LA AMATISTA
El Camino Superior de Santiago
novela por entregas
aparecerá en este blog un capítulo cada semana
Inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual de Barcelona, 2005.
VIGÉSIMOCUARTA ENTREGA
SANTIAGO
La Gran Cayena del Sodalicio en Santiago ocupaba un inmenso edificio que había sido convento y después depósito de intendencia del ejército, a extramuros de la ciudad vieja. Completamente restaurado, permitía alojar a doscientas personas, y disponía de amplios espacios de convivencia. El edificio se componía de dos cuerpos simétricos, con un claustro en cada ala y una huerta a todo lo largo de la fachada posterior. La mayor parte de la fábrica, aparejada en sillares, databa del siglo XVIII; el ábside de la iglesia y uno de los refectorios eran de estilo gótico tardío. El portal de entrada estaba flanqueado por dos columnas de capitel dórico que sostenían un arquitrabe triangular con esculturas desfiguradas. El zaguán era amplio y desguarnecido. Dos escalinatas, a derecha y a izquierda, daban acceso a las primeras plantas de cada una de las crujías. Debajo del vano de una de las escalinatas había un pequeño armónium con teclado de cuatro octavas, una quinta y un tono. Al fondo del zaguán se abría la puerta del jardín, encristalada. La planta noble estaba ocupada enteramente por espacios de convivencia: refectorios, biblioteca, sala de música, sala de juegos, salón de fumadores, aula de conferencias. Las paredes, blancas y desnudas, sin decoración alguna. El mobiliario, sobrio pero de maderas nobles. Todas las estancias, excepto el aula de conferencias, estaban alfombradas. Tupidos cortinajes de terciopelo verde atenuaban la luz de los altos ventanales, sumiendo toda la casa en una permanente semipenumbra. Las dos plantas superiores estaban enteramente destinadas a dormitorios, de una, dos o cuatro personas. Un ala entera, separada del resto por un cuarto de armarios, era el dominio del sodalicio infantil.
Gobernaba la Gran Cayena un Consejo de Magistrae Domus presidido por una caminante mayor de Úbeda. La intendencia estaba en manos de un equipo de caminantes, auxiliados por personal externo.
Los caminantes mayores se alojaban en celdas individuales contiguas al dominio infantil. Ramón Forteza compartió celda con una caminante húngara que roncaba con todos los matices sonoros de la Europa Central. Muchos sodales no tenían alojamiento en la Cayena y se desparramaban por hostales y casas de huéspedes de la ciudad, que se hallaba en su baja estación turística.
La celebración de la Gran Blasfemia tenía lugar doce días más tarde, el quince de noviembre. La jornada de los sodales estaba casi enteramente ocupada en la preparación de la ceremonia. Los ensayos del ritual mozárabe y de la música, gregoriana y polifónica, ocupaban la mayor parte del tiempo. La distribución horaria, sin embargo, era flexible y permisiva. Se levantaban entre las siete y las ocho. El desayuno podía tomarse, según costumbre de Sodalicio, en los cafés y mesones de la ciudad. El almuerzo comunitario se servía a la una y media. La cena era a las ocho de la tarde. Las mañanas estaban dedicadas a ensayos musicales y rituales. Por la tarde había lecciones y visitas detalladas a los monumentos santiagueses. Siempre que se terciaba, los sodales, o un buen grupo de ellos, asistían a las ceremonias religiosas de las comunidades de Santiago, a condición de que mantuvieran un aceptable grado de fidelidad a la liturgia tradicional, cosa que cada vez era más rara. Después de la cena, los residentes vacaban a sus propias aficiones. Algunos salían a tomar unas copas en la rúa de la Reyna y adyacentes. Otros preferían hacer sus propios conciertos en la sala de música. No faltaba la cuadrilla de andariegos que programaba largas caminatas nocturnas por las silenciosas y recoletas calles de Santiago.
Los niños seguían su propio régimen, recalando en el horario común a las horas del almuerzo y de la cena. Su predio particular era la huerta con su jardín, donde, cuando no llovía, se les oía alborotar a todo lo largo del día, excepto cuando concurrían a los ensayos del coro y de la orquesta; algunos de ellos eran instrumentistas.
La primera vez que entró en el refectorio, Ramón Forteza indagó rápidamente con la mirada el sitial de la presidencia. Un gran sillón de terciopelo rojo con dosel ocupaba la cabecera de la mesa principal, pero estaba vacío, y así estuvo todos los días. El Caminante se abstuvo de preguntar, pero sabía ya que Blanca estaba en Santiago, aunque no en la Cayena.
La comida, en la Gran Cayena, era básicamente gallega, con pespuntes de dietética científica que no alcanzaban a molestar. Abundaba el pescado fresco de la estación (dentón, corvina, besugo, gallo, pescadilla, llobarro...) guisado o al horno, raramente hervido o a la plancha. Los cocineros eran muy dados a proponer caldeiradas, patatas con congrio o sepia y bacalao con pisto. No faltaban nunca el caldo gallego y las verduras del tiempo (alcachofas, coliflores, grelos, espinacas). Los niños consumían barreños enteros de castañas con leche.
Ramón Forteza se dejaba arrastrar por el plácido y al mismo tiempo activo discurrir de la vida en la Gran Cayena de Santiago. Participaba en la coral, siempre como barítono. Se entusiasmó con el canto gregoriano, que había mordisqueado ya en Santo Domingo de la Calzada, en Castrojeriz y en Villafranca del Bierzo. Daba largos paseos con el Mair y otros compañeros y compañeras. Por las noches solía uncirse al grupo de los que iban de copeo por los bares del viejo Santiago hasta altas horas de la noche, tanto que en ocasiones se desayunaban antes de acostarse y a la hora del ensayo eran sacados de sus camas por los niños con procedimientos variados y poco convencionales.
Se acercaba el día de la gran solemnidad. Un cierto dejo de tristeza cubrió como un cendal la vida de la Cayena. Cesaron los chiqueteos nocturnos, y hasta los niños dejaron de gritar. Después de la cena, los sodales asistían a audiciones musicales cuyo programa rayaba en la cumbre del arte europeo: Bach, Haendel, Pergolesi, Haydn, Mozart, Beethoven... El inmenso caserón fue sumergiéndose en una calma tensa y expectante. Los sodales sabían que después de la gran celebración la confraternidad se dispersaría definitivamente. Cada cual caminaría por su cuenta hasta cualquier lugar de la costa occidental, después de lo cual todos regresarían a sus puntos de origen, los mayores para no volver nunca más, los jóvenes para tornar a encontrarse como caminantes mayores pasados cuarenta años.
La víspera del día de la Gran Blasfemia, el Mair y Ramón Forteza salieron a pasear toda la tarde. Hablaron poco. Ambos sabían que aquella caminata era de hecho una despedida, que ya nunca más volverían a caminar juntos. Al anochecer, desertando la mesa comunitaria, se acomodaron en el fondo de un mesón de la calle del Vilar y pidieron unas tapas con una botella de Fefiñanes. El mesonero era a todas luces viejo conocido del Mair. Después pidieron una segunda botella, mediada la cual el Caminante Mayor dio comienzo a su última Lectio, que se depositó en el ánimo de Ramón Forteza como un testamento espiritual.
"Mi familia, bohemios emigrados a Alemania, era profundamente religiosa. Mi padre era restaurador de muebles y organista. Crecí en un ambiente de religiosidad libre y elevada. Frecuentábamos todos los cultos, incluido el sinagogal. Aprendí música. Tocaba el piano, el órgano y el oboe. Cantaba en el coro de la catedral luterana de Münster, donde mi padre era maestro de capilla. Estudié medicina y me especialicé en pediatría. Cáritas alemana me envió al Extremo Oriente a dirigir un hospital para niños víctimas de minas personales. Presencié y viví todos los horrores imaginables. Niños y niñas con los brazos y las piernas arrancados, con el vientre abierto y las vísceras colgando, con el estómago y el hígado reventados, con las cuencas de los ojos vacías, con la masa cerebral desparramada... Niños y niñas sin boca, sin nariz, sin oído, con sexo indiscernible, con la piel quemada, y todavía vivos. Corté, sajé, vendé, recompuse, esperando siempre que la muerte acudiera para remediar mi impotencia. Odié al ser humano, su poder y su inteligencia. Maldije todo lo maldecible y al cabo, arrastrado por la lógica implacable de mi formación racional, maldije al Creador de un universo donde las criaturas hechas a su imagen podían padecer estos horrendos sufrimientos. Regresé a Europa. Un amigo holandés me introdujo en el Sodalicio y peregriné a Santiago como caminante, hace ahora cuarenta años."
El caminante mayor alumbró su pipa y pidió otra botella de Fefiñanes. Paladearon un par de vasos, y después de un largo silencio continuó:
"No creo en el hombre, pero soy hombre. No creo en la humanidad, pero soy parte de ella. Mi razón me impulsa a no creer en Dios, pero necesito creen en él para odiarle, para proyectar en una causa inteligente y poderosa la maldad que he vivido y cuya presencia ha configurado mi espíritu y mi pensamiento. He ido recogiendo con minucia las tradiciones de Oriente y de Ocidente que han desvelado el carácter perverso del Creador del mundo. Respeto el esfuerzo de los pensadores espirituales que han pretendido trascender esta causa cósmica para descubrir en lo indecible una originariedad inmaculada y totalmente ajena al acontecer universal, pero nunca me he sentido llamado por lo que considero mera especulación sin fundamento alguno, discurso aparente y no real. No es la ilusión lo que salvará al hombre. La salvación se enraiza en la misma vida, y cuando ésta ya no es posible, en la extinción. Todo lo demás es apariencia, engaño y explotación del desespero.
"No he luchado contra las creencias. Alguien dijo que la religión era el opio del pueblo. Sea. No pretendo privar a los dolientes del opio que puede paliar su sufrimiento. He visto demasiado dolor para despreciar cualquier fármaco, sea del cuerpo o del espíritu. He acompañado en la agonía a muchos seres humanos y puedo testificar que la fe profundamente vivida tiene la capacidad de hacer más llevadero el trance del dolor y de la muerte. Pero me erijo contra los que pretenden apropiarse de las creencias decisivas para dominar a los hombres no sólo en el momento de la muerte sino durante toda su vida. Denuncio la explotación del dolor, del miedo y de la desesperanza. Quiero mostrar que hay otro camino, quiero poner de manifiesto que no es necesario engañarse o engañar para pasar con dignidad a través del sufrimiento y superar con serenidad el momento de la extinción. El ser humano tiene que ser fiel a la centella de inteligencia que le caracteriza y le distingue de los demás vivientes sobre la tierra. Tiene que mirar a la realidad con ánimo imperturbable y aceptar las consecuencias de esta mirada. La tenue lucecita de la razón no proyecta resplandor alguno más allá de la vida y más allá del universo. Y no hay más luz que ésta. Las creencias son sombras con pretensiones de luminosidad. El ser consciente que se abraza a ellas abraza fantasmas vacíos, aunque no por completo impotentes durante el ciclo vital".
El caminante mayor sirvió dos vasos de Fefiñanes y bebió en silencio. El pulso le temblaba ligeramente; una bruma cubría sus ojos, que miraban fijamente los vasos. Apuró su vino y continuó:
"Decidí ante todo luchar contra mi propio sufrimiento y eliminar por completo la angustia de la extinción. Acudí a los viejos maestros de la sabiduría antigua, a Epicuro, Séneca, Marco Aurelio... Los leí sin prejuicios de escuela, como un discípulo que escucha a su maestro. Asimilé el concepto estoico de la acomodación del viviente a su propia constitución. Me acepté a mí mismo: acepté mi carne, acepté mi espíritu, acepté mis deseos, mis placeres; aprendí a convivir con los dolores inevitables y a prever los evitables. Austeridad de cuerpo y alma son condiciones indispensables de la vida armoniosa. Acepté, comprendiéndola, la limitación del tiempo de mi existencia, hasta llegar al rechazo de una inasequible inmortalidad. No quiero vivir siempre. He alcanzado el equilibrio de mi discurrir vital por medio de una continua lucha contra los factores de desequilibrio. No quiero estar siempre luchando. Miro con ecuanimidad el reposo de la inexistencia. Estoy preparado. Me hallo todavía en la plenitud de mis fuerzas físicas y espirituales, pero siento ya en mí los gérmenes de una cercana decadencia. No quiero comenzar una nueva lucha contra la decrepitud de mi organismo. He sabido vivir, voy a saber morir. El momento de mi muerte, aunque no inminente, se perfila ya en el horizonte, y no faltaré a mi propia cita. Los compañeros del Sodalicio están ya dispuestos a facilitarme la salida, como es ley de la confraternidad. El progreso tecnológico permitirá que hasta el último momento goce de la conciencia de ser vivo. Nada quedará para sufrir la conciencia de ser muerto.
El caminante mayor calló y terminó su vaso de vino; restaba media botella, pero ya no se escanció más. En la tasca no quedaban ya más clientes que los dos caminantes, pero el mesonero, acodado en el mostrador, no daba muestra alguna de impaciencia, como que se abstuvo de comenzar el arreglo del local. El caminante mayor prosiguió:
"Me dirás: tu sabiduría vital, que es la del Sodalicio, es tan ardua como la del budismo; no está al alcance de la mayoría. Concedo. El Sodalicio, como muy bien sabes, no hace proselitismo. La multitud de sodales es un aluvión de casualidades, de encuentros aleatorios. El uso humilde, aunque implacable, de la razón nos ha llevado a comprender el mundo y la vida en su total descarnamiento cósmico. Al mismo tiempo, somos personas inmersas en el piélago de las creencias y de los símbolos del mundo occidental, cristalizados en la religión cristiana. Nuestra acción positiva, la inteligencia de nuestro estado como seres humanos, tiene que ir acompañada de una acción negativa, de una catarsis que, al liberarnos de las engañosas creencias ancestrales, nos restituya a la pureza de nuestra existencia en el mundo. De ahi la violencia espiritual de los ritos en los que vas a participar. La blasfemia contra el Demiurgo es un momento esencial y por ende único de nuestro itinerario espiritual. Hemos optado por la radicalidad. Hemos aceptado la soledad cósmica de nuestras insignificantes existencias; tenemos que reaccionar violentamente contra el poder que pretende imponernos una Presencia enajenadora. Por esto sentimos la necesidad de blasfemar contra el Dios de los judíos, contra el Dios de los cristianos, contra el Dios de los musulmanes, contra toda figura todopoderosa, providente, paternal, de Creador del universo. "Padre y creador", le llama Platón, iniciando una larga serie de falacias pseudo-filosóficas para respiro de los creyentes que se resisten a renunciar por completo al uso de la razón. El universo no es una creación. Nunca sabremos qué es el universo, de donde viene y a donde va. Ni tan siquiera podemos formular la pregunta de acuerdo con las exigencias de la razón. No es racional una pregunta para cuya respuesta el interpelado carece absolutamente de los términos necesarios para construir una frase con un mínimo de sentido".
La media botella de Fefiñanes, entre los dos vasos vacíos, parecía invitar a un descanso. El caminante llenó los dos vasos mientras el Mair, con la cabeza apoyada en la mano derecha, meditaba. Su mirada volvía a ser serena, su mano sostuvo el vaso con firmeza; bebió y continuó en el mismo tono:
"Para los antiguos, el gran problema ético es el de la felicidad humana. ¿Qué es una vida feliz? No voy a darte una lección de filosofía moral, que por lo demás ya has ido conociendo a lo largo de tu instrucción. Quiero solamente explicarte como he cumplido mi obligación de ser un hombre feliz en medio de tanta infelicidad. En primer lugar, determiné que mi vida sería armónica y equilibrada o que no sería. No acepto ni la grave enfermedad, ni la pobreza, ni la opresión, ni la vejez decrépita. Ante cualquiera de estos males en irrupción insoslayable decidí optar por quitarme la vida. Hasta el momento ninguno de ellos ha irrumpido con violencia avasalladora, y por esto sigo vivo. En segundo lugar, he procurado alejarme lo más posible de las causas del mal, del dolor y de la injusticia. Tengo clara conciencia de no haber contribuido, a sabiendas y voluntariamente, al sufrimiento de ningún ser humano. En tercer lugar, resolví aceptarme tal como soy, en cuerpo y en espíritu. Procuro para mi organismo el equilibrio que proporciona el auténtico placer, rehuyo el dolor. No pienso en la muerte, porque estoy vivo. No pienso en el dolor, porque no sufro. No cifro mi equilibrio mental, condición de la felicidad, en la comprensión del sentido de la vida. La razón es incapaz de ofrecerme este recurso, y fuera de la razón no hay más que signos vacíos, por hermosos que puedan parecer. La paz del espíritu me la ofrece la misma vida. No tengo más que estar atento a la fuerza vital que emerge de lo más profundo de mi ser, acogerla, aceptarla, plegarme a ella. Las riquezas del universo me son ofrecidas en forma de vida. Es la vida la que me impulsa a conocer, a amar, a gozar de las figuras, de los colores y de los sonidos, incluso a razonar. En esta zona donde se fijan los límites de mi existencia la razón debe someterse a la vida. La vida, fuerte y equilibrada, te hará feliz, a condición de que no preguntes porqué. Viviendo con plenitud ocupo mi lugar en el ciclo universal. En esto consiste la felicidad humana. Pretender rebasar el propio estado en el espacio y en el tiempo es atraer el desequilibrio, la deformidad de la vida y la infelicidad. Amigo mío, he sido feliz; en el momento en que no se den ya las condiciones para seguir siéndolo, me iré sin molestar a nadie. Dentro de pocos días veré por última vez el sol poniéndose sobre el mar por Occidente, llameante y rabioso. Mi luz se extinguirá, dejando apenas un pábilo humeante. Después, nada".
Los últimos vasos de vino aguardaban, brillantes, sobre la mesa de madera. Bebieron en silencio y a pequeños sorbos, a sabiendas de que aquel vino era el último por muchos conceptos. Luego se levantaron pagaron la cuenta y se dirigieron a la calle, ya desierta y gélida, el caminante mayor con paso firme, Ramón Forteza simplemente rigiéndose. Siguieron por la calle del Vilar, doblaron hacia la calle del Obispo Gelmírez para desembocar en el paseo fuera murallas. El portón de la Cayena estaba abierto; sentada en un poyo junto al ventanal del fondo del zaguán, tenuemente iluminado, la Magistra Domus aguardaba fumando hierbas aromáticas en una larga pipa de caña. Los condujo al refectorio, donde les obligó a comer un poco de fruta. Luego los acompañó hasta sus habitaciones y, con pasos imperceptibles, desapareció en la penumbra del sector de los niños. El caserón quedó a oscuras y en silencio. La puerta permaneció abierta.
El día de la celebración de la Gran Blasfemia, quince de noviembre, amaneció nublado y desapacible. En la Cayena, un pasacalle de flautas y timbales despertó a los que todavía dormían. Para desayuno hubo chocolate con bizcochos recién horneados. Una Magistra voceó el programa del día: Por la mañana, ensayo musical para todos; el grupo litúrgico ensayaría la ceremonia en el Templo Bajo Tierra. Por la tarde, lección sobre la liturgia mozárabe. A las diez de la noche, inicio de la ceremonia de la Gran Blasfemia en el Templo Bajo Tierra. Seguidamente, descanso. Al día siguiente, dispersión. Los niños cabalgarían hasta un pazo cerca de Iria Flavia, desde donde viajarían a sus diversos destinos.
La ceremonia de la Gran Blasfemia tenía lugar en una espaciosa cripta abovedada que subyacía a varios edificios en un callejón de la parte alta de la ciudad vieja, no lejos de la Universidad. Un portón con dintel de piedra y una verja de hierro daba acceso al profundo subterráneo a través de una larga escalera sin recodos. La nave tenía forma rectangular. Los muros del cuerpo inferior eran de grandes sillares entreverados de lienzos de ladrillo. La bóveda era de arcos rebajados con sencillas arquivoltas, apoyados en pilastras que arrancaban de bases ochavadas, todo de piedra tallada. Una cornisa sin ornamento y de la misma sillería recorría toda la base de la bóveda excepto en el lienzo ocupado por la escalera. El suelo era de grandes lajas de granito. A pesar de la aparente carencia de aberturas de respiro, el ambiente no era en absoluto cargado ni agobiante. En el extremo opuesto a la entrada había una gran chimenea de mármol negro en la que ardía un fuego de troncos de roble.
El centro del espacio rectangular estaba ocupado por un estrado de piedra cubierto por una alfombra roja. En medio del estrado se levantaba un altar con mesa de mármol negro sostenida por cuatro columnas de piedra con capiteles florales. El altar estaba revestido con un mantel de lino blanco que rozaba el suelo en ambos extremos. En el frontispicio, una inscripción en letras doradas reproducía un pasaje de San Pablo:
MEMBRA VESTRA TEMPLUM EST SPIRITUS SANCTI.
"Vuestros cuerpos son templo del Espíritu Santo".
Dos altos candelabros de plata sostenían grandes cirios encendidos que arrojaban sobre el mantel una claridad exsangüe; alrededor del altar la penumbra creaba un aura de recogimiento y de misterio.
Tres lados del local estaban ocupados por hileras de bancos de madera de nogal, sin respaldo. El cuarto, alfombrado, acogía las sillas, los escabeles y los atriles de la orquesta y del coro. Al fondo destacaban los tubos de madera de un órgano. Esta zona era la única iluminada; el resto de la sala permanecía en la penumbra.
A las diez de la noche comenzaron a entrar los sodales, hasta completar el número de trescientos dieciocho. Vestían todos túnicas de lino blanco de anchas mangas, largas hasta los pies, e iban calzados con sus botas de camino. Los niños y las niñas, también tunicados de blanco, se ceñían la cintura con un cíngulo de esparto y calzaban sandalias.
Los músicos y los cantores ocuparon su espacio propio en la zona iluminada. Los demás se distribuyeron por los bancos. Los niños y niñas que no formaban parte del coro se sentaron en el suelo en torno al estrado central, componiendo una especie de corona.
Cuando todos estuvieron instalados, el coro y la orquesta preludiaron la ceremonia interpretando el Salmo Dixit Dominus de Francesc Valls (siglo XVIII) para quince voces y orquesta. Seguidamente se cantó el oficio de Laudes de la fiesta de Navidad según el ritual romano, con acompañamiento de órgano, alternando toda la asamblea con el pequeño coro.
Terminada la hora canónica de Laudes, un caminante mayor subió al estrado y pronunció la siguiente alocución:
"Amigas y amigos: hace tres meses abandonasteis la quietud de vuestros hogares para lanzaros a la aventura del Camino Superior de Santiago. Habéis caminado por la antigua calzada como unos peregrinos más, a pie o a caballo. Os habéis demorado en las cayenas de instrucción para ir preparando vuestras mentes para las profundas vivencias espirituales que transformarán vuestra vida y vuestra muerte. Paso tras paso, día tras día, ya no sois los mismos. Conducidos por guías que fueron a su vez conducidos hace cuarenta años, os habéis sumergido en el mundo anímico de la religión cristiana, con el propósito de poseerla por entero para así por entero poder desprenderos de ella. Habéis aceptado ser moldeados por los ritos que reconocen y glorifican al Creador de este mundo, pues éste es el aspecto de la religión cristiana en torno al que gira nuestro debate intelectual. A través de la historia, de la literatura, de la arquitectura, de las artes plásticas, de la música y del contacto con los demás peregrinos, habéis llenado vuestra imaginación con las llamativas figuras de una de las más potentes religiones del alma. Esta noche, en este templo de la ciudad de Santiago de Compostela, culminaréis vuestra iniciación a la Vía Láctea y entraréis plenamente en posesión de la libertad de vuestro espíritu. La primera parte de la ceremonia de esta noche se inserta todavía en la tradición cristiana, si bien introduce un rito marginal que, tradicional también él, representa la potencia de la cuña destinada a desbancar el lastre de las creencias oscurecedoras. Os habéis elevado muy alto, de muy alto vais a precipitaros. Es necesario que el alma se despedace para que el espíritu recupere su libertad. Durante la primera parte del ceremonial, nuestra confluencia con la fe cristiana hará que vivamos la presencia mistérica del Dios Encarnado en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Pero en el momento de la Gran Blasfemia haremos abstracción de la humanidad del Galileo. Nada nos enfrenta a un fiel judío que pretendió elevar y purificar la religión de sus padres. Haremos presente sobre nuestro altar al solo Creador de este universo, al Príncipe de este mundo, que, según el dogma cristiano se halla oculto bajo las especies sacramentales. Sobre él verteremos nuestra angustia, nuestra ira, nuestro resentimiento por todo el mal que ha causado y por todo el dolor que no ha querido evitar. Adiós. La mayoría de los aquí presentes no volverán a encontrarse nunca más. Algunos regresaréis al Camino dentro de cuarenta años. Tened un recuerdo para los que nos esforzamos en guiaros, como nosotros recordamos a los que hace cuarenta años nos guiaron por el Camino Superior de Santiago".
Un denso silencio acogió las palabras del caminante mayor. Pasados unos minutos se oyó el chirrido de los goznes de la verja. Lentamente, el celebrante, revestido con una casulla de seda negra sin bordado alguno, descendió por la escalera. Le seguían un niño y una niña, y detrás de ellos Blanca, descalza, envuelta en un amplísimo peplo negro que se arrastraba por las gradas. Avanzaron hacia el centro de la cripta y se mantuvieron de pie ante el estrado. Luego, en medio del más absoluto silencio, Blanca subió hasta el predio del altar. Sus acompañantes la despojaron del peplo y quedó desnuda a la temblorosa luz de los cirios. Acto seguido se encaramó a la mesa y se tendió boca arriba sobre el mantel, permaneciendo completamente inmóvil. Los niños la cubrieron con un cendal transparente, tras lo cual el celebrante extendió los corporales entre la suave ondulación del pecho y la oscura floración del pubis.
Los niños distribuyeron entre los asistentes un cuaderno con el ritual de la liturgia mozarábica de la Misa del Apóstol Santiago:
Misa gótica o mozárabe y oficio igualmente gótico, explicada con diligencia y claridad para uso de la célebre capilla de los mozárabes erigida en Toledo por el munificentísimo cardenal Jiménez y como donación para el ilustrísimo y venerable señor decano y para el capítulo de la santa iglesia Toledana, primada de las Hispanias y de las Indias. Angelópolis, Imprenta del Seminario Palafoxiano, año del Señor 1770. Editado en Puebla, México, por el cardenal Lorenzana.
El maestro de coro entonó el inicio del Introito de la Misa del Apóstol Santiago, que fue cantado por toda la asamblea.
A continuación el coro cantó el Gloria de la Misa polifónica de Carlos Patiño ,del siglo XVII.
Concluida la pieza polifónica, un caminante se acercó a un atril colocado al pie de las gradas del altar y leyó la Primera Lectio, que consistía en un pasaje del Libro de la Sabiduría de Salomón.
Una caminante se acercó al atril y leyó la Segunda Lectio, que consistía en un pasaje del Libro de los Actos de los Apóstoles.
Una caminante mayor se aproximó al altar e, inclinando la cabeza, pidió la bendición del celebrante. Luego se acercó al atril y leyó la Tercera Lectio, que consistía en un pasaje del Evangelio según San Marcos.
Un caminante se aproximó al altar balanceando el incensario con carbones encendidos, acompañado por un niño que sostenía la naveta.
El celebrante incensó el altar por los cuatro lados. Después el caminante incensó los cuatro muros de la cripta.
Después el celebrante recorrió la asamblea abrazando a los asistentes de las primeras filas, los cuales transmitieron el abrazo a todos los demás. Durante este rito el coro y la orquesta interpretaron el O quam bonum de un autor anónimo del siglo XVIII. Terminada la pieza musical, el celebrante entonó el Prefacio, y el coro prosiguió interpretando el Sanctus de la Misa Polifónica de Carlos Patiño, según el Ritual Romano. El texto del Ritual Mozarábico es algo distinto.
El celebrante procedió ya a la consagración según el Ritual Mozarábico, más emotivo que el romano.
El ritual de la Gran Blasfemia abandona aquí la Rúbrica Mozarábica y prosigue según su propio Ordo.
INTERRUPCION DE LA MISA
El celebrante descendió del altar y permaneció al pie de las gradas. Toda la asamblea avanzó y se colocó en círculo alrededor del ara sobre la que yacía la Doncella con el pan y el cáliz consagrados sobre su vientre.
El celebrante, elevando las manos, recitó la siguiente
EXECRACION
Señor y Príncipe de este mundo, Creador maléfico de esta maléfica creación, Alfarero de la humana vasija, Adalid del tiempo, Padre de todos los males, te maldecimos, te execramos por tu gran ignominia, Señor Rey celestial, Separador omnipotente. Presta atención, Señor, y apiádate de ti mismo, pues los aquí presentes, vasijas de barro que tu hiciste, arrojamos y pronunciamos una Gran Blasfemia sobre tu cabeza.
MALDICIONES
Por los sufrimientos de los seres vivos
TE MALDECIMOS, SEÑOR.
Por el dolor de los enfermos.
Por el padecimiento de los agonizantes.
Por las enfermedades y los dolores de los niños.
Por los dolores de las mujeres en el parto.
Por las calamidades de las tierras y de los mares que afligen a los hombres.
Por todos los que sufren hambre.
Por los que sufren frío y desnudez.
Por los inocentes oprimidos por los malvados.
Por todas las guerras levantadas en tu nombre.
Por los sufrimientos y los tormentos infligidos a mayor gloria de tu nombre.
Por los encarcelados en tu nombre.
TE MALDECIMOS, SEÑOR.
Pronunciadas las maldiciones, dos muchachos acarrearon hasta el borde del estrado un brasero de bronce en el que ardía un fuego de leña recogido de la chimenea. Una lectora se acercó al atril y leyó:
"Lectura del Libro del Éxodo. Y apacentando Moisés las ovejas de Yetró, su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas detrás del desierto y vino a Horeb, monte de Dios. Y apareciósele el ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de un zarzal, y él miró y vio que el zarzal ardía en fuego y el zarzal no se consumía".
El celebrante tomó el pan que reposaba en los corporales sobre el vientre de Blanca y lo mantuvo sobre el fuego mientras pronunciaba las palabras oraculares:
Un río de fuego brota de debajo del trono.
Terminada la recitación, dejó caer el pan sobre las brasas, que lo fueron consumiendo lentamente.
Entretanto, un compañero en hábito de camino, con escarcela y bordón, se había acercado al altar. El celebrante recogió el cáliz, que oscilaba ligeramente sobre el vientre de Blanca, vertió el vino en un pomo de cristal, lo cerró con cera y lo entregó al caminante, pronunciando estas palabras:
"Corre, mensajero, toma el camino del mar y devuelve al océano esta esencia demiúrgica que nunca debió salir de él".
El caminante tomó el frasco, lo introdujo en su morral y corrió hacia la puerta, que estaba abierta, desapareciendo en la oscuridad de la callejuela.
Los dos acompañantes de Blanca se acercaron al altar, retiraron el velo que la cubría y le entregaron una túnica blanca. La doncella se incorporó, descendió del altar y se puso la túnica. Luego calzó unas sandalias y fue a reunirse con las demás niñas. Estaba muy pálida, y su paso era vacilante Los sodales fueron saliendo de la cripta, que a poco quedó completamente vacía, iluminada tenuemente por los dos cirios que chisporroteaban sobre el altar. Al cabo los pábilos se extinguieron, ahogados por la cera de la cazoleta, y el sótano quedo solitario y a oscuras.
lunes, 16 de abril de 2007
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