiguas habían sido ya completamente saqueadas. Demetrios, que así se llamaba el huesped de Tebas, tenía familiaridad con los militares, los cuales no desconfiaban de los devotos de la antigua religión, pues sabían que jamás osarían profanar una tumba o un templo antiguo; al contrario, colaboraban eficazmente en la vigilancia de los lugares.
Contó Demetrios que un mediodía se hallaba delante de la tumba de Ramsés VI, una de las mejor conservadas. Jamás reposaba en la gruta de la tumba, a pesar de que era agradablemente fresca, en primer lugar porque le daba cierta angustia, y además porque en muchas ocasiones acudían a hacer la siesta los guardianes del Valle. Muchas veces, además, había curiosos, pues la tumba de Ramses VI era una de las más visitadas. Delante de la tumba, al otro lado del camino, había una hilera de chabolas ruinosas que emergían de un basamento de rocas de sílex. Habían servido para alojar a los obreros que habían excavado la tumba, y allí quedaron, casi confundidas con la masa del pedregal de la vertiente de la montaña. Demetrios había acondicionado una de las chabolas como cobijo ocasional. Aquel día se echó sobre un montón de arena que había desparramado por el suelo y al cabo de poco se adormeció. De repente le desveló un airecillo fresco en el cogote. A su alrededor, en la penumbra de la chabola, el aire permanecía inmóvil en el bochorno del mediodía. Hurgando entre los pedruscos descubrió un agujero que se adentraba en medio de los bloques de sílex. Barruntando una guarida de serpientes, hundió el bastón hasta la empuñadura, pero no tocó fondo. Entonces intentó ensanchar el orificio, pero todo lo que consiguió fue comprobar que había una concavidad de la que venía un aire seco y ocluido. Entonces volvió a tapar el agujero con cascotes de las ruinas hasta ahogar por completo la tenue corriente de aire, recogió sus utensilios y regresó a Tebas.
Al cabo de pocos días regresó acompañado por unos cuantos amigos fieles, acarreando azadones, picos, palas y cuerdas, además de teas y velas de cera de abeja. Mientras dos de ellos vigilaban el congosto del valle, los demás limpiaron el suelo de la chabola y excavaron en el lugar donde se percibía la corriente de aire. Al cabo de un par de horas de trabajo agobiante pusieron al descubierto un escalón tallado en la roca. Desembarazaron el contorno y toparon con lo que era sin duda la entrada de una escalera que se adentraba en la roca viva. Toda la galería descendente había sido colmada con cascotes provenientes de las otras tumbas, no difíciles de manejar; los que habían arrojado los materiales debían de tener prisa y no se entretuvieron en acarrear bloques que, bien ensamblados, hubieran dificultado enormemente el acceso.
Mediada la tarde habían conseguido horadar un estrecho pasadizo que ponía al descubierto el lado derecho de dieciséis escalones; entonces se hallaron frente a una pared de obra enyesada, cerrada y sellada. Demetrios conocía los sellos: eran los de la necrópolis real. Esto significaba que desde los tiempos de los faraones nadie había traspasado aquella puerta. Poco les hubiera costado derruirla, pero no se atrevieron a romper los sellos reales. Se les hacía tarde; volvieron a subir la escalera, disimularon la entrada con cascotes y lajas quebradas, esparcieron arena y regresaron a Tebas con un cargamento de nitratos, ebrios de emoción. Todas las tumbas conocidas del Valle de las Tumbas Reales habían sido saqueadas y destruidas en la antigüedad. No se conocía ni una sola tumba intacta. La vigilancia que se mantenía era para evitar nuevas destrucciones, no para salvar objetos de valor.
Alrededor de la mesa de la Casa de Vida del templo de Tot, Demetrios proponía una expedición bien preparada a la tumba descubierta en el Valle de las Tumbas Reales, con Tírsit y Totmés, que podrían leer las inscripciones e identificar al faraón enterrado en el sarcófago de la cámara mortuoria. Los dos hermanos acogieron el proyecto con entusiasmo delirante. Nimlot, sin embargo, se mostró reticente. Ya habían tenido suficientes quebraderos de cabeza con el incidente de Teodosiópolis. No era el caso de meterse en nuevos berenjenales. Los dos hermanos porfiaban, apoyados por Demetrios, que aducía que su familiaridad con el terreno alejaba cualquier riesgo más allá de una torcedura de pie o una picada de escorpión. Al fin fue Turi el que venció la resistencia de Nimlot. Propuso dos cuerpos expedicionarios. El primero agruparía a los buscadores, con Tírsit y Totmés; no despertaría sospecha alguna, pues podrían presentarse como excursionistas que acudían a visitar un lugar muy frecuentado por los curiosos. El segundo cuerpo consistiría en una cadena de guaitas entre el embarcadero de la ribera occidental y el Valle de las Tumbas Reales, dispuestos a enviar aviso al menor indicio de peligro. Turi, con sus remeros, se encargaría de esta tarea. Presionado por todas partes, Nimlot acabó por ceder, poniendo como condición que río arriba se hiciese parada en el templo de Isis de Tkou para recabar el consejo de Pinedjem. Los estallidos de alegría de Tírsit y Totmés resonaron por toda la casa y se desbordaron por los patios, donde las cabras comenzaron a balar como si se acercase una tormenta del desierto.

Transcurrida una luna, en el segundo miércoles del mes de Pashons, el mayo de los romanos, al amanecer, la habitual recua de asnos de los buscadores de nitratos salía del fondeadero de Tebas occidental en dirección de la serranía líbica. Totmés y Tírsit, ésta vestida de chico, acompañaban al grupo de seis hombres. En el embarcadero, Turi y sus barqueros descargaban con cachaza fajos de leña del Fayum, encargada, proclamaban, por un propietario de una aldea al pie del cerro que escondía el Valle de las Tumbas Reales.
Pinedjem, visitado días antes, había aprobado la expedición y había pedido ser puntualmente informado del resultado. El sacerdote escriba tenía sus barruntos respecto a la titularidad de la tumba, pero optó por callarse y aguardar el desarrollo de los acontecimientos.
Más allá del pueblo de Raset, los expedicionarios saludaron a los dos guardias del gobernador, que solían estar echados a la sombra de uno de los dos colosos que se alzaban en un campo de cebada. Los dos hermanos fueron presentados como hijos de un cliente que iban de excursión a las tumbas reales.
Al paso acompasado de los asnos, los buscadores se adentraron por el congosto que subía hasta el vallecico en el que se abrían la mayoría de tumbas reales. Cuando llegaron a la tumba de Ramses VI, el sol naciente entraba por la galería, inundándola de una luminosidad densa y misteriosa.
Mientras los buscadores de nitrato desembarazaban la entrada de la tumba desconocida, Tírsit y Totmés, sosteniendo cada uno un candil de aceite, se adentraron en la tumba de Ramsés VI. Las inscripciones y las pinturas de los muros más cercanos a la entrada habían quedado apagadas, pero diez pasos más adentro permanecían casi intactas. Levantaron los candiles y no pudieron ahogar un grito de sorpresa y de encanto: tenían ante sus ojos, en una escritura perfecta de colores vívísimos, el primer pasaje del Libro de las Puertas. Lo leyeron con toda facilidad, primero un lienzo del muro, después otro, y fueron avanzando por la galería al ritmo de la lectura. En las partes bajas del muro otros visitantes habían escrito, rascando primero con cantos las pinturas, frases en griego y en egipcio común, pero aun así la mayor parte del texto había quedado intacta. No pudieron alcanzar el final de la galería porque los excavadores los llamaron para acudir a la otra tumba, cuya entrada habían ya puesto al descubierto.
La estrecha rampa escalonada estaba ya desembarazada. Dos hombres bajaron los primeros, con candiles de aceite; seguían Tírsit y Totmés, que llevaban cada uno su candil, por el momento apagado; cerraban el grupo Demetrios y otro nitrero, con gruesos cirios de cera de abeja que casi no humeaban. Dos hombres quedaron en la entrada para guardar las herramientas y vigilar.
De bajada, los dos hermanos examinaron algunos de los fragmentos de cerámica esparcidos por el suelo, en los cuales leyeron los nombres de Akhenaton, Semenkhare y Tutankhamon. ¿A cuál de los tres podría pertenecer aquella tumba?
Una vez en el arranque de la escalera, comprobaron que la puerta de obra enyesada se hundía en el suelo. Era necesario remover los escombros que cubrían la parte inferior. Fueron a buscar laas herramientas y se pusieron todos a la tarea. En menos de media hora habían despejado totalmente la puerta. Entonces los dos escribas comprobaron que los sellos de la parte inferior eran distintos de los de la parte superior; los estudiaron detenidamente y, después de un aparte, comunicaron su conclusión: era el sello de Tutankhamon. La tumba, pues, era probablemente la suya.
- Esta puerta, sin embargo- observó Totmés- ha sido tapiada dos veces...
- Pero la segunda vez muy poco después de la primera- añadió Tírsit- Los segundos sellos son también de las dinastías que enterraban en esta parte del valle: la dieciocho, la diecinueve y la veinte.
Entonces abrieron un amplio orificio en la parte superior de la puerta, rompiendo los sellos; llevaban, sin embargo, materiales para recomponer la puerta y volverla a sellar. Efectivamente, Pinedjem les había confiado un sellador de las puertas reales que se había conservado en el templo de Isis, procedente del templo de Luxor cuando éste fue convertido en cuartel.
Al otro lado de la puerta hallaron un pasadizo descendente, sin gradas, de más de diez palmos de altura, lleno de cascotes rocosos. Decidieron excavar un corredor en la parte superior izquierda, justo para poderse deslizar por él. Para ganar tiempo llamaron a los dos hombres que habían quedado de vigilancia. Los materiales los fueron acumulando en los primeros escalones a fin de volver a llenar el pasadizo una vez explorado. Hallaron también fragmentos de cerámica y varios escarabeos. Demetrios sugirió que podían quedarse con los escarabeos, puesto que no formaban parte del recinto sagrado de la tumba. Los hermanos no se lo hicieron repetir, y los escarabeos pasaron sin dilación a sus morrales.
De esta manera practicaron un corredor de tres palmos de diámetro y veinte codos de largo, haciendo una cadena de cuerpos tumbados que se iban pasando los capazos de cascotes. La tarea era sumamente fatigosa, y se la repartían los seis hombres por turnos. Al final desembocaron en una puerta de obra enyesada idéntica a la primera, con los mismos sellos. Ensancharon el espacio adyacente, instalaron candiles y sin darle más vueltas abrieron un agujero a media altura de la tapia.
Al otro lado no había ya escombros de ningún tipo.Fueron entrando uno tras otro y se encontraron en una cámara de veinte pasos de largo por ocho de ancho, rebosante de muebles y de toda clase de objetos decorativos en sorprendente desorden. A lo largo del muro enfrente a la puerta había tres sofás con brazos y cabeceras representando bestias monstruosas, todo dorado. A la derecha había dos figuras humanas negras de tamaño natural, como centinelas que guardaran alguna cosa. Esparcidos por todas partes, en un amasijo indiscernible, había gran cantidad de objetos de maderas preciosas, de marfil, de plata y de oro.
- Está claro que han entrado ladrones.- comentó Demetrios- pero también está claro que llevaban prisa y sacaron poca cosa.
- Iban a por el oro- corroboró uno de los nitreros- fijaos, lo arrancaron de todas partes.
- ¿Y estos ladrones salieron y sellaron las puertas?- inquirió Tírsit.
No- respondió Demetrios, - las puertas está claro que las volvieron a sellar los oficiales del Valle de las Tumbas Reales cuando descubrieron la depredación. Desde entonces no ha entrado nadie más. ¿Cuantos años hace, Tírsit?
- Hacia mil ochocientos- calculó rápidamente la muchacha mientras observaba admirada una gran copa de alabastro transparente colocada al arrimo de la puerta.
Totmés lanzó un grito:
- Mirad allí, entre los dos negros! Hay otra puerta!
Todos se acercaron al fondo de la estancia con sus candiles y sus velas. A pesar del ambiente húmedo y cerrado de la caverna, el aceite y la cera ardían sin humear, gracias al aire fresco que entraba por el orificio excavado.
La tercera puerta era idéntica a las otras dos, y estaba también sellada.
- Vamos allá!- exclamó Totmés, excitado-. Ahi detrás está la cámara sepulcral.
Un pesado silencio respondió a estas palabras. Los cuatro hombres (dos de ellos habían regresado al exterior) intercambiaban miradas con actitud apesadumbrada. Al cabo, Demetrios dijo con voz quebrada:
- Nosotros no podemos seguir adelante. Es la tumba de un faraón, de un representante de los dioses sobre la tierra. Sus demonios la protegen.
- Todos los que han violado tumbas han tenido muerte violenta- añadió un nitrero, mirando al suelo.
- Vosotros sois de estirpe sacerdotal y sabéis las cosas que hay que decir para que los demonios no os maltraten- concluyó Demetrios.- Entrad vosotros. Nosotros, mientras, prepararemos el mortero y el yeso para rehacer las puertas.
- Se va haciendo tarde...- murmuró un tercero con un hilo de voz.
Tírsit y Totmés intercambiaron una mirada irónica. Las viejas supersticiones se agarraban a la antigua religión y probablemente la sobrevivirían. La religiosidad de la escuela de Pinedjem, que era la que los nutría, no tenía nada que ver con faraones divinizados y demonios vengadores. Dios habitaba en un espacio inaccesible y se comunicaba con los humanos a través de la puerta más profunda del espíritu. Al mismo tiempo, sin embargo, les habían inculcado un gran respeto por las creencias de sus antepasados, que eran quienes habían edificado los templos que ellos ahora habitaban.
- Está bien- dijo Totmés en tono condescendiente.- Entraremos nosotros, Venga, ayudadnos a hacer un agujero en la puerta.
Los hombres retrocedieron asustados.
- No, no, hacedlo vosotros- exclamó Demetrios.- Aquí tenéis las herramientas.
Conteniendo a duras penas la risa, Totmés y Tírsit se pusieron a machacar con un martillo el ángulo inferior izquierdo de la puerta. En pocos minutos abrieron un orificio suficiente para deslizar por él sus cuerpos cenceños; parecía un portillo de perro. Entonces fijaron una vela en la punta de una percha y la introdujeron por la escotilla, para dar una primera ojeada al interior y para comprobar si había aire respirable. La llama ardía recta e inmóvil, y parecía iluminar una gran superficie dorada a muy poca distancia de la puerta. Entonces retiraron la percha, recitaron, por si acaso una fórmula mágica y Totmés se introdujo de cabeza por la raja, avanzando con precaución. Repentinamente su cuerpo desapareció como si lo hubiesen absorbido desde el otro lado, y acto seguido resonó en la tumba de Tutankhamon una sarta de las más escogidas palabrotas de los muelles del Nilo.
- ¿Te has hecho daño?- gritó Tírsit, angustiada.
- No, no, sólo un rasguño- respondió una voz de ultratumba.- Es que hay un desnivel. Esto se avisa, carajo! Venga, entra de culo, Tírsit.
Tírsit pasó dos candiles a su hermano, se puso boca abajo e introdujo las piernas por el orificio. Totmés fue tirando de ella poco a poco hasta que la atrapó en sus brazos.
La cámara interior resultó cinco palmos más baja que la antecámara, y no había peldaño alguno. Los exploradores se hallaron en un corredor de cuatro palmos de anchura y se pusieron a recorrerlo hacia la izquierda. De vez en cuando topaban con objetos tirados por tierra, y procuraban no pisarlos ni cambiarlos de lugar. En pocos minutos habían dado toda la vuelta y habían comprobado que la cámara estaba ocupada por una gran capilla sepulcral rectangular de paredes de madera dorada, de unos diez codos de largo por seis de ancho, y tan alta que la luz de sus candiles no alcanzaba a vislumbrar la cubierta. Seguidamente reanudaron el reconocimiento más despaciosamente. La puerta de comunicación con la antecámara estaba al lado sur. Alzando los candiles todo lo que pudieron, examinaron el muro por este lado. Parte era un tabique, parte roca viva, y estaba decorado con pinturas que representaban al faraón Tutankhamon y a algunas divinidades, entre ellas Anubis e Isis. La pared del oeste estaba recubierta de arriba a abajo de pasajes del Libro del Más Allá, que no copiaron porque se los sabían de carrerilla. En cambio, copiaron en sus cuadernos algunas de las inscripciones del resto de las paredes. La decoración de la pared norte los dejó perplejos. Aparecía el faraón muerto en modo de Osiris, y el faraón Ai oficiando los rituales mortuorios. En otro lienzo de la misma pared, Tutankhamon estaba representado en compañía de la diosa Nut, con una inscripción que la describía como “Señora del Cielo, amada de los dioses”. Tírsit dibujó en su cuaderno un esbozo de toda la pared, para pedir luego a Pinedjem que le explicara el significado. La decoración de la pared oriental los dejó hechizados. Representaba el entierro del faraón, yacente en su sarcófago dentro de una barca presidida por las figuras de Neftis e Isis, y acompañado por gran número de cortesanos. No copiaron nada, aparte de las inscripciones, pues estaban seguros de que jamás olvidarían aquella pintura.
En el extremo de esta misma pared hallaron una abertura sin puerta. Introdujeron los candiles y comprobaron que se trataba de la cámara del tesoro real, intacta, a lo que parecía. No tenían tiempo para inspeccionarla, y siguieron adelante.
Al lado este de la gran capilla central había una alta puerta de dos batientes de madera, sin sellar. Descorrieron los cerrojos y abrieron poco a poco. En el interior había otra capilla, totalmente cubierta por un velo muy rasgado. Las puertas de esta segunda capilla estaban protegidas por un cordel de arriba a abajo, guarnecido de sellos de arcilla. Vacilaron un poco antes de romper el cordel, pero al fin se decidieron, contando con las habilidades falsificatorias de Demetrios. Franqueada la segunda puerta, se hallaron frente a una tercera capilla, también de madera dorada con panes de oro, y con las puertas selladas como la anterior. Las abrieron cuidadosamente y hallaron una cuarta capilla, con las puertas cerradas pero sin sellar. Ahora sabían ya lo que iban a encontrar tras estas puertas. Las abrieron emocionados y no pudieron contener un grito de estupor: todo el espacio de la última capilla estaba ocupado por un inmenso sarcófago de cuarcita amarilla, con una tapa de granito azul perfectamente encajada; estaba claro que nadie la había abierto nunca desde que enterraron a Tutankhamon. La obra de cuarcita era de una sola pieza, de unos cinco codos de largo por tres de ancho. En los cuatro ángulos estaban representadas las diosas Isis, Neftis, Neit y Selkit, que abrazaban todo el sarcófago con sus brazos y sus alas como para protegerlo. En aquel caso no hacía falta protección alguna; los dos visitantes se habían detenido en el dintel de la puerta y, con los brazos alzados, oraban devotamente por el alma y la memoria de aquel antiguo representante de su raza.
Un grito los despertó de su éxtasis:
- Apresuraos, que se hace tarde y hay que rehacer las puertas!
Lanzando una mirada melancólica a la tumba, Tírsit y Totmés emprendieron el laborioso retorno hacia la antecámara. Cerraron cuidadosamente la puerta de la capilla del sarcófago. Para refeccionar los cordeles sellados de las puertas segunda y tercera pidieron consejo a Demetrios, que había previsto la eventualidad y venía provisto de las agujas y las pinzas que solían usar los falsificadores. Los dos escribas pusieron manos a la obra, instruidos a distancia por Demetrios, que no quería saber nada de bajar a la tumba. Los zurcidos, habida cuenta de la oscuridad de la caverna, quedaron pasables. Acabaron de cerrar las puertas y, ayudados por los hombres, escalaron el portillo de la antecámara. Los nitreros taparon el orificio con obra y yeso, sin miedo alguno, pues por lo visto de cara a los demonios una cosa era derribar y otra rehacer. Entonces Demetrios aplicó el sello. A continuación rehicieron la segunda puerta, en la que habían practicado un agujero justo para pasar. Una vez alisada la capa de yeso, Demetrios hizo varias aplicaciones del sello Entonces reclamaron a los vigilantes que habían quedado en el exterior y se pusieron todos a rellenar con cascotes el pasadizo que habían abierto entre la primera puerta y la segunda. Después refeccionaron la parte superior de la primera puerta (la parte inferior, con los sellos de Tutankhamon, no la habían tocado) y Demetrios volvió a aplicar los sellos. Subieron los dieciséis escalones hasta la entrada del chamizo y desde allí arrojaron cascotes y escombros hasta enterrar por completo la escalera. Por fin, esparcieron abundante arena por el suelo de la chabola. Todo quedó como estaba antes. Nadie sospecharía jamás que debajo del suelo de aquel chamizo se abría el paso hacia la tumba inviolada de un faraón.

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